¿Hacia dónde se dirige el mundo?
12/12/2001
- Opinión
El nuevo milenio ha comenzado con dos crímenes monstruosos: los
atentados terroristas del 11 de septiembre y la respuesta a los mismos,
que a buen seguro se ha cobrado un número mucho mayor de víctimas
inocentes. Las atrocidades del 11 de septiembre se han considerado un
acontecimiento histórico, y es cierto. Pero deberíamos dejar claro por
qué.
Esos crímenes representan quizá el más devastador tributo humano
instantáneo jamás pagado, a no ser en la guerra. La palabra
'instantáneo' no debería pasarse por alto; es triste, pero cierto, que
los crímenes no son en absoluto infrecuentes en los anales de una
violencia que se acerca mucho a la guerra. Las consecuencias son una
de sus innumerables ilustraciones. La razón por la que 'el mundo nunca
será igual' tras el 11 de septiembre, usando la frase ahora tan en
boga, es otra.
La dimensión de la catástrofe que ya ha tenido lugar en Afganistán, y
lo que puede venir a continuación, sólo se puede suponer. Pero sí
conocemos las proyecciones en las que se basan las decisiones
políticas, y a partir de éstas podemos entender un poco la pregunta de
hacia dónde se dirige el mundo. La respuesta es que avanza por sendas
muy trilladas. Incluso antes del 11 de septiembre, millones de afganos
se mantenían -apenas- gracias a la ayuda alimentaria internacional. El
16 de septiembre, el New York Times informó de que Washington había
'exigido la eliminación de los convoyes que suministran buena parte de
los alimentos y otros bienes a la población civil afgana'. No se
detectó ninguna reacción en EEUU o Europa a la exigencia de que una
enorme cantidad de desposeídos fuesen sometidos al hambre y a una
muerte lenta. En las semanas siguientes, el principal periódico del
mundo informó de que 'la amenaza de ataques militares ha obligado a
evacuar a los trabajadores de las organizaciones de ayuda
internacional.
El programa de alimentación mundial de Naciones Unidas, así como otras
asociaciones, lograron hacer algunos envíos de alimentos a comienzos de
octubre, pero, tras el bombardeo, se vieron obligados a suspenderlos
para reanudarlos más tarde a un ritmo mucho más lento, mientras los
organismos de ayuda condenaban 'sin paliativos' los lanzamientos aéreos
de ayuda estadounidenses, 'herramientas propagandísticas' apenas
disimuladas.
El New York Times informó, sin comentarios, de que se preveía que el
número de afganos necesitados de ayuda alimentaria aumentaría en un 50%
como resultado del bombardeo, hasta llegar a 7,5 millones de personas.
En otras palabras, la civilización occidental basa sus planes en la
suposición de que pueden provocar la muerte de varios millones de
civiles inocentes: no talibanes, sino sus víctimas. El mismo día, el
líder de la civilización occidental volvió a rechazar con desdén las
ofertas de negociación hechas por los talibanes y su petición de que
les dieran pruebas creíbles que sustentan lo que señalaban.
La FAO había advertido a finales de septiembre de que más de siete
millones de personas podrían morir de hambre a no ser que se renovase
inmediatamente el envío de ayuda y se pusiese fin a la amenaza de
acciones militares. Una vez iniciado el bombardeo, la FAO avisó de que
se iba a producir una catástrofe humana todavía más grave, de que el
bombardeo había interrumpido la siembra que proporciona el 80% de las
provisiones de grano al país, de forma que los efectos el año próximo
serán todavía más graves. Tampoco se publicó.
Estos llamamientos no hechos públicos coincidieron con el Día Mundial
de la Alimentación, del que también se hizo caso omiso, como de la
acusación del relator especial de la ONU de que los ricos y poderosos
tienen los medios, pero no la voluntad, de superar este 'genocidio
silencioso'.
Los bombardeos aéreos han convertido las ciudades en 'ciudades
fantasma', informaba la prensa, y han destruido las fuentes de energía
eléctrica y de agua, una forma de guerra biológica. Se informó de que
el 70% de la población había huido de Kandahar y Herat, la mayoría al
campo, donde, en tiempos normales, entre 10 y 12 personas mueren o
quedan lisiadas cada día por las minas. Esas condiciones son ahora
mucho peores. Se han suspendido las operaciones de desactivación de
minas de la ONU y las armas estadounidenses que no han explotado se
suman a la tortura, especialmente la mortal metralla de las bombas de
fragmentación, mucho más difíciles de eliminar.
Si nos fiamos de los precedentes, sabemos que nunca se conocerá, ni se
investigará, el destino de estos desgraciados. Eso es algo que se
reserva para las consecuencias de los crímenes imputables a enemigos
oficiales. En tales casos, la investigación toma en consideración
adecuadamente no sólo a los que han muerto inmediatamente, sino al
número infinitamente mayor de los víctimas de las políticas que se
condenan. En caso de investigarse, los criterios para nuestros
crímenes son completamente diferentes. Los efectos de los actos
criminales no se tienen en cuenta. Suceda lo que suceda en Afganistán,
si se investiga, se culpará a cualquier cosa -la sequía, los talibanes-
menos a los que consciente y deliberadamente han perpetrado unos
crímenes que sabían que iban a causar una matanza masiva de inocentes.
Sólo quienes desconocen la historia contemporánea pueden sorprenderse
de ello. Al fin y al cabo, las víctimas no son más que 'tribus
incivilizadas', como dijo desdeñosamente Winston Churchill de los
afganos y los kurdos cuando pretendía, hace 80 años, usar gas venenoso
para inspirarles un 'vivo terror'. Y tampoco en este caso sabremos
mucho de las consecuencias. Hace diez años, Gran Bretaña tuvo la
iniciativa de instaurar un 'gobierno abierto'. Su primer acto fue
eliminar del archivo público todos los informes sobre el uso de gas
venenoso contra las tribus incivilizadas. Si hay que 'exterminar a la
población indígena', que así sea, declaró el ministro de la Guerra
francés al anunciar, a mediados del siglo XIX, lo que se estaba
haciendo, y no por última vez, en Argelia. Es así de fácil. Lo que
sucede ahora en Afganistán es clásico, forma parte de la historia
contemporánea. Es normal que suscite poco interés o preocupación, y
que incluso no sea noticia.
Los crímenes del 11 de septiembre son, de hecho, un punto de inflexión
histórico, y no por su magnitud, sino por su objetivo. Es la primera
vez, desde que los británicos quemaron Washington en 1814, que EE UU ha
sido atacado, o incluso amenazado, en territorio nacional. No debería
ser necesario revisar lo que les ha sucedido a los que se cruzaron en
su camino o les desobedecieron en los siglos transcurridos desde
entonces. El número de víctimas es enorme. Por primera vez, las armas
han apuntado en sentido opuesto. Es un cambio histórico.
Lo mismo se puede decir, de manera más dramática, de Europa, que ha
sufrido destrucción asesina, pero por guerras internas. Mientras
tanto, las potencias europeas conquistaban buena parte del mundo de
manera no muy cortés. Con raras y limitadas excepciones, no fueron
atacadas por sus víctimas extranjeras. El Congo no atacó ni devastó
Bélgica, ni las Indias Orientales, Holanda, ni Argelia, Francia. La
lista es larga, y los crímenes, horrendos. No sorprende, pues, que
Europa se horrorizase ante las atrocidades terroristas del 11 de
septiembre.
Pero, si bien éstas señalan un cambio drástico en los asuntos
mundiales, la respuesta no representa cambio alguno. Los líderes
estadounidenses y de otros países han señalado correctamente que
enfrentarse al monstruo terrorista no es una tarea a corto plazo, sino
de larga duración. Por tanto, deberíamos considerar atentamente las
medidas a tomar para mitigar lo que se ha denominado, en las altas
instancias, 'el maligno azote del terrorismo', una plaga extendida por
'depravados que se oponen a la civilización' en 'una vuelta a la
barbarie en plena edad contemporánea'.
Deberíamos comenzar por identificar la plaga y a los elementos
depravados que están haciendo que el mundo vuelva a la barbarie. La
acusación no es nueva. Las frases que acabo de citar son del
presidente Reagan y su secretario de Estado, Shultz. El Gobierno de
Reagan llegó al poder hace 20 años y proclamó que la lucha contra el
terrorismo internacional sería el elemento central de la política
exterior estadounidense. Respondieron a la plaga organizando campañas
de terrorismo internacional de una escala y violencia sin precedentes,
que provocaron incluso que el Tribunal de Justicia Internacional
condenara a Estados Unidos por 'uso indebido de la fuerza' y que una
resolución del Consejo de Seguridad hiciera un llamamiento a todos los
países a observar el derecho internacional, resolución vetada por EE
UU, que votó también en solitario con Israel (y en un caso, El
Salvador) contra resoluciones similares de la Asamblea General.
Esas órdenes se consideraban legítimas siempre que cumpliesen criterios
pragmáticos. Un importante analista, Michael Kinsley, considerado el
portavoz de la izquierda en el debate general, sostuvo que no bastaba
con rechazar las justificaciones del Departamento de Estado acerca de
los ataques terroristas a 'objetivos fáciles': 'Una política sensata
debe soportar la prueba del análisis de costes y beneficios', escribió,
un análisis de 'la cantidad de sangre y miseria que se va a producir,
así como las probabilidades de que allí emerja la democracia'
('democracia' tal como la entienden las élites occidentales, una
interpretación que los países de la región ilustran muy bien). Se da
por sentado que se tiene derecho a realizar el análisis y emprender el
proyecto si se aprueban los exámenes. Y se aprobaron. Cuando
Nicaragua cayó por fin ante el asalto de la superpotencia, los expertos
de todo el abanico de opinión respetable aplaudieron el éxito de los
métodos adoptados para 'hundir la economía y llevar a cabo una El mundo
civilizado volvió a sentirse 'unido en el gozo' hace unas semanas
cuando el candidato de EE UU ganó las elecciones en Nicaragua después
de que Washington advirtiera seriamente sobre lo que pasaría si no
ganaba.
The Washington Post explicó que el ganador 'había basado su campaña en
recordar al electorado las dificultades económicas y militares de la
era sandinista', es decir, la guerra terrorista y la estrangulación
económica fomentadas por EE UU y que devastaron el país. Entretanto,
el presidente nos instruyó sobre la única 'ley universal': todas las
variedades de terror y asesinato 'son malignas' (a no ser, claro, que
nosotros seamos los causantes).
Las actitudes que prevalecen en Occidente respecto al terrorismo se
revelan con gran claridad en la reacción provocada por el nombramiento
de John Negroponte como embajador ante la ONU para dirigir la 'guerra
contra el terrorismo'. El currículum de Negroponte incluye su servicio
como 'procónsul' en Honduras en los años ochenta, donde fue supervisor
local de la campaña terrorista internacional por la que el Tribunal
Internacional de Justicia y el Consejo de Seguridad condenaron a su
Gobierno. No se detecta ninguna reacción. Hasta Jonathan Swift se
quedaría sin habla.
Menciono el caso de Nicaragua sólo porque no es polémico, dadas las
sentencias emitidas por los más altos organismos internacionales. Es
decir, no es polémico entre aquellos que están mínimamente
comprometidos con los derechos humanos y las leyes internacionales.
Podemos calcular el tamaño de dicha categoría determinando con qué
frecuencia se mencionan siquiera estas cuestiones elementales. Y a
partir de este sencillo ejercicio se pueden sacar sombrías conclusiones
sobre lo que se nos avecina si los centros de poder de ideología
existentes se salen con la suya.
El caso nicaragüense dista mucho de ser el más extremo. Sólo en la era
Reagan, terroristas de Estado patrocinados por EE UU dejaron en
Centroamérica cientos de miles de cadáveres torturados y mutilados,
millones de lisiados y huérfanos y cuatro países en ruinas. En los
mismos años, las depredaciones sudafricanas respaldadas por Occidente
causaron un millón y medio de muertos y daños por valor de 60.000
millones de dólares.
Por no hablar del oeste y el sureste asiáticos, de Sudamérica o de
tantos otros lugares. Y no fue una década especial. Es un grave error
analítico describir el terrorismo como un 'arma de los débiles', como
se suele hacer. En la práctica, el terrorismo es la violencia que
Ellos cometen contra Nosotros, independientemente de quién sea ese
Nosotros. Sería difícil encontrar una excepción histórica. Y, dado
que los poderosos determinan qué es historia y qué no lo es, lo que
pasa los filtros es el terrorismo de los débiles contra los fuertes y
sus clientes.
https://www.alainet.org/es/articulo/105811
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