El retorno de la historia

03/01/2002
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LA CRISIS ARGENTINA, desde una perspectiva de “larga duración”, ofrece abundante materia para la reflexión. La irrupción de cientos de miles de personas que convirtieron la crisis en insurrección, puso al descubierto que se trata no sólo de una grave crisis económica sino, sobre todo, de una crisis del modelo de dominación, aquel que le otorgaba cierta estabilidad a las elites. Más allá de las soluciones en el corto plazo, la crisis de dominación seguirá su curso, subterráneo las más de las veces, para emerger con potencia cada cierto tiempo. 1) Los estados nacionales sufren un lento proceso de debilitamiento y fragmentación. El papel jugado por los gobernadores provinciales en la superación de la crisis institucional, convertidos en muro de contención de la bancarrota del Ejecutivo y del vacío de poder, evidencian las dificultades de los estados para hacerse cargo de los problemas que ellos mismos contribuyeron a generar. Se trata de una tendencia de largo aliento, visible en la mayoría de los países del continente, que es efecto tanto de la mundialización como de las políticas neoliberales. Este debilitamiento de los estados nacionales, cuya contracara es el fortalecimiento de los aparatos represivos, augura décadas de dificultades en cuanto a la gobernabilidad y la estabilidad, caldo de cultivo para la intensificación de crisis económicas y sociales. 2) La crisis y la insurrección argentinas indican que se está ingresando en un período de transición, de muy larga duración, en el cual los sectores populares afectados por el modelo implementado desde los setenta se están recuperando de su derrota histórica. Todo parece indicar que el modelo, iniciado en Argentina de la mano del ministro de Economía de la dictadura de Videla, José Martínez de Hoz, y continuado en democracia por Domingo Cavallo, está agotado. Aunque durante años seguirá implementándose. El quiebre del modelo está íntimamente ligado a la crisis de dominación que el propio modelo contribuyó a generar. 3) La creciente inestabilidad producida por el neoliberalismo provocó la caída de cinco gobiernos democráticamente elegidos en los últimos diez años en América del Sur. El de Fernando De la Rúa es el sexto. En todas las caídas jugó un papel decisivo la movilización popular, todos los gobiernos depuestos estuvieron rodeados de acusaciones de corrupción y se habían empeñado en aplicar recetas neoliberales. Fenando Collor de Mello (Brasil, setiembre de 1992) fue destituido por un escándalo de corrupción, en medio de masivas manifestaciones populares. Abdalá Bucaram (Ecuador, febrero de 1997) debió dejar el cargo en medio de una protesta generalizada, luego de aplicar alzas a los artículos de primera necesidad para la población, y el mismo camino siguió Jamil Mahuad (enero de 2000). En ambos casos un amplio movimiento con elevada partición de indígenas fue el detonante de las renuncias. Raúl Cubas (Paraguay, marzo de 1999) debió abandonar su puesto tras una insurrección popular desatada por el asesinato del vicepresidente Luis María Argaña. Alberto Fujimori (Perú, noviembre de 2000) se autoexilió en Japón, en medio de masivas protestas de varios millones de peruanos que terminaron por bloquear su régimen. Y en esa oleada de inestabilidad sin precendentes no han sido incluidos los hechos de Venezuela y de Bolivia. En suma, el modelo imperante no puede funcionar sino a costa de desestabilizar de forma casi permanente las sociedades que parasita. 4) A diferencia de las “masas” que eran arrastradas por caudillos, las protestas adoptan la “forma multitud”. En ella las diversidades no desaparecen sino que se articulan sin que cada parte pierda su identidad. La multitud no sólo no necesita de jefes sino que los repele, más por repulsión magnética que por cálculo político. Se autoconvoca. Resulta absurda la idea de que a De la Rúa lo derribó la clase media, cuando lo que se presenció fue la diversidad de sujetos sociales. Aunque la noche del miércoles 19, poco después de la alocución presidencial, salieron unas 200.000 personas a la calle, buena parte de ellas habitantes de la Capital Federal, esas supuestas clases medias se comportaron de la misma manera que históricamente lo hicieron los obreros del Gran Buenos Aires: convergieron en la Plaza de Mayo y la ocuparon. En suma, los sectores medios se habrían comprotado, culturalmente, como los obreros. Lo que indica que el análisis estructuralista de las clases no sirve ya para explicar la realidad. 5) Los aparatos represivos, fortalecidos desde el fin de las dictaduras, están política y moralmente preparados para perpetrar otro genocidio. La conclusión de la jueza María Servini de Cubría de que hubo un plan, una organización y una orden para matar, pone las cosas en su sitio. En un período en el que los Estados nacionales perdieron su capacidad integradora, el recurso a la represión para mantener a raya a las “clases peligrosas” se vuelve algo “normal”, aunque detestable. 6) Por último, la hora de los economistas, elevados a gurúes del modelo, llegó a su fin. No sólo porque fracasaron y no se hacen cargo, sino por su empeño en fijarse en los hechos puntuales separados de su contexto. Braudel solía decir que la economía es la ciencia de los acontecimientos, de lo efímero. Por el contrario, nuestra América Latina la crearon hombres con visión histórica, empeñados en pensar no sólo en el instante que les tocó vivir sino, sobre todo, en el legado que le dejarían a sus pueblos. El fracaso del modelo consiste justo en eso: no es capaz siquiera de imaginar el mañana de sus propios hijos.
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