Ni una sola ciencia, ni una sola técnica

04/11/2005
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¿Qué tiene que ver lo que uno piensa con lo que uno hace? La respuesta puede ser muy sencilla: en cualquier circunstancia, muchísimo. Sea cual fuera la persona o el campo de actividad, lo que está en la cabeza se expresa en la práctica de la gente. Lo que se tiene en mente termina moldeando lo que estamos en condiciones de hacer. Por eso importa tanto el debate o la denuncia del “pensamiento único”. Si la gente es víctima de la enfermedad espiritual de la simplicidad, ello tendrá consecuencias fatales en su vida práctica, en la comunidad, en el país. Con ello queremos remarcar que no se trata de un asunto “privado”, es decir, algo que pertenece al reino de la intimidad intransferible de cada persona. No, de lo que se trata es una epidemia que embarga a amplias capas de la población del globo, que se expande a la misma velocidad de la trivialización de la cultura del consumo, que toca por igual a los sectores populares que a las élites más empinadas. Es algo así como el sida del pensamiento: conocemos suficientemente sus desastrosos efectos pero ignoramos la lógica de su funcionamiento como para diseñar una vacuna. De momento no contamos con antídotos frente a la patología de la simplicidad. En buena medida por la extraordinaria eficacia de todo aquello que se vuelve “sentido común”, lógica de la normalidad. En cierto modo también por el enorme peso del pragmatismo, de lo instrumentalmente “útil”, por el entrenamiento de la mente hacia la valoración de las cosas “prácticas” (equivalente semiótico de las cosas “buenas”), por el largo persistir de la enfermedad del “concretismo”. Las concepciones de la ciencia entran en ese entorno cultural y se modelan en función de los mismos parámetros: saber que se instituye como “el” conocimiento verdadero, universal y libre de valores. Desde luego, con semejante envoltura es demasiado fácil que un tipo específico de saber se haga pasar como el único conocimiento que vale. El nexo entre paradigma de la ciencia y pensamiento único está asegurado. La complicidad entre un paradigma de la simplicidad y un cientificismo excluyente está sellada. El siglo XX será el tiempo de la consagración de este binomio, sea bajo las terribles implicaciones de las tecnologías de la muerte y la destrucción, sea bajo el halo cándido de la tecnociencia al servicio del “bienestar”. En todos los casos, un mismo resultado a la vista: entronización de la racionalidad científica —con sus métodos y sus rituales—como sentido común de la sociedad toda, es decir, como sistema de reglas que es interiorizado a priori en el imaginario de la sociedad como valor positivo, como horizonte de sentido, como modelo del conocer “políticamente correcto”. Ello no quiere decir que todos los habitantes se hayan vuelto de repente “científicos”. Significa sí que a partir de allí todas las otras formas de conocer quedan estigmatizadas; todos los saberes se auto-excluyen a los márgenes de la “brujería” y la superstición. Una vez que en la sociedad se instalan ciertos valores y representaciones, costará mucho hacer el viaje inverso. Está más que probada la resistencia “natural” que ofrecen las mentalidades frente a lo nuevo, de cara a las diferencias, frente al hecho aparentemente sencillo de cambiar. Es esa resistencia justamente una de la más poderosas anclas con las que cuenta el paradigma dominante. No sólo la existencia de intereses y lógicas particulares que mucha gente defiende concientemente sino también la predominancia de una mentalidad que tiene fuerza propia, que se reproduce por sí misma. Una nueva concepción de la ciencia y de la técnica tiene que lidiar con este tipo de fenómenos. Allí se juega en buena medida el chance de desinstalar modos de pensar y proveer nuevas claves para otra manera de producir conocimiento y gestionar la técnica. Estos nuevos senderos del conocer tienen especial relevancia a la hora de situarse en el espacio público, desde la toma de decisiones que impactan de algún modo al conjunto de la sociedad, desde aquellos ámbitos—la universidad, por ejemplo—donde se supone que la gente está consagrada justamente a la producción de conocimiento. Precisamente en esa dirección se orienta el esfuerzo que está haciéndose en estos días por poner en circulación un libro colectivo que lleva el mismo título que este artículo. Allí se han recogido una gran variedad de aproximaciones teóricas sobre este candente asunto de la ciencia y la técnica. Sabemos que es un debate complejo y cargado de implicaciones. No puede pretenderse que la controversia se resuelva por votación. Pero tampoco podemos permitir que el debate termine paralizando la acción de todos los días. En eso consiste la diferencia de discusiones meramente especulativas, sin destinatarios y sin implicaciones y los debates que son asumidos efectivamente para producir cambios tangibles, para generar nuevos sentidos, para orientar la práctica del Estado y de los ciudadanos. - Rigoberto Lanz es sociólogo, investigador, escritor y ensayista venezolano.
https://www.alainet.org/es/articulo/113430?language=es
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