La forma más perfecta de caridad

22/11/2002
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En la dimensión evangélica la política es compatible con la mística, pues las exigencias fundamentales coinciden: descentralización de sí en los otros, fidelidad a la voluntad ajena, y humildad en el compromiso con la verdad. Innumerables militantes políticos, sobre todo cuando aún no habían llegado al poder, vivieron esa mística, hasta el punto de que aceptaron, en la tortura, antes morir que traicionar la causa que abrazaron. Las adversidades de una práctica política opuesta a la situación dominante son, a veces, comparables a la disciplina ascética necesaria para la dilatación mística: las privaciones físicas, el anonimato en la clandestinidad, la fe en el proceso histórico y en el pueblo, la esperanza de victoria, el don de sí a cada momento de peligro, etc. Aunque no se dé una conciencia teológica de esa experiencia, es innegable que toda práctica de amor, en la cual el bien de los demás se pone por encima del bien propio, es la realización plena del misterio de Dios en la vida humana, pues "quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios permanece en él" (1 Juan 4,16). Para el cristiano esa dimensión mística debe ser tomada como experiencia teologal: en su amor a los demás, él vive el amor del Padre. Pablo VI decía que "la política es la forma más perfecta de caridad". Porque dice referencia a todos y a casi todo, desde el precio del pan hasta las disciplinas que se enseñan en las escuelas, desde la utilización pornográfica de la mujer en la publicidad hasta el sistema social de salud, todo depende del proyecto político vigente. Ahora bien, sin repetir errores del pasado -como formar partidos confesionales o creer que por ser cristiano alguien es mejor político- se debe buscar la síntesis entre la política, como ejercicio de transformación liberadora de la sociedad, y la mística, como conversión permanente al Amor. Aceptar que la mística no tiene nada que ver con la política sería desencarnar a Jesús de la historia y afirmar que las cosas de Dios no sirven para este mundo que él creó. Lo que Dios nos puede dar de más íntimo -la unión espiritual con él en esta vida- estaría reservado a aquellos que hacen el movimiento inverso al de Jesús: salen de la conflictividad histórica para vivir "mejor" su fe. La propuesta evangélica va en otra dirección: la comunión con el Padre se manifiesta en la unión con el pueblo liberado de los signos de muerte (Apocalipsis 21,34). En la oración que el Señor enseñó hay una relación dialéctica entre la zambullida en la fe y la promoción de la justicia: al Padre Nuestro le pedimos el Pan Nuestro. Y en los evangelios, desde la boda de Caná hasta el episodio de Emaús, es en el compartir el pan - símbolo de los bienes necesarios para la vida- como se manifiesta la bondad del Padre. En ese sentido no habrá completa justicia mientras no se pueda vivir la libertad como mística, o sea, en la dimensión de que una persona es tanto más libre cuanto más descentrada esté de sí misma y más centrada en el Otro y en los otros. De igual modo, en este mundo y en esta cultura de proporciones globales, en que el pobre es una enorme colectividad, el amor no puede ser ya pensado y vivido solamente en términos de relación interpersonal. Él se vuelve también una exigencia política, de entrega de la vida al rescate de la fraternidad entre los seres humanos. Eso no significa racionalizar el amor, hasta el punto de, con el pretexto de lo colectivo, ignorar lo personal. La raíz y el fruto de toda transformación social que se desee completa serán siempre únicos: el corazón humano, allí donde la divinización de la persona desborda hacia la divinización de la historia. Y una persona divinizada es aquella que es plenamente humana, o sea, amorosa. (Traducción de José Luis Burguet)
https://www.alainet.org/es/articulo/106651?language=en
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