Pasión del mundo
15/04/2004
- Opinión
El film de Mel Gibson La Pasión de Cristo no debe dejar la
impresión de que sólo Jesús cargó la cruz y fue sometido a los
peores tormentos. Su pasión se inscribe en el interior de la
pasión dolorosa del mundo y su sentido más profundo está en su
solidaridad para con todos los crucificados de la historia.
Existe una misteriosa pasión del mundo, un verdadero desafío para
cualquier esfuerzo de comprensión. El proceso evolutivo,
especialmente en el ámbito de la vida, está estigmatizado por un
sufrimiento inenarrable. En el campo humano puede llegar a
expresiones de barbarie. En todo, el sufrimiento nos acompaña,
incluso cuando tenemos éxito. Los antiguos nos transmitieron esta
sentencia: «la vida no ha dado nada a los mortales sino al precio
de mucho trabajo». Lo cual implica -es claro- imponderables
sacrificios.
En verdad, todos cargamos alguna cruz, a las espaldas o en el
corazón. A veces la cruz del corazón hace sangrar más que la de
las espaldas. Fue también ésa la cruz que sintió Jesús cuando, en
el paroxismo del dolor, desde lo alto del madero, dio aquel grito
desesperado: «Padre, ¿por qué me has abandonado?». San Juan de la
Cruz, autor de la Noche oscura, llama a esta cruz Noche del
espíritu terrible y temible. Lo es, porque ataca la última
reserva humana: la esperanza.
Nos conmovemos con la pasión sangrienta de Jesús. Pero no con la
pasión dolorosísima de los crucificados de la historia. Hay
pueblos crucificados como los negros y los indígenas, que hace
siglos que están cargando su cruz, tal vez con más estaciones que
aquellas del Hijo del Hombre. Millones y millones de trabajadores
continúan siendo crucificados con salarios de hambre y en
condiciones higiénicas que producen la muerte de cuarenta millones
de ellos anualmente. Incontables son los que penan bajo al cruz
de la discriminación por el hecho de ser mujeres, pobres,
enfermos, homosexuales, portadores de sida y/o otras formas de
crucifixión social. Abogados valientes, jueces sin temor,
periodistas intrépidos... son difamados, perseguidos,
secuestrados, y tienen que cargar pesadas cruces sobre sí y sus
familias, y hasta son muertos bárbaramente, por comprometerse en
la lucha contra las mafias de la corrupción, de las drogas, de la
prostitución infantil, del tráfico de armas. Esta cruz es digna,
y sufrir con ella es honroso.
Jesús, en su predicación y en su práctica, privilegió a todos
estos llamándolos bienaventurados. Su proyecto religioso y social
era el de aliviar las cruces de la vida y crear un mundo donde
nadie tuviese que poner cruces sobre las espaldas de los otros.
Entendió que este es el proyecto de Dios, llamado Reino de los
cielos. Pero conoció el destino de tantos otros antes que él: la
incomprensión, la difamación y la liquidación física en la forma
más cruel de su tiempo, que era la crucifixión. La muerte de
Jesús es consecuencia de su vida y de su práctica. No es un drama
suprahistórico, una apuesta entre Dios y el demonio, que dispensa
las responsabilidades humanas. Si quería ser fiel a sí mismo, al
Dios cuyo reino anunciaba y a las personas en las que suscitó
esperanzas radicales, Jesús, en condiciones de rechazo, no tenía
otra alternativa que ir hasta el fin y contar con la muerte. Las
palabras «tenía que morir», era «necesario que padeciese»... son
expresión de su fidelidad radical.
Hay momentos para nosotros y para Jesús en los que solamente la
aceptación del sacrificio de la vida hace justicia a la vida. Más
vale la gloria de una muerte violenta que el gozo de una libertad
maldita.
https://www.alainet.org/es/articulo/109781
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