Rebelión carcelaria

12/03/2001
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Fui un preso común durante dos de los cuatro años (1969-1973) en que baje a los infiernos, segregado del medio de los prisioneros políticos por arbitrariedad de la dictadura militar (con perdón del pleonasmo). En Sao Paulo, pasé por las penitenciarías del Estado y de Presidente Venceslau y por Carandiru. Treinta años después, Brasil aún no formula una nueva política penitenciaria. El gobierno insiste obstinadamente en reducirla al binomio reprimir (a los bandidos) y construir (cárceles). No se reforma el Código Penal, ni se amplia el número de jueces. Los cuadros funcionarios del sistema penitenciario no reciben calificación adecuada y los bajos salarios favorecen a la corrupción. Se suma a esto la sobrepoblación de las cárceles, la morosidad de la Justicia, la promiscuidad carcelaria y la ociosidad de los reclusos. Se mezclan nuevos con reincidentes, homicidas pasionales y ladrones menores de la calle con violadores y asaltantes de bancos. Son raros los presidios que invierten en reeducación, a través de estudios y formación profesional, con reducción de pena proporcional al aprovechamiento. Brasil no cambió, pero los presos cambiaron. No se dan cuenta de eso únicamente los responsables del sistema penitenciario que insisten en querer tapar el sol con el dedo. Se pasa ahora, de la revuelta individual a la rebelión corporativa. En Río, desde hace 20 años el Comando Rojo controla las cárceles. En Sao Paulo, el Primer Comando de la Capital se articula desde hace ocho años. La sofisticada organización del motín del domingo 18 de febrero comprobó que las autoridades carcelarias ignoran lo que ocurre al interior de las prisiones. No disponen de canales de información capaces de apoyar medidas preventivas. País curioso este en el que son intervenidos los teléfonos de diputados y ministros, sin que se tenga el menor indicio de un levantamiento que toma más de 5 mil rehenes! En suma, una acción criminal tan bien organizada reveló cuan ineficiente es el poder público encargado de cuidar la seguridad de la población. El lugar del bandido es la cárcel, no hay duda. A partir que el Estado no permita que ellas se transformen en escuelas de monstruos, ni en piras de sacrificio de impulsos vengativos, como ocurrió en la masacre de 111 detenidos de Carandiru, en 1992, bajo el gobierno de Luiz Antônio Fleury Filho. Solo una Comisión de Investigación Parlamentaria (CPI) del sistema carcelario y la reforma penitenciaria, será capaz de cerrar la puerta más transitable de las prisiones: la corrupción. Por ella entran drogas y armas, herramientas y teléfonos celulares. Lo que desee un presidiario, solo no entran helicópteros. En los meses en que estuve en la penitenciaría Presidente Venceslau, en compañía de otros cinco presos políticos, organizamos círculos bíblicos, grupo de teatro, talleres de pintura y, sobre todo, cursos extra de gimnasia. De los ochenta alumnos, varios abandonaron el crimen al salir de la cárcel. Uno de ellos se convirtió en pintor, y sus telas, expuestas en un hotel de Sao Paulo, merecieron críticas favorables en revistas como "Veja". Este ejemplo demuestra que recuperar bandidos no es un monstruo de siete cabezas, basta que haya lo que falta en la esfera federal cuando se trata de problemas sociales: voluntad política. El gobierno de Fernando Henrique Cardoso corre el riesgo de pasar a la historia como el sin reforma: agraria, tributaria, penitenciaria, etc. Quiera Dios que el desenlace de la tragedia carcelaria sirva para que, mañana, las autoridades traten como un caso de política lo que ahora es encarado como un caso de policía.
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