El ALCA y el asalto a la democracia latinoamericana
27/04/2005
- Opinión
En este trabajo quisiéramos examinar un aspecto no demasiado tenido en cuenta cuando se discute el ALCA: sus implicaciones para los laboriosos, difíciles e incompletos procesos de construcción de un orden democrático en América Latina. Como es sabido, el ALCA es, por una parte, la culminación de un proyecto imperial, la “constitucionalización” de la dependencia y la dominación colonial que de facto los Estados Unidos ejercen sobre gran parte de América Latina. Por eso mismo se trata de algo que va más allá de la economía o los asuntos meramente comerciales. Que los negociadores norteamericanos y sus aliados en la región lo presenten de esa manera es bien comprensible, porque de ese modo ocultan lo esencial, lo inconfesable: el proyecto de dominación imperial. Sería imperdonable, pero, que los críticos latinoamericanos no denuncien esa maniobra y que acoten sus cuestionamientos a los asuntos más específicamente comerciales de la propuesta, perdiendo de vista su significado más profundo. Lo peor que podría ocurrirnos es caer en la trampa de una discusión “economicista” del ALCA; o suponer que se podría “negociar mejor” una iniciativa que, cualesquiera sean sus formas de manifestación, jamás dejará de ser la tentativa de legalizar irreversiblemente el orden neocolonial que oprime a nuestros pueblos y ante la cual es absurdo pensar que se puede llegar a un “buen arreglo” o a un “compromiso razonable” entre los intereses de ambas partes, la potencia imperialista y los pueblos sometidos.
Pero el ALCA no sólo es la cristalización del proyecto de dominación de los Estados Unidos a comienzos del siglo veintiuno. También es el instrumento diseñado para tal fin y, en cuanto tal, reviste un carácter utilitario y coyuntural. Esto quiere decir que para el logro de los objetivos globales del imperialismo en esta parte del mundo -inscriptos en su “destino manifiesto” y consagrados desde hace casi dos siglos por la Doctrina Monroe- el ALCA es un dispositivo más. Si funciona, la Casa Blanca lo utilizará hasta sacarle el máximo provecho coagulando las asimetrías estructurales que caracterizan las relaciones hemisféricas. Si, por el contrario, comprueba que es inservible, lo desechará con la fulminante rapidez conque los estadounidenses dejan de lado aquello que no les es útil y rápidamente buscarán algo que lo reemplaze. Conviene tener en cuenta esta observación porque, por lo que estamos viendo en la región, ante los crecientes obstáculos y resistencias con que tropieza el ALCA Washington ha optado por una estrategia flexible que tiene dos componentes: por un lado, avanzar hasta donde se pueda con la propuesta original del ALCA y si esto resultara inviable, avanzar en la concreción de un ALCA más acotado, el llamado “ALCA light.” Pero si estas negociaciones se estancan el imperialismo avanza mediante la firma de una serie de tratados de libre comercio binacionales (Chile, por ejemplo, que fue quien primero se ofreció para cerrar un tratado de ese tipo ante las vacilaciones y resistencias de los países de la región ante el ALCA); o tratando de firmar tratados regionales (con Centroamérica y República Dominicana, o con los países andinos: Colombia, Perú y Ecuador). Es preciso pues evitar caer en actitudes triunfalistas que a partir de la comprobación de que el ALCA no se inició en la fecha señalada, el 1° de Enero del 2005, lleguen a la errónea conclusión de que el proyecto está archivado. Nada de eso: lo que fracasó fue un instrumento, pero el proyecto sigue su curso, sólo que por otras vías. El imperialismo jamás se llama a descanso.
Una ojeada a nuestra experiencia democrática.
Hechas esas aclaraciones veamos entonces lo que el ALCA comporta para el futuro de las democracias latinoamericanas. Una aproximación al tema, por somera que sea, revela que a más de veinte años de reconstrucción democrática el panorama de la región no podría ser más desolador, lo que demuestra inapelablemente la irreconciliable contradicción existente entre capitalismo y democracia. Contradicción que, si bien se suaviza un tanto en tierras europeas, adquiere entre nosotros una virulencia muy especial. Y esto es así puesto que la situación de subordinación estructural en que la sociedad capitalista coloca a la abrumadora mayoría de la población -que debe (mal)vender su fuerza de trabajo para (sobre)vivir- es incompatible con el principio de igualdad sobre el cual se funda la doctrina democrática. Por ello una genuina democracia sólo puede construirse sobre el terreno de un modo de producción post-capitalista. Mientras haya capitalismo estas serán las democracias que tendremos, las que producen “líderes” como Reagan, Bush Jr., Berlusconi, Aznar, Blair y, entre nosotros, Moscoso, Menem, Flores, Carlos Andrés Pérez, Salinas de Gortari y algunos otros que, pese a su más cuidada apariencia y a los artificios de los mercaderes de imágenes, en el fondo son casi lo mismo.
El precio de la resolución de esta contradicción entre capitalismo y democracia ha sido la degradación de nuestras aspiraciones democráticas a un mínimo absoluto: el montaje de un mecanismo formal, fuertemente condicionado por los lobbies de las clases dominantes y el imperialismo, y que apenas permite la elección de un funcionario que pese a su pomposo nombre, “presidente de la república”, asume su cargo privado casi por completo de poderes, atribuciones y prerrogativas para cumplir con la fórmula que según Abraham Lincoln definía a la democracia: gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Esta minusvalía tiene orígenes bien precisos: la persuasión que carcome a la dirigencia política latinoamericana de que sólo se podrá “gobernar bien” si se cosecha el aplauso de los ricos y poderosos, la sonriente complacencia de los “expertos” del FMI y el Banco Mundial, la lisonja de la prensa económica internacional y la clamorosa ovación en Davos. El reverso de esta deplorable medalla es la acendrada “demofobia” que caracteriza a ese liderazgo, el pánico que les infunde la participación, movilización y organización de los sectores populares.
Se trata por eso mismo de “democracias de bajísima intensidad”, secuestradas por los grandes intereses económicos, sometidas a los caprichos de Washington y que conciben al buen gobierno como la “gobernanza”, neologismo creado por los epígonos del Banco Mundial para designar a las prácticas de los gobiernos que actúan exclusivamente movidos por su aspiración de servir a los mercados. Es obvio que, bajo estas condiciones, las perspectivas de tener un gobierno decente son completamente ilusorias. Veamos entonces, en primer lugar, la imagen pública, la percepción social de lo que ha logrado la democracia en nuestra región, para luego internarnos en un análisis más estructural.
Vox populi, vox Dei.
Conviene meditar sobre este viejo aforismo de la república romana, que tanta importancia le asignaba a la opinión de la plebe. Mediciones hechas por Latinobarómetro (sobre una muestra de algo más de 19.000 personas en dieciocho países de América Latina) aportan algunos datos interesantes que permiten calibrar los alcances de la frustración de las expectativas populares en relación a la democracia. En el año 1997 el 41 % de la población de la región declaraba sentirse satisfecha con el funcionamiento de la democracia, pero a partir de entonces dicha proporción comienza a descender hasta llegar, en el 2001, a un 25 % de la población. A partir de ese momento se insinúa una leve recuperación hasta llegar, en el 2004, a un 29 % de satisfechos. Esto representa, para el período 1997-2004, una disminución de doce puntos percentuales en el índice de satisfacción con la democracia. En este mismo período hubo sólo tres países en los cuales esta tendencia no se verificó: Venezuela, Brasil y Chile que, en ese orden, experimentaron un crecimiento en la proporción de satisfechos del 7, 5 y 3 porciento respectivamente. Por el contrario, quienes sufrieron una caída más abrupta fueron el México foxista y Nicaragua, con una pérdida cercana a los treinta puntos.
Vistas las cosas desde otra perspectiva, si en 1997 había sólo dos países en donde más de la mitad de la población expresaba su satisfacción con el funcionamiento de la democracia (Costa Rica, con 68 % y Uruguay, con 64 %), en el 2004 ya no quedaba ninguno. El desencanto con las democracias “de baja intensidad” hizo que la proporción de satisfechos costarricenses descendiera al 48 %, veinte puntos menos que en 1997, al paso que en el Uruguay de Jorge Batlle, de tan infausta memoria, la caída fue de diecinueve puntos porcentuales, para quedar en un 45 % de la población. En el México foxista (que tantas esperanzas había despertado en un confundido sector de la intelectualidad de izquierda que creyó que con el advenimiento del PAN se produciría el dichoso “cambio de régimen” que, finalmente, abriría las puertas a la democracia política) sólo el 17 % de la población compartía tan bellas expectativas, una vertical caída desde el 36 % que existía cuando, en el 2000, Vicente Fox inauguraba su mandato. Chile, a su vez, exhibe una desconcertante paradoja: el país considerado el modelo por antonomasia de lo que debe ser la democracia registra una elevada proporción de gentes ingratas y disconformes, que no encuentran en las prédicas de los organismos financieros internacionales y la prensa económica mundial razones suficientes para sentirse satisfechos con su democracia: en 1997 sólo un 37 % lo estaba con las políticas de “la izquierda racional y responsable” de la Concertación tan alabada por aquellos. Luego de un brusco descenso al 23 %, registrado en al año 2001, se produjo una recuperación que, para el 2004, había elevado la proporción de los satisfechos al 40 %, de todos modos una cifra bastante inferior a la mitad de la población. En el Brasil de Fernando H. Cardoso, un verdadero campeón del discurso democrático, la proporción de los satisfechos fluctuó entre el 20 y el 27 por ciento durante sus dos mandatos presidenciales, una marca que no puede alimentar demasiado orgullo que digamos. Luego de dos años de gobierno de Lula la cifra de los satisfechos se estabilizó muy levemente por encima, en el 28 %. En 1998, cuando todavía no se despejaban los vapores embriagantes que impedían visualizar los tenebrosos contornos del “milagro económico” argentino -proclamado urbi et orbi or Michel Camdessus en su fatídico discurso de despedida como Director Gerente del Fondo Monetario Internacional- los satisfechos con el funcionamiento de la democracia eran un 49 % de la población. Esa cifra luego descendería al 20 % en el 2001 y a un raquítico 8 % en el 2002, luego de las jornadas del 19 y 20 de Diciembre del 2001.
Dados tales antecedentes no sorprende entonces comprobar que el apoyo al régimen democrático, no ya la satisfacción con su funcionamiento, haya también descendido en esos mismos años: si en 1997 quienes creían que la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno constituían el 62 % de la población latinoamericana hacia el 2004 este guarismo se había reducido al 53 %. No obstante, el mismo informe de Latinobarómetro observa que un 55 % de la muestra latinoamericana manifestó estar dispuesta a aceptar un gobierno no democrático si es que éste demostraba ser capaz de resolver los problemas económicos del país. En este marco de declinante legitimidad democrática, producto de las políticas reaccionarias implementadas por gobiernos supuestamente democráticos, debe destacarse que sólo tres países registraron un aumento en el apoyo a la democracia. El caso más destacado fue Venezuela, donde esta proporción pasó del 64 al 74 % entre 1997 y el 2004. Este notable desempeño, que coloca a este país a la cabeza de sus vecinos latinoamericanos, contrasta llamativamente con las reiteradas denuncias de la administración norteamericana acerca de la debilidad institucional de la democracia en Venezuela, la naturaleza ilegítima del poder presidencial y otras descalificaciones por el estilo. ¿Qué habría que decir entonces de gobiernos como el de Alejandro Toledo, en el Perú, en donde sólo el 7 % de la población se manifiesta satisfecho en relación al funcionamiento de la democracia? ¿O el del ex-presidente Lucio Gutiérrez, en donde sólo el 14 % de la población manifestaba estar satisfecho con el funcionamiento de la democracia en Ecuador? Sin embargo, sería vana cualquier tentativa de encontrar en declaraciones de la Sra. Condoleeza Rice mención alguna acerca de la debilidad del impulso democrático en dos países cuyos gobiernos dieron reiteradas muestras de sumisión ante el amo imperial. El famoso doble standard inaugurado como política de estado por Franklin Delano Roosevelt cuando dijera, de Anastasio Somoza padre: “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta” perpetúa su vigencia a lo largo de los años y reaparece con más fuerza que nunca durante el gobierno de George W. Bush Jr.
Recapitulando: la desilusión democrática que prevalece en nuestros pueblos está lejos de ser un rasgo “autoritario” de poblaciones visceralmente adictas a formas políticas despóticas y caciquiles, como lo asegura el discurso de una antropología de fuerte impronta colonialista. En realidad, se trata de la respuesta lógica y racional ante un régimen político que, al menos en su concreción latinoamericana, dio muestras más que evidentes de estar mucho más preocupado por el bienestar de los ricos y los poderosos que por la suerte de los pobres y oprimidos. Los datos recogidos en la misma encuesta a la que nos estamos refiriendo permiten corroborar esto más allá de toda duda. Cuando se le preguntó a los entrevistados si estaban satisfechos con el funcionamiento de la economía de mercado quienes respondieron afirmativamente constituían apenas el 19 % de la muestra. Es decir, menos de uno de cada cinco latinoamericanos manifiesta su satisfacción ante la economía de mercado. Si se toman los datos a nivel nacional se observa que en ningún país de la región esta cifra incluye a la mayoría de la población, pese a lo cual los gobiernos se cuidan de someter el asunto a discusión o de pretender indagar las razones de tanto descontento. En el país donde se registra mayor número de satisfechos, Chile, la proporción de los que así opinan apenas alcanza el 36 %, una clara minoría frente a quienes manifiestan una opinión en contrario. En la medida en que las democracias latinoamericanas tienen como objetivo supremo garantizar la “gobernabilidad del sistema político”, esto es, gobernar en consonancia con los dictados del mercado, nadie puede sorprenderse que ante las críticas que suscita el funcionamiento de estos últimos se produzca un “efecto contagio” que termine deslegitimando también a nuestras “democracias de bajísima intensidad.”
Consenso de Washington y democracia.
Si pasamos del análisis de la opinión pública al estudio de las cuestiones más estructurales de las democracias latinoamericanas fácil es comprobar el alarmante debilitamiento sufrido por éstas a causa del efecto corrosivo de las políticas del Consenso de Washington. Lejos de haber consolidado nuestras nacientes democracias, aquéllas operaron en un sentido exactamente inverso, y las consecuencias se sienten todavía hoy. Es por eso que luego de un período de más de dos décadas los logros de los capitalismos democráticos latinoamericanos no lucen como demasiado excitantes ni atractivos. La sociedad actual es más desigual e injusta que la que le precediera. Si entre 1945 y 1980 los países latinoamericanos experimentaron un módico progreso en dirección de una cierta mayor igualdad social, y si en ese mismo período experiencias de distinto tipo, desde variantes del populismo hasta algunas modalidades del desarrollismo, se las ingeniaron para sentar las bases de una política que en algunos países fue fuertemente “inclusionista” y tendiente a “ciudadanizar” a grandes sectores de nuestras sociedades otrora privados de todo derecho, el período que se inicia a partir de la crisis de la deuda y la reinauguración de la democracia tiene un signo manifiestamente contrario, casi diríamos que resueltamente reaccionario. Y esta es la gran paradoja: Latinoamérica entre por este sendero de regresión social de la mano de la democracia. En esta nueva fase, celebrada por los publicistas neoliberales como la definitiva reconciliación de nuestros países con los inexorables imperativos del mercado y la globalización, viejos derechos –como la salud, la educación, la vivienda, la seguridad social– fueron abruptamente “mercantilizados” y convertidos en inalcanzables mercancías, lanzando a grandes masas de nuestras sociedades a la pobreza y la indigencia. Al mismo tiempo, las precarias redes de solidaridad social fueron demolidas al compás de la precarización laboral y la fragmentación social ocasionada por las políticas económicas ortodoxas y, por otro lado, por el desenfrenado individualismo promovido por los nuevos valores dominantes que proyectaban los amos del mercado tanto como la dirigencia política que comandaba estos procesos. Como si lo anterior fuera poco los actores colectivos y las fuerzas sociales que en el pasado canalizaron las aspiraciones y las demandas de las clases y capas populares –los sindicatos, los partidos populistas y de izquierda, las asociaciones populares, etc.– fueron debilitados o simplemente satanizados y barridos de la escena pública. De este modo los ciudadanos de nuestras democracias se vieron atrapados por una situación paradojal: mientras que en el “cielo” ideológico de las nacientes democracias se exaltaba la soberanía popular y el amplio repertorio de derechos consagrados por la nueva institucionalidad, en la prosaica “tierra” del mercado y la sociedad civil los ciudadanos eran despojados prolijamente de todos y cada uno de esos derechos por medio de crueles y acelerados procesos de “desciudadanización” que los excluían de los beneficios del progreso económico y la democracia y los condenaban a la pobreza y la indigencia.
En nuestros países, en suma, la democracia se ha convertido en ese “cascarón vacío” del que tantas veces ha hablado Nelson Mandela, en donde medra una clase política cada vez más irresponsable y corrupta, indiferente ante la suerte de la ciudadanía y dócil sirviente de los designios del mercado. Que esto ya es así lo demuestran hasta el cansancio las cifras presentadas más arriba, que hablan de la inconformidad pública ante el funcionamiento de la democracia y la enorme desconfianza popular ante la clase política, los partidos y los parlamentos, fenómenos éstos que se registran en cada uno de los países de la región si bien en no todos los casos con similar intensidad.
En términos más generales podría decirse que lo que ocurre es que, en el nuevo contexto ideológico signado por el primado del neoliberalismo, la participación ciudadana en la cosa pública fue sistemática y sutilmente desalentada. La “norteamericanización” de la política latinoamericana es ya claramente visible en las insulsas campañas electorales; el papel decisivo ocupado ya no por las ideas y propuestas políticas sino por ”la imagen” del candidatos –y ahí aparecen los hechiceros de la imagen, que “venden” candidatos presidenciales apelando a las mismas técnicas con que se vende pasta dental-; la dilución ideológica de la competencia electoral; la obsesión de los grandes partidos por ocupar el “centro” del espectro ideológico, y el primado de la video-política, con sus insípidos discursos y sus rebuscados estilos publicitarios, todo lo cual no puede sino promover la indiferencia y la apatía políticas.
Estas últimas son típicas de la vida pública de Estados Unidos, y lejos de ser rasgos circunstanciales, obedecen al diseño constitucional forjado por los padres fundadores de la constitución norteamericana que no ahorraron argumentos para desalentar, o impedir, la participación de la plebe en los asuntos públicos. Así, Estados Unidos es el único país del mundo en el que las elecciones –presidenciales, legislativas o de gobernadores– se realizan en días laborales. No hay feriado que facilite la participación ciudadana en el acto electoral. El supuesto es que la obligación de votar sólo corresponde a quienes no están sujetos a una relación de dependencia laboral. En otras palabras, no hay el menor interés en que el pueblo acuda masivamente a las urnas. Más que un derecho se trata de una obligación de la clase dirigente y sus grupos y sectores sociales aliados, que por definición no están sujetos a los rígidos horarios de los asalariados. Son ellos los que deben votar, no los otros. En el caso latinoamericano, el desaliento a la participación política tiene que ver en primer lugar con la satanización experimentada por el estado y, junto a él, por todo lo perteneciente a la esfera pública. La propaganda neoliberal ha cosechado un gran éxito al hacer que la esfera pública sea percibida como un ámbito en donde prevalecen la corrupción, la venalidad, la irresponsabilidad y la demagogia. Un lugar, en síntesis, en el que ninguna persona honesta debería preocuparse por estar. Este proceso contrasta vivamente con la simétrica exaltación de las virtudes del mercado y, posteriormente, de la “sociedad civil”, concebida ésta sin ninguna de las diferenciaciones clasistas, sexistas y racistas que la marcan indeleblemente en los capitalismos contemporáneos.
A lo anterior habría que agregar dos consideraciones adicionales: el hecho de que las estrategias colectivistas de intervención política hayan caído igualmente en desgracia en favor del acérrimo individualismo que prevalece en los mercados y la banalización de la política y de las instancias participativas de la ciudadanía –ejemplificados en la dictadura de los mercados y en el hecho de que éstos, como lo recordaba George Soros en vísperas de la última elección presidencial en Brasil, “votan todos los días”– terminó por ahuyentar a los ciudadanos de los comicios y promover la “privatización” de sus actividades. Si todos los partidos elaboran un mismo discurso, si todos pretenden captar un supuesto “centro” político e ideológico, si nadie quiere diferenciarse y exponerse a la condena de los dueños del dinero, y si todos se empeñan en gobernar en función de los dictados del mercado, ¿para qué molestarse en buscar información, registrarse e ir a votar?
La mercantilización universal y la destrucción de las democracias.
En suma: difícilmente podría sostenerse que un “paraíso neoliberal” de las características que conocemos en nuestra región, y que sin duda se vería extraordinariamente reforzado por el ALCA, sea demasiado propenso al desarrollo de una sociedad integrada y sin exclusiones, o al sostenimiento de la democracia política y la participación ciudadana en la vida pública. Más bien parecería ser el escenario propicio para el resurgimiento de nuevas formas de despotismo político. En consecuencia, las insustanciales democracias de América Latina están sufriendo los embates no ya de las “reformas orientadas al mercado”, como eufemísticamente se las llama, sino de una auténtica contrarreforma social dispuesta a llegar a cualquier extremo con tal de preservar y reproducir las estructuras de la desigualdad social y económica de nuestra región, con todos los privilegios que ellas representan para los grupos dominantes. Esta contrarreforma tiene por objetivo declarado hacer que los rigores del mercado actúen como incentivos para motivar conductas supuestamente más racionales e innovadoras de los agentes económicos. Esta es la línea fundamental de los razonamientos de Friedrich von Hayek, y su intransigente prédica en contra del igualitarismo y el colectivismo. En sus propias palabras: “la desigualdad, insoportable para tantos, ha sido necesaria para lograr el nivel de rentas relativamente alto de que hoy disfrutan en Occidente la mayoría de las personas.” Por eso no cabe la menor duda de que, tal como lo ha observado Gosta Esping-Andersen en repetidas ocasiones, un buen indicador de la mayor o menor justicia social existente en un país está dado por el grado de “desmercantilización” de la oferta de bienes y servicios básicos requeridos para satisfacer las necesidades de los hombres y mujeres concretos que constituyen una comunidad. La “desmercantilización” significa que una persona puede sobrevivir sin depender de los caprichosos movimientos del mercado. Ella “fortalece al trabajador y debilita la autoridad absoluta de los empleadores. Esta es, exactamente, la razón por la cual los empleadores siempre se opusieron a ella.”
Allí donde la provisión de la educación, la salud, la vivienda, la recreación y la seguridad social –para citar las instancias más corrientes– se encuentre liberada de los sesgos clasistas y excluyentes introducidos por el mercado, será posible contemplar los contornos de una sociedad más justa y de una democracia más robusta. La otra cara de la mercantilización, que es la esencia de la propuesta del ALCA, es la exclusión, porque ella significa que sólo quienes tienen dinero suficiente podrán adquirir bienes y servicios que en otras sociedades son inherentes a la condición ciudadana. Por el contrario, allí donde aquellos dependan del desigual acceso de sus habitantes en función de sus recursos económicos –es decir, ya no más concebidos como derechos ciudadanos de universal adjudicación– tropezaremos con la injusticia y todo el repertorio de sus aberrantes manifestaciones: indigencia y pobreza, desintegración social y anomia, ignorancia, enfermedad, las múltiples formas de la opresión y sus deplorables secuelas.
Los países escandinavos y América Latina muestran los contrastantes alcances de esta dicotomía: por una parte, una ciudadanía política efectiva que se asienta sobre la universalidad del acceso a bienes y servicios básicos concebidos como una suerte de innegociable “salario del ciudadano” ya incorporado al “contrato social” de los países nórdicos y, de manera un tanto más diluida, al de las formaciones sociales europeas en general. El “salario del ciudadano” significa, en buenas cuentas, un certificado en contra de la exclusión social porque garantiza por la vía política e institucional el disfrute de ciertos bienes y servicios que, ante la ausencia de tal instituto, deben adquirir en el mercado aquellos sectores cuyos ingresos los facultan a ello. Por el contrario, las “nuevas democracias latinoamericanas”, con su mezcla de inconsecuentes procesos de ciudadanización política cabalgando sobre una creciente “desciudadanización económica y social”, culminan en una ciudadanía formal y fetichizada, vaciada de contenido sustantivo y segura fuente de futuros despotismos. De ahí que al cabo de tantos años de transiciones democráticas tengamos democracias sin ciudadanos, o democracias de libre mercado, cuyo objetivo supremo es garantizar la ganancia de las clases dominantes y no el bienestar de la ciudadanía.
El tiro de gracia: los “Tribunales especiales” y la liquidación de la soberanía nacional.
Si algo demuestra el análisis volcado en las páginas anteriores es la verdadera defraudación a la que ha sido sometida la voluntad popular y las expectativas que nuestras poblaciones tenían en el advenimiento democrático. Una democracia sin ciudadanos, ni soberanía popular, ni autodeterminación nacional. Una democracia que no redistribuye la riqueza ni atiende a las necesidades de los más pobres, de los oprimidos, de los explotados, de los excluidos. Un régimen político que, por lo tanto, no merece ser llamado democrático. Porque, según lo escribía Jean-Jacques Rousseau hace más de doscientos años, la democracia es aquel régimen “en el que nadie está tan desprotegido como para tener que venderse, y nadie tiene tanto dinero como para poder comprarlo.” En realidad, lo que tenemos en América Latina, con las contadas excepciones de Cuba y Venezuela, son plutocracias, gobierno de los ricos en provecho propio. Esa es la raíz profunda de la apatía y desafección política que impregnan nuestra vida política.
Con el ALCA, las enclenques democracias de la región verán aún más disminuidas su capacidad de actuar en defensa del bienestar público y los intereses generales de la nación, para no hablar de la promoción de las clases y grupos sociales oprimidos por la dictadura de los mercados. Un ejemplo de los alcances de esta capitulación de las democracias ante el ALCA, o los TLCs, está dado por la exigencia de que cualquier disputa entre los países que firmen el acuerdo o entre alguno de éstos y las firmas transnacionales deberá ser resuelto apelando a un tribunal especial de mediación. Con esto se corona el proceso de vaciamiento del estado democrático y se le inflige la estocada final a los restos de la soberanía nacional, ya bastante maltrechos luego de veinte años de políticas neoliberales, puesto que ni siquiera se va a poder administrar justicia en el terreno económico.
En preparación del ALCA, en los años noventa los Estados Unidos promovieron la firma de una serie de tratados, “Tratados Bilaterales de Promoción y Protección de las Inversiones Extranjeras.” Estos tratados cristalizaban un acuerdo entre estados, normalmente un estado rico y otro pobre, débil y dependiente, por el cual “los inversores de cualquiera de los países signatarios pueden recurrir a tribunales internacionales para la resolución de diferendos o controversias con el estado receptor de sus capitales.” Esto fue recibido por algunos espíritus inocentes como un dato positivo, habida cuenta de la tradicional reticencia de Washington a someterse a tribunal alguno situado fuera del territorio de los Estados Unidos, por ejemplo, la Corte Penal Internacional. Sin embargo, a poco andar se develó la naturaleza de estos tribunales y se pudo comprender las razones por las que los negociadores norteamericanos insistían tanto en su aprobación.
Observando de cerca la propuesta se comprueba que mediante la misma el inversor extranjero adquiere, por el solo hecho de ser originario de una de las partes firmantes del tratado, un status jurídico equivalente al del país receptor, pudiendo por eso mismo demandarlo ante tribunales arbitrales internacionales. Por consiguiente, la cesión de competencia y jurisdicción nacional del estado receptor de la inversión extranjera, un estado supuestamente democrático, convierte al agente privado, al inversor extranjero en un nuevo sujeto del derecho público internacional, consumando de este modo una verdadera contrarrevolución en el derecho moderno al igualar un estado con un actor privado y, para más señas, extranjero.
Las cláusulas fundamentales incorporadas en los diversos tratados firmados por los países latinoamericanos son, sucintamente, las siguientes:
a) “asegurar un trato justo y equitativo” a las inversiones extranjeras, es decir, un tratamiento igual al otorgado a las empresas de capital nacional. Lo contrario sería introducir un criterio no-mercantil y político de carácter discriminatorio completamente inaceptable ante las reglas del juego de la mundialización neoliberal.
b) Asegurar “un trato idéntico” al acordado a la nación más favorecida. Esto implica que el estado anfitrión deberá abstenerse de promover, con estímulos especiales, inversiones de un tercer país so pena de tener que extender esos alicientes a todos los demás inversionistas.
c) “Estabilización normativa”, esto es, garantizar el derecho a rechazar la aplicación de una nueva ley, norma o reglamento que pueda ser considerado atentatorio contra los intereses de un inversor extranjero. En tal caso, la firma afectada podrá exigir la aplicación de la norma vigente a la firma del tratado o del contrato firmado en su momento con el estado receptor. Por lo tanto, el gobierno democrático debe comprometerse a no revisar la legislación existente, no importa cuales pudieran ser las motivaciones para ello.
d) Garantizar la libre disponibilidad y remesa de divisas.
e) Asegurar que el gobierno del país anfitrión abonará compensaciones específicas por decisiones que afecten a las inversiones extranjeras (expropiaciones, nacionalizaciones, etc.) o por desórdenes sociales y políticos que perjudiquen el normal desempeño de sus negocios.
f) Garantizar la inaplicabilidad de restricciones al funcionamiento de las firmas extranjeras asociadas a políticas de fijación de cuotas de exportación, adquisición de insumos locales (previstos o no por una ley), “compre nacional” para el sector público, etc.
En todos estos casos las empresas internacionales podrán recurrir a tribunales arbitrales internacionales en absoluta igualdad de condiciones con el estado receptor. De lo anterior se desprende que se consagra una desigualdad radical entre inversionistas nacionales y extranjeros, dado que éstos gozan de dos privilegios decisivos que les otorgan una ventaja considerable en su competencia con los empresarios locales: primero, pueden abstenerse “legalmente” de cumplir con la legislación nacional vigente. Segundo, pueden dirimir su controversias con el estado anfitrión en el exterior, liberándose de las restricciones jurisdiccionales o legales que rigen para sus competidores locales. En consecuencia, la pérdida de soberanía económica deja de ser una cuestión de hecho y adquiere rango constitucional.
Ahora bien, ¿cuáles son las características de los Tribunales Arbitrales Internacionales? Se trata por lo general tribunales de “expertos”, reclutados entre consultores económicos internacionales, asesores de grandes empresas y académicos vinculados al mundo de los negocios cuya visión sobre la vida económica no es de sobras conocida. Pero sin duda el más importante de esos tribunales, de lejos, es el CIADI, Centro Internacional sobre Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones). El CIADI fue creado en 1965 en el ámbito del Banco Mundial con el propósito de “despolitizar” las diferencias entre inversionistas y estados a través de la conciliación o, si ésta fracasara, del arbitraje del propio organismo. Lo interesante del caso es que los laudos arbitrales del CIADI son obligatorios para todas las partes involucradas, tienen una fuerza ejecutoria inmediata y son inapelables. Tales sentencias no pueden ser revisadas por ningún tribunal local o nacional, de cualquier estado. Los miembros del tribunal suele reclutarse entre altos funcionarios y asesores del Banco Mundial, casualmente los mismos que, en la mayoría de los casos, asesoraron a los gobiernos en la implementación de sus políticas neoliberales. Se trata, en suma, de una absoluta subrogación de la jurisdicción nacional y de la legislación surgida de un estado democrático a manos de un organismo dependiente del Banco Mundial.
En la actualidad el CIADI tiene entre sus manos 86 casos pendientes de resolución, 35 de los cuales son reclamos de empresas extranjeras que se apoderaron de los servicios públicos de la Argentina y que plantearon demandas por la pesificación que tuviera lugar con el derrumbe de la convertibilidad en diciembre del 2001. El monto de los reclamos actualmente radicados en el CIADI asciende a 17.000 millones de dólares, pero se estima que las demandas empresariales podrían crecer hasta alcanzar una cifra cercana a los 80.000 millones de dólares. Ese organismo espera que ante la creciente movilización popular en contra de las empresas privatizadas en toda América Latina (recordemos la guerra del agua en Cochabamba, las protestas contra las compañías de electricidad en Arequipa y tantas acciones similares escenificadas en los más diversos países de América Latina) el número de litigios pueda crecer vertiginosamente. Por otra parte, la actitud de algunos gobiernos de desconocer la jurisdicción del CIADI augura nuevos y más enconados enfrentamientos.
La pregunta, inevitable, del final es: ¿qué clase de democracia puede convivir con un orden económico como el que se pretende instaurar con el ALCA, en cualquiera de sus variantes? Respuesta: un simulacro de democracia, un régimen fraudulento basado en el engaño la manipulación. Esta es, por lo tanto, una razón más por la cual el ALCA, en todas sus posibles metamorfosis, debe ser rechazado.
* Ponencia ante IV Encuentro de Lucha Contra el ALCA La Habana, 27 al 30 de abril de 2005.
https://www.alainet.org/es/articulo/111838
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