Desarticulaciones y articulaciones

Luchas sociales y organizaciones políticas

03/03/2008
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Tabla de contenido

Planteamiento del problema. 1

Sujeto histórico, social, político. 7

Hipótesis y consideraciones centrales. 7

Nuevo tipo de concepción, representación y organización políticas. 20

Características esenciales de la organización política. 28

Nuevo tipo de militante. 30

Otras tareas estratégicas. 32

Una concepción integral acerca del poder y su transformación. 36

¿Contrapoder, antipoder u otro poder?. 37

Bibliografía. 40




Planteamiento del problema

La entrada del neoliberalismo en Latinoamérica, como avanzada estructural del capital en proceso de globalización, se produjo velozmente, aprovechando el período de desorientación, perplejidad y confusión abierto tras la conjugación histórica del fracaso de procesos de lucha revolucionaria, la implantación de dictaduras militares que ejercían el terrorismo de Estado, y el derrumbe del sistema socialista mundial.

Pero en pocos años la desorientación inicial del campo popular fue modificándose sustantivamente y hoy vivimos —diferenciadamente‑, una época de ampliadas y crecientes resistencias sociales a la implantación del modelo neoliberal y sus consecuencias. En algunos países –como Venezuela-, ello ha confluido en procesos sociales y políticos de transformación social con amplia y creciente participación popular, orientados hacia lo que se anuncia como un nuevo socialismo; en otros, se advierten tendencias opuestas a los designios de la globalización del capital del Norte y sus organismos internacionales: FMI, Banco Mundial, etc.

El neoliberalismo, junto a la exclusión de amplios sectores sociales del sistema reproductivo socioeconómico activo, trajo consigo una creciente fragmentación de la sociedad y, con ello, también, de la conciencia acerca de ella. La sectorialización de los problemas, las soluciones posibles y de la conciencia de los actores se impuso como la mirada propia de esta era “postmoderna”. Todo parecía delimitarse y definirse en posibles relaciones bilaterales entre las pequeñas parcelas y el poder. De hecho este solo admitía –siempre forzadamente‑ como legítimos a los reclamos sectoriales. Pero precisamente a través de ellos, en pocas décadas, al calor de las luchas de calles, de las tomas de tierras, de la defensa de los puestos de trabajo y/o de los derechos laborales, de la defensa de las riquezas naturales, en ciudades, campos, valles y montañas, fueron emergiendo y conformándose nuevos actores sociales.

►Denomino actores sociales a todos aquellos grupos, sectores, clases, organizaciones o movimientos que intervienen en la vida social en aras de conseguir determinados objetivos particulares, sectoriales, propios sin que ello suponga necesariamente una continuidad de su actividad como actor social, ya sea respecto a sus propios intereses como a apoyar las intervenciones de otros actores sociales. Existe una relación estrecha entre actores sociales y sujetos: ser sujeto presupone que se es un actor social, pero no todos los actores llegarán a constituirse en sujeto. Los actores tienden a constituirse en sujeto en la medida que inician un proceso (o se integran a otro ya existente) de reiteradas y continuas inserciones en la vida social, que implica —a la vez que el desarrollo de sus luchas y sus niveles y formas de organización—, el desarrollo de su conciencia.[1]

Con su presencia social permanente y organizada, muchos de ellos dieron origen a novedosos, numerosos y diversos movimientos sociales. Entre ellos: Los sin tierra de Brasil, los zapatistas de Chiapas, los movimientos indígenas de Ecuador, de Guatemala… las asambleas barriales de Buenos Aires, los desocupados y jubilados de Argentina, los cocaleros del Chapare, los movimientos barriales de República Dominicana, Colombia, Brasil y México… Ellos espejan en sus actos la realidad en la que los ha situado el sistema. Y en todos, las mujeres resultan protagonistas fundamentales.

►En tanto actoras sociopolíticas, las mujeres resultan fuera de los paradigmas del pensamiento político tradicional. Este considera a la política como parte del espacio abierto y exterior, escenario complejo y diversificado de disputa de fuerzas, propio del espíritu masculino. Y excluye del mismo a las mujeres, catalogándolas de apáticas, apolíticas e incapaces de pensar más allá del horizonte de lo cotidiano, es decir, incapaces de tener pensamiento estratégico, de trazarse metas de futuro y actuar en función de alcanzarlas.

En relación a ello, el enfoque de género, cuestionador de las relaciones asimétricas, subordinantes, discriminatorias y excluyentes construidas por el poder patriarcal machista, propone una profundización inexcusable de la democracia (en la práctica y en su contenido político‑social), incluyendo las relaciones hombre‑mujer fuera y dentro del hogar. Resulta por ello enriquecedor de los procesos de transformación social y de los pensamientos sociopolíticos que los alimentan.

Esto alude al menos a los siguientes elementos a tener en cuenta:

-El mundo de lo privado es parte del político y, como tal, susceptible de convertirse en político.

-Las luchas por la democratización de las sociedades, para ser verdaderamente equitativas, populares, y revolucionarias, deben incorporar la democratización de las relaciones hombre-mujer en lo público y en lo privado. En consecuencia:

-Las luchas de las mujeres en contra de su discriminación y marginación no resultan exclusivas de las mujeres, atañen a la democratización de toda la sociedad.[2] Y esto supone una transformación radical de las relaciones del poder. Por ello, a la vez que una reivindicación sectorial, la lucha por la emancipación de las mujeres es una lucha política.

►Los nuevos movimientos tienen entre sus rasgos predominantes el no haber nacido por decisión de algún partido de izquierda (como sí lo fueron antaño los movimientos campesinos, de mujeres, barriales, etc.). No se encuentran subordinados a ellos, ni crecen a su amparo. Hay excepciones, como en todo, pero no son ellas la que marcan la tónica de las nuevas realidades.

En virtud de ello, y por los propios orígenes de su nacimiento y conformación, no se ubican tampoco en relación de subordinación respecto de la clase obrera y su “misión histórica”; no se plantean tomar el poder para cambiar la sociedad. Reconociéndose autónomos, en su desarrollo, los movimientos sociales han ido madurando y planteando –aunque en dimensiones y ritmos diferenciados entre los diversos actores que los integran‑, la necesidad de profundizar la democratización de la sociedad con un sentido integral, y avanzar hacia su transformación. Se ubican a sí mismos como protagonistas plenos de las luchas por esas transformaciones, compartiendo el protagonismo con otros actores y movimientos sociales y políticos, en la construcción desde abajo del poder propio y –junto con él‑ de la nueva sociedad ansiada.

Los movimientos sociales tienen características diversas:

a) pueden expresar a organizaciones y actores sociales pertenecientes a un mismo sector social, por ejemplo, trabajadores, indígenas, campesinos, desplazados internos, sin techo, etc.;

b) pueden articular a actores sociales e individuales en torno a una problemática intersectorial, como por ejemplo: la lucha por la paz en Colombia, la defensa del Amazonas, o la soberanía alimentaria, etc.;

c) pueden constituirse para responder a un tema o problema puntual, coyuntural: ayuda a damnificados por inundaciones, por terremotos, contra actos represivos, contra gobiernos corruptos, etc.

Como su nombre lo indica, su génesis y sus modos de existencia varían, ya que se definen marcados por las identidades, experiencias, dinámicas y problemáticas que enfrentan los actores sociales que le dan cuerpo en cada momento histórico-concreto. Generalmente no cuentan con estructuras internas, pero ‑si las tienen‑, estas son flexibles, abiertas. Por lo general, carecen de estatutos, afiliaciones formales… En realidad, son la expresión de una identificación colectiva respecto al tratamiento y enfrentamiento de un tema, de una problemática, o de la situación de un sector social.

Podrían intentarse otras clasificaciones; esta busca dar cuenta, por un lado, de la diversidad de orígenes de los movimientos sociales, de la variedad de actores y sectores sociales que se nuclean y movilizan alrededor de unos y otros. Por otro lado, marca la diferencia entre los actuales y los anteriores movimientos sociales, organizados por pertenecer a una misma clase, sector social o profesional y, en algunos casos, por género o etnia: movimiento obrero, movimiento estudiantil, movimiento campesino, movimiento de mujeres, etcétera.

►El protagonismo creciente de nuevos y viejos actores sociopolíticos, no inscrito en los cánones doctrinarios e ideológicos que pretenden normar el deber ser de la realidad social, ha sobrepasado con creces las concepciones y las prácticas políticas (y organizativas) hasta ahora hegemónicas entre la izquierda latinoamericana. Las calles inundadas de pueblo sorprenden a las dirigencias partidarias no pocas veces reunidas en sus sedes analizando qué pasa, mientras los sucesos ocurren, sencillamente. Por otro lado ‑y muy articulado a esta situación‑, los actores sociales, predominantemente contestatarios en su accionar efervescente, no pueden —aislada y fragmentadamente—, constituirse en sujeto político y  conducción colectiva de los procesos que protagonizan.

En tales condiciones la desorientación estratégica se hace evidente.

Lo espontáneo —siempre presente en el movimiento social— predomina sobre lo conciente y organizado, dejando a los actores y/o movimientos sociales a merced de las coyunturas, dispersos y desorientados en lo que hace al sentido ulterior de sus luchas y resistencias. Mientras tanto algunos partidos de izquierda —igualmente atrapados por la marea coyuntural— creen que pueden imprimirle —post factum— el sello rojo a los levantamientos populares acontecidos, apelando a declaraciones sobre el contenido de lo ocurrido y elaborando previsiones acerca de lo que —según ellos— serán las tendencias ulteriores de su desarrollo.

Pero el proceso requiere no declamaciones sino orientaciones claras y consensuadas colectivamente, y –consiguientemente-, una forma orgánica capaz de articular los fragmentos, haciendo posible la superación de la sectorialización (y el sectarismo), proyectando al conjunto de actores sociales y políticos hacia objetivos superiores (definidos también colectivamente).

En ese sentido, el desafío mayor para avanzar en la coherentización de las luchas y resistencias sociales convergiendo hacia un proceso de transformación‑superación de las sociedades engendradas por el capitalismo, radica en construir una conducción colectiva plural que articule a los actores sociales y políticos, sus problemáticas y enfoques. Para lograrlo necesitan elaborar (o dar pasos concretos hacia la elaboración de) una propuesta estratégica común que articule-represente-proyecte a todos los actores —constituidos en sujeto colectivo— hacia la consecución de los objetivos propuestos.

Se trata entonces de una problemática radicalmente articulada e interdependiente de construcción-constitución de los actores diversos en sujeto políticosocial. Ello supone la construcción y acumulación de poder propio, y reclama a la vez la conformación consensuada de las principales orientaciones estratégicas como base de la definición de un proyecto común, y viceversa.

Todo ello invita hoy a superar las barreras culturales3 predominantes acerca de quién es (o debe ser) el sujeto de los cambios, acerca de cuál es la relación entre los movimientos sociales y los partidos políticos de izquierda, acerca del tipo de organización política que reclaman los tiempos actuales, acerca de lo que significa conducir, dirigir. Se impone superar las posiciones reformistas, vanguardistas y elitistas que actúan como una retranca ante las nuevas realidades sociales, económicas, políticas, históricas, culturales.

El debate de las relaciones entre movimiento social y organización política resume otros interrelacionados e intercondicionantes, en primer lugar, expresa condensadamente un punto de vista acerca de las relaciones entre sociedad civil y política en el contexto del capitalismo, donde la sociedad civil es, por un lado, el ámbito en el que se genera la alineación fundada en el mundo del trabajo regido por la lógica del capital, que la afianza y multiplica universalizando —por medios políticos, sociales, culturales, etc.— su dominación hegemónica y, por otro, el ámbito donde brota y se multiplica también la rebelión ante ello, en primer lugar, por parte de los que están en el centro mismo de la producción de la base de esa enajenación política, económica, cultural y social: los trabajadores.

Esta rebelión, en su desarrollo, es la que se plantea la negación de las bases de la alineación en lo económico, pero también en lo cultural y en lo político. Y esto comienza, en primer lugar, con la lucha de los trabajadores contra las raíces de la generación de esa alineación, lucha que, estratégicamente, supone el fin de toda explotación del hombre por el hombre. Esto implica romper con la subordinación del trabajo al capital y sus estructuras y mecanismos de poder, y todo ello supone que los trabajadores asuman el protagonismo en esas luchas, que solo ellos pueden desempeñar, y que se hagan cargo para ello —además de las organizaciones gremiales y las luchas reivindicativas—, de la acción y organización políticas, poniendo fin a la falsa fragmentación entre economía y política, entre sociedad política y sociedad civil, entre sindicato y partido de los trabajadores.

A esa fragmentación, que resume un cúmulo de ellas de igual carácter en la sociedad toda, es urgente y necesario poner fin, comenzando por enlazar de raíz aquello que es fuente de nuestra fuerza políticosocial: la clase con su organización política. Porque como señala István Mészáros, no existe “...esperanza de rearticulación radical del movimiento socialista sin que se combine completamente el `brazo industrial' del trabajo con su `brazo político'.”[3] Y esto solo será posible sobre la base de una nueva articulación [re-articulación], que reconozca a las luchas económico-sociales-reivindicativas como lo que son: luchas reivindicativo-políticas y, a través de ello, re-articule a sus protagonistas, sus aspiraciones, objetivos y modos de organización.

Esta re-articulación debe encontrar también una nueva expresión orgánica —de hecho la realidad política latinoamericana actual lo reclama y anuncia con creces—, cuyo núcleo constitutivo arranca por entender (y practicar) a la representación políticosocial de un modo radicalmente diferente al actual, como pivote de interactuación participativo-empoderadora de los actores sociopolíticos, en tanto son actores-sujetos representantes y representados.

La unidad radical entre lo social, lo político y sus actores, resume uno de los ejes centrales de este trabajo; el otro —convergentemente con este, imprescindible de abordar por tanto—, es el referido al proceso de articulación-constitución de la clase y el pueblo en sujeto popular colectivo de la transformación social. Y todo ello enlaza con lo que sería un tercer eje, abordando lo relativo a las formas de surgimiento y organización de ese sujeto políticosocial.

Un nuevo movimiento histórico políticosocial de izquierda está en gestación

El debate actual acerca del sujeto de la transformación en América Latina, se suma al llamado práctico —proveniente mayoritariamente de los movimientos sociales y también, aunque con menor énfasis, de los partidos de izquierda—, a poner fin a la división entre sujeto político, sujeto histórico y sujeto social. En ese sentido, se inscribe en el proceso real de construcción‑articulación de actores sociales y políticos en sujeto sociopolítico colectivo, que se viene desarrollando en distintos países de la región (el MAS de Bolivia resulta quizá el ejemplo más evidente). Esto reclama e invita a la creación de nuevas formas de articulación entre organizaciones y movimientos sociales —en primer lugar del ámbito sindical (urbano, industrial y campesino)—, y las organizaciones políticas, un redimensionamiento y reapropiación de la política y lo político (y viceversa), y anuncia —por esa vía—, el surgimiento —desde abajo— de una nueva izquierda, que cristalice política, proyectiva y orgánicamente al nuevo movimiento histórico políticosocial actualmente en gestación.

Podría decirse que —en ese sentido, y en relación a los partidos políticos de izquierda actualmente existentes—, se trata de pensar y construir (o re-construir) un nuevo tipo de organización política de izquierda, que solo puede ser tal si —a partir de reconocer su raíz sociopolítica—, es capaz de proponerse su rearticulación con lo social sobre bases diferentes, y romper la cadena fragmentadora y verticalista-subordinante entre partido-clase-movimiento-pueblo, entre lo reivindicativo, lo político y lo social, entre vida cotidiana, sociedad y política, entre lo público y lo privado, cadena que constituye a su vez, un importante eslabón en la producción y reproducción ampliada de la enajenación política, de la clase y el pueblo todo, vitales a la continuidad de la lógica del capital.

Ser de izquierdas es, ante todo, una actitud práctica revolucionaria de lucha por la superación de la hegemonía y la dominación del capital

La izquierda latinoamericana va mucho más allá del núcleo humano que constituye la izquierda político-partidaria, comprende a los movimientos sociales populares, a intelectuales y profesionales de avanzada, a personalidades del mundo de la cultura, de las artes, de las comunicaciones, etcétera, en resumen: a todos los que se oponen al sistema neoliberal y luchan a favor de una transformación radical de la sociedad en aras de hacerla humanamente más justa y solidaria: las organizaciones de derechos humanos, de mujeres, los sindicatos combativos, la base trabajadora de los mismos, el movimiento obrero, los desocupados, los sin techo, los sin tierra, el campesinado pobre, las amas de casa, los pueblos indígenas y sus organizaciones, etcétera.

La rebelión de los trabajadores en contra del capital no es reductible a la lucha de clases en el marco del modo del modo de producción capitalista. Por importante que ésta sea, es (o puede ser) también rechazo a la enajenación (1968 lo ilustra) e invita con ello a salir del marco de la reproducción capitalista.[4]

Pero el planteo no es hacer "borrón y cuenta nueva" respecto de lo que se ha caminado y construido hasta ahora. No se trata de convocar a los movimientos sociales a constituirse en los partidos de nuevo tipo, ni a los partidos a difuminarse en los movimientos sociales o desintegrase en la sociedad. Lejos de alentar tales posiciones, estas reflexiones buscan dar cuenta de un problema real, urgente de subsanar: la distancia entre las organizaciones políticas partidarias, y la clase y el pueblo en general.

Son muchos y positivos los esfuerzos por encontrar alternativas a una situación que mayoritariamente se visualiza como insostenible; hay sin duda cimbronazos que —como campanadas— ayudan a que la venda —para los que aún la llevan— caiga de sus ojos. En primer lugar, el Foro Social Mundial, capaz de movilizar a miles y miles de luchadores identificados en la necesidad de conformar, al menos, un movimiento antiglobalización-neoliberal de alcance mundial. La actual coyuntura continental marcada fuertemente por la resistencia y lucha contra la intervención creciente del gobierno de los EEUU, particularmente contra la aprobación del ALCA, abre la posibilidad de conformar bloques político-sociales populares en el ámbito local, regional e internacional, capaces de detener la anexión en marcha y frenar, e incluso erradicar, el neoliberalismo. La profundidad de la crisis, el carácter y la dimensión de los problemas a enfrentar, demanda el concurso y la participación consciente de todos los afectados, la amplia mayoría de los cuales aún hay que convocar a que —tomando conciencia de la realidad— asuman ese protagonismo.

Se pueden abrir —y se abren ya—, procesos sociales populares de amplia politización y participación de los sectores populares que indican la necesaria y posible recuperación-constitución-rearticulación del pueblo como sujeto de la nación (al borde de su total fragmentación) que hay que reinventar sobre bases radicalmente diferentes, en camino a transformaciones ulteriores tendencialmente orientadas al socialismo como perspectiva estratégica mayor.

“...por primera vez en la historia, se hace totalmente inviable la manutención de la falsa laguna entre metas inmediatas y objetivos estratégicos globales —que hizo dominante en el movimiento obrero— la ruta que condujo al callejón sin salida del reformismo. El resultado es que la cuestión del control real de un orden alternativo del metabolismo social surgió en la agenda histórica, por más desfavorables que sean sus condiciones de realización a corto plazo.”[5]

Sujeto histórico, social, político

Hipótesis y consideraciones centrales

1.

En la realidad histórico-social de Latinoamérica, no existe hoy ‑como tampoco existió ayer‑, una correspondencia plena entre clase obrera y sujeto revolucionario.

a) En primer lugar, está la discusión ‑ que tiene ya larga data‑ acerca de la relación sujeto‑clase‑pueblos originarios y, de un modo general: sujeto‑clase‑pueblo.

Importando la tradición política hegemónica del pensamiento de la izquierda europea, que reducía la clase (el proletariado) a la clase obrera industrial y consideraba a esta como el único sujeto (histórico) de la revolución social, y al partido que (supuestamente) la representaba, como el sujeto político, en nuestras latitudes —salvo excepciones— se ignoraron las realidades sociales, culturales, económicas y políticas, que se correspondían con nuestra diversidad étnica y de desarrollo socioeconómico y cultural. Ello se tradujo en el desprecio político de los pueblos originarios, en primer lugar, y del campesinado y otros sectores sociales propios de nuestras realidades, en las que conviven –yuxtapuestos‑ varios sistemas económicos.

Es por ello que, en América latina, el análisis de la fractura actual entre los partidos políticos de izquierda y los nuevos y viejos actores sociopolíticos, no puede circunscribirse a la reflexión acerca de la fractura partido-clase. Porque ‑además de esa  fractura‑, hubo desconocimiento, ocultamiento y rechazo de una parte importante de los actores sociopolíticos concretos. El caso más sobresaliente, por su connotación y, ¡al fin!, su reconocimiento en la actualidad, es el de los pueblos originarios, pero se extiende también a los pueblos negros, mestizos, y otros. El resultado fue la fractura histórica del sujeto del cambio en Latinoamérica, fractura que se expresó nítidamente en la relación fragmentada y jerárquicamente subordinada entre partido-clase-pueblo, y que se tradujo en sustrato social inmediato para el desarrollo de concepciones y prácticas vanguardistas.

En el ámbito marxista militante, Mariátegui fue quien dio cuenta de ello más claramente. Y no solo porque reconoció la existencia de un sujeto indoamericano, sino porque –al hacerlo‑ reconoció también su subjetividad y espiritualidad. Ello suponía atender a sus modos de ver, de pensar, de soñar y de crear el mundo del futuro, la sociedad socialista latinoamericana.

Para él, el ser humano y su subjetivad eran lo fundamental, de ahí que abogara fuertemente por el rescate de la subjetividad, de la espiritualidad y la voluntad humanas y, con ello, del papel de los valores. Dentro del mundo espiritual, Mariátegui resaltó lo que denominó “la fuerza del mito”, fuerza que fundió con la utopía, con los sueños, a los que de conjunto consideró también una fuerza liberadora.

Hacer política es pasar del sueño a las cosas, de lo abstracto a lo concreto. La política es el trabajo efectivo del pensamiento social, la política es la vida.

Por eso, precisamente, afirmó con fuerza:

No queremos ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indoamericano. He aquí una misión digna de una generación nueva. [Marátegui 1982: 22]

b) En segundo lugar, es necesario contemplar los efectos sociales devastadores del capitalismo neoliberal actual que ‑en proceso de su mundialización encabezado por el gran capital financiero especulativo trasnacional‑, va multiplicando la fragmentación y atomización social, en primer lugar, de la clase obrera, transformando tanto la existencia y las modalidades de la subordinación real del trabajo al capital como las subordinaciones formales.[6]

Atomizada internamente por la globalización neoliberal, la clase obrera existe hoy diversificada en distintas categorías y estratos. Y si es heterogénea en su modo de existencia también lo es en sus problemáticas, en sus modos de organización, representación y proyección. Su identidad fragmentada reclama también ser reconstruida sobre bases —nuevas— que den cuenta de su situación actual. Para recomponer su poder necesita re-articularse interiormente y, a la vez, articularse con otros sectores y actores sociales.

La clase obrera no puede liberarse sin desempeñar un papel transformador radical de la sociedad, y sin convocar —para ello— a los diversos sectores y actores sociales populares, haciendo de esto un proceso abierto de diálogo y construcción entre todos.

La realización de esa re-articulación sectorial y social —que supone en realidad un proceso de articulaciones sucesivas, multidimensionales y yuxtapuestas— significa, al mismo tiempo, la reconstrucción del poder social de la clase, y la reconstrucción (integración) de la sociedad fragmentada. Para lograr tales fines, la clase obrera desempeña un papel central, organizador y catalizador centrípeto como así también promotor de la formación de otros nodos organizativos sociales con los cuales buscará concertar, articular.

Tal es el sentido del concepto "centralidad de la clase", que empleo para referirme a uno de sus principales roles político-sociales en el momento actual. Dicho papel, es todavía una situación potencial, dado el período conservador por el que atraviesa la mayoría de la clase que, en su defensiva, alienta la esperanza de que podrá detener la destructividad productiva (y social) del capital. Pero ello es un imposible. Llegará un momento en que la clase obrera ocupada tome conciencia plena de que su sobrevivencia está encadenada, no a su alianza con el capital, sino a la de los demás sectores sociales populares: trabajadores ocupados y desocupados, sectores medios, profesionales e intelectuales, hombres y mujeres, niños y ancianos del pueblo. Estará en condiciones entonces de asumirse como modelo organizador. Ello no significa, obviamente que haya que esperar por la clase obrera para luchar, organizarse y construir alternativas. No hay un sujeto único de los cambios, no existe por tanto, ninguno imprescindible.

El significado y sentido actual de las posiciones clasistas pasaría por: ser coherentes con las responsabilidades y las tareas históricas de la clase hoy, generar un polo o núcleo de articulación y organización del tejido social y sus actores, proyectándolos hacia metas superiores de transformación radical de la sociedad, sobre la base del cumplimiento inicial de urgentes tareas de sobrevivencia, hacia la construcción del nuevo proyecto de nación, del nuevo ser nacional.[7]

Para Marx el problema central del quehacer teórico y práctico es la búsqueda de la superación de la enajenación humana y, en particular, de la clase obrera. Ello resulta en el centro mismo de la revolución teórica (y práctica) realizada por Marx y Engels, elaborada a partir del análisis de la realidad social concreta de su época, en discusión y diálogo crítico con el pensamiento filosófico hegeliano, feuerbachiano, kantiano, con el pensamiento de los economistas clásicos ingleses, con el socialismo utópico y los más avanzados pensadores revolucionarios franceses de su época. Con él desaparece la problemática filosófica del sujeto en general, al igual que toda otra problemática general abstracta. En el estudio del capital, él descubre ‑junto a las raíces de la enajenación‑, un sujeto social e históricamente concreto capaz de superarla: la clase obrera; de ahí la identidad (coincidencia) sujeto-clase planteada y argumentada por Marx.

Interesada directa en poner fin a su situación de enajenación por el capital, la clase lucharía para liberarse y, con su liberación, pondría también fin, necesariamente, a todas las enajenaciones derivadas del funcionamiento del capital. La superación de la enajenación por parte de la clase obrera sería, por tanto, una tarea obligadamente revolucionaria, pues implicaría el fin de toda subordinación (real y formal) del trabajo al capital, para fundar sobre nuevas bases productivas y reproductivas una nueva sociedad, la sociedad socialista y comunista. Al liberar a toda la sociedad, la clase llevaría adelante el progreso histórico definido a partir de sus propios intereses. Tal era ‑en apretada síntesis‑, para Marx, la misión histórica de la clase.

Según Marx, con la clase obrera el progreso histórico más allá del capitalismo tiene un sujeto. Este ya no es un sujeto general, de La Historia, sino un sujeto revolucionario socio-históricamente concreto: la clase obrera, enterradora del capitalismo.[8]

Esta correspondencia clase‑sujeto es, precisamente, el punto puesto hoy en discusión. La interrogante central al respecto podría plantearse del siguiente modo: ¿Existe hoy, en Latinoamérica (y en el mundo) una correspondencia real entre clase obrera y sujeto de la transformación social? ¿Existe hoy correspondencia plena entre clase obrera y sujeto histórico?

A modo de síntesis sobre la relación sujeto-clase-pueblo, puede afirmarse que, en Latinoamérica, a la fractura histórica acumulada, se suman nuevas fragmentaciones producidas por la implantación del neoliberalismo. Viejas y nuevas fragmentaciones resultan obstáculos que es necesario superar para construir bloques sociopolíticos populares unitarios, alrededor de proyectos alternativos consensuados entre sus miembros. Ello será posible, si los propios actores sociales y políticos toman conciencia de las raíces históricas, políticas, teóricas y culturales que los han provocado, y se proponen la construcción —en sus prácticas— de una nueva cultura política, y, por esa vía también, la construcción de una nueva identidad colectiva.

Es por ello que las reflexiones acerca del sujeto sociopolítico de la transformación social van más allá del objetivo de subsanar la fractura entre clase obrera y partido de la clase; no basta proponerse la rearticulación del "brazo industrial" con el "brazo político". En América Latina los partidos "de la clase" no solo nacieron separados de la clase, sino también del pueblo (indio, negro, mulato, mestizo, criollo) oprimido, explotado y marginado, cuyos sectores son también integrantes del sujeto potencial de las transformaciones sociales radicales en los distintos países. Y todo esto pone en tela de juicio, una vez más, el paradigma instalado en el pensamiento marxista predominante, acerca del sujeto (social y político) del cambio.

Las sociedades complejas desafían a la creatividad colectiva y llaman a analizar la problemática del sujeto (de los actores-sujetos), por un lado, dando cuenta de nuestra diversidad étnica, socioeconómica y cultural, y de la fragmentación social actual producto de la aplicación del modelo neoliberal y, por otro, rearticulando –simultáneamente‑ en uno solo, el sujeto social, político, histórico, constructor del futuro latinoamericano.

Las interrogantes abiertas serían: ¿Se puede hablar de sujeto del cambio en sociedades tan fragmentadas socialmente?, ¿hay un sujeto o son varios?, ¿quién o quiénes lo representan o referencian?, ¿cómo recomponer el sujeto fragmentado?, ¿qué relación guardan los actores sociales con los partidos políticos de izquierda?, ¿se trata de un sujeto social diferenciado del sujeto político?, ¿son dos sujetos o es uno solo?[9]

3.

Para responderlas, propongo la siguiente hipótesis central:

  1. En Latinoamérica no existe hoy ningún actor social, sociopolítico, o político que pueda erigirse individualmente en sujeto de la transformación;[10]
  2. El sujeto sociotransformador resulta necesariamente un sujeto plural-articulado que se configura y expresa como tal en tanto los actores sociopolíticos sean capaces de articularse –políticamente‑ para constituirse en sujeto popular.

La posibilidad actual de conformación del sujeto sociotransformador está en dependencia de la capacidad de los actores sociales de re-articularse y ello conforma un proceso complejo y multidimensional de constitución de los actores sociales, sociopolíticos y políticos en sujeto colectivo, que denomino sujeto popular. Es el sujeto histórico sociotransformador actual que solo podrá constituirse como tal sujeto si se reconoce a sí mismo como un sujeto colectivo: viejos y nuevos actores sociopolíticos articulados a través de diversos procesos de maduración colectiva, de modo tal que puedan ir conformando un colectivo interarticulado y conciente de sus fines sociohistóricos, capaz de identificarlos y definirlos, y trazarse vías (y métodos) para alcanzarlos.

Este proceso se asienta en los diversos actores sociopolíticos, en su capacidad para articular la multiplicidad de problemáticas, de experiencias e identidades que los caracterizan en una dimensión políticosocial, en aras de conformar un colectivo de actores (plural, diverso, interarticulado) capaz de identificar objetivos comunes, elaborar proposiciones que sirvan de base a un programa político concreto, ir definiendo el proyecto de sociedad en la que desean vivir, y darse las formas organizativas necesarias para actuar eficientemente en pos de construirla (combinando participación, organización, propuesta y conducción).

Esto habla de su carácter doblemente heterogéneo: por un lado, porque se constituye sobre la base de la articulación de diferentes actores, clases y sectores sociales; por otro, porque esa articulación ocurre también al interior de cada uno de los fragmentos, sectores, clases, etcétera. Esta heterogeneidad, lejos de ser un fenómeno cuantitativo y formal, expresa condensadamente las huellas de la crisis en las subjetividades de cada cual, en sus identidades, llamadas también a ser articuladas. Y esto habla de respeto a las diferencias, de tolerancia y de democracia entendida como pluralidad y —sobre esa base— participación.

Convergentemente con ello, el concepto sujeto popular hace referencia a lo clave, a lo realmente condicionante y decisivo de todo posible proceso de transformación: se refiera a los hombres y las mujeres del pueblo que con su participación cuestionadora y su enfrentamiento protagónico al sistema irán decidiendo cuáles cambios habrán de hacer, y los llevarán a cabo sobre la base de su voluntad y su determinación de participar en el proceso. Ellos intervienen a partir de sus conocimientos y experiencias históricas en igualdad de derechos, en la medida en que identifiquen a la transformación como un proceso necesario para sus vidas y —sobre esa base— se decidan a realizarla (decidiéndose con ello a su vez —aunque no se lo propongan de antemano— a constituirse en sujetos).

4.

No existen sujetos a priori. Los actores sociales pueden constituirse o no en sujetos, a través de su participación en el proceso de la transformación social (autoconstitución). Es decir, que el ser sujeto no es una condición anterior al proceso de transformación; es en el proceso mismo que se revela esa condición de sujeto, latente ‑en estado potencial‑, en los oprimidos.[11]

El —llegar a— ser sujeto es una resultante (de otras múltiples resultantes articuladas y yuxtapuestas) de la propia actividad teórico-práctica de los actores sociales, que supone un cierto grado de reflexión-distanciamiento críticos de su propia existencia.

El sujeto se revela, según Hinkelammert, como ausencia que grita; está presente como ausencia. Hacerse sujeto es responder positivamente a esa ausencia, porque esa ausencia es a la vez una exigencia. Y en tanto responde, el ser humano es parte del sistema, como actor. En tanto sujeto, está enfrentado al sistema, lo trasciende. Como señala Dussel,

...el sujeto aparece en toda su claridad en las crisis de los sistemas, cuando el entorno —para hablar como Luhmann— cobra tal complejidad que no puede ya ser controlado, simplificado. Surge así en y ante los sistemas, en los diagramas del Poder, en los lugares standard de enunciación, de pronto, por dichas situaciones críticas, (...) mostrando su irracionalidad desde la vida negada de la víctima. Un sujeto emerge, se revela como el grito para el que hay que tener oídos para oir. [Dussel 1998: 523]

En este sentido, podríamos tomar las palabras de Wittgenstein —aunque no es el que él le adjudicó—, cuando afirma que el sujeto es el límite del mundo (que existe), a la vez que anticipación del otro (que imagina y construye).

5.

Son las resistencias y las luchas sociales concretas las que generan las necesidades de articulación y los ámbitos concretos de coordinación de propuestas concretas y de articulación de actores sociopolíticos. Estas resultan aproximaciones hacia lo que podría llegar a ser el sujeto colectivo del cambio, consecuencia de un proceso pedagógico-práctico de articulaciones sucesivas –no siempre fructíferas quizá‑, llevadas a cabo por los diversos actores sociopolíticos que –conscientemente‑ se proponen transformar los ámbitos coyunturales en nodos orgánicos estables capaces de profundizar el cuestionamiento –político‑ de la sociedad.

Es precisamente esta dimensión de cuestionamiento político‑crítico de la sociedad como totalidad la que marca el carácter y el contenido político del cuestionamiento sociopolítico que la articulación orgánica –si es radical real y no formal‑ significa: avanzar consciente y colectivamente en la definición programática de la oposición político-social al sistema desarrollada, tomar posición concreta acerca de lo que se quiere construir, y articular todo ello con la definición de los elementos centrales –de base‑ de un proyecto estratégico alternativo colectivo común.

Esto significa, por un lado, que es imposible alcanzar la madurez de alguno de los componentes esenciales del proceso de transformación social revolucionaria por separado. Y, por otro, afirmar que no será la simple reunión formal de los actores‑sujetos (y sus reivindicaciones) la que los constituirá en protagonistas de su historia.

6.

El sujeto popular es la resultante de un modo (político) de interarticulación de actores sociopolíticos diversos capaces de diseñar, organizar y proyectar con un sentido estratégico la disputa por la transformación radical de la sociedad hacia la concreción de la utopía soñada y creada, y de luchar para hacerla realidad construyendo y acumulando desde abajo el poder propio necesario para ello.[12]

La construcción de un sujeto colectivo va mucho más allá que la reunión cuantitativa de actores diversos, y de sus luchas y propuestas reivindicativo-sectoriales. Supone, en primer lugar, ampliar los contenidos de tales luchas y, en segundo, ampliar las dimensiones de las mismas, orientando el cuestionamiento social hacia los fundamentos mismos del sistema de dominación del capital, y planteando este cuestionamiento de un modo positivo, es decir, conformando un proyecto alternativo. Este proyecto construido por los actores sujetos es, a su vez, interconstituyente de ellos mismos en sujeto popular de la transformación social, en protagonistas de su historia.

El proyecto será el que cierre (anude) el proceso de articulación‑constitución‑autoconstitución de los actores-sociales en sujeto (colectivo) del cambio, condición que es en realidad una resultante de las interarticulaciones e interdefiniciones entre el proceso de (auto)constitución del sujeto, la construcción de poder (propio), y de proyecto estratégico alternativo.

“En esta perspectiva la liberación llega a ser la recuperación del ser humano como sujeto.” [Hinkelammert 2002: 348] Y esto implica participar en la definición del rumbo y el alcance de esas transformaciones, y también de las vías y caminos de acercamiento a los objetivos, en la medida en que vayan construyendo las soluciones, construyendo y acumulando poder, y organización colectiva capaz de conducir al conjunto a la vez que construyen el proyecto y se autoconstituyen como sujetos.

7.

Considerando la realidad de confrontación global con el capital en la que se desarrollan las luchas actuales, y las exigencias que ello impone a las mismas, los procesos liberadores locales tenderán a articularse y a confluir en lo que devendrá un proceso global de construcción (autoconstrucción) de un sujeto revolucionario universal, simultáneamente a la construcción a escala global de la nueva civilización humana. Ello puede advertirse ya en la realización de encuentros internacionales como el Foro Social Mundial, los Foros regionales, nacionales y temáticos, con la emergencia de organizaciones sectoriales internacionales, como Vía Campesina, el Frente Continental de Organizaciones Comunitarias (FeCOC), etcétera.[13]

En este empeño, como en toda actividad social, lo cultural, las subjetividades, afloran a un plano primero y todo ello nos obliga a concentrar nuestras miradas y reflexiones en los y las protagonistas del pensar‑realizar las transformaciones. Porque otro mundo será posible si se transforma de raíz, desde el interior de nosotros mismos, de nuestras organizaciones sociales y políticas, y desde ahora.

8.

La necesidad de articulación de los actores‑sujetos no se refiere solo a la necesidad de superar su fragmentación social‑sectorial, articulado a ello, comprende también –y en primer lugar, diría yo‑ el ámbito de sus subjetividades.

Como señala Dussel, “La subjetividad es más que conciencia, pero dice referencia a ella. Es el vivenciar lo que acontece (…) en la realidad.” [1999: 2] Es decir, la subjetividad contiene la conciencia pero no se reduce a ella. Lo contrario, su identificación forzada, devino reduccionismo y –de hecho‑ empobreció las reflexiones acerca de las interrelaciones conciencia‑subjetividad, al no analizarlas más allá de la conciencia de clase. Tiene que ver con el cuerpo ‑y esto bien lo saben los del poder que, para dominar las mentes castigan los cuerpos‑, tiene que ver con lo no-conciente, que puede llegar a ser un día conciente pero no necesariamente, incluye también los sueños, etcétera.

Lo que interesa destacar aquí fundamental y concretamente, es la interrelación inseparable entre sujeto y subjetividad, es decir, entre los actores-sujetos concretos y sus subjetividades, la necesidad de tomarlas en cuenta como parte inalienable que son de los actores‑sujetos, y sus identidades, intereses y motivaciones subjetivas, espirituales. Estas no se reducen ni se extinguen en su conciencia político-ideológica, es necesario tomar en cuenta las estrechas interrelaciones y mediaciones que existen entre una y otra.

Atender a las distintas manifestaciones y ámbitos donde la subjetividad de los actores sociales diversos se constituye, reproduce e interactúa, resulta indispensable para pensar la transformación social, la construcción de la conciencia política revolucionaria tal como ella puede existir hoy. Todo ello articulado al proceso de constitución autoconstitución de actores-sujetos en sujeto popular, condición que supone la articulación de subjetividades en tanto los actores‑sujetos resultan también de la interacción de intersubjetividades y, como parte de ellas, de sus conciencias.

9.

La conciencia política de clase, de pueblo oprimido, de nación del Tercer Mundo, etcétera, no le viene “dada” a los actores sociales desde el exterior; ellos van construyendo su conciencia política a través de su intervención directa en el proceso de lucha. Van desarrollando esa conciencia, principalmente, a través de sus prácticas de resistencia y de lucha por sus reivindicaciones sectoriales y generales, y se la van re-apropiando mediante procesos colectivos interactivos de reflexión crítica acerca de las mismas, de sus logros y deficiencias.

Esto quiere decir, en primer lugar, que la conciencia política no es el reflejo mecánico de las estructuras económicas. En segundo, que la conciencia política no puede ser "introducida" (ni inculcada o impuesta) en las personas. En tercero, que la modificación y desarrollo de la conciencia sociopolítica de los actores-sujetos depende de su participación en la vida social. Las clases, los grupos o sectores sociales, los individuos, alcanzan un determinado grado de conciencia políticosocial (y pueden avanzar en su desarrollo), mediante su participación plena en el proceso de lucha y transformación social.

no es cierto que la lucha reivindicativa frene el desarrollo de la conciencia de la gente, y menos en las zonas marginadas. Si en las zonas marginadas no hay luchas reivindicativas, no hay posibilidad de movimiento, no hay posibilidad de transformación, porque esos son los intereses de la gente. Ahora, está en la capacidad de las organizaciones cómo la gente convierte en triunfo sus errores o sus fracasos, y cómo la gente convierte sus triunfos en base sólida. Es decir, es un proceso educativo que se sustenta en la posibilidad de que ella sea la que maneje las decisiones y pueda decir: “Nos golpearon aquí, pero ganamos aquí, o no ganamos aquí; ahora vamos a seguir por allí.” Esa posibilidad permite que la lucha reivindicativa se convierta en un arma de formación política. [Ceballos. En: Rauber 1994: 39. Negritas en el original]

El tener conciencia política no puede entenderse como un “don” a priori de la existencia social concreta, o una cualidad que puede "instalarse" en cada sujeto individual desde el exterior de sus modos y condiciones de vida, al margen de sus formas de organización, y de su participación en las luchas. Los propios actores-sujetos se concientizan a sí mismos participando en el proceso de cuestionamiento-transformación de su realidad, sobre todo, cuando este se articula con procesos de reflexión y maduración colectiva acerca de los resultados de cada lucha o movilización colectiva, analizando crítica y colectivamente aciertos y deficiencias, fracasos y logros.

Sostener esto, introduce en la polémica al Lenin del ¿Qué hacer?, cuando asume la postura de Kautsky y respalda su convicción de que:

La conciencia socialista moderna solo puede surgir de profundos conocimientos científicos. En efecto, la ciencia económica contemporánea es premisa de la producción socialista en el mismo grado que, pongamos por caso, la técnica moderna; el proletariado, por mucho que lo desee, no puede crear ni la una ni la otra; ambas surgen del proceso social contemporáneo. Pues el portador de la ciencia no es el proletariado, sino la intelectualidad burguesa (subrayado por Kautsky en el original); es el cerebro de algunos miembros de ese sector de donde ha surgido el socialismo moderno, y han sido ellos quienes lo han trasmitido luego a los proletarios destacados por su desarrollo intelectual, los cuáles lo introducen seguidamente en la lucha de clases del proletariado allí donde las condiciones lo permiten. De modo que la conciencia socialista es algo introducido desde fuera en la lucha de clases del proletariado, y no algo que ha surgido espontáneamente dentro de ella. De acuerdo con ello (...), es tarea de la socialdemocracia [el partido de la clase en aquel entonces] introducir en el proletariado la conciencia (literalmente: llenar al proletariado de ella) de su situación y de su misión. No habría necesidad de hacerlo si esta conciencia derivara automáticamente de la lucha de clases. [Lenin 1972: 42]

Se emplea la expresión "automáticamente" en el sentido de “reflejo”, y se combate la creencia espontaneísta de que la conciencia política será un resultado ("automático") del reflejo en la conciencia de las condiciones de vida y las luchas de clases. En este aspecto Kautsky y Lenin tienen razón, solo que no es suplantando a los protagonistas como se superan las tendencias espontaneístas, tal como lo demostró la experiencia histórica de las luchas obreras y populares. Al contrario, ello resulta una razón mayor para convocar a los trabajadores y el pueblo a que asuman ese su rol protagónico, que empieza, obviamente por su ser conciente (proceso colectivo crítico-reflexivo sobre las experiencias de vida y de lucha de cada sector, actor social o colectivo de actores sociales, mediante).

Cuando Lenin retoma las propuestas de Kautsky, está señalando dos fenómenos: Por un lado, que la formación histórica de los componentes científicamente argumentados acerca de la necesidad de la lucha de clases y del papel de los obreros en ella, se realizó por intelectuales (como Marx y Engels) no pertenecientes a la clase.

Hemos dicho que los obreros no podían tener conciencia socialdemócrata. Ésta solo podía ser traída desde fuera. La historia de todos los países demuestra que la clase obrera está en condiciones de elaborar exclusivamente con sus propias fuerzas solo una conciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar al gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etc. En cambio, la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas elaboradas por intelectuales, por hombres instruidos de las clases poseedoras. Por su posición social, los propios fundadores del socialismo científico moderno, Marx y Engels, pertenecían a la intelectualidad burguesa. (…) // Así pues, existían tanto el despertar espontáneo de las masas obreras, el despertar a la vida consciente, como una juventud revolucionaria que, pertrechada con la teoría socialdemócrata, pugnaba por acercarse a los obreros. [Idem: 32-33]

Y esto ocurrió realmente así, solo que —a mi modo de ver— fue absolutizado y extrapolado luego para todas las épocas en términos de sentencia que justificaba la supremacía de los intelectuales (del partido) por sobre la experiencia concreta de lucha de la propia clase. Pero no era eso lo que Lenin sostenía exactamente; él mismo, en El izquierdismo... subrayó con toda claridad:

Con la vanguardia sola es imposible triunfar. Lanzar sola a la vanguardia a la batalla decisiva, cuando toda la clase, cuando las grandes masas no han adoptado aún una posición de apoyo directo a esta vanguardia o, al menos, de neutralidad benévola con respecto a ella, de modo que resulten incapaces por completo de apoyar al adversario, sería no solo una estupidez, sino, además, un crimen. Y para que realmente toda la clase, para que realmente las grandes masas de los trabajadores y de los oprimidos por el capital lleguen a ocupar esa posición, la propaganda y la agitación, por sí solas, son insuficientes. Para ello se precisa la propia experiencia política de las masas. [Lenin 1963: 88. Cursivas de I.R.]

Por otro lado, hay que tener en cuenta el estado del desarrollo del capitalismo en Rusia (y del capitalismo como sistema, en general) en la época de Lenin: la mayoría de los trabajadores provenía del campesinado desplazado de sus tierras, con muy altos índices de analfabetismo. Aunque no lo considero un argumento suficiente ni justificante per sé, esto pudiera ayudar a comprender el sentido político inmediato de sus "sentencias" acerca de la clase y la conciencia de clase, en la realidad de la sociedad rusa de su época.

En América latina, lejos de aceptar como vigente ‑de modo unánime y acrítico‑ la hipótesis de que la conciencia política “viene de afuera”, han germinado otras miradas, como por ejemplo, tempranamente, la de Mariátegui, quien discutió los dogmas de la teoría marxista desde la realidad histórico‑social y cultural peruana.

Contemporáneamente, en Cuba, Julio Antonio Mella, fundador del primer Partido Comunista de Cuba, comprendía que la condición de dirección de un proceso no se logra imponiendo criterios o formas de lucha, sino

…a partir de una verdadera y profunda articulación de las acciones, sobre la base del desarrollo ideológico tanto de sus militantes, como de las masas populares que, agrupadas en diferentes organizaciones, debían ser parte activa del sujeto revolucionario. [Miranda, Olivia]

Este reconocimiento del pueblo como sujeto de la transformación resulta fundamental ayer, y también resulta hoy, y es en virtud de ello también que Mella dedicó esfuerzos para acortar las distancias culturales entre intelectuales y obreros, apoyando el desarrollo de procesos de formación, no como exposiciones superpuestas de contenidos teóricos, sino partiendo de las propias experiencias, valorando aciertos y errores. El eslabón central para el desarrollo de la cultura (y la conciencia) política entre los obreros y, a través de ellos, de los distintos sectores que integraban el pueblo, lo constituía –para Mella‑ el intelectual orgánico.

Por la misma época, en el Cono Sur de Latinoamérica, crecía un movimiento político‑cultural empeñado en rescatar la historia de las luchas del pueblo por su independencia, soberanía y dignidad, contrarrestando las mentiras repetidas y enseñadas por la historia oficial (liberal‑oligárquica). Se constituyó así el llamado Revisionismo Histórico, corriente de pensamiento sociopolítico empeñada en apuntalar la construcción de una conciencia nacional capaz de constituir al pueblo en sujeto de su historia.

Dentro de esta corriente se destacaron diversos pensadores con variadas identidades políticas, desde José María Roza, Jauretche, hasta John W. Cooke, pasando por Hernández Arregui entre tantos otros. Estos dos últimos, por su contemporaneidad, resultaron los más influyentes en los años 60 y 70 del siglo XX, particularmente Cooke, quien se constituyó en referente la izquierda peronista revolucionaria argentina. Desarrolló sus ideas polemizando con el marxismo dogmático de su época, y también con el antimarxismo predominante entre sus pares.

Su mayor aporte estuvo en su insistencia en la construcción del sujeto sociopolítico del cambio, de su conciencia, insistiendo permanentemente en que ésta no le será “dada” a los pueblos “desde las alturas”, sino que es un resultado de la intervención –conciente- del pueblo en el propio proceso de lucha, es decir, es también autoconciencia.

Casi como si el pensamiento transformador latinoamericano quisiera mostrar una continuidad en su desarrollo, por la misma época, a fines de los años 60, germinaban creadoras propuestas que reafirmaban y ponían al descubierto una vez más, que es, precisamente, a partir de las propias experiencias de vida (modo de vida) y de lucha de los pueblos (de la clase y los diversos sectores explotados, marginados, discriminados y oprimidos que lo componen), que se forma y se desarrolla la conciencia individual, social y política.

Esto fue creativamente desarrollado por Paulo Freire como nudo teórico‑práctico de sus fundamentos de la educación popular, cuyo ejercicio y desarrollo durante décadas, enriqueció tanto las concepciones estrictamente pedagógicas como las culturales y políticas en nuestro continente, aunque todavía ‑en este ámbito‑ su aceptación e integración plena –orgánicamente articulada a las construcciones colectivas de pensamiento y organización‑ resulta bastante fragmentada.

En este sentido, la articulación de la concepción y las prácticas de la educación popular con la lucha, formación y organización sociopolíticas resulta vital para los procesos de construcción de alternativas políticas. Ella orienta la acción del pensamiento a partir de las prácticas concretas, a reflexionar colectivamente desde allí, a deconstruir las experiencias y reconstruirlas críticamente con sentido proyectivo superador, es decir, con sentido constructor de futuro, sobre la base del aprendizaje propio fusionado con los saberes y la experiencia colectivos.

En lo referente a la incorporación de la perspectiva de género al pensamiento sociotransformador, la concepción y las prácticas de la educación popular resultan también significativas. Por su presencia constante y fundante en las organizaciones de base, en los procesos de formación y en las prácticas de vida y organización horizontales y participativas, la práctica sistemática de la educación popular hace social y políticamente visible la presencia de las mujeres en los procesos sociotransformadores, contribuye a dignificar y valorizar su palabra, su pensamiento y su acción.

A través de su práctica educativa ‑que construye saberes a partir de los modos de vida concretos‑, se van constituyendo los puentes básicos que ponen al descubierto los nexos e intercondicionamientos entre un determinado modo de existir y reproducirse del mundo privado y un determinado modo de existir y reproducirse del mundo público. Posibilita por tanto tender los nexos entre una realidad supuestamente privada e individual, aparentemente casuística, con la realidad de un determinado modo de existencia económica, política y cultural de la sociedad en que vive. Se orienta, de última, hacia cuestionamientos de fondo acerca del poder, haciendo visible la diferenciación y los nexos que existen entre este y una determinada conformación –histórico cultural‑ de las identidades, los roles y los ámbitos atribuidos ‑en tal relación‑, a los géneros femeninos y masculino, a lo que significa socialmente ser hombre y ser mujer.

La educación popular resulta hoy, en el campo de la construcción política –además de lo señalado‑, doblemente importante. Por un lado, porque rescata el saber popular, espontáneo, inmediato, basado en la experiencia de vida cotidiana, como base del saber concientemente elaborado, y de la construcción de la conciencia social y política. Y, por otro, porque demuestra que para poder educar, el propio educador necesita ser educado, comprender que él no está “por encima” de los educandos, sino que –en el proceso educativo‑ desempeña una función diferente: la de contribuir a hacer emerger de los educandos ‑en diálogo con sus saberes espontáneos‑, el saber políticosocial contenido en ellos. Esto reafirma, en primer lugar, que el proceso de aprendizaje no es un proceso externo al modo de vida de cada uno. Y, en segundo, que no existen verdades absolutas, ni “conciencias puras” cultivadas in vitro, supuestamente al margen de las contingencias del curso de la historia y de las acciones e intereses de los seres humanos concretos que en ella intervienen.

No resulta ocioso recordar que ya Marx sostenía que ‑en tanto es parte del sistema capitalista‑ todo educador (militante, dirigente político‑social, referente ideológico, etc.), resulta penetrado en mayor o menor grado por su lógica mercantil, por lo cual ‑por muy conciente que sea de esa situación, por más que esté a favor de los cambios‑, necesita también ser educado.

La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce pues, forzosamente, a la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad.(…) // La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana solo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria. [Marx 1955: 8]

La deconstrucción está hecha, la tarea es, en ese mismo sentido ‑desde abajo, desde adentro, integral y articuladamente, sobre nuevas bases‑, la reconstrucción. En este empeño, resulta fundamental construir conceptos que contribuyan a esclarecer (y poner fin) a viejos estereotipos y a generar nuevos significados, de tal modo que éstos se conviertan en referencias políticas y educativas para las prácticas sociales alternativas desarrolladas por diversos actores y actoras sociales y políticos del campo popular. Es necesario edificar nuevos marcos conceptuales, referentes teóricos integrales, visiones del mundo que ayuden a superar la fragmentación del pensamiento y a reflexionar desde y con nuevos parámetros y puntos de vista, acerca de los procesos de emancipación social y los modos de producir subjetividades acordes con estos retos.

Nuevo tipo de concepción, representación y organización políticas

►En los actuales procesos de cambios en Latinoamérica, lo político y la acción política se vuelven ámbitos de promoción de la participación creativa, activa y responsable de las mayorías populares, hacia la formación de una amplia fuerza social y política capaz de modificar a su favor la correlación de fuerzas, de impulsar y concretar de los cambios para avanzar más allá del capital. Y esto reclama modificaciones de fondo en la concepción tradicionalmente difundida y aceptada de  la política, lo político y el poder.

Si coincidimos en que “(...), la política es básicamente un espacio de acumulación de fuerzas propias y de destrucción o neutralización de las del adversario con vistas a alcanzar metas estratégicas" [Gallardo 1989: 102‑103], la práctica política es, por tanto, aquella que tiene como objetivo la construcción de poder propio y, simultáneamente, la destrucción, neutralización (o consolidación) de la estructura del poder hegemónico, de sus medios y modos de dominación. El ámbito de lo político –amplio, móvil y dinámico‑, resulta demarcado en cada momento por las prácticas políticas concretas de los actores (sociales y políticos) que las llevan a cabo, por sus ejes temáticos y sus ritmos de implementación.

En este sentido, la política ‑que es un arte‑, tiene que orientarse a descubrir en cada situación concreta las potencialidades que existen para impulsar el desarrollo de las fuerzas propias, para hacerlas emerger y desplegarse en función de los fines propuestos en ese momento con convergencia estratégica. Y eso se interrelaciona con la capacidad para modificar la correlación de fuerzas existente.

Construir el actor colectivo, fuerza propia cuya existencia se articula a la modificación de la correlación de fuerzas a favor de los cambios, exige cambiar la visión tradicional (restringida) de la política que se plantea construir fuerza política sin construir fuerza social, que reduce, en tal caso, la acción política al ámbito partidario, y centra la acción de los partidos en las luchas por el acceso y el control de las instituciones del poder estatal y gubernamental.

El sentido revolucionario-transformador de la política radica en cambiar la correlación de fuerzas existente hegemonizadas por el poder del capital, por otra favorable al proyecto social alternativo. Este empeño será posible si se articula –simultáneamente- a la construcción del actor colectivo capaz de diseñar y llevar a cabo dichas transformaciones. Solo una amplia y poderosa fuerza social (político-social) podrá hacer realidad los anhelados caminos de liberación, a la vez que los va diseñando y construyendo.

La interrelación de fuerzas sociales, políticas, económicas, jurídicas y culturales en pugna, define una determinada relación de poder, caracteriza su hegemonía y su capacidad de ejercer la dominación y el control sobre el conjunto social en beneficio de los intereses de una clase. Aceptar esto supone un cambio en la concepción del poder: este no se restringe a lo institucional estatal y gubernamental, va más allá, abarca y se funda, se crea y se recrea sobre el conjunto de relaciones sociales regidas por el predominio (hegemonía) de los intereses, las aspiraciones y las miradas de la clase dominante (hegemónica).

Es por esto, precisamente, que el poder no se puede “tomar”. En realidad cuando se hablaba de “tomar el poder”, se reducía el poder al aparato institucional estatal-gubernamental, y era eso lo que se tomaba –o se pretendía tomar‑ por asalto. Pero en ningún caso, ello significó una garantía de hegemonía porque la hegemonía abarca lo cultural, lo ideológico, la subjetividad, y eso no se “toma”, ni se “conquista”, ni se “decreta”, se construye. Basta recordar a modo de ejemplo, las dificultades de los revolucionarios rusos en los primeros años que siguieron a la Revolución de Octubre…

La polémica entre tomar el poder o construirlo (desde abajo) se plantea sobre ejes falsos. Porque el nuevo poder social popular alternativo liberador y de liberación, necesariamente conjugará ambos espacios: el del poder que emerja de las nuevas interrelaciones sociales construidas desde abajo y el de los ámbitos institucionales del Estado y el gobierno conquistados en las contiendas políticas establecidas para ello (elecciones). Y esto supone también modos de conjugación nuevos entre los movimientos sociales y políticos.

►Teniendo en cuenta lo expuesto acerca de los actores sociales y políticos, resulta cada vez más nítida la necesidad de replantearse (sobre nuevas bases y presupuestos) los cómos, y las vías que pueden ensayarse (y que en algunas realidades como Venezuela y Bolivia ya se ensayan), para que se inter-articulen los diversos actores sociales, políticos, sociopolíticos, en la perspectiva de construir –por esa vía‑ una organización política con posibilidades de llegar a constituirse en conducción políticosocial colectiva unificada de los procesos de luchas populares en cada país (y región, y continente), para caminar –sobre esa base- más allá del cuestionamiento y la oposición al neoliberalismo.

En este sentido, me propongo intervenir en el debate existente acerca de la organización política explicitando los elementos fundamentales de las hipótesis centrales que sostengo. Esto supone -a su vez-, la refutación de algunas hipótesis o supuestos mayoritariamente aceptados como válidos por la izquierda, en el siglo XX:

Las organizaciones de la clase obrera (y su conciencia) son “naturalmente” reivindicativas y no pueden —por sí mismas— superar esa condición.

De ahí que —según ese esquema de pensamiento— resulte necesario:

a) Que la conciencia de clase le sea provista a esta desde el exterior de la propia clase, por los intelectuales (y el partido);

b) El partido de la clase (brazo político) se construye desde el exterior de la clase misma y de sus organizaciones de clase (brazo industrial).

Debido a que las organizaciones de clase —los sindicatos— eran considerados "naturalmente" reivindicativas e incapaces de superar tal barrera, la clase obrera, si bien era aceptada por el marxismo como sujeto histórico, quedaba imposibilitada para ejercer su condición de sujeto. Hacía falta que ese sujeto histórico —para serlo— construyera las herramientas políticas que le permitieran cumplir con su tarea liberadora (misión histórica): derrocar al capitalismo e instaurar el socialismo.

Construir el partido político —de la clase— se constituyó entonces —por definición— en la tarea prioritaria y la expresión más elevada de la conciencia política de la clase obrera, a la que —paradójicamente— se la excluyó de esa responsabilidad. Por ese camino, el partido de la clase se ubicaba por encima de la propia clase —que quedaba subordinada a sus decisiones y orientaciones—, erigiéndose en la vanguardia del proletariado y, como tal, en el sujeto político real de la transformación revolucionaria.

 Ese partido, en tanto expresión mayor de la conciencia política de la clase, se asumía también como el poseedor de la (única) verdad acerca de la sociedad, de los cambios, de las orientaciones estratégicas y tácticas, de los métodos de lucha, etcétera. La profusión de organizaciones político partidarias de izquierda que se desarrolló particularmente en Latinoamérica, creó en ellas la necesidad de esclarecer cuál era —entre ellas— la "verdadera" representante del proletariado, y esto implicó la disputa por la posesión de la verdad, disputa que —como se dirimía en la práctica— impulsó el desarrollo del sectarismo y la competencia por ganar la dirección de las masas, para así definir quién era —realmente— la vanguardia.

Por debajo del partido y de la clase —con el campesinado pobre como su aliado estratégico—, jerárquicamente organizadas se ubicaban las otras clases y sectores sociales identificados como objetivamente interesados en la transformación revolucionaria de la sociedad (sujeto social). Los partidos se relacionaban con ellos, generalmente a través de las organizaciones reivindicativas "de masas".

Según fueran las realidades y experiencias, en algunos lugares las organizaciones reivindicativas se encolumnaban (subordinadas) atrás de las organizaciones sindicales consideradas intermediación necesaria entre ellas y el partido —dirección política de la clase—. En otros casos las organizaciones "de masas" se definían y estructuraban desde el partido (desde cada uno de los diferentes partidos existentes), dando origen a los conocidos "frentes de masas", desde dónde cada partido buscaba organizar a los distintos sectores sociales: estudiantes, campesinos, cristianos, mujeres, etcétera, para dirigirlos, cuestión que —entre paréntesis— se entendía como la resultante de ocupar los cargos de dirección de estas organizaciones para así imponer desde arriba una determinada orientación política a las organizaciones de masas, creyendo que —mediante tales métodos—, las definiciones y prácticas de estos, resultarían afines a las concepciones estratégicas de (cada uno de) los partidos. La construcción era —en lo fundamental— desde arriba, desde afuera, y en relación jerárquico-subordinante desde el partido a la clase, y de allí el resto de las clases y sectores sociales y sus organizaciones.

Para facilitar la explicación de esta lógica, generalmente la represento del siguiente modo:



De arriba hacia abajo —según tales concepciones—, se conformaban también la conciencia, la ideología, el saber (y la verdad) y, consiguientemente, además, la "firmeza revolucionaria". La lógica resultante era:



Los actuales procesos de transformación social que van dibujando la  estrategia de construcción de poder desde abajo, plantean tareas políticas imposibles de asumir por una organización político partidaria que represente a un solo sector social, menos aún, con las características de lo que fueron los partidos de vanguardia. Hoy no basta con ampliar el supuesto lugar de vanguardia y en vez de un solo partido plantearse reunir a cinco o seis; el desafío es construir una dirección político‑social colectiva, que lejos de ahondar la fractura entre lo social, lo político y sus actores, los integre, articule y cohesione.[14]

Es necesario impulsar, organizar y orientar la construcción del poder social, cultural y político para promover y fortalecer los procesos de transformación social. Y ello va más allá de las fronteras de una organización política o social en particular, reclama convocar, movilizar y organizar al conjunto de fuerzas sociales populares ‑con su diversidad de experiencias, culturas e identidades‑, para construir una amplia fuerza social de liberación, capaz de disputar la hegemonía del capital y construir la propia, articulando –horizontalmente‑ su accionar político parlamentario y extraparlamentario.

El movimiento político‑social es eso: la convergencia de ambas expresiones en lo que será una amplia fuerza social, cultural y política capaz de oponerse al capitalismo y construir un alternativa, poder, y cultura propios.

Y esto va mucho más allá de la formación de un frente que reúna a organizaciones partidarias y movimientos sociales, se adentra en una nueva dimensión de la acción política que ‑en su dinámica y desarrollo‑ envuelve y unifica lo social y lo político, convoca y moviliza a los militantes sociales y partidarios, a los actores organizados y no organizados. Y a ello deben responder los modos actuales de organización, representación y conducción políticas: horizontales, plurales, abiertos, flexibles, articulados en redes…

No se trata, por tanto, de un cambio de nombre de los partidos; el reto es fundar –desde la raíz, desde abajo‑ un nuevo tipo de organización política, horizontal y participativa, capaz de impulsar el desarrollo (autónomo-articulado) de esa amplia fuerza social, conjuntamente con los movimientos sociales que existen y se desarrollan en cada localidad, región, país, para construir juntos, articuladamente, la expresión parlamentaria capaz de disputar gobiernos en lo local, provincial y nacional, y ganarlos. Y ser capaz entonces con esa herramienta ‑y mediante la acción convergente de la fuerza social parlamentaria y extraparlamentaria‑, de impulsar y profundizar el proceso de transformación social. Ello es parte del camino de construcción del poder popular construido desde abajo con la participación protagónica de todo el pueblo (orgánicamente articulado) constituido en sujeto de su historia.

Replanteando el sentido y el alcance mismo de la política, lo político, y el poder, y su relación con lo reivindicativo, los actores sociales se muestran cada vez con mayor claridad como lo que son: actores sociopolíticos, cuestionadores del sistema y a la vez constructores de alternativas, aunque de modo parcial, sectorial. Ahí, precisamente, una de las razones objetivas para su articulación, único camino para constituirse en sujeto, condición que solo pueden alcanzar los actores sociales articulando su existencia, fragmentada, diversa y plural, constituyéndose –colectivamente‑ en sujeto popular. Y todo esto supone (y se funda en) nuevas relaciones —radicalmente articuladas—, entre —lo que en Latinoamérica podríamos identificar como— el brazo social-industrial y el brazo político. Ello, unido a la maduración del proyecto estratégico expresaría políticamente a ese sujeto popular en una nueva y diferente relación entre partido-clase y movimiento, constituyendo —ya se avisora— el nuevo movimiento histórico popular revolucionario y, en tal sentido, una nueva izquierda latinoamericana.

Para ello, simultáneamente, e
l desafío político inmediato consiste en avanzar en la construcción de un programa político de oposición y/o gobierno propio (avance del proyecto alternativo), soporte político para la conformación de una articulación social y política, base para la conformación de una dirección sociopolítica plural de los procesos de resistencias y luchas sociales en cada país. Esta reclama la conjugación consciente de protagonismos, identidades, problemáticas y experiencias singulares, porque se trata de una dirección que se construye con la participación directa y plena de todos los actores sociopolíticos implicados en ella.

La construcción de una amplia fuerza político-social anticapitalista, es la base para  construir una conducción sociopolítica colectiva, plural, articulada horizontalmente. Y ello supone necesariamente cambiar las relaciones tradicionalmente instaladas entre los partidos de izquierda y las organizaciones sociales o de masas y los movimientos sociales (y al interior de cada uno), construyendo nuevas formas de interrelación sobre la base de la democracia y la participación.

Transformar las raíces y los modos de la representación política

La representación política, en cualquiera de sus modalidades, expresa y condensa un determinado modo de relación entre lo social y lo político, que supone a su vez un determinado modo de entender las interrelaciones entre lo que se conoce como sociedad civil y sociedad política, entre Estado y sociedad y la intermediación que para ello se ha erigido desde el poder hegemónico: los partidos políticos, establecidos jurídicamente como los representantes y voceros de los ciudadanos “de a pie” ante las instancias política y de gobierno, es decir, como mediadores entre la sociedad (civil) y el Estado. Este tipo de mediación y representación político partidaria sintetiza el despojo de los derechos políticos ciudadanos, reduciéndolos —en el mejor de los casos— al hecho de votar por algunas autoridades gubernamentales cada cierto tiempo.  Correlativamente, reclama la delegación de las facultades políticas ciudadanas, haciendo de la ciudadanía una condición pasiva.

En el sistema democrático-burgués, los derechos políticos del ciudadano común quedan circunscriptos al acto eleccionario, sin intervenir en las decisiones que adopta luego el gobierno electo (municipal, comunal, estadual, provincial, nacional). El proceso de vida y desarrollo de la sociedad resulta fuera de su alcance y comprensión, y se le presenta como ajeno a su cotidianidad. Este extrañamiento o ajenamiento político se consuma una y otra vez mediante la reiteración de las prácticas de despojo (y delegación) que se conjugan y retroalimentan en cada acto (y estructura) de representación políticas así concebidas, interrelación fracturada que se profundiza aun más en las actuales democracias de mercado, que tornan a las sociedades en incomprensibles y hostiles a los propios ciudadanos que las construyen y dan vida con su trabajo y espiritualidad.

Todo despojo de derechos, de facultades, de espacios, etcétera, supone (e impone) la delegación de los mismos hacia quien despoja y viceversa, a escala individual y colectiva. Y esto se produce y reproduce en los diferentes sectores de la sociedad, como parte de la ideología y cultura hegemónicas del poder y —por ende—, también de la contracultura, la que germina (solo) como respuesta (reacción) a la dominante, y que —como toda negación— lleva implícita los rasgos fundamentales del fenómeno que niega. Es por ello que la contracultura que se gesta por oposición, hereda gran parte de la lógica de funcionamiento del poder y de la cultura que rechaza. Al no construir una cultura propia, diferente, radicalmente transformadora y removedora de lo viejo, el horizonte político de las fuerzas sociopolíticas opositoras se agota en la (pequeña) aspiración corporativa de convertirse en poder hegemónico una vez que la "tortilla se vuelva".

En este sentido, entiendo la reflexión de István Mészáros cuando señala que el modus operandi de los partidos políticos de la clase obrera fue marcado por la oposición a su adversario político dentro del estado capitalista, para la cual se crearon y desarrollaron. De esa forma, explica él, los partidos políticos obreros, también el leninista, espejaron en su propio modo de funcionamiento y articulación, la estructura política subyacente (el estado capitalista burocratizado) a que estaban sujetos.

El centralismo democrático como base lógica de la estructuración de dichos “partidos de nuevo tipo”, y como base de la formación y caracterización de su militancia, en casi un siglo de prácticas de diverso corte y alcance, desnudó el rostro verticalista-autoritario de una democracia centralista –aunque popular y revolucionaria por intención y definición‑, basada en la jerarquización piramidal de las decisiones, en la obediencia de arriba hacia abajo de los militantes (de la clase y de la sociedad), y en la subordinación de todas las organizaciones “de masas” (sociales, sindicales, culturales, religiosas, etc.) a las decisiones partidarias. En ese contexto, las organizaciones sociales fueron concebidas, creadas y desarrolladas como correas de transmisión de las decisiones partidarias hacia los sectores sociales que representaban. En América Latina, la mayoría de los partidos comunistas y de izquierdas formados tras esos dogmas, rigió su estructuración y funcionamiento por tales paradigmas.

Organizarse reflejando la
estructuración y la lógica del funcionamiento político del adversario, impidió a tales partidos buscar y construir una forma alternativa propia, de transformación, organización, y control del sistema. Centrados exclusivamente en la dimensión política del adversario, permanecieron absolutamente dependientes de su objeto de negación. [Ver: Mészáros 2001: 75]

Es justamente esta réplica de la lógica jerárquica, subordinante y verticalista del capital la que tipifica el modo tradicional de representación política de la izquierda, representación política que –en virtud de ello‑ lejos de caminar hacia la eliminación de la enajenación política de los representados (síntesis de todas las enajenaciones sociales), la afianzó y multiplicó a partir de recrear la fragmentación entre lo social y lo político, y la subordinación jerárquica de los actores sociales a los políticos. [15]

Regida por la lógica reproductiva del poder del capital, esa fragmentación se tradujo en la separación entre las organizaciones obreras sindicales y sus expresiones políticas, y —como lo recuerda críticamente Mészáros—[16] fue asimilada en la concepción que sirvió de plataforma constitutiva y funcional de los partidos de izquierda ("de la clase"), que se mantiene hasta la actualidad.

Es por ello que el debate acerca de la relación entre lo político y lo social trasciende la cuestión de las formas organizativas, sintetiza y expresa el debate sobre el proyecto estratégico, los sujetos y las tareas que debe realizar. Y esto replantea la articulación entre las llamadas sociedad civil y sociedad política sobre nuevas bases: Supone la re-apropiación por parte del pueblo de la política y lo político, constituyentes propios de su ser ciudadano plenamente capacitado y con derecho a decidir sus destinos además de construirlos.

•Hacia una representación política que se asiente y promueva la participación plena de la ciudadanía.

Los pueblos han avanzado, han hecho sus experiencias, han aprendido de aciertos y errores, y se han enriquecido como protagonistas de su historia; buscan caminos para representarse a sí mismos, creando nuevas formas de democracia participativa en los distintos ámbitos de la vida política y social donde construyen sus organizaciones y desarrollan sus luchas. La democracia directa se abre paso como una opción viable en los casos más sólidos (estables con crecimiento), y reclama, a su vez, articularse con nuevas formas de representación. Estas tendrían entre sus características primeras, la de propiciar y promover la participación directa y, a la vez, encontrar los nexos para articular uno y otro modo de participación política de la ciudadanía, es decir, las formas de democracia directa con formas nuevas de representación.

•Las formas de organización y representación política, contienen ‑en germen‑ las formas de organización del poder popular.

Si partimos de aceptar como un principio inalienable, que la transformación de la sociedad es obra de los actores-sujetos sociales constituidos (como sujetos plenos) en sujetos políticos, resulta claro que al discutir las formas de organización y representación política actuales para la transformación, discutimos ‑en germen‑ las nuevas formas de organización del poder (nueva dialéctica en la [inter]relación entre sociedad civil y política, en base al protagonismo ciudadano y su [re]apropiación de la política como parte inalienable de su ser).

Para ello hay que revertir las relaciones entre Estado y sociedad, entre política y ciudadanía, abrir los espacios políticos al protagonismo colectivo. Y ello solo puede hacerse desde abajo y cotidianamente, desarrollando organizaciones abiertas y articuladas horizontalmente, capaces de construir identidades colectivas, plurales y unitarias, sobre la base del respeto y la aceptación positiva de las diferencias.

La unidad como camino y premisa

La unidad es la premisa para la articulación de diferentes actores e identidades, problemáticas y propuestas en su proceso de constitución en sujeto popular y, en ese sentido, constituye la llave maestra para la construcción del movimiento políticosocial estratégico. Dedicar esfuerzos serios a encontrar puertas efectivas de avance en esta dirección resultan responsabilidades políticas indelegables e impostergables.

Esto supone revalorizar el contenido de la interrelación unidad-diferencia-identidad, para ‑sobre esa base- replantearse hoy una lógica de unidad diferente, que reconozca las diferencias, para construir desde ellas, los puentes hacia la unidad. Este es un camino posible para construir colectivamente en diversidad y pluralidad. El camino contrario conduce, ya se ha visto, irremediablemente, de la diferenciación al antagonismo, y del antagonismo a la ruptura. S
e trata de una unidad que no aspira a la uniformidad y unicidad del pensamiento, ni de las propuestas, ni de las organizaciones; no se basa en la creencia de la existencia de una verdad única y válida para todos, sino que reconoce la verdad como una resultante histórico‑social (cambiante) de verdades parciales que existen (están presentes) y se expresan fragmentada y entremezcladamente en los pensamientos, en las prácticas y realidades de los distintos actores sociales. Por eso, construir la verdad colectiva en cada momento no es equivalente a una simple sumatoria, se trata de una sumatoria, pero en sentido de articulación‑integración.

La nueva democracia será posible –ya se avizora‑ sobre la base de la democratización de lo nuestro en un doble sentido: democratizando las organizaciones y espacios existentes, y abrirlos a la posible llegada de nuevos actores, organizaciones, experiencias y propuestas.

En Latinoamérica han madurado las condiciones sociales y políticas (y las experiencias de lucha y participación política de amplios sectores populares) para profundizar y avanzar hacia la construcción‑constitución de nuevas instancias políticas y ámbitos plurales del quehacer político (articulación de distintos actores sociopolíticos y sus propuestas). Y todo esto necesita de organizaciones políticas capaces de promover el protagonismo de las mayorías, de organizarlo y conducirlo.

Características esenciales de la organización política

Las tareas que emanan de las problemáticas sociohistóricas concretas, son las que van definiendo a los actores-sujetos, y estos al proyecto y a los instrumentos. Es por ello que el sentido de la organización política en la actualidad, pasa ‑en primer lugar‑, por descubrir los nexos concretos que permitan construir puentes articuladores entre los actores sociales fragmentados, entre sus problemáticas, propuestas y aspiraciones; resulta vital llegar al ciudadano común, organizado y no organizado, y promover su participación en los debates acerca del quehacer actual, convocándolo permanentemente a ser partícipe de la definición de las decisiones sociales y políticas que se tomen. Esto es, en síntesis, recrear el ámbito y el sentido de lo político, haciendo de la política una actividad colectiva, protagonizada –centralmente‑ por el pueblo.

En segundo lugar, y articulado a lo anterior, es necesario replantearse los modos orgánicos de existencia, construcción y desarrollo de la organización política (no confundir con partido) capaz de dar cuenta hoy de esta realidad, y de resolver las tareas estratégicas y coyunturales que plantea. Teniendo en cuenta su carácter político-social, ella necesita estructuras flexibles, abiertas, capaces de articular a los actores sociales y políticos diversos, a los ciudadanos organizados y a los no organizados, sus propuestas y aspiraciones.

El desafío es entonces, poner en sintonía el instrumento político con el sentido y los modos de la acción política sociotransformadora que reclaman los tiempos actuales. [17] En tal sentido, vale subrayar cinco aspectos que caracterizan a toda organización política.

1.

La organización política tiene un carácter instrumental; es una herramienta para el logro de determinados fines.

Ello indica, precisamente, que lo organizativo está en función del proyecto y de las tareas que emanan del proceso de construcción del poder contra-hegemónico que protagonizan los actores sociopolíticos (auto)constituidos en sujeto popular. El sujeto construye sus organizaciones reivindicativo sociales y políticas como instrumentos para perfeccionar su participación e influencia en el curso de los acontecimientos hacia la concreción de los objetivos definidos (y modificados) por él.

Las definiciones estratégicas, las tareas, los objetivos, los instrumentos, las vías y métodos, todo ello, reclama ser construido día a día con la participación plena de los actores sociales y políticos desde abajo, en proceso abierto y cambiante permanentemente. Los congresos de los partidos ya no pueden “dar” la línea. Más importante es que sinteticen la construcción y el pensamiento colectivo, y orientan –en virtud de ello- las tareas a realizar en el tiempo posterior al congreso o reunión política de que se trate. Es el pueblo organizado el que –con su participación‑, crea, decide y construye. La transformación de la sociedad en que vive y la construcción de la nueva, decidida por todos, es su obra ciudadana máxima.[18]

2.

La organización política no es del sujeto político (ni social, ni histórico); el sujeto es irreductible a la organización.

a) La condición de sujeto no se desprende de la organización; no es el instrumento el que define al sujeto como tal sujeto, sino a la inversa. En otras palabras: el partido no es el sujeto político; no hay sujeto político que no sea a su vez, y primero, sujeto social e histórico, y viceversa. No hay vanguardia política sin pueblo político. No hay partido por encima y separado de la clase y del pueblo. La organización política —que es políticosocial—, es siempre instrumento del sujeto popular para lograr sus objetivos en cada etapa.

b) El ser sujeto es una condición que trasciende a lo organizativo (y a la organización), incluye también a los sujetos individuales en tanto ciudadanos (políticos) protagonistas.

c) La organización política expresa la identidad del sujeto, condensa su voluntad y su conciencia; su existencia indica una cualidad del sujeto históricamente constituido. Pero puede llegar a entrar en contradicción con el sujeto real si se separa (enajena) de él, si se le contrapone y pretende situarse a sí misma como sujeto. Esto ocurre, por ejemplo, cuando un partido de izquierda supone que su organización partidaria es el sujeto político, la clase obrera el sujeto histórico, y el pueblo el sujeto social.

La experiencia histórica enseña que cuando lo organizativo pretende cubrir vacíos políticos, la organización política termina sustituyendo a los actores sociales, y separándose de sus bases legítimas: la clase, el pueblo. Se coloca entonces –de hecho‑ por encima de ellos. A la primera sustitución le sigue obviamente una cadena creciente de sustituciones. Por esa vía, las cuestiones organizativas de la organización política van ocupando el eje central, y ésta se transforma poco a poco en el objetivo fundamental de su propia existencia, negando su razón de ser.

3.

No hay sujeto político separado e independiente del sujeto social, del sujeto histórico.

El sujeto es uno, múltiple e irreductible: social, político e histórico (de su historia). No existen diversos tipos de sujetos: un sujeto histórico (la clase), un sujeto social (los sectores populares, el pueblo), un sujeto político (el partido).

4.

La construcción-articulación del sujeto popular implica una nueva y diferente relación política y orgánica entre los partidos y los movimientos sociales.

Hoy resulta imprescindible buscar caminos para construir una articulación orgánica de actores sociales y políticos, sin subordinaciones jerárquicas entre los distintos actores, sin vanguardias iluminadas, ni sujetos de primera, de segunda, o de tercera clases.

La apuesta es construir redes y nodos de articulación social basados en la profundización de la democracia y la participación de los protagonistas, y en relaciones horizontales entre los diferentes actores. Estas promueven la cooperación entre partes consideradas cualitativamente iguales, aunque los roles sociales y políticos de cada una sean diferentes. Su ejercicio implica la superación de las tradicionales relaciones verticalistas-subordinantes implementadas al interior de las organizaciones sociales y políticas, y desde ellas hacia la sociedad. Dentro de una gama amplia de formas concretas que pueden crearse y adoptarse, lo fundamental consiste en no imponer políticas, objetivos y vías, ni suplantar los procesos colectivos de toma de conciencia, tanto a lo interno de la organización como en su relación con otras organizaciones sociopolíticas.



Nuevo tipo de militante

Las actuales concepciones estratégicas acerca del poder, de la política, lo político y la representación y organización políticas, hablan también de un nuevo tipo de militante, que modifique de raíz lo que hasta ahora era “su modo” de ser y actuar: llevar las ideas y propuestas del partido hacia la población, aceptando la suposición de que ella es solo “fuerza material” cuya “misión” es realizar las ideas elaboradas por el partido.

El militante hoy debe ser capaz de invertir dicha lógica, concertar voluntades diversas y dispersas, abrir los espacios protagónicos a las mayorías y capacitarlas para que puedan desenvolverse en ellos al máximo de las posibilidades, conciente de que los desafíos sociotransformadores reclaman su involucramiento pleno. Como señala Joao Pedro Stédile, referente del Movimiento Sin Tierra, de Brasil:

Necesitamos colocar nuestras energías para ir hacia donde el pueblo vive y trabaja, y organizarlo. (...) Sin organizar al pueblo no se va a ningún lugar, y muchas veces [parte de la militancia] se ilusiona con eternas reuniones de cúpula o meros discursos explicativos acerca de la coyuntura.
[Stédile 2004]

Resulta fundamental modificar las modalidades de trabajo político militante, generalmente concentrado en la difusión del periódico de la organización, en la participación en las reuniones, en las asambleas y en los congresos... Esto hay que hacerlo, solo que es insuficiente, apenas el comienzo de las tareas. El problema actual es de tal magnitud que no basta con la movilización de las vanguardias o los activistas, hay que convocar a los millones que no están.

Es imprescindible abrir espacios, convocar a sectores y actores sociales diversos a la construcción de ámbitos sociopolíticos de gestión local, nacional y regional de lo político y la política, encaminados a construir desde abajo una conducción política plural que reúna a los diversos actores sociopolíticos del actual proceso de transformación social, articulados orgánica y horizontalmente.

Ello reclama también, construir y desarrollar prácticas y relaciones horizontales y participativas en lo organizativo, en el pensamiento y en la acción, y resulta de suma importancia, sobre todo si tenemos en cuenta que el actual proceso de construcción orgánico-política se apoya en un nuevo militante: solidario, autónomo, consciente, responsable, participativo, constructor y concertador de la participación desde abajo entre sus vecinos en su comunidad, con sus compañeros en su sector de trabajo, en el ámbito sociocultural donde actúe, en la vida familiar, y en la organización social o política en al que milite. Para decirlo de modo comprensible –esquemáticamente‑ según la cultura aún predominante entre las izquierdas: el sentido de la lógica de actuación del militante actual es: invertir la correa de transmisión partido-masa, llevándola del pueblo a la organización política (masa-partido). Para ejemplificarlo más gráficamente aún, diría que los partidos de izquierda tiene que realizar una transformación homóloga a la ocurrida en la Iglesia Católica cuando el Concilio Vaticano II: allí se explicó la Iglesia no consistía en el edificio del templo, sino en el pueblo de Dios, al que había que llegar y convocar. Esto implicó salir de los templos y convivir con la población donde quiera que ella estuviese y fuese; encontrar y escuchar al pueblo, invitándolo a construir lo que debería ser entonces “su” iglesia. Sabemos que aquel impulso cristiano se vio luego mediatizado, pero no es el caso tratar este tema aquí, lo que resulta incontestable es que ‑si la izquierda partidaria hace su Concilio‑, el cambio sería radical y revolucionario.

Construir una nueva mística

Este tema se anuda al de la formación de una nueva mística, que germina y fructifica cuando entre la forma de organización, el modo de funcionamiento y las prácticas de construcción y conducción: entre la dirección y en las bases, entre la organización política y el pueblo, no existen diferencias de principios.

Recuperar la confianza, los afectos… desarrollar lazos solidarios, no resultan elementos secundarios en momentos en que cada ser humano es forzado por el mercado a ver en el otro un competidor, un rival o un posible enemigo que busca arrebatarle su puesto de trabajo, su pareja, su alimento... al que –por consiguiente‑ debe destruir para intentar sobrevivir individualmente.

¿Hay mística hoy?, ¿dónde está? La mística está aquí, entre nosotros, en nosotros mismos, en el nuevo tiempo que estamos viviendo y construyendo colectivamente. Nos desenvolvemos en un momento muy difícil, pero ello no puede impedirnos practicar y multiplicar la solidaridad, estar alegres cuando nos encontramos unos con otros y otras, hacer de las actividades colectivas: seminarios, talleres, congresos, asambleas, acampadas, cortes de rutas, etc., momentos de fiesta, de alegría. Dar solidaridad, demostrar los afectos, expresar la felicidad y el amor es también una forma de construir una nueva mística, desarrollarla y fortalecernos entre nosotros.

Vivimos en una especie de tembladeral caracterizado por la incertidumbre, todo es complejo, más aún para los jóvenes. El joven se afianza y madura con definiciones, si no le damos definiciones, ¿qué pretendemos?, ¿que no esté en crisis?, ¿que no dude? En vez de alarmarnos por esta situación, es mejor ocuparnos por entender sus reclamos, ver en sus dudas una posibilidad de transformar la situación.

Debemos asumir este tiempo con la confianza en que es posible un mundo diferente, que las salidas existen si somos capaces de ver su insinuación en la realidad, en las nuevas prácticas sociales que se van construyendo y si, con imaginación, deseo y voluntad nos empeñamos en desarrollarlas, conscientes de que el futuro no se agota en nosotros, que las salidas son diversas y están abiertas al desarrollo de la humanidad. Esta siempre se propondrá nuevas metas, explorará nuevos caminos para cambiar el mundo y ampliar su libertad, aunque más no fuere para sentirse protagonista de su historia.

Otras tareas estratégicas

Desplegar la batalla cultural

Crear y desarrollar una nueva cultura política entre los actores sociopolíticos

La búsqueda de soluciones al divorcio existente entre partidos y organizaciones sociopolíticas reclama una labor de reflexión conjunta, integradora. Y ello no es una tarea sencilla. La cultura política de la izquierda acuñada por las prácticas de lucha y organización social del siglo XX, prevalece aún hoy como referente de las organizaciones sociales y políticas populares de Latinoamérica, conviviendo en conflicto con el nacimiento y desarrollo de nuevos modos de existencia, actuación y protagonismos políticos y sociales.
[19]

El choque entre las nuevas concepciones que emergen en las nuevas prácticas, y los paradigmas pre-existentes ‑que no se corresponden con los requerimientos y las tareas de la realidad actual‑, actúa como barrera u obstáculo para el reconocimiento teórico-práctico de lo nuevo, incluso en el seno de los propios autores de los cambios. El peso de la cultura verticalista subordinante es aún mayor incluso dentro de organizaciones sociales que propugnan lo nuevo. Esto se evidencia, por ejemplo, en que muchas de ellas se plantean construir desde la democracia, la horizontalidad y la participación de todos los actores, pero sostienen prácticas que no pocas veces contradicen sus postulados y proposiciones.

Persistir cotidianamente en el desarrollo de nuevas prácticas de construcción, y a la vez ir reflexionando colectivamente sobre ellas, recuperando críticamente lo creado, irá construyendo un nuevo saber colectivo, fortaleciendo y profundizando la conciencia política del quehacer actual.

Partiendo de la experiencia, en proceso práctico-pedagógico de aprendizaje colectivo, se puede ir conformando un nuevo modo de hacer, de estar, de ser y de interrelacionarse con los demás, es decir, un modo de proyección social culturalmente diferente al del vanguardismo, expresión y síntesis de la vieja estrategia de “toma del poder”. Por esa vía se irá conformando también un poderoso movimiento sociocultural, base ideológica de lo que será la fuerza social indo-afro-latinoamericana de liberación, patriotismo y solidaridad (en cada país y en el continente).
[20]

Desarrollar estrategias de comunicación

Dar la batalla cultural es imprescindible, en primer lugar, porque el ámbito de la cultura es el terreno privilegiado por el poder para afianzar ideológicamente, por diversos medios, sus conquistas o proyectos originados en lo económico y político. En segundo lugar ‑y directamente articulado a lo anterior‑, porque resulta central discutir palmo a palmo la lógica del capital, desnudar su irracionalidad y las falsedades de su supuesta eficacia, su sentido utilitario y consumista, la semilla individualista que su funcionamiento competitivo devastador instala y reinstala segundo a segundo dentro de nuestras subjetividades.

Se trata de una discusión integral y concreta, hay que abordarla también de modo integral y concreto: discutiendo con el poder del capital sus lógicas de funcionamiento tal cual ellas existen y se manifiestan en este momento, en cada lugar, y haciéndolo de un modo integral, es decir, articulando la crítica económica, política, social, ética, jurídica, etcétera.

Resulta fundamental dar la batalla político‑ideológica también en el terreno semántico. Por ejemplo: cuando el Banco Mundial, el FMI, u otros tentáculos trasnacionales del poder mundial del capital, se apoderan de conceptos y reivindicaciones generadas por las luchas de los pueblos y los utilizan con un contenido radicalmente diferente, no basta con asumir poses revolucionarias y rechazar el empleo de tales conceptos. Esa actitud defensiva resulta comprensible como primera reacción, pero es políticamente insuficiente.

Es necesario impedir que el poder arrebate y se apropie de los conceptos que son parte de la construcción y acumulación de saberes por los actores sociales y sus luchas, es fundamental impedir que los desnaturalicen, cambiándoles el significado social y político y nos los devuelvan con un sentido contrario a nuestros intereses. Es necesario recuperar el vocabulario (no confundir esto con la llamada “guerra de las palabras”), redefinir los conceptos, no solo rescatando su origen histórico-social, sino actualizando su contenido racional liberador, direccionado hacia una racionalidad nueva, no regida por la lógica del capital. A la par con ello, es necesario discutir conceptos como: desarrollo, bienestar, democracia, valores sociales, gobernabilidad, “buen gobierno”, competitividad, eficiencia social integral, para desmontar la falsedad de la supuesta cientificidad y eficacia del sistema del capital, demostrando paso a paso sus falacias, re-construyendo estos conceptos o creando otros, con nuevas lógicas y racionalidades.

Resulta importante dar la discusión acerca de los criterios con los que el capital construye y fundamenta ‑en cada realidad concreta‑ su cálculo económico, pues es cierto que -para él-, éste arroja resultados muy favorables. Pero ocurre que entre los parámetros que emplea para definir tales resultados, el capital no toma en cuenta la racionalidad reproductiva social, que implica el respeto a la reproducción de la vida humano-social y de la naturaleza, etc. Esto es definido por el capital como factores externos a su funcionamiento, por lo que no los toma en cuenta en su argumentación y justificación, de igual modo que hace con todo lo que considera “externalidades”. Dar la discusión en este terreno, desnudar con argumentos concretos las fallas científicas y conceptuales de la construcción del cálculo económico propio de la lógica del capital, resulta tarea clave, y en gran medida pendiente. No puede subestimarse el hecho de que muchos argumentos que sustentan dicha lógica forman parte del sentido común de la población, incluyendo a los trabajadores explotados, y es imprescindible disputar ideológicamente también desde ahí. Incorporar esto a la batalla cultural de nuestra época, es una labor político-ideológica de vital importancia, un desafío impostergable para la intelectualidad orgánica.

El ámbito cultural es el de mayor integralidad, es allí precisamente donde se metabolizan y sincretizan las diversas y yuxtapuestas experiencias cotidianas que ocurren en los diversos ámbitos de la actividad social e individual, y en ello, lo político ideológico desempeña un papel ordenador central.

Vale recordar lo que hace años señalara John W. Cooke: en el terreno ideológico no existen espacios vacíos, lo que no es ocupado por la ideología revolucionaria, es ocupado por la ideología reaccionaria. Es nuestra responsabilidad hacernos cargo de ello.

Disputar el sentido común

En la disputa político-ideológica y cultural con el capital, cada día resulta más necesario dar la discusión respecto de la supuesta racionalidad de su sistema y la validez de sus argumentos y propuestas en los ámbitos local y global. No se trata de un debate teórico‑general acerca del capitalismo, sino de hacer visible y comprensible por las mayorías el contenido social de las fórmulas y recetas supuestamente “brillantes y salvadoras” del capital. ¿Son salvadoras realmente?, ¿para quiénes? ¿En qué sí y en qué no?, ¿por qué?

Rebatir sus argumentos uno por uno, exige nuevos y sólidos argumentos y fundamentos, exponerlos con claridad sistemática y masivamente es parte del camino que contribuirá a ir ganado la batalla. Porque no se trata de una disputa entre buenos y malos; es ideológica la lucha, pero no ideologicista. Las bases falsas de la eficacia del capital es lo que hay que poner al descubierto; hay que demostrar en que consiste esa falsedad, o los fundamentos lógicos del capital seguirán estando anclados en el imaginario colectivo como (si fueran) verdaderos. Y nosotros continuaremos sin comprender porqué los pueblos siguen apoyando el sistema capitalista, porqué los pobres votan por los partidos tradicionales, etcétera.

El asunto concreto es que hay que construir también en lo conceptual, en el ámbito político-ideológico, ese otro mundo racional, eficiente y justo, social, económica y políticamente democrático y equitativo, demostrando que sí es posible otro modo de lograr la eficacia económico-social real. Y esto es parte de la batalla político-cultural. Construir alternativas viables y realizables, pasa también por hacer de este debate con el capital una realidad cotidiana y omnipresente en todos los medios posibles (en los medios de comunicación, en la batalla por la información, en la formación, y en nuestras labores político-reivindicativas diarias), disputando desde este lugar, también, el sentido común de las personas.[21] Valores como la solidaridad, la justicia social, el derecho efectivo al trabajo, la equidad de género, razas e inclinación sexual, el respeto a la naturaleza, deberán ir conquistando la cabeza y el corazón de millones y millones de seres humanos.

Disputar el sentido común de la población ‑en primer lugar, el de los trabajadores‑, significa instalar las propuestas alternativas y el deseo de vivir de un modo diferente como parte del sentir, el pensar y el hacer corriente del pueblo. Un hermoso ejemplo de ello lo ofrece la historia de lucha y resistencia del pueblo uruguayo:

Al hundirse el país batllista luego del fracaso del modelo de sustitución de importaciones, hacia fines de los 50, la izquierda fue la heredera de aquel imaginario de progreso en paz e igualdad de oportunidades, con un Estado regulador y contenedor de las diferencias de clase. (...)

La izquierda consiguió la hegemonía cultural mucho antes de ser mayoría electoral. La Universidad estatal y el teatro son, desde hace más de medio siglo, baluartes no partidizados de una izquierda de capas medias. Hacia los años 60, la cultura de izquierda era ya hegemónica entre los profesionales y los universitarios. Con los años, la izquierda como sentimiento se fue haciendo mayoritaria en la música popular, en el carnaval y en las principales manifestaciones de masas, incluyendo a algunas destacadas estrellas del fútbol, que no ocultan sus preferencias por el Frente Amplio.

La gestión municipal de Montevideo, desde 1990, donde reside la mitad de la población del país, contribuyó a afianzar y profundizar esa hegemonía cultural y social, sin la cual la izquierda no podría soñar con llegar a ser gobierno. Pero, ¿en qué consiste esa hegemonía? En que las ideas-fuerza que encarna el Frente Amplio (Estado social, gobierno honesto, soberanía nacional, justicia social, entre otros) se han convertido en el "sentido común" de los uruguayos de comienzos del siglo XXI. [Zibechi 2004]

La coherencia entre medios y fines, la creación y construcción de modos de vida diferentes a los del capital en territorios concretos, que instalen la solidaridad como base de las relaciones humanas en la vida comunitaria y familiar, en las organizaciones sociales y políticas, contribuirá a darle un fundamento material y espiritual a nuestra nueva utopía socialista y a nuestras luchas para construirla.

Sabemos que es imposible alcanzar plenamente formas superiores de vida social de modo aislado, bajo el predominio de la lógica perversa del capital, pero sí es posible avanzar sustantivamente en tal dirección. Los avances y logros concretos constituyen reservorios de esperanzas; son surcos donde se fortalecen las voluntades revolucionarias en el proceso de la larga transición. Ello reclama precisamente empeñarnos en construir paso a paso lo nuevo con coherencia y transparencia entre el modo de vivir y el de actuar.

En un mundo dominado por el capital, que contrapone cada vez más esquizofrénicamente el modo de pensar con el de actuar, lo que se dice con lo que se hace, que propugna la estafa como valor de toda relación social e individual, ser coherentes, estimular relaciones solidarias y de respeto entre los seres humanos, resulta alimento de la fantasía, el deseo y la voluntad colectivas, fuente de energía y fuerza para continuar.

Una concepción integral acerca del poder y su transformación

A fines de los 80, luego de las derrotas sufridas, en las respuestas defensivas y de sobrevivencia de los movimientos sociales, fueron conformándose casi intuitivamente, a modo de balbuceos, los trazos iniciales de lo que serían las bases de una nueva concepción estratégica: la construcción de poder popular desde abajo.

Luego del fracaso de las estrategias que centraban los esfuerzos en la toma del poder para cambiar la sociedad, ellos orientaron sus resistencias hacia la búsqueda de transformación de sus condiciones de vida, aún sin tener muy claro cómo lo lograrían, ni la dimensión social que dicho empeño implicaba.[22]

Los intentos iniciales fueron avalados y desarrollados por nuevas y crecientes experiencias sociales y políticas de resistencia, lucha, organización y propuestas, incluyo aquí las desarrolladas por los gobiernos locales de la izquierda. Así fueron madurando aquellas experiencias, profundizándose, desarrollando sus interconexiones en torno a una cuestión fundamental: la cuestión del poder popular, ahora considerado desde una nueva perspectiva: democrático, participativo, horizontal. Construido desde abajo con el protagonismo de los actores sociales y políticos, esta concepción asume que la modificación de las relaciones de poder existentes es un proceso constante, sistemático y multidimensional. La transformación de la sociedad no espera para luego de la toma del poder, empieza a producirse desde dentro de la sociedad capitalista; es construida y protagonizada por los propios actores sociales, agentes de los cambios sociales.

¿Contrapoder, antipoder u otro poder?

El punto de partida de esta propuesta pasa por entender que el Poder se constituye como síntesis articuladora político-social-cultural de las relaciones sociales levantadas a partir de la oposición estructural capital‑trabajo, que instaura desde los cimientos mismos el carácter de clase de las múltiples interrelaciones entre las fuerzas sociales del capital y las del trabajo, entre las luchas por la hegemonía y la dominación, y las luchas de resistencia y oposición a ello, que –de conjunto‑ definen una determinada correlación entre las fuerzas (de clase) a escala social. El polo hegemónico dominante se expresa institucionalmente –sobre la base de una múltiple e intrincada madeja de dominación cultural, ideológica y política que atraviesa todo-, en la constitución de un determinado tipo de poder político y su aparato estatal y gubernamental. El Estado es solo una parte del poder político y del Poder social (de la relación hegemónica de poder del capital sobre el trabajo, y –a partir de allí‑ sobre toda la sociedad).

Esto habla también de la necesidad de atender a los diferentes modos de producción de la hegemonía dominante y de dominación y, a la vez, a los diversos modos posibles de construcción de contra‑hegemonía popular. En el momento actual, en Latinoamérica, esto supone, en la mayoría de los países, la necesaria reconstrucción de un proyecto nacional de liberación, que –definiéndose en interacción e integración con los otros países de la región y el continente‑ rescate las identidades históricas y promueva la formación de nuevas identidades colectivas conjuntamente con los procesos de (auto)constitución del sujeto popular del cambio, tal como ocurre, por ejemplo, en el proceso revolucionario venezolano actual.

No se trata realmente de un contrapoder, camino que ya fue ensayado por las revoluciones históricas, y lejos de romper con el predominio de la lógica del capital, ésta sobrevivió en ellas más allá del capitalismo. El desafío es, en este sentido, construir alternativas que se planteen ir más allá del capital y ello solo puede empezar desde el presente, no puede quedar relegado para el día de mañana. Para ello, la coherencia entre medios y fines resulta vital.

No se trata de un antipoder, concepto que ‑muy abreviadamente‑ recrea hoy –más o menos ingenuamente‑, los postulados anarquistas. Pero vivimos una época de enfrentamiento local y mundial de fuerzas que luchan, unas a favor de la defensa y de la sobrevivencia de la humanidad, y otras representando a las fuerzas reaccionarias del consumo, la muerte y la barbarie. Estas, desarrolladas y defendidas por el poder mundial centralizado y agresivo del capital imperialista, no pueden derrotarse si no es enfrentándole otro poder.

La opción de las fuerzas a favor de la vida es la de construir ese otro poder, fuera del dominio de la lógica del capital, basado en la participación democrática plena del conjunto de actores sociales y políticos, organizados y no organizados, construyendo interrelaciones horizontales y nuevas modalidades de representación y organización política. Estas, lejos de separarse de lo social (la sociedad) y darle la espalda, deberán hacer de la participación protagónica y conciente de las mayorías, el bastión para la construcción de una amplia fuerza social de liberación, promotora e impulsora –desde abajo- de las transformaciones posibles (y deseadas),  el actor socio-político colectivo. 

La construcción de poder propio por los trabajadores y el pueblo es parte del proceso de de-construcción de la ideología y las culturas dominantes y de dominación. Este constituye, simultáneamente, un proceso de construcción de nuevas formas de saberes, de capacidades organizativas y de decisión y gobierno de lo propio en el campo popular. Son nuevas formas que constituyen modos de empoderamiento local-territoriales, comunitarios, bases de la creación y creciente acumulación de un nuevo tipo de poder participativo-consciente –no enajenado‑ desde abajo, de desarrollo de las conciencias, de las culturas sumergidas y oprimidas, con múltiples y entrelazadas formas encaminadas a la transformación global de la sociedad.

Según los paradigmas vigentes en el siglo XX, la toma del poder se consideraba requisito indispensable para transformar la sociedad. En virtud de ello, los problemas sectoriales e incluso cuestiones de fondo como la discriminación y explotación de los pueblos originarios, de los negros, la subordinación y opresión de las mujeres, los problemas de la naturaleza, etc., eran considerados “contradicciones secundarias”. Consiguientemente, las propuestas ‑reivindicativas- que se dirigían a ellos, eran tratadas como factores que distraían la atención de la “cuestión fundamental” y, por tanto, debían esperar hasta después de la toma del poder. A partir de allí, se suponía, las soluciones llegarían mecánicamente desde arriba.

Hoy resulta claro que la transformación de la sociedad con sentido liberador y de liberación humana, nunca será posible si no comienza a impulsarse y construirse (realizarse) integralmente desde el presente, en las resistencias, las luchas y las construcciones cotidianas de lo nuevo en todos los ámbitos en que ello se lleve a cabo.

La supuesta contraposición entre tomar el poder o transformar la sociedad resulta ‑desde esta perspectiva‑ falsa, pues la transformación de la sociedad desde abajo no excluye la conquista del poder político, solo que la ubica como parte de un camino de construcción de poder propio, más amplio y complejo, y no relega la búsqueda de soluciones a los problemas inmediatos, para un mañana hipotético que –como sabemos‑, nunca será diferente del presente si no comienza a construirse desde ahora.

En esta dimensión, la conquista del poder político resulta instrumental. Es parte del camino de la transformación, en el momento en que la construcción y la acumulación de conciencia, de poder social, de organización y voluntad colectiva social lo hagan posible.

Resulta conveniente hacer un llamado de alerta frente a posibles lecturas o interpretaciones gradualistas, ajenas a las dinámicas complejas del movimiento social actual. Porque los planteamientos analíticos, forzosamente expresados uno después del otro, pudieran sugerir que primero hay que construir el poder para luego tomarlo. Pero no se trata de eso; es desde otra lógica que se sustenta el planteo: la del poder entendido como síntesis de determinadas fuerzas sociales, económicas culturales y políticas en interacción múltiple, diversa, yuxtapuesta. Por tanto, los modos de luchar contra ella, no pueden pensarse linealmente, sino también superpuestos, yuxtapuestos, múltiples, diversos, simultáneos, cambiantes e imprevisibles, abriéndose caminos en medio de incertidumbres  y sorpresas constantes.

Ciertamente, es necesario un mínimo de acumulación previa. El proceso venezolano es uno de los ejemplos de los caminos de la transformación social en nuestra época. Allí, con una fuerza política mínima organizada, y con una parte del poder institucional del Estado: las FFAA, Chávez se propuso conquistar una parte del poder político: el gobierno.

Haciendo del gobierno una herramienta política privilegiada para desatar y desarrollar las potencialidades sociales contenidas en los sectores populares olvidados, explotados y excluidos, Chávez se ha propuesto construir la fuerza social de liberación, la fuerza política principal del cambio: el pueblo conciente y organizado constituido en sujeto de su historia. Los caminos empleados para lograrlo todavía están en discusión y pueden ser discutibles, sin obviar esta realidad, lo que se quiere destacar acá es que –contrariamente a cualquier pensamiento lineal, gradual o mecanicista, la conformación y existencia del actor colectivo (sujeto) sociotransformador no fue una premisa (una condición) para el acceso al gobierno; está siendo una resultante, parte de una obra colectiva, producto del empeño consciente del propio pueblo en autoformación y autoconstitución en sujeto de su historia. La acción política popular que tuvo lugar contra el golpe ocurrida hace más de dos años, demuestra con creces que dicho proceso está en marcha.

No hay un antes y un después en las tareas políticas y sociales, en la construcción de poder propio desde abajo. La explicación lógica analítica nos obliga a guardar un ordenamiento en la exposición, pero éste no se corresponde con la dinámica de la vida real, abierta y siempre capaz de sorprendernos rompiendo con todo intento por esquematizarla.

Dialéctica entre “abajo” y “arriba”

Construir desde abajo indica ante todo una concepción –y una lógica‑ acerca de la formación y acumulación del poder popular, de cómo contrarrestar, detener, minimizar y destruir el poder hegemónico del capital, y de cómo construir el poder propio. La expresión desde abajo no alude a una ubicación geométrica, a lo que está situado abajo. Aunque indica ciertamente un posicionamiento político-social desde donde se produce la construcción, coloca en un lugar central, protagónico, la participación de “los de abajo”.

Es por eso que construir y transformar desde abajo no implica el rechazo o la negación a la construcción en ámbitos que podrían ubicarse “arriba”. Dicha lógica resulta necesaria y vigente estratégicamente, independientemente del lugar desde donde se piense y realicen las transformaciones: en la superestructura política, o en una comunidad, desde un puesto de gobierno o en la cuadra de un barrio. La ubicación y el rol organizativo institucional que se ocupe en el proceso de transformación puede ser cualquiera: arriba, abajo, o en el medio; construir desde abajo indica siempre y todo momento y posición un camino lógico‑metodológico acerca de cómo hacerlo y una apuesta práctica a su realización.

Un ejemplo de ello puede encontrarse en el proceso sociotransformadores de Venezuela y Bolivia. Entre las diversas aristas de dichos procesos, deseo destacar aquí, por su lugar central, precisamente, la apuesta estratégica a la construcción del poder propio (popular, revolucionario) desde abajo. Esta estrategia se valida y enriquece en cada realidad como camino indispensable de todo proceso transformador, en las actuales condiciones sociopolíticas, económicas y culturales existentes en el continente (y en el mundo).

Ni Hugo Chávez, ni Evo Morales cuentan con todo el poder de sus estados ni de los actores económicos, para para sacar a sus países de la bancarrota económica, social y cultural. Apelan para ello a construir sus propias líneas de poder desde abajo. Las “misiones”[23] constituyen un claro ejemplo de cómo es posible construir poder propio desde el gobierno y avanzar en pos de los objetivos propuestos. En el caso de Bolivia, las asambleas de base por sectores y regiones, las coordinadoras multisectoriales constituidas en defensa del agua, del gas, contra la entrega del patrimonio del país a las trasnacionales, han ido creando modalidades y caminos participativos y organizativos de empoderamiento popular que ahora tiene oportunidad de florecer, generalizarse y profundizarse a través del ejercicio plural y participativo desde abajo del gobierno nacional, para rescatar al país y comenzar a andar caminos de liberación social, cultural, económica y política.

- Isabel Rauber es doctora. en Filosofía. Directora de la Revista latinoamericana Pasado y Presente XXI. Estudiosa de los movimientos sociales latinoamericanos y africanos. Especialista de UNESCO en cuestiones de género y desarrollo urbano-ambiental. Integrante del Foro Mundial de las Alternativas y del Foro del Tercer Mundo.

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[1] Ver: Rauber, I. Movimientos sociales y representación política, Ciencias Sociales, La Habana, 2004, p. 63-64.

[2] Considerando que somos la mitad o un poco más de la mitad de los habitantes del planeta‑, incluso si fuera un asunto sólo de mujeres, sería muy importante su incorporación al debate y a las propuestas sobre la democracia en nuestras sociedades, con igual centralidad que otros problemas sociales. Pareciera que hay que recordar siempre que todos y cada uno de ellos comprende a las mujeres, quienes –al interior de cada problema‑, resultan doble o triplemente afectadas.

[3] Mészáros, István, The Alternative to Capital's Social Order, K. P. Bagchi & Company, Kolkata, 2001, p. 67.

[4] Ver: Amín, Samir, Crítica de nuestro tiempo, Siglo XXI, México, 2001, p. 60.

[5] Mészáros, István, The Alternative to Capital's Social Order, Op. Cit., p. 79. [Cursivas del autor]

[6] La condición de proletario nunca se limitó a la clase obrera industrial, y fue precisamente Federico Engels, estudioso de la realidad de la clase obrera en Inglaterra, quien se preocupó de aclararlo: “El proletariado es la clase social que consigue sus medios de subsistencia exclusivamente de la venta de su trabajo, y no del rédito de algún capital; es la clase, cuyas dicha y pena, vida y muerte y toda la existencia dependen de la demanda de trabajo, es decir, de los períodos de crisis y de prosperidad de los negocios, de las fluctuaciones de una competencia desenfrenada. Dicho en pocas palabras, el proletariado, o la clase de los proletarios, es la clase trabajadora del siglo XIX.” Principios del comunismo, Obras Escogidas en Tres tomos, T 1, Editorial Progreso, Moscú, 1976, p. 82.

[7] Ya no es el Estado el que constituirá al pueblo como sujeto, sino al revés: es el pueblo articulado y (auto)constituido en sujeto popular el que reconstruirá al Estado, y será por tanto un nuevo Estado, una nueva sociedad, un nuevo poder, construidos desde abajo.

[8] Marx realizó sus estudios partiendo del análisis de la relación capital-trabajo que caracterizaba al capitalismo de su época, definiendo el modo de producción de la enajenación de la clase a partir de los modos de subordinación real y formal del trabajo al capital, existentes en ese momento. Sobre esa base buscó también las vías para superarla, definió quiénes y cómo lo harían, para qué y hacia dónde. Todo ello se correspondía con la relación capital-trabajo histórica y socialmente concreta, propia del desarrollo que este había alcanzado en ese momento y del lugar en donde ésta se llevaba a cabo: Inglaterra, el corazón más avanzado de las relaciones capitalistas de entonces. No era igual, aún en la misma época, analizar el funcionamiento del capitalismo (y de la relación capital-trabajo) en Europa industrial que en América latina colonizada.

[9] La actual situación de fragmentación de la clase obrera y de la sociedad toda, con la proliferación de sectores excluidos o discriminados y oprimidos, que constituyen la base de movimientos sociales que luchan por demandas sectoriales, ha provocado gran confusión en torno a la relación clase-sujeto sociotransformador. Entre las posiciones que sobresalen en medio de ella están: a) los que afirman que la clase ha desaparecido y con ella el sujeto; b) los que -por oposición- se aferran a la identidad clásica clase-sujeto trasformador, y hacen de ella un estandarte de firmeza ideológica; c) los que sustituyen a la clase –en tanto sujeto‑ por uno o varios movimientos sociales a los que consideran los “nuevos sujetos”, (con lo cual, de última, se termina contraponiendo movimiento social y partido político).

[10] La creciente dispersión y fragmentación de identidades, realidades, pertenencias, preferencias, imaginarios y aspiraciones —entre otras cuestiones—, apunta como imposible que uno solo de los actores sociales, sociopolíticos, o políticos, pueda erigirse en representante del conjunto. Influye en ello —además de las fracturas señaladas—, la que existe entre lo social y lo político, entre lo reivindicativo y lo político, entre los movimientos sociales y las organizaciones político-partidarias, poniendo de manifiesto —combinadamente—, una crisis profunda de representación.

[11] A ello se refiere Franz Hinkelammert, cuando señala que: "El llamado a ser sujeto se revela en el curso de un proceso: Por eso, el ser sujeto no es un a priori del proceso, sino resulta como su a posteriori. El ser humano como sujeto no es ninguna sustancia y tampoco un sujeto trascendental a priori. (...) Se revela entonces, que el ser sujeto es una potencialidad humana y no una presencia positiva." El retorno del sujeto reprimido, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2002, p. 349.

[12] Esto implica la transformación, construcción y acumulación social-individual de conciencia, poderes y saberes necesarios para conquistar también espacios de poder político, para ‑sobre esa base‑ estar en mejores condiciones de articular nacional e internacionalmente el proceso local y global de transformación social.

[13] La articulación orgánica sindical internacional por grupo empresario, por ejemplo, está muy rezagada, por no decir que es inexistente. Lo mismo ocurre con la creación de centrales sindicales de nuevo tipo, que se abran a la realidad de fragmentación de la clase y la sociedad, y se propongan su articulación, pilar de la recuperación de su poder de clase que, en tales condiciones, será tal si es -a la vez- social popular. La ausencia casi absoluta de ello expresa la actual conducta defensiva y conservadora de la clase obrera ocupada, particularmente, en los países del Norte.

[14] Por ello no coincido con los enfoques de algunos intelectuales que convocan a la izquierda partidaria tradicional a democratizarse y reconocer como parte de la izquierda a lo que ellos denominan “izquierda social”, para organizarla alrededor suyo. En tal caso, la propuesta se limita a sumar la “izquierda partidaria” y la “izquierda social”, pero subordinando jerárquicamente lo social a lo político, es decir, manteniendo la fragmentación entre lo político y lo social, y –con ello‑ la supervivencia de la lógica jerárquica del capital.

[15] La dinámica despojo-delegación influye no solo en el núcleo dirigente del partido, o sea, en aquellos que alcanzan la condición de "representantes de", no influye solo sobre los militantes "representados", sino también sobre la ciudadanía en general; es un hecho cultural presente en la mentalidad de la sociedad, y solo después de una larga práctica comienza a visualizarse con claridad.

[16] "Con la constitución de los partidos políticos obreros —bajo la forma de la división del movimiento en un "brazo industrial" (los sindicatos) y un "brazo político" (los partidos socialdemócratas y vanguardistas)—, la defensiva del movimiento se arraigó todavía más, pues los dos tipos de partido se apropiaron del derecho exclusivo de toma de decisión, que ya se anunciaba en la sectorialidad centralizada de los propios movimientos sindicales. Esa defensiva se agravó todavía más por el modo de operación adoptado por los partidos políticos, cuyos éxitos relativos implicaron el desvío del movimiento sindical de sus objetivos originales. Pues en la estructura parlamentaria capitalista, a cambio de la aceptación de la legitimidad de los partidos obreros por el capital, se hizo absolutamente ilegal usar el brazo industrial para fines políticos." Mészáros, István, The alternative to capital's social order, K P Bagchi & Company, Kolkata, 2001, p. 66.

[17] Articulado como actor político fundamental, el pueblo (auto)constituido en sujeto popular, podrá llevar adelante la colosal tarea político-cultural de cambiar de raíz y desde adentro –local y mundialmente- los destinos actuales de la humanidad. Tarea política que tiene que tiene ser organizada, orientada y promovida desde abajo.

[18] El eje de la construcción se traslada de las vanguardias, a los pueblos, de la organización política a la ciudadanía. Lo fundamental y primero, es la participación de la población organizada y no organizada en el diagnóstico, las decisiones, y la realización de las propuestas. Esto implica atender –en primer lugar- las urgencias de la sobrevivencia humano-natural, integrándolas en un proceso mayor, complejo multifacético y prolongado de transformaciones encaminadas a la creación de la nueva civilización humana.

[19] La cultura vanguardista está presente todavía con relativa fuerza en los partidos de izquierda, pero se expresa también en las mentalidades de aquellos que integran las organizaciones sociales y esperan "la orientación". Está presente también en el imaginario colectivo de lo que se supone “debe ser” una organización política, y en los criterios acerca de lo que significa hacer política y quiénes la hacen (representación). Todo esto, de conjunto, bloquea el reconocimiento por parte de unos y otros acerca de la necesidad de modificar sus prácticas.

[20] Las experiencias sociopolíticas del continente son un fiel ejemplo de esto, entre ellas, las de Chiapas, en México, y las del Movimiento Sin Tierra, de Brasil. Esta última resulta ser —quizá por el empeño sostenido, prolongado y sistemático de la misma—, una de las que mayores riquezas y enseñanzas ha acumulado al hacer de esto una de sus banderas de constitución y desarrollo. Es necesario apropiarnos de estas experiencias, para crecer colectivamente no solo a nivel local-nacional sino articulados (y articulando) a un gran movimiento socio-político-cultural continental. La realización del Foro Social Mundial y los foros temáticos y continentales, marcan buenas pistas en este sentido.

[21] Es importante identificar acciones concretas para contrarrestar el bombardeo ideológico alienante y negativo que sistemáticamente llega a todos a través de los medios.

[22] Es importante destacar aquí, el aporte incalculable de la Educación Popular, en primer lugar, y también de la Teología de Liberación, particularmente a través de la labor de las comunidades eclesiales de base, que desarrollaron su labor apoyadas en la concepción de la educación popular. Grandes movimientos sociales de América latina, como el Movimiento sin Tierra, de Brasil, el Comité para la Defensa de los Derechos Barriales, de República Dominicana, el zapatismo, en México, tienen en la labor de dichas comunidades de base o en el empeño de educadores populares, sus antecedentes fundacionales y, con ellos, los elementos de partida de lo que ahora devino un nuevo tipo de concepción de la transformación social y de liberación del poder del opresor.

[23] Misión Rivas, Barrio Adentro, Vuelvan Caras, Robinson, “Negra Hipólita”.

https://www.alainet.org/es/articulo/126129
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