Chile y su deuda con los pueblos indígenas
23/10/2002
- Opinión
A fines de agosto pasado, el presidente Ricardo Lagos reconoció, en la
localidad de Putre, un patrimonio de 11 mil hectáreas como "tierras
indígenas", de acuerdo a la ley 19.253, entregando los títulos de dominio a
los representantes de la comunidad aymara. Este acto de legitimación
territorial indígena formó parte del esfuerzo gubernamental por consolidar el
espíritu y la norma de esa ley que, entre sus componentes jurídicos, considera
la regularización de las tierras indígenas como uno de los factores claves en
la ampliación del patrimonio territorial de los Pueblos Indígenas de Chile.
Sin embargo, si queremos saldar la deuda histórica que tiene el Estado y la
sociedad chilenos con los indígenas, más allá de las políticas sociales o
asistenciales a su favor, hemos de avanzar hacia el reconocimiento
constitucional de los pueblos originarios.
El 5 de octubre de 1993 el Congreso Nacional, por una amplia mayoría, aprobó
la Ley 19.253 sobre Pueblos Indígenas. Su origen se remonta a un histórico
acuerdo entre las organizaciones indígenas que se habían destacado en su lucha
contra el régimen militar y la naciente Concertación de Partidos por la
Democracia. Dicho acuerdo fue llamado el Pacto de Nueva Imperial. Ante una
Asamblea Nacional de 400 líderes indígenas, realizada en diciembre de 1989, el
entonces candidato presidencial de las fuerzas democráticas firmó el Acta en
la cual el futuro Gobierno se comprometía a cumplir varios propósitos de
justicia y reivindicación social.
Al inicio de la pasada década de los años 90, la situación de los pueblos
originarios era extremadamente crítica. Eran pobres entre los más pobres.
Olvidados de la sociedad; marginados del progreso; excluidos del goce de
bienes y servicios sencillos. Interdictos políticamente como resultado de la
aplicación de normas jurídicas que, durante la dictadura de Pinochet,
afectaron de manera grave y profunda la estructura societal y cultural de los
indígenas chilenos.
Al dividir las comunidades indígenas mediante decreto y declarar su no
existencia a partir de dicha división, el objetivo del régimen dictatorial se
cumplió en parte. "Dejarán de llamarse indígenas sus tierras e indígenas sus
habitantes", rezaba el decreto 2.568 con que la dictadura reemplazaba la ley
17.729, promulgada por el presidente Salvador Allende, y que restituía para
los indígenas parte importante de su dignidad histórica y política.
A través del sistema de división de las comunidades, el régimen militar buscó
establecer reducciones indivisas, constituyendo hijuelas individuales sin
protección legal. Por cierto, estas tierras en particular quedaron sometidas
a la arbitrariedad, la especulación financiera y toda forma de enajenación
fraudulenta. Así, los indígenas perdieron cerca de 350.000 hectáreas de su
patrimonio histórico, que fueron a parar o quedaron en manos de terceros.
Parte sustancial de estos territorios fue después traspasada a poderosas
corporaciones forestales del sur.
En 1989 los indígenas habían acumulado muchos dolores y desesperanzas. No
obstante, al alero de la Iglesia Católica liderada por el querido cardenal
Raúl Silva Henríquez, y con el acompañamiento de obispos muy apreciados, como
monseñor Sergio Contreras en Temuco, se crearon los Centros Culturales
Indígenas, semilleros de dirigentes que pudieron levantar alguna forma de
resistencia no violenta para impedir la extensión del decreto 2.568, aun
cuando ya no podían recuperar lo perdido. Por cierto, también colaboró en
este proceso el Movimiento de Derechos Humanos y sus organizaciones no
gubernamentales. Gracias a ello, nació una franja de líderes indígenas que
tomaron la conducción de un movimiento que culminó exitosamente en el Pacto de
Nueva Imperial.
Años de despojo por vía militar y legal
La historia de Chile tiene una deuda significativa con nuestros indígenas.
Lejos está la época en que Bernardo O'Higgins, el Padre de la Patria, dictara
un bando en donde declaraba que en lo sucesivo los indígenas "deben ser
llamados ciudadanos chilenos y libres como los demás habitantes del Estado"
(1819). Es, tal vez, el primer acto de reconocimiento que se brindó a una
masa de indígenas que, hasta la lucha por la independencia de Chile, habían
sido prácticamente esclavos de los encomenderos españoles.
Desde ese bando hasta la década de los años 70 en el siglo pasado,
transcurrieron 151 años de historia de Chile. Son años en que estos
"ciudadanos chilenos" sólo vieron y experimentaron la sucesiva aplicación de
nuevas normas, leyes y decretos que los situaban lejos de la condición
expresada por O'Higgins. En efecto, los territorios indígenas fueron ocupados
militarmente por el Estado de Chile y los nativos fueron obligados a vivir en
reducciones, cuyos terrenos eran inferiores a su patrimonio ancestral. Las
tierras más prósperas y fértiles fueron declaradas ipso facto como "tierras
fiscales" y luego se las destinó a programas de colonización.
En el norte, los aymaras vieron mermados sus derechos de tierras y aguas. En
1933 las tierras pascuenses fueron inscritas -contra su voluntad- como
terrenos del Fisco, pues legalmente (de acuerdo a la legalidad chilena) eran
tierras "que carecían de otros dueños"… De este modo las tierras indígenas
ancestrales -cinco millones de hectáreas antes del descubrimiento y conquista
de Chile- cambiaron de dueño como resultado de la colonización española,
primero, y de la ocupación militar de Chile, después. Los indígenas fueron
relegados a tierras empobrecidas, y así el Estado nacional forma su propio
patrimonio territorial sobre una suerte de despojo militar y legal, marginando
e ignorando definitivamente a los pueblos originarios. La naciente república,
después de la Independencia, no tenía interés en buscar acuerdos territoriales
con los indígenas. No eran sujetos de consulta. No se les reconocían
derechos políticos. Además, eran comunidades derrotadas militarmente. Esta
es la base sustantiva del resentimiento que, durante décadas y por varias
generaciones, los indígenas chilenos acumularán inexorablemente.
Al sur del Bío Bío, las ricas tierras indígenas eran necesarias para formar el
"granero de Chile". Los mapuches contaban con tierras y mano de obra
abundante. Estos factores fueron considerados un freno para el surgimiento de
las "haciendas". Por lo tanto, esas tierras se incorporaron a la fuerza al
mercado y a la producción agrícola. Por esa razón los indígenas del sur
resistieron por años la ocupación de sus territorios, porque para ellos era la
fuente de su subsistencia y de su cultura. Pero fueron vencidos y sus tierras
se convirtieron en un botín apetecido.
Desde 1850 se impuso el concepto de "propiedad privada". Las antiguas
encomiendas transitaron hacia el latifundio extendido. Desde 1866 las tierras
indígenas fueron usurpadas legalmente (ventas, remates, adjudicaciones
gratuitas a colonos chilenos) y se dejó a los mapuches un saldo de 500.000
hectáreas que debieron repartirse entre 2.918 reducciones. En 1929, el Estado
impuso la división de las reducciones y adjudicó a cada heredero una parcela a
título personal.
Un conflicto político más que social
En la historia de nuestro país los indígenas sólo han tenido tres
oportunidades de que sus derechos pudiesen ser reconocidos y acogidos: con la
Reforma Agraria del presidente Eduardo Frei Montalva; a través de la ley
17.792 del presidente Salvador Allende; y de la ley 19.253 del presidente
Patricio Aylwin.
Esta última ley es la que más derechos les ha reconocido. Queda pendiente,
hasta ahora, el reconocimiento constitucional de los Pueblos Indígenas, y esto
es una deuda fundamental. Gracias a la aplicación de la nueva Ley indígena,
los Pueblos Originarios han recuperado cerca de 250.000 hectáreas; muchas
familias han sido beneficiarias del nuevo Fondo de Desarrollo Indígena. Y
gracias al Fondo de Tierras y Aguas, aymaras, pascuenses, collas, diaguitas y
mapuches (pehuenches, huilliches, lafquenches...) han accedido a nuevas
tierras y a sólidos procesos de regularización de sus tierras ancestrales.
No obstante, permanece un dilema estratégico de fondo, y es que la mirada del
Estado sobre la problemática indígena aún no supera su fase social y
asistencial. Es decir, se considera que el principal problema de los pueblos
originarios es la pobreza y las condiciones precarias de producción de sus
tierras erosionadas y empobrecidas. Los conservadores van más allá incluso,
cuando señalan que una de las causas de la pobreza indígena es que sus tierras
están cautivas de una ley (la indígena) que los ha limitado aun más. "En vez
de abrir a los afectados vías hacia la incorporación a la modernidad y a la
fusión en una nacionalidad común de muy variados orígenes culturales, los
Gobiernos de la Concertación sentaron las condiciones para una mayor
frustración, perpetuación de la marginalidad y la miseria y, a la postre,
violencia" (editorial de El Mercurio, 3 de octubre de 2001). Para los
conservadores, la política de la Concertación hacia los Pueblos Indígenas
representa un error fundamental, al alentar demandas o buscar soluciones que
amenazan la estabilidad del crecimiento económico.
Liberales y conservadores que abordan el tema indígena, ignoran u omiten un
aspecto sustantivo del conflicto actual entre Pueblos Originarios, Estado y
Sociedad. Y este es que se trata, principalmente, de un conflicto de carácter
político más que social.
En el transcurso de los últimos cinco años, -desde 1998, con la crisis del
proyecto Ralco y sus efectos en la cultura pehuenche- se ha mantenido una
fórmula de Estado orientada a resolver los problemas de pobreza, producción y
acceso de los indígenas a bienes y servicios, con la creencia de que las
respuestas a estos problemas serían suficientes para superar la conflictividad
que la relación ha alcanzado.
Poco se ha avanzado en la eliminación de la pobreza dura en el mundo indígena
rural y escasas son las políticas destinadas al mundo indígena urbano. Ni
todas las políticas sociales y asistenciales y de subsidios serán suficientes
para resolver un problema más complejo, y es que los indígenas, efectivamente,
quieren formar parte del desarrollo y quieren participar en las decisiones,
pues son pueblos inteligentes, cultos y con una experiencia ancestral que
supera al Estado y sus instituciones. Pero esto no es reconocido. No hay
confianza en la capacidad de los Pueblos Originarios de consensuar con el
Estado formas políticas.
No obstante, es lo anterior lo que se explora con ahínco en la Comisión
Presidencial de Verdad y Nuevo Trato (ver recuadro en pág. siguiente). Y las
autoridades gubernamentales han comprendido la importancia que tiene una nueva
forma de coordinación de políticas de Estado sobre Pueblos Originarios que
construya un adecuado equilibro ordenador de prioridades entre la problemática
social y material de nuestros pueblos y sus intensos deseos de participación
política. Y el reconocimiento constitucional de su calidad de Pueblos
Indígenas es -sin ninguna duda, y a riesgo de reiterarlo, quiero decir que es
sin duda ninguna- la primera señal de voluntad política de parte del Estado y
de la Sociedad para abrir los caminos efectivos de un nuevo trato histórico
con nuestros indígenas, de cara al Bicentenario. Lo demás, como dice el mismo
presidente Lagos, es música.
Chile no es un Nación monocultural. Es pluricultural. Los Pueblos Indígenas
son parte del patrimonio de la Nación y ha llegado la hora de que se reconozca
su condición de sujeto histórico. Esto sólo se expresa en el ámbito político.
Todo lo demás (puentes, caminos, asistencia técnica, salud, viviendas, becas,
agua, tierras, derechos…) son sólo componentes de la variable política. Y en
la construcción del proceso respectivo aún estamos a tiempo, como país y como
Gobierno, para completar este proceso abriendo espacios políticos a los
Pueblos Originarios. Naciones civilizadas y más desarrolladas que Chile, como
Canadá, Australia y Finlandia, lo comprendieron a tiempo, y junto con destinar
recursos para saldar deudas históricas incorporaron a los indígenas en el
ámbito de las decisiones políticas del Estado. En Chile, ¿cuántos ministros
de Estado de ascendencia indígena han existido? Sólo uno: Venancio Coñoepán,
Ministro de Tierras y Colonización, nombrado por el presidente Carlos Ibáñez
del Campo. ¿Cuántos gobernadores indígenas? Sobran dedos para contarlos.
Hoy el mundo indígena ha cambiado. La masa de familias que emigraron a las
ciudades en busca de mejores horizontes, después de ser expulsados de sus
tierras, ha dado paso a nuevas generaciones de profesionales indígenas que han
ido ocupando diversos espacios del desarrollo. Hay una generación renovada de
indígenas que no aceptarán fácilmente una nueva reducción, que no se conforman
con estar excluidos del sistema político y que no aceptan como solución única
las respuestas materiales del Estado.
En 192 años de vida republicana nunca un indígena ha llegado al Senado y en
siglo y medio sólo cinco han logrado ser diputados. Nunca un indígena ha sido
nombrado embajador de nuestro país. Las Escuelas matrices de las Fuerzas
Armadas excluyen de su planta de oficiales del Estado Mayor a descendientes de
indígenas. Ese es el tipo de Chile real para los indígenas. Y mientras sus
ansias de participar como sujetos históricos de la sociedad esté plenamente
vigente, nada podrá impedir que las nuevas generaciones de ellos no busquen
expresarse por cualquier vía.
El 5 de septiembre del 2001 los obispos del Sur hablaron. Y fueron muy
lúcidos ante el país: "El común empeño por la construcción de la justicia
social en nuestra patria debe considerar el respeto a los derechos de los
Pueblos Originarios. Esto implica la voluntad política de llegar a un
reconocimiento constitucional del pluralismo étnico de la Patria común. Esta
voluntad se ve menoscabada por los prejuicios, el desconocimiento o la
criminalización de las legítimas demandas de reconocimiento de los derechos
del Pueblo Mapuche" .
Alentamos la esperanza de que en el Chile del 2010, cuando cumplamos dos
siglos de historia, podamos decir a las generaciones presentes y futuras que
el Chile democrático fue capaz de restañar las heridas, cicatrizar los dolores
y abrir nuevos caminos. Esto es perfectamente posible ahora.
* Domingo Namuncura Serrano, Asistente Social, ex director de CONADI, profesor de DD.HH. y Estudios de
la Pobreza en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
Fuente: http://www.mensaje.cl
https://www.alainet.org/es/active/2710
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