Una aproximación al conflicto en Colombia a partir de Hannah Arendt

El terror y la violencia como formas de aniquilación de la política

27/04/2008
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Para María Teresa Uribe de Hincapié

En el contexto político colombiano de las últimas décadas del siglo pasado, la relación entre el terror, la violencia y la política se concretó en la aceptación cada vez mayor de los primeros y en la paralización de la última. Esto último fue el resultado de la vivencia que experimentó la sociedad colombiana de la destrucción del campo y de las pequeñas ciudades, del desplazamiento de miles de familias campesinas de sus lugares de trabajo, de las masacres indiscriminadas de la población rural, del terrorismo en las ciudades, del secuestro, de la destrucción de la infraestructura económica, de la miseria y pobreza de las mayorías, de la corrupción de los gobernantes y de la implementación de una política de impunidad frente a los grandes crímenes perpetrados por los diferentes actores de la violencia.

En la filosofía política contemporánea, en el ámbito de las teorías de la justicia, se han hecho una serie de investigaciones sobre la posibilidad de desarrollar teorías sobre el mal consistentes con las pretensiones universales de una moral positiva capaces de plantear una concepción de la naturaleza humana que piense no solamente el problema de la moralidad, sino también el asunto de la monstruosidad. Cuando en una sociedad se quiebran las condiciones más elementales de la justicia y la moralidad, la filosofía política debe tratar con el problema de cómo es viable superar la barbarie. Las reglas morales y de justicia mínima que se deben buscar deben servir para prevenir una maldad excesiva y para evitar que la atrocidad se extienda por toda la sociedad. El mal radical no puede prevenirse con teoría sustanciales de la justicia. Lo que es requerido en estas situaciones es una justicia básica mínima.

En las discusiones jurídicas, políticas y filosóficas, en el ámbito de las teorías de la justicia, se ha propuesto el concepto de justicia transicional como el tipo de justicia que se debe utilizar en situaciones transicionales, es decir, en situaciones en que una sociedad busca pasar de la barbarie a la mínima decencia. Una sociedad bárbara es una sociedad en la que se ha dado una completa o parcial ruptura de las reglas morales y en la cual no impera ningún principio moral que permita asegurar las mínimas condiciones de respeto de los principios básicos de justicia o de respeto a los derechos humanos fundamentales. Una sociedad mínimamente decente o justa es una sociedad gobernada por medio de reglas morales y jurídicas. La justicia transicional enfrenta las situaciones de transformación de una sociedad en las que domina la monstruosidad, pero en las que se busca salir del infierno, como escribe Rajeev Bhargava (Bhargava, 2000, p. 45-68). El contexto preciso en el que la justicia transicional opera es, entonces, el de sociedades en las que se ha producido un completo o un parcial hundimiento de las reglas básicas de justicia y moralidad. Ejemplos de estas situaciones son, las dictaduras militares en Argentina, Chile y Uruguay, las guerras civiles en El Salvador y en Guatemala, la violencia terrorista de las guerrillas y del ejército peruano bajo el gobierno de Alberto Fujimori, o el período de violencia más extremo contra la sociedad civil y de violaciones de los derechos humanos, realizada por las organizaciones armadas de la guerrilla, los paramilitares y por algunos miembros del Estado en Colombia desde comienzos de la década del ochenta hasta inicios del siglo XXI.

De este modo, las preguntas centrales que me propongo formular y discutir en este ensayo y que hace parte de un complejo proyecto de investigación son: ¿puede la ley 975 de 2005 de “justicia y paz” hacer viable que la sociedad colombiana pueda pasar de la situación de la barbarie a la de mínima decencia? ¿Se puede afirmar que en Colombia hoy se plantea el asunto de la salida de nuestra sociedad de la situación de la barbarie, en virtud de la puesta en juego de un marco jurídico y de negociación política para tratar el fenómeno del paramilitarismo y de una política de fuerza para tratar con las guerrillas?

El proceso político que vivimos, marcado por una profunda polarización de la sociedad en torno a la figura del presidente, por el acecho de la Corte Suprema de Justicia al Congreso, por el quiebre de algunas de las más importantes instituciones del Estado como el Congreso de la República con 65 congresistas salpicados por la parapolítica, y la Fiscalía cuestionada por el silencio frente a casos tan decisivos como el caso Tasmania; con unas Fuerzas Armadas cuestionadas por corrupción, vínculos de algunos de sus miembros con el narcotráfico y el paramilitarismo, con los inciertos resultados de la ley de Justicia y Paz frente a las víctimas, con una propuesta del gobierno de crear un alto tribunal para juzgar a los parapolíticos, desconociendo a la Corte Suprema de Justicia, ha derivado en un panorama nacional en el que no se ve una salida a la situación en que cayó la sociedad colombiana, cuando ante la ausencia del Estado en muchas regiones y con el auge del paramilitarismo y el fortalecimiento de las guerrillas, entró en la senda de la monstruosidad, es decir, en la senda en la que se permitió que se cometieran graves violaciones de los derechos humanos y se llegará al más grande desastre humanitario en la historia de Colombia. Voy a comenzar presentando una interpretación de la historia de estos últimos años con el fin de explicar cómo la sociedad colombiana llegó al infierno, a lo que denomino aquí el más grande desastre humanitario en nuestra historia o la época de la barbarie total.

 El terror y la violencia como formas de aniquilación de la política
 
En el contexto político colombiano de las últimas décadas del siglo pasado, la relación entre el terror, la violencia y la política se concretó en la aceptación cada vez mayor de los primeros y en la paralización de la última. La consecuencia de la paralización de la política se manifestó en una paralización de la sociedad. La parálisis de la sociedad, su inmovilidad, su terror, su desesperanza, su sentimiento de impotencia, su vuelta sobre sí misma para huir de la realidad, constituyen la paralización de la política. El triunfo de la violencia y el terror es el triunfo de la anti-política. La consecuencia de este triunfo es la negación de la política, lo que significa que el destino de nuestra sociedad, desde el punto de vista de la política, estuvo o está, según los más escépticos, en manos de quienes han detentado los instrumentos de la violencia, las máquinas de la guerra.

La política es, en este sentido, un juego de fuerzas entre quienes poseen estos instrumentos, estas máquinas. Para la política de la anti-política, a la sociedad, paralizada y aterrada, hay que moverla mediante la violencia y el terror hacia un extremo o hacia el otro, es decir hay que ganarse a la sociedad. Un ejemplo de esto es el fenómeno de la polarización de la sociedad en torno a la figura del presidente Uribe. La sociedad otorga legitimidad. Y la otorga cuando, desesperada por el peso de la violencia y el terror, acepta la propuesta de los actores de la política democrática y de la anti-política de ir hacia uno u otro extremo del espectro político. Así, de un lado, la legitimidad que ha conseguido el proyecto de la ultraderecha entre un amplio sector de la población, que se ha estructurado finalmente en una norma que otorga impunidad casi absoluta a los paramilitares, es resultado de que el proyecto paramilitar se mostró como la única fuerza capaz de frenar las pretensiones de las guerrillas. De otro lado, la legitimidad que las guerrillas reclaman -y que supuestamente concede otro grupo de la población- radica en que afirman ser la única fuerza capaz de transformar las inequitativas e injustas estructuras económicas, políticas y sociales, dominantes en el país. La legitimidad que surge de la parálisis de la sociedad no es más que expresión del triunfo de la violencia y el terror, no es legitimidad política, precisamente porque no es expresión de la autodeterminación política ni tiende a hacerla posible.

Los actores de la anti-política en Colombia, a saber, las guerrillas de las FARC y el ELN, los paramilitares, los miembros de las Fuerzas Armadas con vínculos con el paramilitarismo y el narcotráfico, los congresistas y políticos salpicados por la parapolítica, los grupos y fuerzas sociales de partidos, gremios, estamentos, empresas privadas, grupos de presión y organizaciones locales, que apoyaron y sostuvieron el proyecto paramilitar y el proyecto de las guerrillas, desarrollaron a lo largo de las últimas décadas del siglo pasado, cada uno de forma diferente, pero de manera calculada y racional, un proceso de dominación, sometimiento y control de la población en muchas regiones del país, proceso que puede ser analizado desde la perspectiva propuesta por Hannah Arendt en su estudio sobre el totalitarismo, en el sentido en que las orientaciones que lo determinaron estaban condicionadas por el propósito de obtener el apoyo y el consentimiento de estos grupos de la población mediante la utilización del terror. El efecto final de esta estrategia del terror, conseguido mediante el secuestro, la extorsión, la amenaza, el desplazamiento, fue el de paralizar políticamente a la mayoría de la sociedad, destruyendo su capacidad de acción, es decir, su capacidad política. Lo que habría que preguntarse aquí es si la sociedad colombiana efectivamente está librándose de esta parálisis de la política con las dos grandes marchas contra la violencia de los últimos meses y con la supuesta articulación de un proyecto político que enfrente la llamada hecatombe, anunciada por los ideólogos del proyecto de la seguridad democrática.

Así, para ver en una perspectiva distinta la situación política colombiana en estos últimos años, la hipótesis que propongo apunta a señalar que las estrategias de las distintas organizaciones armadas se unificaron en un punto, que es, precisamente, el de que su respectivo éxito depende de conseguir aislar a la mayoría de la población de la posibilidad de intervenir en los asuntos políticos comunes y determinantes. Para decirlo de otra manera, la evolución del conflicto interno mostró a los diferentes actores armados que el terror rinde más que la política. Hay que aniquilar la política para hacer que el terror sea el único instrumento que permita definir la lucha por el poder, parece ser la consigna que unificó a los distintos actores armados. Si se quiere sobrevivir como organización política, si se quieren garantizar el poder y el control sobre determinada región o grupo poblacional, es necesario perfeccionar los métodos del terror y de la violencia brutal contra los enemigos o contra la población civil que supuestamente los apoya. Esta es una lección histórica, es un imperativo que la dialéctica de la guerra ha impuesto en este país a los actores armados y que tiene sus raíces en la violencia de los años cincuenta, en los múltiples fracasos de los procesos de integración política que han sido negociados con el Estado y en la práctica de la guerra sucia implementada contra toda forma de organización política de la izquierda. Tanto los grupos guerrilleros como los paramilitares han mostrado a lo largo de los últimos años que conocen muy bien el sentido de esta lección histórica y que por eso su accionar fundamental está orientado a desarrollar un perfeccionamiento cada vez mayor de la utilización del terror como arma fundamental para mejorar su posición en la lucha por el poder, que en Colombia hoy quiere decir, en la lucha por el control de determinadas regiones y grupos poblacionales y, que puede avanzar hacia el control de los grandes centros urbanos, utilizando incluso las instituciones democráticas, como lo hicieron los paramilitares en sus zonas de influencia, fenómeno que hoy podemos apreciar muy claramente con el destape de la parapolítica. Así, aniquilar la política, convirtiéndola en una actividad de puro espectáculo y sobredimensionar el terror y la violencia, han sido los efectos más terribles de las estrategias de las organizaciones armadas ilegales, de unas Fuerzas Armadas con vínculos con el paramilitarismo y de una clase política comprometida con la ilegalidad, y es el punto en el cual todas ella convergieron y en el que creyeron ver garantizado el éxito de sus respectivas finalidades. Con la consolidación del proceso de negociación con los paramilitares y los débiles resultados de la Ley de Justicia y Paz frente a las víctimas, se puede apreciar que son realmente los paramilitares quienes hoy pueden decir que el terror les ha permitido garantizar el éxito de sus finalidades políticas.

Al establecer que en Colombia experimentamos hoy un fenómeno como el que Arendt caracteriza en términos de la aniquilación de la política, el cual aquí se manifiesta en la incapacidad de la sociedad frente a la imposición de las pretensiones de los actores armados, intento identificar una tendencia en la confrontación armada, tendencia que se caracteriza por el uso que hacen los actores armados, guerrillas y paramilitares, de los instrumentos del terror para doblegar a la población e imponer sus respectivas aspiraciones de poder y dominio. En este sentido, se trata aquí de desentrañar la lógica que se oculta en las estrategias de guerra de las organizaciones armadas ilegales de Colombia en las últimas décadas. De una vez quiero advertir que no pretendo igualar las prácticas de las organizaciones terroristas orientadas por Stalin y Hitler con las prácticas de las organizaciones armadas de Colombia de ultraderecha y de ultraizquierda. Hay similitudes y se pueden establecer ciertas analogías, pero los fenómenos políticos del nazismo y el estalinismo son fenómenos muy diferentes del acontecimiento de la política del terror impuesto en nuestra sociedad por los actores ilegales.

Para realizar esto, voy a exponer primero como Arendt en Los orígenes del totalitarismo analiza los procesos por medio de los cuales los gobiernos totalitarios consiguieron la completa aniquilación de la política. En segundo lugar, expondré, a partir del análisis de Arendt, la manera como las organizaciones armadas ilegales en Colombia han obtenido propósitos similares.

1) En su libro sobre el totalitarismo Arendt introduce al gobierno totalitario como una nueva forma de gobierno distinta a los tipos clásicos de la república, la monarquía y la tiranía, y con ello señala dos cosas. Primero, que el totalitarismo como forma de gobierno es un fenómeno nuevo en la historia, específico del siglo XX, y en particular, diferente de la dictadura y la tiranía. Segundo, que al totalitarismo como forma de gobierno le corresponde una forma de experiencia básica de los hombres, la cual está determinada por el aislamiento de la realidad y por el aislamiento de la vida política. Voy a tratar solo esto último.

El aislamiento de la realidad es producido mediante la auto coacción del pensamiento ideológico, el cual arruina todas las relaciones con la realidad, destruyendo en los hombres la capacidad para el pensamiento. “El objeto ideal de la dominación totalitaria, escribe Arendt, no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existe la distinción entre el hecho y la ficción, (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento)”.[1] Para conseguir este aislamiento de la realidad, los gobiernos totalitarios se valieron de la ideología: los nazis de la lucha de razas como ley de la naturaleza y los comunistas de la lucha de clases como ley de la historia. La ideología fue en ambos casos el instrumento que hizo posible la preparación de los hombres con el fin de hacerlos aptos para realizar el papel de ejecutores de las leyes raciales o históricas.

En correspondencia con la destrucción de la capacidad para el pensamiento, el gobierno totalitario buscó, en segundo lugar, destruir la capacidad política, para así aniquilar en el hombre la posibilidad de construir relaciones con los otros hombres. Se trataba de aislar al hombre de la realidad que podía tener en su experiencia del mundo y de hacerle perder el contacto con sus semejantes. La forma del aislamiento político conseguida por el totalitarismo se diferencia de la que se obtiene en la tiranía y el despotismo en que en estos últimos, −aunque son limitadas las capacidades para la acción y el poder−, los hombres conservan intacta su esfera privada, es decir, sus capacidades para la experiencia, la fabricación y el pensamiento, los tres componentes esenciales de la condición humana. En el totalitarismo, por el contrario, “el anillo de hierro del terror total no deja espacio para semejante vida privada y la auto coacción de la lógica totalitaria destruye la capacidad del hombre para la experiencia y el pensamiento tan seguramente como su capacidad para la acción.”[2] Aislar políticamente al hombre consiste en matar en el hombre la elemental confianza en el mundo que se necesita para realizar experiencias. Si se destruye la base sobre la cual el hombre confirma la validez de sus propias experiencias, es decir, nuestro sentido común, “el hombre pierde la confianza en el sí mismo como compañero de sus pensamientos y esa elemental confianza en el mundo que se necesita para realizar experiencias. El sí mismo y el mundo, la capacidad para el pensamiento y la experiencia, se pierden al mismo tiempo”.[3]

Al hacer imposible la experiencia del pensamiento que se da en la vida solitaria, se produce la soledad, como experiencia de no pertenecer en absoluto al mundo. La soledad está estrechamente relacionada con el des- arraigamiento y la superfluidad. “Estar desarraigado significa no tener en el mundo un lugar reconocido y garantizado por los demás; ser superfluo significa no pertenecer en absoluto al mundo. El desarraigamiento puede ser la condición preliminar de la superfluidad, de la misma manera que el aislamiento puede ser (aunque no lo sea forzosamente) la condición preliminar de la soledad”.[4] De este modo, Arendt afirma que a la forma de gobierno totalitaria le corresponde una experiencia básica de la vida humana sobre la cual descansa, la cual se puede describir por medio de las experiencias de aislamiento anteriormente descritas. Para el nazismo como para el estalinismo, los objetivos de aislar al hombre de la realidad y de la vida política consistieron en lograr la dominación total, para lo cual debieron liquidar toda espontaneidad y perseguirla hasta en sus formas más particulares. Para preparar, conducir y adaptar a las masas a las condiciones políticas de la dominación total fue necesario un proceso, que Arendt presenta en tres pasos, la muerte en el hombre de la persona de derecho, el asesinato de la persona moral y la destrucción de la individualidad, proceso que culmina en la fabricación en masa de cadáveres en los campos de concentración, realizada por la SS de Hitler y por la policía política de Stalin, y justificada por quienes a lo largo de este proceso habían perdido sus capacidades de pensamiento y de acción, por los ciudadanos del Estado totalitario, los cadáveres vivientes.

Así, primero, matar en el hombre la persona de derecho significa eliminar la vinculación entre el concepto de ser humano y los derechos del hombre. Tanto el nazismo como el estalinismo consiguieron esto a través de la destrucción de los derechos civiles de toda la población. Este proceso se inició poniendo a ciertas categorías de personas, en virtud de su pertenencia a ciertos grupos, fuera de la protección de la ley, como se hizo con los judíos, los delincuentes, elementos asociales, los transgresores religiosos y los políticos de la oposición; se desarrolló mediante el aislamiento de estos grupos del sistema penal normal y de los procedimientos normales de judicialización, como sucedió en los campos de concentración; y culminó con la aceptación del abandono de los derechos políticos por parte de la totalidad de la población, como sucedió en Alemania en la época del dominio de Hitler y en la Unión Soviética, bajo el dominio de Stalin. “El propósito de un sistema arbitrario es destruir los derechos civiles de toda la población, que en definitiva se torna tan fuera de la ley en su propio país como los apátridas y los que carecen de un hogar. La destrucción de los derechos del hombre, la muerte en el hombre de la persona jurídica, es un prerrequisito para dominarle enteramente. Y ello se aplica no sólo a categorías especiales, tales como las de delincuentes, adversarios políticos, judíos, homosexuales, sobre quienes se realizaron los primeros experimentos, sino a cada habitante de un Estado totalitario.”[5]

Segundo, el asesinato de la persona moral significa la corrupción total de toda solidaridad humana, propósito que se obtuvo a través de hacer imposible el dolor y el recuerdo y de hacer irrealizable en ciertas situaciones la ejecución de acciones moralmente buenas. “Los campos de concentración tornaron en sí misma anónima la muerte (haciendo imposible determinar si un prisionero está muerto o vivo), privaron a la muerte de su significado como final de una vida realizada. En cierto sentido arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando con ello que nada le pertenecía y que él no pertenecía a nadie. Su muerte simplemente pone un sello sobre el hecho de que en realidad nunca había existido”.[6] Sin embargo, el más terrible triunfo del terror totalitario se consiguió al hacer imposible guiarse por la conciencia individual en la toma de decisiones y poder realizar acciones correctas. “Cuando un hombre se enfrenta con la alternativa de traicionar y de matar así a sus amigos o de enviar a la muerte a su mujer y a sus hijos, de los que es responsable en cualquier sentido; cuando incluso el suicidio significaría la muerte inmediata de su propia familia, ¿cómo puede decidir? La alternativa ya no se plantea entre el bien y el mal, sino entre el homicidio y el homicidio”, escribe Arendt.[7]

Y tercero, la destrucción de la individualidad consiste en la eliminación de la persona humana, propósito que se obtuvo a través de la manipulación fría y sistemática de los cuerpos humanos en los campos de concentración, calculada para destruir la dignidad humana. El propósito buscado mediante los distintos métodos del terror, el transporte a los campos, el bien organizado shock de las primeras horas, el rasurado de la cabeza y las torturas, era destruir de tal manera la persona humana como lo consiguen ciertas enfermedades mentales de tipo orgánico. Así, mediante la muerte en el hombre de la persona de derecho, el asesinato de la persona moral y la destrucción de la individualidad, los gobiernos totalitarios consiguieron liquidar toda posibilidad de acción, al convertir a la totalidad de los hombres en simples cosas sin el más ligero rasgo de libertad. “El ciudadano “modelo” de un Estado totalitario es el haz de reacciones que puede ser siempre liquidado y sustituido por otro haz de reacciones que se comporten exactamente de la misma manera.”[8] Éste es, como también Arendt lo denomina, “un cadáver viviente”, un sujeto que ha perdido la conciencia de su pertenencia a una comunidad política, que ha perdido el sentido y significado de ser una persona con derechos civiles y políticos, una persona moral y un ser humano con dignidad. 

 2) Según Arendt, en las sociedades modernas el proceso por medio del cual se consiguió destruir la capacidad política estuvo precedido por el surgimiento de lo social; esto es, el constante crecimiento de la esfera privada y el declive de la esfera pública. El encauzamiento de lo social hacia la esfera pública no solamente produjo la destrucción de la praxis constitutiva de la libertad pública, sino que además organizó el piso socio-cultural para la llegada del totalitarismo.[9] La preparación de las condiciones socio-culturales para el asentamiento de la política de la anti política en Colombia fue precedida por un proceso, que podemos denominar como el desarraigo social de la actividad política, el cual se origina históricamente con la forma particular de la superación de la violencia de los años cincuenta mediante el establecimiento del Frente Nacional.[10] Este proceso se manifiesta en tres fenómenos, la reducción del sistema político a una mecánica clientelista, el tratamiento militar de los reductos campesinos derivados de la época de la violencia que luchaban contra el Estado, y el uso casi permanente del estado de excepción. De este modo, se puede afirmar, sin poder presentar aquí una mayor fundamentación de esta idea, que el piso socio-cultural que ha llevado a la aniquilación de la política en Colombia fue preparado inicialmente por el Frente Nacional y por la práctica de distribución del poder político entre los partidos dominantes que le siguió a este período y por la forma de distribución del poder económico entre las élites dominantes. Esta estrategia institucional ideada por las élites nacionales hizo posible, junto con otros factores como el crecimiento del narcotráfico, que a partir de la década del ochenta y hasta los primeros años del siglo XXI, el escenario de la política en Colombia fuera ocupado y determinado en gran medida por las organizaciones armadas de las guerrillas y los paramilitares. Así como los gobiernos totalitarios de la Alemania nazi y de la Rusia estalinista buscaron en la fase final de la dominación total aislar completamente al hombre de la realidad y de la vida política, así también las organizaciones armadas en Colombia, guerrillas y paramilitares, han conseguido lo que Arendt tipifica en su estudio sobre el fenómeno totalitario, como la aniquilación de la capacidad política. Voy a presentarlo así con la advertencia de que no estoy buscando igualar las prácticas de las organizaciones terroristas orientadas por Stalin y Hitler con las prácticas de las organizaciones armadas de Colombia de ultraderecha y de ultraizquierda.

Con el secuestro, la extorsión, el asesinato selectivo, la destrucción total de pequeñas poblaciones realizadas por las guerrillas, y con el uso indiscriminado del terror contra la población civil, las masacres de campesinos, el asesinato de líderes sindicales, profesores universitarios, periodistas y defensores de los Derechos Humanos, realizados por los paramilitares, se ha dado en este país lo que Arendt denomina el aniquilamiento de la persona de derecho, que significa destruir los derechos civiles de toda la población. Tanto a los grupos sociales más ricos, a los medianamente acomodados, así como a los pequeños campesinos y a los colonos que habitan en zonas de conflicto, se les han vulnerado derechos civiles fundamentales, entre otros, el de propiedad, el derecho a la libertad de movimiento, el derecho a la libre expresión del pensamiento y el derecho a la vida, por unos y otros de los actores armados. En virtud de la pertenencia a ciertos grupos económicos y sociales, como es el caso de los grandes y medianos propietarios, o de los campesinos y colonos, que supuestamente apoyan a los grupos guerrilleros o a los paramilitares, fueron quedando los miembros de estos grupos fuera de la protección de la ley. Al ser definida una persona o un grupo de personas como objetivo militar de los paramilitares o de las guerrillas en virtud de su posición económica y social, o por incumplimiento de un pago establecido mediante amenazas, o por el supuesto apoyo que le dan a unas u otras de las organizaciones armadas, pierden ellas automáticamente sus derechos civiles. Perder los derechos significa perder la protección del Estado, quedar fuera del amparo de la ley. Perder el derecho a disponer de la propiedad según la libre voluntad de cada persona significa que no existe más un Estado que garantice una de las condiciones mínimas de la libertad. Perder los derechos sobre sus pequeñas parcelas y enseres, como sucede con los millones de campesinos desplazados por la violencia, significa perder, “todo el entramado social en que habían nacido y en que habían establecido para sí mismos un lugar diferenciado en el mundo.”[11]

Si el perfeccionamiento y racionalización de las estrategias de guerra de las organizaciones armadas ilegales ha tenido éxito, lo podemos ver en la forma cómo consiguieron poner fuera del amparo ley y de la efectiva protección del Estado a amplios grupos de la población. Si de un lado, las organizaciones guerrilleras consiguieron, por lo menos hasta el inicio de la política de seguridad democrática, poner en jaque el funcionamiento del sistema del mercado en muchas regiones del país, al afectar básicamente el derecho de propiedad y la movilidad de la mayoría de los colombianos en las carreteras del país, de otro lado, los paramilitares han logrado convertir a los desplazados en personas que ya no pertenecen a comunidad alguna. Los desplazados son, entonces, desarraigados porque no tienen en el mundo un lugar reconocido y garantizado por los demás.

Las mismas prácticas destructivas que han minado la persona de derecho han servido para aniquilar la persona moral. Así como se llevó a los prisioneros en los campos de concentración alemanes a que las alternativas entre sus decisiones no se planteaban entre el bien y el mal, sino, entre el homicidio de sus amigos o el homicidio de su familia, de manera similar han sido sometidas en Colombia una gran cantidad de personas. Para muchos individuos pertenecientes a poblaciones que estuvieron doblegadas por la influencia de los grupos guerrilleros o que estuvieron sujetas al dominio de los paramilitares, decisiones fundamentales suyas dependían de este tipo de alternativa. Para obtener la protección de un grupo armado y así salvar la propia vida muchas personas en diferentes regiones del país se han visto forzadas a denunciar a los propios vecinos, amigos y familiares por apoyar o pertenecer al otro bando, condenándolos a una muerte segura o al desplazamiento. Para evitar la calificación de partidario de la guerrilla o de los paramilitares es mejor no expresar ninguna opinión sobre las actuaciones de las organizaciones armadas. A esta presión han estado y están hoy aún sometidos los periodistas, los intelectuales, los investigadores sociales, los estudiantes y profesores universitarios, las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos, la Iglesia y las ONG´S. Si por medio del terror se produce esta situación asistimos a lo que Arendt denomina corrupción de la solidaridad humana, al asesinato de la persona moral.

Estas prácticas destructivas que han minado la persona de derecho y la persona moral han servido también para aniquilar la individualidad y dignidad humana. El propósito buscado mediante la creación de campos de concentración para los militares y policías capturados en combate y los políticos secuestrados por las FARC, las masacres indiscriminadas de la población campesina, es el de destruir completamente la persona humana, convirtiéndola en un ser sin ninguna orientación en el mundo, es decir, en un ser que ha perdido la elemental confianza en el mundo y en sus semejantes, la cual se necesita para realizar experiencias del mundo. Con la destrucción de la persona de derecho, la persona moral y la individualidad, las organizaciones armadas ilegales en Colombia han conseguido, lo que Arendt tipifica en su estudio sobre el fenómeno totalitario, como la aniquilación de la capacidad política. El tipo de sujeto que se produce en esta situación es un sujeto que ha perdido la conciencia de su pertenencia a una comunidad política, que ha perdido el sentido y significado de ser una persona con derechos, una persona moral y un ser humano con dignidad. 

La similitud entre las prácticas de las organizaciones terroristas orientadas por Stalin y Hitler y las de las organizaciones armadas de Colombia se puede apreciar en la forma como estas últimas han evolucionado en los últimos años al definir sus respectivas estrategias desde la perspectiva del perfeccionamiento del terror. Cada bando ha respondido a las acciones del otro de forma cada vez más calculada, más instrumental. Así, lo que se ha ido imponiendo es el perfeccionamiento de las máquinas de guerra, realizado mediante el ensañamiento sobre la población civil y en los últimos tiempos con la amenaza de volver al ensañamiento si no se aceptan las condiciones de una paz dictada por los paramilitares. Este ensañamiento se puede apreciar en el resurgimiento del paramilitarismo con las nuevas bandas de las Águilas Negras, los ataques contra las organizaciones de víctimas, el asesinato de algunos de sus más importantes dirigentes y el asesinato de líderes sindicales por participar en la organización de la marcha contra el paramilitarismo. De este modo, la eliminación de la política sirve al fin del fortalecimiento de las máquinas de guerra, fortalecimiento que conseguido mediante el terror, asegura que solamente el terror y no la política, define la relación de fuerzas entre los grupos enfrentados.

 3) ¿Existe en estas condiciones alguna posibilidad para constituir lo político en Colombia, dicho en los términos de este artículo, para salir de la barbarie? Voy a intentar dar una respuesta a esta cuestión tratando las preguntas formuladas al inicio, a saber: ¿puede la ley 975 de 2005 de “justicia y paz” hacer viable que la sociedad colombiana pueda pasar de la situación de la barbarie a la de mínima decencia? ¿Se puede afirmar que en Colombia hoy se plantea el asunto de la salida de nuestra sociedad de la situación de la barbarie, en virtud de la puesta en juego de un marco jurídico y de negociación política para tratar el fenómeno del paramilitarismo y de una política de fuerza para tratar con las guerrillas?

En relación con la primera pregunta podemos mostrar en el actual momento las grandes limitaciones de la ley de Justicia y Paz frente a las víctimas. Esto se puede hacer examinando los resultados de la aplicación de la ley, relacionados con justicia, verdad y reparación. Así, las preguntas son: ¿Qué tanta verdad, qué tanta justicia y qué grado de satisfacción de las pretensiones de reparación se han conseguido hasta el momento?

La pretensión de verdad inscrita en la ley 975 de 2005 de “justicia y paz” es buscar no solamente establecer la verdad sobre las injusticias pasadas, las atrocidades cometidas y reversar el silencio y la negación de los años del conflicto interno, sino también, buscar que los perpetradores de las graves injusticias admitan el conocimiento de los hechos criminales y asuman su responsabilidad política y moral. Estos son dos procesos de la verdad que están estrechamente relacionados pero que hay que diferenciar. Una cosa es la “verdad fáctica”, que es significante en los procesos de esclarecimiento de los hechos particulares y de las circunstancias bajo las que se dieron las graves violaciones de los derechos humanos; otro cosa es la “verdad como reconocimiento”, que implica el reconocimiento público de las atrocidades políticas y de las violaciones de los derechos humanos por parte de los perpetradores.[12]

La “verdad fáctica”, es un proceso, que en el marco de esta ley, se desarrolla de acuerdo con los mecanismos judiciales de reconstrucción de la verdad establecidos en ella. Los más de 3.257 postulados para Justicia y Paz están recluidos en establecimientos penitenciarios de reclusión ordinarios y aproximádamente 1.000 paramilitares están en estos momentos en versiones libres ante los Tribunales de Justicia y Paz. Sin embargo, no hay, aun, información pública sobre el estado jurídico de cada uno de los procesos abiertos a los paramilitares acogidos a la Ley 975, para contrastar adecuadamente con los deberes de justicia, verdad y reparación. Hay información poca y muy parcial de prensa, y de unos muy pocos casos en los que están actuando ONG´s, pero no información de la complejidad de los procesos, de las pruebas recogidas, de la totalidad de hechos establecidos y de lo que la Fiscalía ha reconstruido en términos de verdad histórica. De igual manera las víctimas han acudido a presentar denuncias ante la Fiscalía, pero no hay posibilidad, todavía, de acceder a las declaraciones que cientos de victimas han hecho ante este ente jurisdiccional. Esto sólo se podrá hacer cuando se dicten las sentencias y los expedientes entren a formar parte de los archivos de memoria.[13]

Ahora bien, aunque esta valoración de la „verdad fáctica“ no se puede hacer todavía, si se puede valorar lo que está sucediendo a travéz de recurrir a lo que han dicho algunos medios de comunicación y ONG´s que luchan por los derechos de las víctimas. Así, se puede afirmar, de acuerdo con esto último, que el inicio de los procedimientos de declaración libre sobre los hechos delictivos de los principales jefes paramilitares ha estado marcado por una clara estrategia de tergiversación, omisión y falsedad. A través de inculpar a personas muertas de las acciones criminales, de negar su participación directa o indirecta en homicidios, masacres y desplazamientos, de negar en muchos casos el conocimiento sobre el sitio de las fosas comunes y de afirmar que su trabajo en la organización había sido estrictamente político, varios de los más importantes jefes paramilitares han buscado tender un manto de silencio en torno a las muertes de decenas de personas en sus respectivas zonas de influencia. Esto quiere decir que aunque las revelaciones sobre asesinatos, desapariciones y torturas son muchas, (la Fiscalía dio hace más de un mes la cifra de 300.000 hechos, entre desapariciones, ejecuciones, masacres), el hecho de que se busque inculpar a personas muertas y negar la responsabilidad por muchos crímenes, indica que los jefes del paramilitarismo no están dispuestos a decir la verdad sobre todos sus crímenes. Pero, además de esto, parece que los paramilitares tampoco están dispuestos a contribuir con una completa reparación de las víctimas ni a desmontar las estructuras paramilitares. Según la Comisión Nacional de Reparación, de los postulados para Justicia y Paz, tan sólo 12 han entregado bienes al Fondo de Reparación y estos bienes son más una ofensa que una pretensión de reparación: 4.518 vacas, 19 caballos, 70 pares de zapatos, 652 prendas de vestir en regular estado y un averiado televisor de 29 pulgadas. Si se tuviera que reparar a las 125.368 víctimas registradas con lo que sus victimarios le han entregado al Estado, a cada una le corresponderían apenas 7.000 pesos.

Así pues, el establecimiento de la “verdad fáctica” está lejos de poder obtenerse en Colombia porque el proceso de develar la verdad sobre los años de barbarie está sometido a fuertes restricciones.[14] Sin que se pueda establecer la “verdad fáctica” no puede darse el segundo paso, a saber, la “verdad como reconocimiento”, paso que haría viable el reconocimiento público por parte de los grandes criminales de su responsabilidad en semejante desastre humanitario. Cuando en una sociedad es imposible articular estos dos procedimientos de la verdad, lo que sucede en esta sociedad es que no se quiere reconocer lo que le sucedió a las víctimas. Cuando se pretende que las víctimas olviden las injusticias del pasado, de lo que se trata es de negarle a la víctima el reconocimiento por el sufrimiento y el daño causado. Negarle esto a la víctima es en realidad una orden de no recordar públicamente las pasadas injusticias, es negarle a la víctima, en términos de Thomas Nagel, que “entre a formar parte de la esfera pública cognitiva”.[15] Contar la verdad sin que haya reparaciones, procesamientos judiciales, ni reforma institucional, convierte a las historias y a las explicaciones de las víctimas en un gesto vacío, en “palabrería barata”.[16] En estos casos la cuestión no es tanto la de una carencia de conocimiento, sino la de negar la existencia de las atrocidades políticas. Esto es un problema de poder político. De un lado, la sociedad en general y las víctimas en particular tienen un amplio conocimiento de los hechos particulares y de las circunstancias bajo las que se dieron las graves violaciones de los derechos humanos, pero de otro lado, se niega el reconocimiento público por parte de los perpetradores. Los daños morales que son negados públicamente terminan desmoralizando a la víctima y destruyendo su propio sentido del respeto. Como dice Jeffry G. Murphy, cuando una persona es dañada, ella recibe un mensaje de marginalidad e irrelevancia. El malhechor comunica mediante su acto criminal que la víctima no cuenta para nada. Pero si además se exige a las víctimas que olviden los daños del pasado, la consecuencia para las víctimas es que ellas son tratadas como si no se les hubiese hecho un daño, como si ellas no debieran tener por esto ningún resentimiento.[17] El llamado a olvidar y negarle a la víctima el reconocimiento por el sufrimiento y el daño causado refuerza la pérdida de la autoestima en la víctima. Para las víctimas esto es un redoblamiento de la violación física. A la víctima se le comunica, primero, mediante la violación física que ella no cuenta para nada, y que su dolor real, el sufrimiento y el trauma que lo acompañan son irrelevantes. La violación política consiste, segundo, en la negación pública del reconocimiento de la primera violación física. Esto equivale a una negación de la dignidad humana y cívica de las víctimas. Mediante esto los perpetradores establecen las condiciones de su poder. Bajo estas condiciones ellos sienten que pueden cometer todo tipo de atrocidades, continuar haciéndolo con impunidad, y vivir con la seguridad de que tales daños pueden ser infligidos sin resistencia en el futuro.

Para una sociedad que busca salir de la barbarie constituye por tanto una prioridad política insistir en procesos de reconocimiento público de las atrocidades políticas y de las violaciones de los derechos humanos. Esta forma de reconocimiento es importante precisamente porque constituye una forma de reconocer el significado y el valor de las personas como individuos, como ciudadanos y como víctimas.[18] En este sentido, comisiones de verdad o mecanismos judiciales de reconstrucción de la verdad, que sean capaces de convertir el ejercicio de develar la verdad en un instrumento apto para promover las investigaciones criminales, pueden jugar un papel muy importante. “Solamente a través de recordar es posible restaurar la dignidad y el respeto de las víctimas”, escribe Rajeev Bhargava.[19] Olvidar no es una buena estrategia para sociedades que transiten hacia la consolidación de instituciones democráticas o que busquen la paz. Fallar en no reconocer las injusticias del pasado conduce a las sociedades a producir ciclos de desconfianza, odio y violencia. El propósito de recordar públicamente daños específicos es hacer que los perpetradores admitan el conocimiento y asuman la responsabilidad por los crímenes cometidos por ellos. Así, el reconocimiento de que se cometieron graves daños en el pasado, que mucha gente fue severamente victimizada y que individuos, grupos y comunidades enteras han sido identificados como responsables por esos crímenes hace posible la restauración de la dignidad humana y civil de las víctimas, el surgimiento de un nuevo orden moral y da a las víctimas la confianza requerida para entrar como participantes normales del orden político emergente. Así, para desarrollar una confianza en el proceso de transición de la barbarie a la sociedad decente es definitivo que las graves injusticias cometidas en el pasado sean reconocidas públicamente como graves injusticias, como males morales, y que los perpetradores de esos daños reconozcan su completa responsabilidad por sus actos criminales. De este modo, la justicia requiere de un procedimiento de reconocimiento público en un sistema judicial que funcione realmente, para restaurar la dignidad humana de las víctimas e imponer medidas adecuadas de responsabilidad a los perpetradores.

Hemos pues señalado las limitaciones del marco jurídico y de negociación política para tratar el fenómeno del paramilitarismo. Ahora se trata de señalar también las limitaciones de la política diseñada en los últimos años para tratar con las guerrillas.

Esta política está establecida en la doctrina de la seguridad democrática del gobierno de Alvaro Uribe y sigue las orientaciones y parámetros sobre la guerra y el terrorismo planteados por la Estrategia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos. Según esta doctrina, las FARC y el ELN deben ser consideradas organizaciones terroristas porque han utilizado armas no convencionales contra la población civil, se han aliado con las mafias de la droga, han secuestrado miembros de la sociedad civil y extranjeros, y cometido crímenes de guerra y genocidio. La calificación de terroristas, confirmada por la ONU, le permite a un Estado que lucha contra el terrorismo pasar en determinadas circunstancias de una concepción reactiva a una concepción proactiva del derecho de legítima defensa. Esto quiere decir que un Estado puede desconocer los derechos y libertades de sus ciudadanos si se presume la presencia de grupos terroristas o se presume el apoyo y financiación del terrorismo por parte de partidos políticos, ONG´s, sectores de la iglesia o de la academia. (Estrategia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, p. 1509). Pero la consecuencia negativa para la constitución de lo político que resulta de criminalizar a estas organizaciones guerrilleras como terroristas es que ciertamente se cierra toda posibilidad para la política. Criminalizarlas como terroristas quiere decir que ellas están fuera del espacio de lo político y de la guerra. Ellas han perdido las características del enemigo político y están fuera del espacio en que la guerra se debe dar de acuerdo con las reglas de la guerra, que son reglas de la justicia en la guerra. Así, al criminalizar el enemigo político la única alternativa que queda es exterminarlo. Cuando al enemigo se lo criminaliza se cierra de hecho toda posibilidad para la política. La negativa del gobierno de Uribe de buscar una solución política al problema guerrillero tiene que ver con esto. Así, el programa de la política de seguridad democrática es exterminar hasta el último terrorista. Ahora bien, no solamente la doctrina de seguridad democrática impide las posibilidades de la política. Las FARC y el ELN cerraron ellas mismas el espacio de lo político y lo hicieron utilizando métodos terroristas en una infinidad de acciones bárbaras y genocidas que han cometido contra la sociedad colombiana, aliándose con las mafias de la droga, secuestrando y sometiendo a sus secuestrados y prisioneros de guerra a graves vejámenes y humillaciones.

Así pues, la perspectiva de constituir lo político en Colombia es muy difícil de realizar en las actuales condiciones del conflicto debido precisamente a las cada vez mayores limitaciones que tiene la confrontación política frente al dominio abarcante que ha adquirido la confrontación puramente militar. Como he señalado en otro lugar en forma más amplia,[20] en Colombia hay, de un lado, quienes afirman que debido a la profunda crisis política, social y económica que desde hace varias décadas se da, la participación democrática, es más un obstáculo que un medio útil para salir del abismo. Para ganar la guerra y alcanzar la paz se requiere establecer un poder fuerte que funde un Estado, es decir, que establezca una estructura común de autoridad la cual incorpore y someta a todos los ciudadanos que habitan en el territorio colombiano. Se trata con esta justificación del Estado de eliminar el dispositivo democrático del ejercicio de la libertad política con el fin de asegurar a algunos las libertades civiles, particularmente, el derecho a la propiedad y la libertad contractual. Algunos defensores de posiciones de ultraderecha, quienes le han apostado a organizaciones paramilitares, o a una solución autoritaria, se cuentan entre los miembros de este grupo. El problema de su acción política es que en el intento de crear las condiciones para que haya orden y seguridad, desataron en los últimos años en su tentativa por destruir a su enemigo verdadero, la guerrilla, una guerra total contra la población civil, especialmente contra la población campesina; guerra que se extiende a todos aquellos que cuestionan las prácticas monstruosas del paramilitarismo, los excesos de los militares y la policía y los descuidos del Estado en la protección de los derechos humanos.

De otro lado, hay quienes afirman, entre otros las guerrillas, que la posibilidad de superación de los graves problemas de la sociedad colombiana depende de la eliminación de las causas económicas y sociales que producen la pobreza y miseria de las mayorías, es decir, que depende de la creación de unas condiciones políticas que hagan viable la realización de un proceso de redistribución del poder político, económico y social. La verdad que afirman y que dicen encarnar se convierte, sin embargo, en problemática, precisamente, porque se autocomprenden como representantes de la voluntad soberana del pueblo, o mejor, de sus sectores más pobres, y como únicos interpretes de su voluntad, la cual tienen como misión realizar por la fuerza de las armas. El problema de la acción política de las guerrillas en Colombia es que en su intento por combatir a su enemigo, −un Estado ineficiente, clientelista, corrupto, comprometido por graves violaciones de los derechos humanos, −, desataron en los últimos años una guerra total contra sectores importantes de la población civil, mediante el secuestro, la extorsión y el uso indiscriminado del terrorismo.

Así, tenemos pues que con el dominio abarcante que ha cobrado la confrontación puramente militar lo que se está perfilando, para decirlo en términos de Carl Schmitt, es la oposición decisiva, es decir, la agrupación efectiva de los hombres de una sociedad en amigos y enemigos. Esto es lo que algunos analistas políticos denominan la profunda polarización de la sociedad en torno a la figura del presidente. Así, la oposición decisiva, que según Carl Schmitt determina lo político, se concreta en Colombia en la oposición decisiva entre los amigos de la seguridad democrática y en sus enemigos, que son el terrorismo representado por las FARC y todos aquellos que no son amigos de la seguridad democrática.Al generarse esta distinción entre amigos y enemigos se manifiesta que el único medio para la superación del conflicto es la guerra. Ahora bien, ésta es una guerra justificada de lado y lado en falsas afirmaciones, en ficciones. Ni todos los campesinos de las zonas de conflicto, ni todos los desplazados, ni todos los defensores de los derechos humanos, ni todas las ONG´s fueron aliados incondicionales de la guerrilla. Decir que lo fueron, es una falacia. Es la falsedad creada por aquellos defensores de posiciones de ultraderecha para legitimar su violencia contra la población civil en su intento todavía fallido de destruir a su enemigo, la guerrilla. De otro lado, autodefinirse como único representante de los sectores más pobres de la población es un despropósito político de parte de las guerrillas colombianas, es también un falso argumento. Es la ficción creada por un aparato militar autoglorificado por la utopía que pretende realizar y desde la cual legitima su violencia contra la población civil en su intento de destruir a su enemigo, el Estado. El resultado de esto es que los bandos en conflicto, sobre la base de hacer valer como verdades sus respectivas falsedades, están, efectivamente, consiguiendo imponer la solución puramente militar, desplazando la política, es decir, están logrando la agrupación de los hombres de esta sociedad como amigos y enemigos.

El reto que representa el pensamiento de Arendt para una sociedad como la colombiana que lucha para salir de la barbarie, es que el ejercicio democrático de la voluntad soberana del pueblo no puede ser políticamente representado ni por quienes justifican la necesidad de un Estado fuerte por razones de seguridad, ni por quienes justifican un Estado más justo por razones de igualdad. En los dos casos se trata de formas de poder tiránicas. En el primero, de la continuación de la tiranía de la minoría opulenta. En el segundo, de la tiranía de organizaciones que afirman representar los verdaderos intereses del pueblo. La alternativa consistiría en la conformación de una república democrática, a saber, abrir el marco de acción de una esfera de lo político que haga posible que la sociedad ejerza su poder propio y decida sobre sí misma; crear un espacio público para el coactuar conjunto de libres e iguales en el que prime el poder de convicción de la acción y la palabra, y en el que se le trazan límites políticos a la violencia y la barbarie. Al mal, como señaló Max Weber, hay que resistirlo con la fuerza. Al dominio abarcante que ha cobrado la confrontación puramente militar debemos oponerle el poder y la fuerza que resultan de entender nuestros fines políticos y las tareas que nos demandan. No podemos eludir el deber y la responsabilidad política de resistir a la solución propuesta por los actores descritos. El imperativo político es, para decirlo parafraseando a Max Weber, has de resistir a la antipolítica con la fuerza de la política, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo. Esta es una tarea que nos incumbe a todos y que no podemos permitir nos sea arrebatada por ninguno de los actores políticos o militares que a nombre del pueblo, la autoridad, o la seguridad democrática, pretenden ocupar el lugar del poder público para mantenerse o asumir el control del Estado. Y debemos luchar por ella porque en juego está la posibilidad de la libertad política como un elemento natural del hombre, como algo establecido en las condiciones elementales del actuar. Y porque es a través de ella que podemos decidir cómo queremos vivir, es decir, cómo queremos resolver nuestros asuntos comunes.

 
Francisco Cortés Rodas

Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia, E-mail: franciscocr@une.net.co

Este artículo hace parte del proyecto de investigación “Los límites de la justicia en sociedades bárbaras”, aprobado por el Centro de Investigación de la Universidad de Antioquia CODI. Código CODI: E01348 e inscrito en el Sistema de Investigación de la Universidad de Antioquia.

 


[1] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Parte III: Totalitarismo, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 700.

[2] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Op. Cit., 701.

[3] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Op.cit., 704.

[4] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Op.cit., 702.

[5] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Op.cit., 669.

[6] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Op.cit., 671.

[7] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Op.cit., 671.

[8] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Op.cit., 676.

[9] Hannah Arendt, La Condición Humana, Paidós, Barcelona, 1993.

[10] Mauricio García Villegas, “Estado, derecho y crisis en Colombia”, en Estudios Políticos, No. 17, 2000, Medellín, p. 11-46.

[11]Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, ParteII: Imperialismo, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 426.

[12] Este punto, hecho por Thomas Nagel en una conferencia auspiciada por el Aspen Institute, se ha vuelto famoso en la literatura sobre justicia transicional. Citado en Lawrence Weschler, “Afterword”, en: State Crimes, Punishment or Pardon, Washington, D.C., 1989, pág. 93. Véase también: Pablo de Greiff, “Justice and reparations”, Op.cit., pág. 460. André Du Toit “The moral fundations of the South Africa TRC, Op.cit., pág. 132. Catalina Díaz Gómez, “La reparación de las víctimas de la violencia política en Colombia: problemas y oportunidades”, en: Camila de Gamboa (Editora), Justicia transicional: teoría y praxis, Op.cit., 518-551.

[13] Agradezco a Tatiana Rincón las sugerencias e indicaciones sobre este punto.

[14] Esto sin considerar que no hay perspectivas de negociación con los actores armados de la guerrilla.

[15] Thomas Nagel “Afterword”, Op.cit., pág. 93.

[16] Pablo de Greiff, “Justice and reparations”, Op.cit., pág. 461.

[17] Murphy, J.G., Hampton, J., Forgiveness and Mercy, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, cap. 1 y 3.

[18] Véase: Pablo de Greiff, “Justice and reparations”, en: The Handbook of Reparations, Oxford, Oxford University Press, 2006, pág. 460.

[19] Rajeev Bhargava “Restoring Decency to Barbarie Societies”, Op. cit., pág., 53.

  [20] Véase: Cortés, F., “Colombia: democracia o dictadura”, en: Colombia, Democracia y Paz, A. Monsalve, E. Domínguez (Ed.), Universidad de Antioquia, Universidad Pontificia Bolivariana, Instituto de Filosofía del CSIC, Medellín, 1999, p. 327-365.
https://www.alainet.org/es/articulo/127219
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