Reflexiones a propósito de Enero Autónomo II
La solidaridad, tan difícil
24/01/2005
- Opinión
En el reciente encuentro de organizaciones sociales Enero
Autónomo, celebrado en La Matanza (Buenos Aires), la cuestión
de la solidaridad con quienes sufren-resisten fue uno de los
temas recurrentes. En los debates aparecieron tanto las
potencialidades de la actitud solidaria como sus límites.
Ser solidario se ha convertido en una de las señas de
identidad de los militantes y de las organizaciones populares
y de izquierda. La solidaridad con los que sufren opresión,
explotación e injusticias de todo tipo, pero también con
quienes luchan, resisten y son reprimidos por el Estado, es
desde hace mucho tiempo una demanda justa que identifica
valores y actitudes humanas y humanitarias. En muchos
encuentros –como en el reciente Enero Autónomo en La Matanza-
la demanda solidaria parte tanto desde las víctimas como
desde quienes, desde las diversas formas de militancia,
reclaman acciones y compromisos con los “otros”, sufrientes o
combatientes.
La solidaridad, qué duda cabe, tiene un costado noble,
necesario, que muchas veces parte de la conmoción que
producen las situaciones extremas de opresión y represión. En
otras ocasiones, y no es bueno olvidarlo, la demanda
solidaria es apenas un componente más del instrumental
político de la izquierda: una especie de excusa-argumento
para hacer política, lo que supone la utilización de la
solidaridad, y en particular de quienes se benefician de
ella, como un simple instrumento en manos de los
“solidarios”.
La solidaridad como vínculo estatista
Aún en los casos más nobles, tanto la solidaridad de
activistas del primer mundo en su relación con los pueblos
del tercer mundo, como quienes dentro de un mismo país se
solidarizan con otros sectores sociales, la cuestión tiene
variables que conviene tener en cuenta. Quiero decir que la
solidaridad tiene sus lados problemáticos.
Habitualmente, aparece como urgencia, como necesidad de
respuesta inmediata ante lo que los estados no hacen, o hacen
mal, ya sea abandono o represión. La misma inmediatez, que se
vive como una demanda externa a la que hay que responder con
urgencia, suele ser un factor desorganizador del colectivo al
que se le demanda solidaridad. Y esto mucho más allá de la
voluntad de los activistas. Lo cierto, y esto sucede sobre
todo con situaciones de honda desmovilización, es que suele
ser muy difícil acertar con los caminos a recorrer, ya que
existe la tentación de abandonar las tareas del día a día
para encarar los compromisos solidarios. Así las cosas, la
demanda de solidaridad tiende a ser sentida como externa –y
lejana- a la cotidianeidad de los movimientos. En la peor de
las variables, puede convertirse en un discurso ideológico
relacionado con “deberes”, lo que degrada la solidaridad a
una suerte de obligación –moral o política- que la emparenta
con las culpas y la buena conciencia.
Existe, sin embargo, otro costado más problemático aún. La
solidaridad es la actitud estatista cuando no existe lazo
social. Dicho de otro modo, la solidaridad –como la
representación- encarna la ruptura de los vínculos. Y su
situación por una relación por arriba, de carácter estatista
aún sin recurrir al Estado. Veamos.
La “solidaridad con” es, y reproduce, la relación sujeto-
objeto. Esta es una relación desigual, en la que el polo
“sujeto” decide qué hacer con el “objeto”, cómo y de qué
manera canalizar el apoyo solidario. La relación sujeto-
objeto, instalada en América Latina por el colonialismo
europeo (que convirtió a los pueblos indios y a la naturaleza
en objeto para la acumulación de riquezas), está tan
interiorizada en nuestras vidas, que a menudo es difícil
reconocerla. Estamos habituados a utilizar los bienes
naturales como instrumentos sin vida, pero también en las
relaciones humanas el “otro” termina siendo apenas un objeto,
aún cuando la relación esté guiada por las mejores
intenciones.
Un buen ejemplo es la solidaridad internacional con el
zapatismo. El EZLN creó las Juntas de Buen Gobierno, entre
otras cosas, para resolver los problemas creados por la
solidaridad mundial. Como es lógico, los militantes
solidarios llegan sobre todo a los municipios más cercanos a
las carreteras y a las grandes ciudades. De modo que la
solidaridad no llegaba de forma pareja a todas comunidades y
municipios, sino mucho más a unos que a otros, reproduciendo
así desigualdades que se vinculan estrechamente con las
desigualdades preexistentes (campo-ciudad, por ejemplo).
Pero, además, en ocasiones llegaban apoyos que no eran los
que las comunidades necesitaban. El subcomandante insurgente
Marcos, con profunda ironía, pone el ejemplo de la llegada
“solidaria” de un paquete que contenía un zapato rosado de
tacón (un solo zapato) a la selva Lacandona. Se pregunta si
la solidaridad se hace con lo que le sobra a la sociedad de
la opulencia. Pero, sobre todo, se pregunta desde dónde se
hace solidaridad: si desde las necesidades del emisor o del
receptor.
El otro, el camarada
Ejemplos como el del zapatismo son frecuentes en casi todos
los casos en que la solidaridad se convierte en una suerte de
acción mecánica y burocrática. El caso del tsunami en Asia
habla por sí solo: millones de dólares –muchos de ellos
donados con la mejor voluntad- que nunca llegarán a los
damnificados; o que llegan con retraso, o lo que llega no
tiene la menor relación con las necesidades.
La idea es apuntar a superar la relación sujeto-objeto, y la
única forma de hacerlo es instalar en su lugar la “pluralidad
de sujetos”, de la que habla Carlos Lenkersdorf al explicar
la visión del mundo de los tojolabales(1) . En este caso
estamos ante sujetos que se vinculan entre sí en igualdad de
condiciones, sin que las necesidades de ninguno de ellos se
imponga a las de los demás. Para nosotros, implica un
aprendizaje que supone salirnos de nuestros roles
tradicionales. Cuando Hebe de Bonafini dice “el otro soy yo”,
va en esa dirección: el hermanamiento, la fraternidad, la
construcción de lazos comunitarios.
Una interesante reflexión sobre estos temas puede encontrarse
en un trabajo de Immanuel Wallerstein sobre la revolución
francesa(2) . Señala que el legado de la revolución, bajo el
lema de “libertad, igualdad, fraternidad”, tuvo desigual
acogida en la izquierda y los movimientos: “La fraternidad
siempre ha sido un agregado piadoso que, hasta 1968, nadie en
todo el escenario cultural posterior a 1789 había tomado en
serio”. La fraternidad, o camaradería, añade, “es una
construcción cuyas piezas se arman con gran dificultad; no
obstante esta frágil posibilidad es en realidad el fundamento
para lograr la libertad e igualdad” (negritas mías).
Creo que esta es una de las claves que nos puede ayudar a dar
un paso más. Por fraternidad debemos entender la construcción
de vínculos afectivos fuertes, vínculos comunitarios.
Construir un “nosotros”, en palabras de los pueblos indios,
quienes no conocen la palabra solidaridad; en su lugar,
hablan de reciprocidad, que supone lazos comunitarios. Ese
nosotros como sujeto es insustituible. Si ese sujeto existe,
podrá vincularse con otros sujetos en pie de igualdad, de
modo que los vínculos que se establezcan serán acordados
entre ambas partes. Ya no estaríamos ni ante la solidaridad
individual que canalizan intermediarios (Estados, ONGs o
cualquier institución, incluyendo a los propios movimientos).
Ni siquiera ante la acción solidaria de carácter paternalista
que establecen sujetos fuertes con otros más débiles, o
relativamente dispersos, que siempre es desigual y
asimétrica.
Por otro lado, la lucha potente de un sujeto fuerte es capaz
de conmover a los demás, más allá de los éxitos que consiga
cosechar su lucha. Conmover, o sea mover desde los afectos,
poner en movimiento, afectar los afectos, o, como señala el
“maestro ignorante” (Jacotot), “conmoverse recíprocamente”.
Hace ya cuatro años, cuando fue asesinado Aníbal Verón en
Mosconi, nadie pensó en la solidaridad: de forma natural, la
gente se movilizó en todo el país en apoyo de Mosconi, a tal
punto que una organización piquetera adoptó su nombre (la
Coordinadora Aníbal Verón).
Ciertamente, era otra coyuntura, pero el caso ilustra
claramente las diferencias con la situación actual de los
movimientos argentinos: ser solidario era en aquel momento
hacer lo mismo que hacían los compañeros de Mosconi, salir a
la calle, pelear, “hacer como los de Mosconi”. El problema es
que, ahora, no es posible volver a actuar de la misma forma.
Salvo cuando existen situaciones de represión, hay presos o
muertos. Ahí sí, las respuestas suelen ser claras,
contundentes.
Ser solidarios, desde el otro
Así y todo, la solidaridad es no sólo necesaria sino una de
las mejores actitudes del ser humano. Puede ser un paso
necesario para erigirse en sujeto activo, para establecer
vínculos sólidos entre los que van conformando un movimiento.
“La mejor solidaridad que pueden brindarnos a las Madres es
luchar por los problemas de ustedes”, dijo mil veces Hebe de
Bonafini, palabras más o menos. Ningún otro grupo ha sido
capaz de comprometerse tan a fondo y tan desinteresadamente
con los otros, como las Madres de Plaza de Mayo. Y eran ellas
las que más hubieran podido refugiarse en una actitud
defensiva, atenazadas por el dolor, para que fueran los demás
quienes sintieran el “deber” de apoyarlas. Por el contrario,
siempre estuvieron donde brillaba una llama de resistencia,
sin que nadie las llamara ni les ofreciera una tribuna, cerca
o lejos de Buenos Aires, en Argentina o en cualquier rincón
del mundo, en el acierto o en el error. Porque el principal
error, es la indiferencia.
Madres jugó un papel insustituible, sobre todo en los 80 y
comienzos de los 90, como puente entre generaciones y entre
luchas diversas y atomizadas. Nunca pidieron nada para ellas;
sólo exigieron que cada uno luchara por lo suyo hasta las
últimas consecuencias. Ellas estaban ahí, como puente-
arcoiris (como dice Marcos de los zapatistas), concientes de
que el ejemplo hace escuela. Vale la pena preguntarse: ¿quién
está jugando hoy ese papel en la Argentina?
Quienes desde la lucha consecuente reclaman solidaridad,
también pueden reflexionar acerca de un problema que nos
atraviesa a todos: la tentación de buscar atajos cuando la
lucha encuentra límites, cuando no es posible avanzar y se
cosechan sólo derrotas. Hay quienes buscan el atajo en el
Estado o en los partidos, y eso es lo más habitual. Algunos
buscan fuerza adicional en otros movimientos de los de abajo,
y son así los más consecuentes. Pero nada externo a los
sujetos puede ayudarnos a resolver problemas que, a veces, no
tienen solución. Sobre todo cuando la relación de fuerzas es
tan desfavorable como suele serlo fuera de las coyunturas en
las que los pueblos se ponen de pie.
Finalmente, ser consecuentemente solidarios puede ser un
primer paso hacia relaciones fraternas, hacia el
hermanamiento en cada movimiento y, en consecuencia, con
otros movimientos por más lejanos que estén, por más
diferentes que sean sus demandas, sus culturas, sus modos de
hacer. Entonces, encontrarnos como hermanos supondrá darnos
todo, sin pedirnos nada. Hermanarnos (el otro soy yo)
disuelve las distancias, y aún las diferencias, ya que supone
relacionarnos por fuera de la lógica del mercado, del capital
o de los partidos. E instala otra lógica, más cercana a la
conocida frase del Che que decía que debemos ser capaces de
sentir como propias las injusticias que sufren otros. Como
nos enseñaron las Madres.
Notas:
(1) Carlos Lenkersdorf, “Los hombres verdaderos. Voces y testimonios tojolabales”, Siglo XXI, México, 1996.
(2) Immanuel Wallerstein, “La revolución francesa como suceso histórico mundial”, en Impensar las ciencias
sociales, Siglo XXI, México, 1998.
https://www.alainet.org/es/articulo/111221
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