Uribe y la reivindicación política de los grupos paramilitares

03/08/2007
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A
El Presidente Uribe se enfrenta ahora con la Corte Suprema de Justicia en relación con la denominada ley de justicia y paz. El ataque del Presidente contra este tribunal, el más alto de la jurisdicción ordinaria colombiana, no puede pasar sin dejar efectos graves. De hecho, este no es un pulso cualquiera entre dos importantes instituciones del sistema jurídico –político nacional, sino que de su resolución depende en buena parte el futuro del régimen político.

El conflicto afecta uno de los pilares del Estado moderno, la separación e independencia de los poderes públicos. Adicionalmente, está en juego la naturaleza del delito político y hasta la existencia jurídica del conflicto armado. El País ha sido puesto por el Presidente, como se ve, frente a una coyuntura harto delicada.

La causa del conflicto

En el marco de un proceso judicial, la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, ha negado estatuto político a los miembros de los grupos paramilitares que han decidido someterse a la ley de Justicia y Paz (Ley 975 de 2005). Las acciones de los llamados paramilitares, según la Corte, no se subsumen en ninguno de los tipos pénales del delito político, esto es, la rebelión, la sedición o la asonada (1)

A juicio de la Corte, los paramilitares incurren en el delito de concierto para delinquir agravado, un tipo penal de derecho común, dado que ellos no se han propuesto nunca derrocar al gobierno nacional, o suprimirlo o modificar el régimen constitucional o legal vigente, ni impedir transitoriamente su libre funcionamiento, ni exigir en forma tumultuaria y violenta a las autoridades la ejecución u omisión de algún acto propio de sus funciones. Sin embargo, para sorpresa general, los paramilitares han reivindicado para sí, en el marco del proceso, la condición de sediciosos.

En esto coinciden con el gobierno. La reacción del Presidente Uribe ante esta situación ha sido, por lo menos, desmesurada. Ha llegado hasta acusar a la Corte Suprema de Justicia de torpedear el proceso de paz con los grupos paramilitares. Ha atribuido a los magistrados una cierta inclinación ideológica en favor de la guerrilla izquierdista, ha decidido presentar un proyecto de ley al Parlamento que persigue el reconocimiento del mencionado estatuto a los paramilitares y, finalmente, ha amenazado con acudir al pueblo si fuera preciso con tal de alcanzar su objetivo.

Las razones invocadas por el Presidente

El Presidente Uribe ve en la decisión de la Corte un obstáculo mayor a la realización de los fines de la ley de justicia y paz, un instrumento jurídico diseñado para permitir el sometimiento a la justicia de los llamados grupos paramilitares.

Una ley denunciada por las organizaciones defensoras de los derechos humanos y por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos como un instrumento de impunidad sobre los crímenes cometidos por los paramilitares en más de dos décadas. Los paramilitares son los principales responsables de las masacres de civiles, del desplazamiento forzado interno de más de tres millones de personas[2], del despojo de las tierras de los campesinos pobres y medianos y de sus bienes.

Estos grupos se han implicado fuertemente en el narcotráfico y a lo largo de casi tres décadas han acumulado un enorme poder económico, y su influencia entre los responsables políticos de los niveles local, regional y nacional es notable. Además, sus estrechas relaciones con los estamentos militar y policial ha sido demostrada judicialmente[3].

La ley de justicia y paz, que más parece una broma macabra hecha a las víctimas que un auténtico deseo de sanción, ha sido servida por el Presidente a los paramilitares con el fin de facilitarles una rendición decorosa, evitarles la extradición a los Estados Unidos por los cargos de narcotráfico y gratificar, en cierta forma, los servicios prestados por los paramilitares al Estado en su lucha contra las guerrillas marxistas. Esta ley prevé que las penas impuestas no podrán superar los siete años de prisión.

Ante la contundencia de los argumentos jurídicos de la Corte, el Presidente ha acudido al expediente de invocar los intereses superiores del país, desconociendo la jurisprudencia del mismo tribunal sobre el tema, la ley penal vigente y la propia Constitución. Uribe aduce que tanto los paramilitares como los guerrilleros deben ser puestos en pie de igualdad jurídica con el fin de que los primeros gocen de estatus político. Para él no debería existir diferencia jurídica entre unos y otros.

Por qué darle un tratamiento político a quienes atacan al régimen constitucional y negárselo a quienes lo defienden, se pregunta el Presidente, al tiempo que propone la desaparición del delito político del orden jurídico nacional. Esto último, a juicio del Presidente, se justifica por el hecho de que en Colombia no habría un conflicto armado sino una amenaza terrorista, un discurso que hace coro con el de la administración Bush desde los atentados de 2001.

En realidad, no hay muchos precedentes en este sentido en nuestra reciente historia política. Por supuesto, en el pasado, los gobiernos objetaron ciertas decisiones de los altos tribunales pero siempre terminaron acatando sus decisiones sin poner en tela de juicio la potestad decisoria de aquéllos. En el caso presente la situación es bien distinta. El Presidente no solo no comparte la decisión de la Corte de tratar a los paramilitares como delincuentes comunes sino que no parece estar dispuesto a acatar tal decisión.

Como si fuera poco, atribuye a la Corte la responsabilidad política en caso de un eventual fracaso del proceso de sometimiento a la justicia de los paramilitares, lo cual en el contexto de violencia y polarización del país puede traducirse en una incitación a atentar contra la vida de los magistrados.

¿Hacia la desaparición del delito político?

El delito político es un viejo conocido de la legislación penal colombiana y siempre ha gozado de respaldo constitucional. En nuestro caso son los miembros de las organizaciones guerrilleras quienes incurren en él a través de la rebelión. La Corte Suprema de Justicia, en no pocas oportunidades, ha reconocido el móvil altruista que rodea al delito de rebelión dado que el rebelde no persigue la realización de intereses egoístas sino que se orienta por la búsqueda del bien común de la población que afirma representar. Es por esto que la legislación reserva al delincuente político un tratamiento distintivo respecto de los demás infractores de la ley penal, concediéndoles una pena más benigna y la posibilidad de gozar de gracias tales como el indulto y la amnistía, y dejando intacto su derecho a la elección o nominación a cargos públicos, una vez cumplida la pena o concedido el indulto.

De modo que cuando el Presidente Uribe aboga por el estatus político para los paramilitares está abriendo la posibilidad de que éstos puedan gozar en el futuro del indulto, la amnistía y de la posibilidad de ser elegidos a cargos de representación popular y, adicionalmente, está protegiéndolos de una eventual extradición a los Estados Unidos. Ello significaría la impunidad total de los incontables crímenes cometidos por estos grupos y la legalización de su enorme poder político y económico.

Llama la atención el hecho de que el Presidente abogue por el estatuto político para los paramilitares al mismo tiempo que afirma que no debería existir delito político puesto que, en su singularísimo punto de vista, en Colombia no existe conflicto armado. Esta evidente incoherencia de Uribe se debe a su deseo de descalificar a la guerrilla como vulgares terroristas sin ideales políticos. En todo caso, si el proyecto de ley gubernamental tiene éxito se habrán borrado las fronteras tradicionales que separan el delito político del delito común, un antiquísimo patrimonio del derecho reconocido hasta en los lugares más recónditos del planeta.

¿Uribe – paramilitares, una antigua y estrecha relación?

¿Cómo explicar esta defensa a ultranza de unos grupos que han sido señalados nacional e internacionalmente de haber cometido los peores crímenes, muchos de los cuales resultan relevantes desde el punto de vista del derecho penal internacional? ¿Por qué asumir la defensa de personas a todas luces infrecuentables hasta desafiar la independencia del poder judicial? Nadie, en Colombia, parece dudar de los estrechos vínculos del actual mandatario colombiano con los grupos paramilitares que datan de su época de gobernador del departamento de Antioquia a mediados de la década de los noventa. Abundante información sustentando esta relación ha sido publicada en los medios de prensa.

El principal partido de oposición, la coalición izquierdista Polo Democrático Alternativo, ha promovido debates en el Parlamento que han probado esta relación. Las dos elecciones de Uribe como Presidente de los colombianos han contado de una manera importante con el apoyo directo de estos grupos. No es casualidad si en las dos oportunidades los paramilitares han reivindicado el triunfo de Uribe como propio. De suerte que puesto a escoger entre los derechos de las víctimas y los intereses de los paramilitares, el Presidente no ha dudado.

Pero, más allá de la lealtad presidencial hacia los paramilitares, hay un factor nada despreciable que ayuda a comprender en parte la obstinación de Uribe. En efecto, el Presidente colombiano es conocido por su ejercicio autoritario del poder, por su espíritu guerrerista y por su creencia de ser el salvador nacional. Llegó al poder con la promesa de derrotar militarmente a las guerrillas marxistas en un contexto de polarización social y de desesperanza provocado por el fracaso del proceso de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y la guerrilla de las FARC. Uribe está convencido de que el prerrequisito para la paz es la derrota militar de la guerrilla y para el logro de ese objetivo parece dispuesto a pasar por encima de cualquier obstáculo legal o constitucional. No obstante, seis años después de su llegada al poder, este objetivo no parece alcanzable pese a los grandes recursos financieros invertidos [4].

A quienes le exigen el respeto de la independencia de las otras ramas del poder público, les responde que esa independencia no es absoluta sino relativa. Todos los poderes públicos deben participar de una única estrategia de guerra trazada por el Ejecutivo. Nadie puede, entonces, estropear los planes y programas del gobierno ni aún en nombre de la ley o de la Constitución. Por encima de éstos, dice, están los intereses superiores de la nación. Nadie incluye, por supuesto, a la ciudadanía. En esta guerra contra la guerrilla no existe población civil neutral.

La población debe alinearse decididamente con el Estado, lo que incluye el suministro de información sobre los terroristas y el apoyo sin condiciones a las Fuerzas Armadas y de Policía. Toda posición de neutralidad favorece a la guerrilla y, por consiguiente, no debe ser tolerada. Con esta suerte de totalitarismo, Uribe amenaza el Estado de derecho bien porque no acata sus reglas 5], bien porque las hace cambiar a la menor contrariedad [6] con la ayuda de un Parlamento, en su mayor parte, dócil [7].

Comenzando dije que el desafío de Uribe a la decisión de la Corte puede tener efectos graves en la configuración del régimen político. El presidencialismo ha sido una característica de nuestro precario sistema político. El Presidente no solo es jefe de Estado, sino también jefe de gobierno y suprema autoridad administrativa. Con todo, los distintos poderes se las han arreglado para operar un cierto equilibrio basado en la autonomía de cada uno de ellos.

Pero Uribe con su autoritarismo contribuye enormemente al debilitamiento de dicho equilibrio ampliando y extendiendo en grados importantes el poder presidencial en detrimento de las otras ramas del poder público. Este es uno de los más graves desafíos que deberá enfrentar el país, al lado de la impunidad que dejará la ley de justicia y paz y de los cotidianos asesinatos contra opositores sociales y políticos que continúan cometiendo los paramilitares [8]

Notas

[1] Se trata de los artículos 467, 468 y 469 del Código Penal Colombiano (Ley 599 de 2000)

[2] En la actualidad, el desplazamiento forzado interno en Colombia estaría afectando aproximadamente a 3.8 millones de personas, según el Consejo Noruego para los Refugiados en abril 2007.

[3] El actual Ministro de Defensa ha reconocido la infliltración de los paramilitares en las más altas instancias de las Fuerzas Armadas oficiales. El tiempo, 1 de agosto, 2007,p.1.

[4] En 2006, 728 millones de dólares de asistencia financiera recibidos de los Estados Unidos fueron invertidos en la guerra, de los cuales un 80% fue destinado a la Policía y al Ejército, según Amnesty International en su informe de ese mismo año.

[5] En varias oportunidades, el Presidente ha cuestionado las decisiones judiciales llegando al punto de pedir investigaciones disciplinarias y penales contra fiscales y jueces.

[6] Un gran número de reformas constitucionales se ha producido durante el gobierno de Uribe, entre ellas la relativa a la reelección presidencial que le permitió presentarse como candidato a su propia sucesión.

[7] El gobierno cuenta con una amplia mayoría en el parlamento. Los paramilitares han reconocido tener el control de, al menos, un 33% de los parlamentarios. Actualmente, la Corte Suprema de Justicia procesa por sus nexos con el paramilitarismo a más de una docena de parlamentarios, algunos de ellos se encuentran privados de la libertad, otros se encuentran huyendo de la justicia y un tercer grupo espera ser vinculado al proceso.

[8] Según el no gubernamental Instituto Nacional Sindical (INS), en Colombia se han producido 70000 homicidios y desapariciones forzadas en los últimos 20 años por razones ideo-políticas; según la misma fuente, entre enero del 91 y diciembre del 2006 el movimiento sindical colombiano ha sufrido 2245 homicidios, 3400 amenazas y 138 desapariciones forzadas.

Héctor Castro Portillo
Jurista (Residente en Lyon, Francia)
https://www.alainet.org/es/active/18944?language=en
Suscribirse a America Latina en Movimiento - RSS