Memoria política (1972-2021)

Las derrotas suelen obnubilar la mente de los perdedores y, cuando eso sucede, las emociones y las pasiones terminan dominando a la razón.

08/03/2021
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“En la vida hay amigos, conocidos, adversarios y compañeros de partido”.

Winston Churchill

 

I

 

Las líneas que siguen a continuación son una larga reflexión a partir de mi memoria política. Pido disculpas de antemano por cualquier barbaridad o yerro que haya en ellas. La memoria es traicionera y, por ello, nos juega malas pasadas cuando menos lo esperamos. Ojalá que la mía, en esta ocasión, no me juegue (demasiadas) malas pasadas. ¿Por qué corro el riesgo? Porque con mi participación electoral en 2021 se cumplieron 39 años desde que voté por primera vez en 1982; y 10 años antes había tenido mi primera experiencia de propaganda electoral. Y, respecto de mi participación como votante, no quiero que se me olviden –más de la cuenta— los motivos que me han mantenido firme en este compromiso ciudadano durante tanto tiempo.

 

Aprovecho para anotar algo que con frecuencia se deja de lado: en cada votación se han juntado (y se juntan) en las urnas votantes nuevos (como yo, en 1982) con votantes experimentados (como yo, en 2021), lo cual pone reparos a la afirmación, ligera, de que las elecciones las deciden en exclusiva quienes votan por primera vez (o los jóvenes, o la nueva generación). De hecho, una persona, entre 18 y los 70 o 75-80 años tiene posibilidades de votar en unas 10-12 elecciones presidenciales y un poco más en elecciones legislativa y municipales. En mi cuenta personal, por ejemplo, tengo anotada la participación en 8 elecciones presidenciales y, además de en varias elecciones legislativas y municipales, en una para Asamblea Constituyente.  Y como no todas las personas tienen la misma edad, en cada elección se reúnen votantes que quizás lo estén haciendo por última vez con votantes que lo hacen por vez primera, y, en medio, quienes lo hacen por segunda, tercera, cuarta o más veces. 

 

Tengo un motivo adicional para hacer este recuento (político) personal de casi 49 años: este año cumplo 60 años (nací en abril de 1961, aunque mi partida de nacimiento está fechada en agosto de ese año) y creo que entrar a esa etapa de mi vida me permite hacer una especie de ajuste de cuentas conmigo mismo. No porque haya sido protagonista de nada; fui un salvadoreño más, de entre miles, que lo único que puede decir es que ha vivido ese largo periodo histórico con conciencia y pasión, y que ha aprendido a querer entrañablemente a esta porción de tierra llamada El Salvador en la que por accidente le tocó nacer. Estas son las razones íntimas que me han llevado a escribir esta Memoria política. También hay razones académicas, pues en este país (y en México) me formé como profesional de las ciencias sociales y no puedo evitar (de hecho, estoy obligado a) intentar argumentar siguiendo los criterios básicos de la lógica y exigencias científicas. Así que lo que ha salido de mis meditaciones es una especie de ensayo, con añadidos de vivencias personales que espero no contaminen en demasía mi juicio.    

 

Termino estos párrafos introductorios con lo siguiente. Los protagonistas de la etapa histórica que va de la década de los años sesenta y se cierra en 1992 -–no sólo líderes y dirigentes, sino gente del pueblo que se organizó: campesinos, obreros, estudiantes, vendedoras de los mercados, personas de iglesia, pobladores de tugurios— merecen el mayor de mis respetos. Se jugaron la vida en su compromiso por un mejor país. Muchos fueron asesinados, otros huyeron en exilios forzados, otros sobrevivieron a la guerra civil con sus cuerpos deteriorados por trayectorias de vida ingratas. De los que sobrevivieron a la guerra, no pocos han ido muriendo –y no sólo líderes o dirigentes históricos—después de 1992. La partida más reciente fue la de Roberto Cañas, firmante de los Acuerdos de Paz.  Estos salvadoreños, hombres y mujeres cabales, se jugaron la vida en serio, movidos por convicciones de justicia; renunciaron a su juventud, vivieron persecuciones, torturas y exilios, y, en límite, murieron violentamente.  Escribir estas líneas es mi manera, la mejor que tengo, de agradecerles a quienes aún viven y de honrar la memoria de quienes ya no están con nosotros.  

 

II

 

Dicho lo anterior, pongo en funcionamiento mi memoria. Como ya dije, ejercí mi derecho al sufragio, por primera vez, en 1982. Tenía en ese entonces 21 años y recién estrenaba mi Cédula de Identidad Personal. Eran tiempos complejos y críticos aquellos. La represión política estaba a la orden del día, la guerra civil había iniciado un año antes y la presencia de los cuerpos de seguridad y la Fuerza Armada era decisiva en la vida social y político institucional. En mis primeras elecciones, el ambiente de violencia política era evidente, bajo la vigilancia y amenaza de los cuerpos militares y policiales de la época. En ese contexto, además del desorden y las aglomeraciones, el proceso electoral estaba a cargo de un Consejo Central de Elecciones que, en la década anterior, había amparado dos fraudes escandalosos (1972 y 1977).

 

Yo era consciente de eso cuando decidí ir a votar en 1982. Se iba a elegir una Asamblea Constituyente que tendría como finalidad la redacción de una nueva Constitución, desde la cual se ordenaría, desde un andamiaje democrático, el sistema político salvadoreño. Cuando recuerdo aquel momento, francamente, dudaba del alcance de esa promesa; y estoy seguro que lo mismo les sucedía a muchos de los que participamos en aquella elección. La guerra civil marcada la realidad nacional y la promesa democrática era parte inevitable de la misma.  

 

Sólo visto retrospectivamente se puede valorar hasta dónde se llegó en su cumplimiento. Nadie podía prever en 1982 que, en lo sucesivo, se irían dando procesos electorales ininterrumpidos (1982-2021), que a los ganadores se les respetaría el triunfo, que sus periodos de gestión se completarían y que dejarían sus cargos (o los renovarían en el caso de los mandatos legislativos) a partir de nuevos eventos electorales. Este es un logro político extraordinario para un país que, cuando comenzó la transición democrática, vivía una guerra civil y estaba amarrado por una estructura de poder autoritaria que había dado lugar, en las décadas anteriores, a fraudes electorales y a constantes golpes de Estado.

 

III

 

Mis experiencias político-electorales, no como votante, venían de 1972 y de 1977. Para la primera de esas dos elecciones tenía apenas 11 años, pero fui consciente (en lo que cabía para un niño de esa edad en esa época) de que la Unión Nacional Opositora (UNO) –con José Napoleón Duarte y Guillermo Manuel Ungo como líderes indiscutidos— era la opción a apoyar; en esa campaña, una familia de joyeros que militaba en la UNO me llevó a pegar, a media noche, propaganda en unos postes, y esa fue mi primera participación en la política partidaria. En el lenguaje oficialista de entonces, yo era un “subversivo” en potencia. En 1977, el fraude electoral a la UNO (con el coronel Ernesto Claramount Rozeville –un militar “bueno”, decía mi mamá Teresa— y a Antonio Morales Erlich como candidatos), me hizo acompañar una concentración en la Plaza Libertad, de la cual –tras una violenta represión— surgieron las Ligas Populares 28 de febrero. Tenía 16 años y, de forma acelerada, me estaba convirtiendo –en una metamorfosis de las buenas, es decir, kafkiana— en adulto, no sólo psicológica o biológicamente, sino políticamente.

 

Por temperamento e influencias de profesores y amigos, a los 18 y 19 años, me fui adscribiendo a planteamientos y posiciones progresistas de izquierda, lo cual, al inicio de la década siguiente, estaba bien afianzado en mí. Es curioso cómo se forman las identidades políticas en las personas. En mi caso, el progresismo de izquierda era una mezcla de aspiraciones democráticas (libertad de expresión, rechazo a las violaciones a los derechos humanos) con ansias de justicia (malestar por los abusos de los poderosos, indignación por la pobreza obrera y campesina) que me acercaron a la izquierda revolucionaria.  Leía todo lo que tenía olor a progreso, crítica, ciencia y transformación social.

 

Hablaba con amigos y amigas de izquierda. Escuchaba música de izquierda. El “Jurado Número Trece” (programa de Radio YSAX, del Arzobispado de San Salvador) y las homilías de Mons. Óscar Romero calaban hondo en mi conciencia. Me educaba políticamente, pero también como salvadoreño preocupado por el país y sus heridas e injusticias.  Nunca he querido (o no he podido) renunciar a la herencia de moral de esos años, pues es de lo mejor que me ha sucedido en la vida. Gracias a ella, la intranquilidad y la insatisfacción, con lo gratas e ingratas que suelen ser, no me han faltado nunca.  

 

Voté por primera con una mezcla de ideas en mi cabeza y sentimientos.  Eso no me impidió ser consciente de que lo hacía, y de que tenía que hacerlo, por un deber ciudadano. Era importante, pensaba, que yo que no quedara fuera de algo que –aunque fuera de futuro incierto— se me presentaba como una oportunidad para que El Salvador fuera un poco mejor. Y no he dejado de participar en ninguna elección, desde aquel ya lejano 1982 hasta las recientes elecciones de 2021, motivado por el mismo deber: no dejar de aportar la cuota que me toca (tan pequeña como ir a votar) para que mi país sea un poco mejor de lo que es. He tratado de que mis emociones y sentimientos no nublen mi razón y confieso que no siempre me ha sido fácil mantener un criterio sereno y prudente.

 

A estas alturas, estoy convencido de que los procesos electorales tenidos desde 1982 hasta 2021 han sido buenos para la salud política de la sociedad salvadoreña. Y todo se hace ahora de mejor manera que en 1982 y se puede hacer mejor en el futuro. Hasta ahora, los resultados de cada elección han refrendado al sistema electoral y político, cuyas imperfecciones no han impedido que la voluntad popular, expresada en las urnas, sea respetada, asignando a partidos y candidatos la cuota (más alta o más baja) de poder que los electores les han otorgado.

 

No veo por qué no deba estar satisfecho por este logro político. Otras muchas cosas me tienen insatisfecho, pero no el que los procesos electorales se realicen en los tiempos establecidos, que quienes ganan en las urnas no vean violentado su triunfo por artimañas y que quienes salen derrotados acepen los resultados sin recurrir a la violencia en contra de sus adversarlos. Se trata de una extraordinaria conquista democrática que ganadores y perdedores en cada evento electoral, desde 1982, han sabido revalidar, haciendo que el sistema funcione y se convierta en garantía de que cada nueva elección seguirá por los mismos cauces de respeto a las reglas y a los resultados.  

 

Desde la elección para la Asamblea Constituyente, en 1982, y desde los diseños político electorales que impulsaron a partir de entonces, en El Salvador se ha fraguado un interesante sistema político pluripartidista (no unipartidista ni bipartidista) que abre la puerta distintas posibilidades en la configuración de las fuerzas políticas después de cada elección. Lo es por definición constitucional: Art. 85: “El sistema político es pluralista y se expresa por medio de los partidos políticos, que son el único instrumento para el ejercicio de la representación del pueblo dentro del Gobierno. Las normas, organización y funcionamiento se sujetarán a los principios de la democracia representativa. La existencia de un partido único oficial es incompatible con el sistema democrático y con la forma de gobierno establecidos en esta Constitución”.

 

En este sistema, la configuración más frecuente ha sido la de dos partidos predominantes y un tercero o cuarto partido que son decisivos para los acuerdos en la Asamblea Legislativa. Asimismo, en las competencias electorales (presidenciales, legislativas o municipales) el sistema da cabida (y de hecho así ha sido hasta 2021) a una variedad de partidos, algunos de ellos sumamente volátiles (y de breve existencia) por la falta de apoyo popular. También el sistema abre la posibilidad de una fuerza política (un partido o coalición) se lo pueda llevar casi todo en una elección, es decir, tener el Ejecutivo, tener mayoría en la Asamblea Legislativa y controlar la mayor parte de consejos municipales. Pero ni la existencia de dos partidos predominantes significa, en sentido estricto, “bipartidismo” ni que un partido lo tenga “casi todo” (Ejecutivo y mayoría legislativa y municipal) –o que renueve varias veces su mandato en el Ejecutivo— significa que haya un “unipartidismo”.  Para que un sistema sea uno o lo otro debe haber un diseño político-electoral que lo haga viable (y le dé legitimidad), y ese no es el caso de El Salvador. Aquí no ha habido, desde 1982 hasta 2021, dos partidos que exclusiva se haya impuesto en la dinámica política nacional y se hayan alternado en el poder.

 

IV

 

En algún lugar (creo que en una nota de un periódico internacional) leí que en 2019 habían llegado a su fin 30 años de bipartidismo en El Salvador. No pude (y no he podido) evitar darle vueltas al asunto para ponderar su sentido. Entiendo que el tópico se refería al “bipartidismo” de 30 años entre ARENA y el FMLN, es decir, los 20 años de gobierno de ARENA (1989-2009) y a los 10 de gobierno del FMLN (2009-2019). Es cierto: fueron los dos partidos que tuvieron el Ejecutivo uno después del otro en esas tres décadas, pero no fueron, primero, los dos únicos partidos en el ruedo político; segundo, no siempre, durante esos 30 años, tuvieron siempre un poder (relativamente) equivalente; y, tercero, no hubo alternancia entre ellos: ARENA fue relevado por el FMLN, pero éste no fue relevado por ARENA.

 

Por otro lado, el FMLN interviene como partido político del sistema, por primera vez, en las elecciones generales de 1994 (presidenciales, legislativas y municipales). A nivel legislativo, el partido de izquierda se queda con el 21,4% de los votos. En la misma elección, el PDC (otro partido del sistema) obtiene 17,9%. Mientras que ARENA, el partido más fuerte en ese entonces se lleva un 45%. En las de 1997, el FMLN comienza su ascenso legislativo:  33%. El PDC desciende: 8,4% y ARENA también baja levemente: 35,4%. En 2000, el FMLN alcanza paridad legislativa con ARENA: 35,4% y 36,03%, respectivamente. Revisé datos hasta 2012 y esa paridad relativa se mantuvo, inclinándose a favor del FMLN en 2009, con un 42,59%; para ARENA (que perdió la presidencia en manos del FMLN este mismo año) fue de 38,53%[1]. Las elecciones presidenciales de 1994 (llamadas “elecciones del siglo”) fueron ganadas por ARENA –que alcanzaba por segundo periodo consecutivo el Ejecutivo— en segunda vuelta con un 67.9% de apoyo popular (en primera vuelta se quedó con el 49%). El FMLN lo hizo en coalición partidaria con el CD y el MNR; y la coalición obtuvo en primera vuelta un 24. 9% (el PDC un 16.4%) y en segunda vuelta un 32.1%[2].  Las siguientes dos elecciones presidenciales (1999 y 2004) las ganó de nuevo ARENA, pero prácticamente estamos en otra década.

 

Para efectos de mi reflexión es claro que de los 30 años del presunto bipartidismo entre ARENA y el FLMN se tiene que restar la década de los noventa, pues no es el FMLN el polo opuesto partidario de ARENA: esto se va perfilando desde 1997, pero sin estar bien definido. El FMLN es débil entonces; tanto es así que, en 1994, está cerca del PDC en resultados electorales, legislativos y presidenciales (en coalición). ¿Por qué?  Porque el PDC fue el partido más fuerte en la década anterior y ARENA era su principal polo opuesto partidario. Por supuesto que no era un bipartidismo PDC-ARENA, sino una posibilidad del naciente pluripartidismo (“multipartidismo emergente”, lo llamó Ricardo Córdova en su momento) en una sociedad fuertemente polarizada. En las presidenciales de ese año el PDC, en segunda vuelta, se quedó con el 53.6% de respaldo popular, en tanto que ARENA con un 46.4%. Y en las elecciones legislativas de 1985 el PDC obtuvo el 52.1% del respaldo popular y ARENA con el 29.7%[3]. Este último partido, recién creado (1981), iba en ascenso. Nada más se elegía a 60 diputados, y la disparidad entre el PDC y ARENA fue la siguiente: PDC 33 diputados y ARENA-PCN 25 diputados.

 

Simplistamente se podría decir, si se acepta que la existencia de dos partidos predominantes significa bipartidismo, que éste tiene en El Salvador 40 años (PDC-ARENA (1982-1992) y ARENA y FMLN (1992-2021), y si se es más amplio de criterio 50 años: PDC (integrando la UNO) y PCN (1972 a 1982).  Pero claro, se tiene que tener un criterio extremadamente amplio, además de obviar hechos histórico-políticos decisivos, para una formulación semejante. La reseña de arriba apunta a algunos de esos hechos.

 

También me dio qué pensar lo siguiente: si es correcto que en El Salvador se ha llegado al final de 30 años de bipartidismo, la pregunta que se impone es: ¿qué es lo que ha surgido o está surgiendo en su lugar? Por lo que leí, en la nota periodística que mencioné antes, no había nada sobre esto, y me parece que ese asunto no debió ser soslayado. Como no encontré indicios al respecto en el escrito referido, he meditado en las posibilidades que se abren cuando un sistema bipartidista llega a su fin. Son, básicamente, las siguientes: a) multipartidismo; b) unipartidismo; y c) desintegración del sistema de partidos.  No veo señales de estas dos últimas opciones se estén dando en El Salvador, y en 2021, tanto por el ejercicio político electoral como por su resultado, la lógica de lo sucedido se inscribe en un marco más de tipo pluripartidista. Es decir, el sistema político contempla como una de sus posibilidades lo sucedido en 2021, y no que se haya instaurado una dictadura o algo equivalente. Sin embargo, las derrotas suelen obnubilar la mente de los perdedores y, cuando eso sucede, las emociones y las pasiones terminan dominando a la razón. Los sinsentidos apocalípticos pueden hacer su aparición, y mucho de eso se escucha en los ambientes de izquierda en estos días. Como dice Ignacio Morgado, lo negativo de las elecciones

 

“no es que se trate de elegir democráticamente a un buen candidato, lo cual es razonable o deseable, sino que el procedimiento utilizado siempre da lugar a un derrotado públicamente y la neurociencia ha demostrado que ese tipo de exclusión social individualizada afecta al cerebro de tal modo que la derrota duele tanto como el propio dolor físico y eso tiene consecuencias no precisamente buenas… a la larga, es difícil creer que los perdedores acaben por asumir sinceramente su derrota. El derrotado siempre busca resarcirse, de un modo u otro”[4].

 

En fin, si lo que había era un bipartidismo y el sistema no se encamina hacia su desintegración autoritaria o hacia un unipartidismo sólo queda el pluripartidismo. ¿Es esta apreciación correcta? ¿No es eso lo que ha habido y hay en país, y es lo que se ha sido revalidado en las elecciones de 2021? 

 

 

 

V

 

 

 

Esas preguntas y otras me llevaron a meditar sobre las maneras de ordenar mis ideas. Y pensando en algo que fuera útil para ordenarlas hice, primero en una hoja de papel, el siguiente cuadro:

 

 

             Relevos presidenciales de El Salvador (1984-2024)

 

Partido en la presidencia

Partido que releva

PDC (1984-1989)

ARENA

ARENA (1989-2009)

FMLN

FMLN (2009-2019)

GANA

GANA (2019-2024)

 

 

 

En la secuencia histórica de los relevos partidarios en el gobierno de El Salvador, desde 1984 hasta 2019, lo usual ha sido –tal como se puede ver en el cuadro— que el partido que es relevado del Ejecutivo no es el que desplaza al que gobierna (que el que lo desplazó), sino que esto lo hace otro partido. Así, la Democracia Cristiana, que gobernó desde 1984 y 1989, no fue desplazada por el partido con el que en la década anterior había librado fuertes batallas políticas –el PCN—, sino por ARENA, un partido que, en ese entonces (1989), tenía 8 años de haber sido creado (en septiembre de 1981).

 

Por su parte, ARENA, que gobernó el Ejecutivo salvadoreño durante 20 años (cuatro periodos de gobierno continuos) no fue desplazado por el PDC, sino por otro partido, el FMLN, creado, como tal, en 1992. No es correcto sumar al FMLN sus años como movimiento insurgente, pues no se trataba de un partido político. A su vez, el FMLN no fue relevado por ARENA, sino por otro partido político, GANA, surgido de una ruptura con ARENA, en 2010. En realidad, fue en este partido que se inscribió el actual Presidente de la República, pero su fuerza electoral provino del partido Nuevas Ideas, que no logró registrarse oficialmente para esas elecciones. Es seguro que, de haberlo hecho, Nuevas Ideas (recién oficializado después de la elección) hubiera sido el partido que ocuparía la presidencia. En los registros históricos futuros quizá estos detalles se pierdan, pero son importantes para entender mejor el extraordinario desempeño de Nuevas Ideas en las elecciones legislativas y municipales de 2021.

 

Desde el cuadro, puedo reflexionar sobre algunas cosas interesantes. La primera es que, desde 1989, ninguno de los partidos que ha salido del Ejecutivo ha regresado al mismo. La segunda, implícita en la anterior, que los partidos que han desplazado al que está en el Ejecutivo, cuando les ha tocado abandonar lo han hecho derrotados por un partido distinto al que ellos sacaron. No se ha dado, en el periodo, ningún tipo de alternancia entre dos partidos: el que ha salido el Ejecutivo no ha regresado, aunque haya competido con el que lo sacó del poder o con otro.

 

Tercero, los partidos que han relevado a los que están en el gobierno son relativamente nuevos: ARENA tenía 8 años cuando desplazó al PDC del Ejecutivo; este último partido había sido creado en 1960, es decir, tenía 29 años cuando compitió con ARENA. El FMLN no era tan nuevo cuando ganó la presidencia, en 2009: tenía 17 años, pero ARENA tenía 28 de haber sido fundado. GANA, por su parte, en 2019, tenía 9 años de existir cuando se hizo de la presidencia. Pero, como se anotó antes, es Nuevas Ideas (el partido que no se había oficializado en 2019) el que canalizó, en la práctica, los votos que dieron el triunfo al actual presidente. Por cierto, GANA no era un partido irrelevante: en 2014 cuando, como parte del Movimiento UNIDAD, forzó a una segunda vuelta entre ARENA y el FMLN.

 

Otro aspecto curioso es que los partidos derrotados al momento de ocupar el Ejecutivo han terminado sumergidos en graves crisis que han diezmado sus filas y, en no pocos casos, han provocado deserciones internas, fraccionamientos e incluso la formación de otros partidos. El papel dominante del PCN corresponde a un periodo histórico anterior al aquí considerado y su deterioro se debió al derrumbe del modelo autoritario de los años sesenta y setenta, pero se trata de un partido que desde que dejó el poder del Ejecutivo, con el golpe de Estado de 1979, nunca más volvió a la presidencia de la República, y no porque no compitiera.

 

En el periodo que se examina aquí, el PDC es el primero que señala la senda a los derrotados estando en el poder. Después de tener un control “casi” total del aparato del Estado, ya en 1989, justo en el marco de las elecciones de ese año, la Democracia Cristiana comienza a padecer una crisis que luego, con la derrota, se va a profundizar: en 1989 se forma el Movimiento Auténtico Cristiano (MAC) liderado por líderes históricos del partido. A partir de de la derrota electoral de 1989, el partido se sumió en una crisis que lo debilitó al extremo. Divisiones, fugas y deterioro fueron la regla de oro en el PDC… y no volvió más a la presidencia, lo cual no quiere decir que no haya dejado de tener incidencia en la vida política e institucional del país. Sólo para cerrar con este partido, en la década de los noventa el PDC todavía pasaba malos ratos: en 1997, una parte de sus diputados se salió del partido y fundó el Partido Renovación Social Cristiana.

 

El turno de ARENA: partido con un poder, desde 1989 hasta 2009, que llamaba la atención de propios y extraños. La “hegemonía de ARENA y la derecha” se decía. Y, claro, no es cosa menor ganar elecciones presidenciales cuatro veces seguidas. Como se decía en los corrillos de la derecha cuando ARENA comenzó su reinado, su modelo era el PRI mexicano. Pero el partido fue derrotado en 2009 y las crisis, divisiones, fugas y deterioro institucional no se hicieron esperar. De esa crisis salió GANA, precisamente, fundado por integrantes de ARENA. Nunca más ha regresado al poder y, tal como lo muestran los resultados electorales de 2021, la disminución de su peso como fuerza política continúa hasta nuevo aviso. El PCN y el PDC ya conocen la historia.

 

Es la misma ruta que, a su vez, está recorriendo el FMLN: la derrota electoral de 2019 abrió las puertas a un camino de deterioro (crisis interna, fugas, divisiones) que en 2021 parece haber desembocado en un punto de no retorno. Y es que la regla parece ser que, en El Salvador, los partidos que son desplazados del Ejecutivo no son capaces de lidiar con la derrota, lo cual, en el fondo, desde mi punto de vista, pone de manifiesto su enorme debilidad institucional. No hay que engañarse: la crisis no inicia a partir de las derrotas, sino que se vienen incubando antes de ellas, con fugas de cuadros y simpatizantes, pérdida de arraigo, rivalidades y deslealtades, que son las que preparan el fracaso electoral. Siguen después de éste, y anticipan los futuros fracasos.

 

Ni el PDC ni ARENA ni el FMLN han escapado a esta suerte. No se han recuperado después ser sacados del Ejecutivo y han ido para peor en su desempeño electoral, resignándose (como el PCN y el PDC) a ser meros sobrevivientes. Que el FMLN haya llegado hasta donde está es una especie de “crónica de una muerte partidaria anunciada”. Decir esto toca afectos, pero se trata de una afirmación sobre un partido político llamado “FMLN” y no de la organización político militar que libró la guerra. Siempre pensé que ese partido debió tener otro nombre, pero sus dirigentes no se ubicaron de la mejor manera en la nueva época. De ARENA se puede decir lo mismo en cuanto a sus derroteros de aquí en adelante. Y no es que no quepa la posibilidad, para un partido, de recuperar el aire y volver alzar vuelo político, pero, hasta ahora, no lo ha hecho ninguno que ha sido desalojado del Ejecutivo. Si el FMLN o ARENA lograran revertir esa tendencia, eso sí que sería algo visto por primera vez en la historia política reciente del país.  

 

VI

 

Esta memoria se ha hecho larga. Quiero terminarla con un par de añadidos que descansan en apreciaciones fuertemente cualitativas. La primera es que tengo la sospecha de que cuando un partido asciende electoralmente no sólo lo hace atrayendo votantes nuevos (personas que votan por primera vez por su edad o porque no habían querido hacerlo), sino atrayendo a votantes de otros partidos, incluyendo votantes de los partidos más fuertes (sin excluir al que ocupa el Ejecutivo en ese momento). O sea que hay algo así como una “migración” (inter partidaria) de votantes en el sistema político salvadoreño, por lo menos desde 1984. Por ejemplo, es probable que ARENA atrajera en su ascenso político a votantes del PCN, pero no sólo de este partido. En otro ejemplo, es probable que el FMLN en su ascenso político atrajera a votantes, entre otros, del PDC. Esto requiere un estudio más detallado (que a lo mejor existe, pero no conozco). 

 

La otra cosa que me parece llamativa, y que se puede ver en los datos que he reseñado, es que desde 1984 el partido que ha ganado las presidenciales ha tenido éxito en las legislativas inmediatamente posteriores, pero esto es evidente cuando el partido en la presidencia cuenta con un líder fuerte no exento de carisma.  Al PDC le fue bien en 1985, con Napoleón Duarte recién estrenado en la presidencia; a ARENA, con Alfredo Cristiani en su segundo año en la presidencia en 1991 (y cuando él salía del cargo, en 1994); y al FMLN, con Mauricio Funes como ganador en las presidenciales, en 2009, y, posteriormente, en 2012. Y en las elecciones de 2021 esto se ha confirmado con singular fuerza, pues el partido Nuevas Ideas –el partido liderado por el presidente Nayib Bukele— tuvo, como dije antes, un desempeño electoral extraordinario. Lo del efecto de “arrastre electoral” de los líderes –esos que suscitan fuertes emociones en sectores amplios de la población— creo que tiene una explicación desde las neurociencias. Dice Ignacio Morgado, en el libro citado antes, que las emociones se desencadenan más rápido y con fuerza cuando se individualiza su foco de atracción, y los líderes políticos de mayor influencia son los que logran justamente eso, lo cual no es bueno ni malo (ni tampoco es un algo exclusivo de nuestra época: está afincado en las estructuras biológicas humanas), sino que simplemente es así.     

 

San Salvador, 5 de marzo de 2021

 

-Luis Armando González es Licenciado en Filosofía por la UCA. Maestro en Ciencias Sociales por la FLACSO, México. Docente e investigador universitario. 

 

 

 

 

 

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