Al estudiante desconocido
28/06/2007
- Opinión
Es costumbre erigir monumentos “al soldado desconocido” en homenaje a los muchos innominados combatientes que entregaron sus vidas al servicio de la sociedad a la que defendían, y cuyos cadáveres no pudieron ser recuperados o identificados. Esta práctica cobró auge tras la I Guerra Mundial. Se inició en la londinense abadía de Westminster en 1920. Un año después se instaló la llama perpetua bajo el espectacular Arco del Triunfo parisino. El obelisco madrileño en honor a los “Héroes del 2 de mayo” responde también a esa tradición.
Sin embargo, no hay en Iraq monumento alguno en honor del “estudiante desconocido” que sirviera para recordar a los cerca de 90 muertos y al centenar de heridos que un doble atentado terrorista provocó en la Universidad bagdadí de Mustansiriya el pasado mes de enero. Si algo similar hubiera ocurrido en la universidad más próxima a su domicilio, la indignación producida por tal barbarie hubiera repercutido durante meses o años en la opinión pública nacional. Los dirigentes políticos hubieran alzado sus voces al unísono exigiendo medidas inmediatas. El dolor y el duelo hubieran durado largo tiempo. Se hubieran arbitrado ayudas y compensaciones, se hubieran iniciado procedimientos judiciales y se habría compartido, pública y oficialmente, el dolor de los afectados.
En Bagdad, ni un ministro acudió a visitar el lugar de los atentados o a dar el pésame a los familiares de las víctimas. Sumido como está el país en un caos permanente, la noticia pasó a un plano secundario, para seguir el sangriento ritmo de la actualidad diaria.
La Universidad Mustansiriya sigue activa. Ése es el verdadero milagro. Los alumnos se preparan hoy para los exámenes de fin de curso. Miles de jóvenes entran y salen cada día de sus aulas. No han olvidado los atroces atentados, los cadáveres desfigurados de sus profesores o amigos, pero no les ha amedrentado ni les ha hecho desistir. Al corresponsal de la BBC allí desplazado confesaba un profesor: “Los profesores y los alumnos están listos para hacer frente a esta mala situación; intentan concluir el curso y pasar con éxito los exámenes”.
Con frecuentes cortes de la energía eléctrica, en aulas sucias y mal mantenidas, los estudiantes bagdadíes se empeñan en sus tareas. Nadie cree que la nueva estrategia estadounidense para atenuar el caos tenga éxito. Comentaba una alumna: “Temo una explosión en cualquier momento. Cuando subo al autobús o viajo en un taxi [colectivo], siempre temo que la persona que se sienta a mi lado sea un terrorista suicida”. A pesar de eso, día tras día, prosigue sus estudios.
Los atentados en la universidad fueron atribuidos a terroristas suníes vinculados a Al Qaeda. El centro está enclavado en territorio chií, próximo a la ciudad Sader. Su protección, a raíz de lo sucedido, está a cargo de las milicias chiíes del Ejército del Mahdi, cuyos combatientes, de barbas cuidadosamente recortadas, vigilan todos los accesos al campus.
Todo esto ocurre a pesar de las declaraciones gubernamentales, respaldadas desde Washington, de que las milicias están siendo desarmadas. La única protección de la universidad, frente a otro posible ataque terrorista, es la que proporciona la milicia chií.
Estudiar en esas condiciones es casi un acto heroico. Muchos alumnos lo tienen asumido sin darle mayor importancia, sabiendo el riesgo que corren pero conscientes de que están esforzándose en mejorar su propio futuro.
Su futuro, el de Iraq y, por extensión, el de Oriente Próximo, no dependerá de las decisiones adoptadas en el Pentágono o en la Casa Blanca. Estará determinado por la voluntad de esos iraquíes decididos a sobrevivir a toda costa, apechando con los errores brutales de los intervencionistas occidentales. Alguna vez podrán vivir en paz, pero entonces habrán de pasar cuentas a esos países occidentales para los que el petróleo y su estabilidad energética es el factor que prima sobre casi todo lo demás.
Alberto Piris
Periodista
Sin embargo, no hay en Iraq monumento alguno en honor del “estudiante desconocido” que sirviera para recordar a los cerca de 90 muertos y al centenar de heridos que un doble atentado terrorista provocó en la Universidad bagdadí de Mustansiriya el pasado mes de enero. Si algo similar hubiera ocurrido en la universidad más próxima a su domicilio, la indignación producida por tal barbarie hubiera repercutido durante meses o años en la opinión pública nacional. Los dirigentes políticos hubieran alzado sus voces al unísono exigiendo medidas inmediatas. El dolor y el duelo hubieran durado largo tiempo. Se hubieran arbitrado ayudas y compensaciones, se hubieran iniciado procedimientos judiciales y se habría compartido, pública y oficialmente, el dolor de los afectados.
En Bagdad, ni un ministro acudió a visitar el lugar de los atentados o a dar el pésame a los familiares de las víctimas. Sumido como está el país en un caos permanente, la noticia pasó a un plano secundario, para seguir el sangriento ritmo de la actualidad diaria.
La Universidad Mustansiriya sigue activa. Ése es el verdadero milagro. Los alumnos se preparan hoy para los exámenes de fin de curso. Miles de jóvenes entran y salen cada día de sus aulas. No han olvidado los atroces atentados, los cadáveres desfigurados de sus profesores o amigos, pero no les ha amedrentado ni les ha hecho desistir. Al corresponsal de la BBC allí desplazado confesaba un profesor: “Los profesores y los alumnos están listos para hacer frente a esta mala situación; intentan concluir el curso y pasar con éxito los exámenes”.
Con frecuentes cortes de la energía eléctrica, en aulas sucias y mal mantenidas, los estudiantes bagdadíes se empeñan en sus tareas. Nadie cree que la nueva estrategia estadounidense para atenuar el caos tenga éxito. Comentaba una alumna: “Temo una explosión en cualquier momento. Cuando subo al autobús o viajo en un taxi [colectivo], siempre temo que la persona que se sienta a mi lado sea un terrorista suicida”. A pesar de eso, día tras día, prosigue sus estudios.
Los atentados en la universidad fueron atribuidos a terroristas suníes vinculados a Al Qaeda. El centro está enclavado en territorio chií, próximo a la ciudad Sader. Su protección, a raíz de lo sucedido, está a cargo de las milicias chiíes del Ejército del Mahdi, cuyos combatientes, de barbas cuidadosamente recortadas, vigilan todos los accesos al campus.
Todo esto ocurre a pesar de las declaraciones gubernamentales, respaldadas desde Washington, de que las milicias están siendo desarmadas. La única protección de la universidad, frente a otro posible ataque terrorista, es la que proporciona la milicia chií.
Estudiar en esas condiciones es casi un acto heroico. Muchos alumnos lo tienen asumido sin darle mayor importancia, sabiendo el riesgo que corren pero conscientes de que están esforzándose en mejorar su propio futuro.
Su futuro, el de Iraq y, por extensión, el de Oriente Próximo, no dependerá de las decisiones adoptadas en el Pentágono o en la Casa Blanca. Estará determinado por la voluntad de esos iraquíes decididos a sobrevivir a toda costa, apechando con los errores brutales de los intervencionistas occidentales. Alguna vez podrán vivir en paz, pero entonces habrán de pasar cuentas a esos países occidentales para los que el petróleo y su estabilidad energética es el factor que prima sobre casi todo lo demás.
Alberto Piris
Periodista
Fuente: Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS), España.
ccs@solidarios.org.es
www.solidarios.org.es
https://www.alainet.org/es/articulo/121970?language=es
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