El presidente camorrero

06/02/2007
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La figura de un presidente está cargada de múltiples atributos emblemáticos, casi míticos, que le dan una condición especial; a una gran mayoría le es inevitable verlo con características que rayan en lo sagrado. Por eso, el carácter carismático de quien desea alcanzar esa investidura se convierte en un elemento necesario para lograrlo. Y si observamos los aspectos normativos, podríamos concluir que sus requisitos para serlo y sus funciones dan los soportes necesarios para aproximarse a los enunciados anteriormente expuestos, ubicados en definiciones más culturales e incluso irracionales. Pues dentro de una Democracia representa uno de los tres poderes en que se sustenta y, en nuestro caso, con un énfasis presidencialista, su fuerza es mayor que si predominara el parlamentarismo. Su investidura trasciende el ejercicio de los demás poderes y, en sociedades como la nuestra, con la amplia gama de conflictos que soporta, es clave para el ejercicio de los liderazgos conducentes a la búsqueda de soluciones y del fortalecimiento de referentes colectivos que aclimaten condiciones de paz.

Por eso es aparentemente inexplicable que el presidente Uribe caiga en ese lenguaje otrora identificado como de verdulería y que puede tipificarse muy bien como camorrista. Porque acude al chisme, al me dijeron, al me contaron para provocar en el contradictor la reacción personal que lo desestabilice y lo saque del tinglado de la confrontación. Porque da su vida cuando sus lazos de sangre está en entredicho y su familia es puesta en la picota pública. Porque hurga en heridas del pasado para concitar la retaliación, la rabia y la venganza. Porque desprestigia al oponente político con las más provocadoras bajezas. Porque atiza la contienda como el peleador callejero que exhibe su poder enfrentándose con quien se atraviese y evitando pedir algún apoyo para demostrar su hombría. Porque salta sobre cualquier promontorio para denostar de sus contrincantes, retarlos a la faena. Porque confunde su función pública con sus fantasmas personales. En fin, porque no controla sus pasiones y las desata como un huracán incontenible, arrasando todo aquello que ha convertido en el afán de sus delirios.

Cabalga el mandatario sobre una franja mayoritaria de la opinión pública que en un 60% apoya el espectáculo camorrero, dándole contenido a una especie de carnaval, y en un 66%, según el noticiero CMI, opina que no hay laxitud en su tratamiento a los paramilitares. En eso ha demostrado ser un buen jinete: seguir el trote de las cadencias marcadas por la favorabilidad de las encuestas; así como lo muestran marcando el paso de los equinos de su propia hacienda. Puede expresar esto un distanciamiento del peleador arrabalero, porque la conducción del potro alazán de la política implica el cálculo, la identificación del momento en el cual presiona las espuelas de sus intereses o libera la jáquima de sus iras para lograr el frenético aplauso de sus ensoberbecidos áulicos y la rabia de sus expoliados enemigos. De allí que no sea descabezada la hipótesis del director de un radioperiódico nacional: la conducta del presidente es calculada en función de desprestigiar a sus más claros contendientes del PDA en ascenso y abrir el camino para su otro yo en la lejana campaña electoral a la presidencia o crear las justificaciones para su segunda reelección.

Si es así solo se sabrá en los resultados que arroje el proceso, Sin embargo, sí es seguro que las consecuencias institucionales y de desarrollo de las culturas políticas serán adversas. Pues con ello no se hace más que atizar la confrontación, estimular imaginarios de resolución de los conflictos por la vía de la pelea, el odio, la venganza. Los mismos proceso de paz son puestos en entredicho por el mandatario, dejando el mensaje de la igualdad entre el guerrillero que deja las armas para luchar por su proyecto de sociedad por la vía del apoyo social y dentro de los marcos institucionales y el que sigue en la clandestinidad amparado en el uso de las armas. Queda también el mensaje de que cualquier acción es válida para hacerse reconocer y que los intereses colectivos pueden supeditarse a lo que desde allí se construya. Nada peor para un pueblo que cada mañana alimenta la esperanza de salir del laberinto de sus frustraciones.

Diego Jaramillo Salgado
Profesor titular de Filosofía Política Unicauca
Doctor en Estudios Latinoamericanos UNAM
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