Corrupción en Guatemala: ¿Estados Unidos tiene que arreglarla?

En Guatemala la corrupción endémica continúa tal cual, y más allá de pomposas declaraciones, no hay la más mínima intención de frenarla, ni en Guatemala ni en Washington.

03/02/2021
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Corrupción e impunidad son dos constantes que recorren toda Latinoamérica. Partamos por decir que ambos fenómenos (en otros términos: la transgresión, la fascinación con el poder) son notas distintivas de lo humano. Se dan en todos lados, en los empobrecidos países del Sur así como en la prosperidad insultante del Norte. Sucede que en nuestra empobrecida región, donde las carencias son tan abrumadoras, hechos corruptos por parte de los gobernantes cobran una relevancia monumental. En Guatemala, por ejemplo, el tráfico de influencias contribuye a mantener las impresionantes diferencias económico-sociales; en Estados Unidos, por el contrario, existen empresas de lobby totalmente legales (son lo mismo: cabildeo a espaldas de la población). Ante la pobreza generalizada, la corrupción de un funcionario se presenta como “excesiva”. ¿Por qué sería “honesta” la fortuna de un millonario -hecha con el trabajo de los explotados trabajadores- y “deshonesta” la de aquel que robó fondos públicos? No olvidar nunca que “la propiedad privada [de los medios de producción] es el primer robo de la historia”, como decía el anarquista Proudhon.

 

No es cierto que la corrupción abierta de los venales funcionarios públicos del Tercer Mundo sea la causa de la miseria de sus poblaciones. Pero es ese un muy útil chivo expiatorio para las clases dirigentes, un expediente fácil para descargar responsabilidades: las penurias crónicas de las masas empobrecidas se “debería” al robo descarado de los gobernantes. Ese es el discurso dominante; e incluso, con toda la carga moral de por medio, es muy creíble, porque toca fibras íntimas. Apelar a los “malos de la película”, en una macabra maniobra maniquea, da resultado: “estamos mal por culpa de los políticos corruptos que se roban todo”.

 

¡Tremenda falacia! La exclusión de las grandes mayorías es producto del sistema capitalista, ¡de la explotación!, de la extracción de plusvalía, donde solo una pequeñísima fracción de la población (los dueños de los medios de producción, y nadie más) se queda con el fruto del trabajo de la inmensa clase trabajadora (obreros, campesinos, cualquier tipo de asalariado, el trabajo hogareño no remunerado, en general desarrollado por las mujeres). Los vueltos y sobrefacturación de viáticos (y alguna que otra cosita más por ahí) con que se quedan los dirigentes, los políticos profesionales que operan las palancas del Estado, son limosnas al lado de las ganancias de las clases explotadoras (por ejemplo: 4,000 dólares mensuales de salario de un diputado contra 10 millones de dólares al mes de los grandes grupos económicos, los verdaderos y únicos dueños de la finca llamada Guatemala).

 

Guatemala, no es ninguna novedad, presenta altísimos índices de corrupción. Su oligarquía tradicional (agroexportadora, diversificada en algunas industrias y servicios, dueña del capital financiero, tradicional dueña del país, en muchos casos orgullosa de su linaje español no contaminada con la “indiada”), los nuevos ricos de estos años, con fortunas amasadas desde la contrainsurgencia anticomunista durante los años en que el generalato manejó la política oficial en la guerra interna (negocios “calientes”: narcoactividad, contrabando, trata de personas, contratos espurios con el Estado) y los operadores políticos de ambos grupos de poder (léase: los gobiernos de turno), se mueven con la más absoluta impunidad. Corrupción e impunidad son tan históricas como el racismo y el patriarcado.

 

El único momento en que se atacaron (más cosméticamente que otra cosa) fue cuando la administración estadounidense demócrata de Barack Obama decidió “limpiar la corrupción” en Centroamérica potenciando, para el caso de Guatemala, la Comisión Internacional contra la Impunidad -CICIG-. Junto a ello, completando la maniobra, el tradicionalmente cooptado Ministerio Público pasó a tener un papel más transparente y activo en la persecución penal. Se hizo algo, mínimo, pero las cosas de fondo no cambiaron (¡¡ni podían cambiar!!).

 

Luego de varios años de permanencia en Guatemala y con una actuación más bien anodina, sin mayores resultados en el combate a la impunidad, a partir de esa decisión de Washington, la CICIG llegó a tener un papel protagónico en el país, y para mucha gente -manipulación mediática mediante- era el ariete principal en la lucha política contra las mafias enseñoreadas en el gobierno.

 

La figura del por ese entonces coordinador de la institución, el colombiano Iván Velásquez, llegó a ser personaje de principalísima importancia nacional, tanto o más que el presidente. Del mismo modo, el Ministerio Público, tradicionalmente cooptado por las mafias, levantó grandemente su perfil; de poder resolver solo un 2% de los ilícitos que investigaba, con la jefatura de Thelma Aldana -¡y el apoyo de la CICIG, o mejor dicho: de la embajada de Estados Unidos!- esa instancia jugó un papel protagónico en la lucha anticorrupción, contribuyendo a desarmar varios grupos mafiosos. Pero, insistamos, sin tocar la médula de la oligarquía, sin cuestionar en lo más mínimo el modelo de capitalismo agroexportador y sobre explotador vigente. Encarcelar a unos cuantos funcionarios mafiosos, si bien eso representó una buena noticia en términos políticos, no hizo que se redujera el 60% de población en situación de pobreza, ni que disminuyera la cantidad de gente que salía huyendo de la crónica miseria rumbo al american dream (se estima, con o sin pandemia, más de 200 al día).

 

La maniobra de la Casa Blanca tenía por objetivo: 1) probar el tema de la lucha anticorrupción en este laboratorio social que es Guatemala, resultándole efectiva sin dudas (algunos corruptos menores presos -presidente Pérez Molina y vice Rosana Baldetti, por ejemplo-; a la oligarquía nunca se le tocó), para luego replicarla en países con gobiernos “díscolos” a los dictados imperiales: Argentina y Brasil, y 2) intentar frenar el flujo migratorio de la región, “combatiendo” este flagelo de la corrupción e invirtiendo algunos centavos a través del llamado Plan para la Prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica. La idea era generar un clima de mayor beneficio para las grandes masas centroamericanas, evitando así los éxodos masivos. Es sabido que no hay familia en Centroamérica que no tenga algún familiar que haya marchado “mojado” a Estados Unidos, enviando desde allí remesas. Por cierto, los gobiernos de la región no se ocupan demasiado del tema, dado que esas remesas (hasta el 30% del PBI en las naciones del istmo centroamericano) constituyen una tremenda válvula de escape que permite paliar en parte la miseria crónica.

 

Con la llegada de Donald Trump a la presidencia en 2017, esa iniciativa de la administración Obama se abandonó, reemplazándose por una posición xenofóbica antimigrantes, muro fronterizo de por medio. Los países expulsores de población rumbo al “paraíso” estadounidense, a decir de Trump, eran “países de mierda”. El Pacto de Corruptos guatemalteco (casta política, cierto empresariado, mafias varias) celebró la retirada de la CICIG como un triunfo, pudiendo respirar tranquilo. De hecho, cabildeó intensamente en Washington para lograrlo. El anterior presidente Jimmy Morales, como el actual Alejandro Giammattei, fueron operadores de ese contubernio. La corrupción endémica continúa tal cual, y más allá de pomposas declaraciones, no hay la más mínima intención de frenarla, ni en Guatemala ni en Washington.

 

Ahora el Pacto de Corruptos sigue su marcha con total tranquilidad, buscando copar todos los espacios en la estructura estatal. Ya controla el Ejecutivo, el Legislativo, el Organismo Judicial, muchas alcaldías, la Policía; los pocos espacios que no ocupaba hasta ahora, como el Procurador de Derechos Humanos o la Corte de Constitucionalidad, también son abordados. Para muestra, lo que acaba de suceder con el Juez Tercero de Instancia Penal Mynor Moto. Este oscuro juzgador modificó el delito de abuso de autoridad por el de pacto colusorio, le quitó cinco delitos otorgándole medida sustitutiva y fianza (muy baja, por cierto) al ex alcalde de Chinautla, Arnoldo Medrano, en el corrupto caso Vivienda Digna, “salvando” igualmente a las empresas constructoras involucradas. Por otro lado, revocada que fuera la medida sustitutiva a la Jueza Marta Sierra de Stalling por los delitos de cohecho pasivo y prevaricato, Moto se demoró un año y medio en convocar a una audiencia para revertirla. En su historial de falta de transparencia buscó por todos los medios frenar el antejuicio contra el diputado Felipe Alejos, acusado de múltiples delitos.

 

En el año 2017 el Ministerio Público y la CICIG habían solicitado un antejuicio en su contra acusándolo de retardo en la impartición de justicia y prevaricato en el sonado caso “Bufete de la Impunidad”, otro enorme ejemplo de la corrupción generalizada. Su actual elección como magistrado de la Corte de Constitucionalidad estuvo plagada de irregularidades. Pero el Pacto de Corruptos se salió con la suya, y lo nombró magistrado. La ética y el apego al estado de derecho quedaron absolutamente pisoteados.

 

Ahora llegan supuestos aires nuevos a la Casa Blanca, derrotado en las urnas Donald Trump. La asunción de Joe Biden y Kamala Harris parece una “buena noticia”. Pretendidamente son “progresistas”: una vice mujer y negra. Parece un mensaje de avance social, de cambio. Pero… ¡en absoluto!, todo sigue igual. Quienes realmente toman las decisiones están en Wall Street. El complejo militar-industrial y la gran banca siguen imponiendo sus políticas. “Poderoso caballero es Don Dinero”, decía Francisco de Quevedo. Eso no varía. Esta nueva administración se “preocupa” más que Donald Trump por los migrantes, y probablemente “atienda” más de cerca a Centroamérica. Ya habló de pasar 4,000 millones de dólares para mejorar la situación de estos países (Guatemala, Honduras y El Salvador) en los próximos cuatro años, y combatir así la corrupción. De ahí que vea con “mucha preocupación” la tramposa elección de un juez como Mynor Moto para la Corte de Constitucionalidad. ¿Habrá una nueva CICIG en camino? Julie Chung, nueva subsecretaria adjunta de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental de la administración entrante, publicó en Twitter: “Estamos profundamente preocupados por el intento del Congreso de Guatemala de colocar como magistrado de la Corte de Constitucionalidad a una persona con recursos legales pendientes en su contra”.

 

Bienvenido el apoyo a cualquier lucha contra la impunidad y la corrupción, pero en nuestros atribulados países latinoamericanos… ¿solo se puede hacer si Washington lo decide? Es innegable que, siguiendo la Doctrina Monroe, “América para los americanos” … ¡del Norte!

 

Marcelo Colussi

Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos

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