Un café en el fin del mundo
- Opinión
Aquella mañana, luego de un denso y agitado sueño, desperté con una extraña inquietud, pues no había descansado en verdad; me sentía dominado por una sensación de agotamiento, como si hubiese realizado un enorme esfuerzo físico. Lo único que había hecho era dormir y ahora me dirigía con el cepillo de dientes y el jabón hacia el lavamanos, donde me enjuagué la boca y me refresqué el rostro. En los últimos días me había dado pereza rasurarme; así que la barba me había crecido hirsuta por las mejillas y la nuca y mi rostro reflejaba en el espejo lo que en verdad era, ni más ni menos, sin lociones o afeites para lucir mejor, sino tal cual me sentía por dentro, con una especie de indiferencia, aburrido, hastiado, aunque con mis funciones físicas y sensoriales dentro de rangos que pudieran calificarse de normales.
Luego de refrescarme un poco dispuse todo para salir de la modorra y preparar el café, mientras me dirigía semidesnudo hacia la ventana a dar una mirada a las calles, donde se armaba un paisaje de desolación pocas veces superado en otros años. Las personas usando tapabocas éramos sobrevivientes de la última pandemia de un virus que había arrasado con una buena cantidad de seres humanos en todo el planeta. Estábamos en el octavo mes de una cuarentena que se había decretado país por país para tratar de frenar los contagios. La cifra de víctimas se me había olvidado y en el fondo ya no me importaba, pues todo aquello parecía tan normal. Tropas de policías y personal médico recorrían las calles tratando de hacer cumplir la cuarentena, pero esto era ya casi imposible. En meses pasados desde la ventana vi caer a algunas personas muertas, luego los cadáveres eran arrastrados a las orillas de las aceras y luego retirados de ahí por camiones especiales, para luego ser llevados a fosas comunes; en algunos casos eran cremados y otros arrojados al mar para que terminaran de descomponerse. Muchas gentes venían de otras ciudades y terminaban por contaminarse todos. En las fronteras con otros países se habían apostado policías y francotiradores para impedir que llegaran mas personas; los que no lograban pasar se quedaban atrapados en bosques, quebradas o barriales, porque la carencia de combustibles era notoria y los buses y automóviles eran abandonados en carreteras.
Las relaciones entre esta vergonzosa raza que llamamos humana se había reducido al uso de teléfonos y pantallas, a medios digitales que poco a poco se habían ido imponiendo a la comunicación directa. La verdad es que con el tiempo me he venido sintiendo mejor así, solo, sin contacto con los demás, estoy mejor con mi gato y mi perro y esa pequeña salamandra que trepa por las paredes del apartamento. Por fortuna, ni el gato ni el perro están pendientes de devorarse entre ellos ni en perseguir a la salamandra; mas bien entre lo tres se han hecho más amigos de lo que hubiese podido imaginar. Al principio, tenían sus diferencias y se peleaban a veces por la comida pero ya no lo hacen, pues también se hallan dominados por el tedio. Los humanos desde hace tiempo parecemos haber perdido el derecho a la felicidad; quizá porque hemos violado casi todas las reglas de convivencia, mientras que las plantas y los animales merecen una segunda oportunidad, ya que posiblemente nuestra especie va a ir desapareciendo para permitir mejores formas de vida, si es que todo esto va a ser arrasado por la pandemia.
Aún disfrutamos, en estos edificios medio despoblados, de algo de energía y agua. Y en los abastos cercanos tenemos acceso a algunas hortalizas, frutas o legumbres que traen desde el campo algunos camiones. Ocasionalmente llega el agua potable, trozos de queso, harina, huevos, arroz o café (lo más costoso) todo racionado y a precios exorbitantes, que día a día crecen y hay que pagar con dinero electrónico, con las sumas irrisorias que depositan las empresas e instituciones donde muchos burócratas hemos trabajado por años. Soy un jubilado del Estado como profesor de arte. Mi mujer murió hace unos diez años antes de declararse la peste, y mi única hija se fue lejos de este país al cual no quiero ni nombrar, con su propia familia, primero al Japón y luego a Italia, pero ya han dejado de escribirme y yo también a ellos. Quizá me crean muerto. Su marido también murió infectado por la pandemia.
Al principio pensé que no iba a soportar todas estas molestas situaciones, pero me he ido habituando a esta existencia anodina, como un animal de costumbre. Total, ya he vivido infinidad de situaciones amorosas y sensuales, situaciones con mujeres de todos los colores; situaciones de pasión, odios, celos, ternura o deseo, pero ya estoy mas tranquilo llegando a los setenta. He logrado apaciguarme un poco y sólo busco una relativa tranquilidad, con mi botella de vino o aguardiente, mi pan y mi queso, mi trozo de embutido sazonado con especias o pimienta, mi café, mi tabaco rústico y ocasionales tragos de cerveza, leyendo mis viejos libros y escribiendo cosas que posiblemente se parezcan a la poesía, mientras comparto las migas de mi pan y las sobras de mis alimentos con mi gato y mi perro, mientras la salamandra se desliza por las paredes, yo me bamboleo en mi hamaca y disfruto de algunas ráfagas de brisa que entran por la ventana.
Continúo mirando por la ventana; siguen pasando seres con tapabocas. Una mujer con su pequeña hija, una mujer joven de grandes pechos y cabello negro va cruzando la calle: me la imagino desnuda en un flash de tiempo; un hombre más viejo que yo va paseando a su perro flaco; un niño en una bicicleta y otro jugando con una pelota. Los automóviles yacen abandonados en algunas calles debido a la falta de cauchos, repuestos o combustible. La gasolina y el agua han pasado a ser líquidos y fluidos de lujo. La gasolina sólo para vehículos colectivos o del gobierno nacional o estadal. Los obreros y funcionarios estadales se han convertido en los manipuladores de la realidad económica, formando mafias en todas partes para vender a altos precios el agua y los combustibles, junto a traficantes de drogas. A veces aparecen por aquí cerca los mafiosos en sus lujosos automóviles, acompañados de bellas mujeres que como carnadas sexuales se pasean por las avenidas. Quienes antes recibían el título de ciudadanos ya han desaparecido; sólo se aprecian seres trasladándose de aquí para allá en la selva de asfalto, hombres lobos de hombres, luchando por sobrevivir en este último resquicio de vida.
Ya no hay nadie más en mi campo visual, desde el apartamento. Afuera bate una brisa hosca, pesada, mezclada a un sopor vaporoso que se funde a una luz opaca. Un perro ladra en la distancia; allá lejos se divisan algunas colinas resecas y en el cielo se apelotonan las nubes, mientras un zamuro planea por el cielo como un fantasma alado, haciendo círculos. Cuando ellos vuelan así siento que estamos viviendo como el coletazo del apocalipsis, después de las guerras libradas durante tantos siglos con aviones, cohetes, misiles, drones, satélites, clones, robots y tantos otros aparatos de la era digital, pues nada ha podido renacer con dignidad en este basurero de sueños, donde las ilusiones y las utopías han ido a parar a un gran depósito cibernético cuyo destino es el viejo mar, todo este despojo de esperanzas ha marchado hacia el gran océano de la muerte. Aunque la muerte tampoco tiene ya ese signo patético de antes de la peste; la muerte es sólo un fenómeno común y corriente, una consecuencia inevitable de la vida y mas bien se presenta a veces como una liberación, un alivio. El asunto en el fondo no es lo que ella significa, sino lo que implica el acto de morir, de que acabe la existencia después de tanto esfuerzo por vivir, es decir, evitar que cese, cuestión por demás imposible. Entonces ¿de qué preocuparse? Todas las preguntas y todas las respuestas son válidas, porque son absurdas. En todo caso, no hay mucho en qué pensar, sino más bien conformarse en el contemplar. Ver sin pensar. ¿Qué sentido tiene pensar en el no-existir sino estamos aquí para constatarlo? ¿Qué sentido tiene pensar en algo sobre lo que está impedido pensar porque justamente es nuestra propia ausencia lo que piensa? Olvidemos pues toda esta patraña de la muerte, que en todo caso se traduce en lo que ahora contemplo por la ventana, esta nada del azul del cielo, esta distancia de los montes casi invisibles al final del paisaje, esa otra presencia al otro lado del horizonte. La alteridad de la muerte. Somos nuestros propios verdugos ahora, y entonces simplemente no tenemos que preocuparnos por nada cuando la muerte llegue tan serenamente, como cuando yo estoy en un momento así mirando por la ventana y percibiendo seres que cruzan calles con tapabocas, hombres, mujeres y niños yendo por ahí todo el día de un lado a otro buscando alimentos o agua. A esto parece reducirse todo, a la sobrevivencia.
Debo ir a hacer lo mismo. Ya casi no queda nada en el refrigerador ni en la despensa. Debo proveerme de algunos víveres, siempre los mismos. Mis desgastados dientes ya casi no me responden para morder ni mascar cosas duras. Después debo imponerme volver aquí a comenzar a construir mi ilusión de todos los días, como si fuese un lento trabajo de rompecabezas, y sin el cual ya no sería justificable vivir. Después de adquirir los víveres debo hacer un plan para acercármele y proponerle algo a esa mujer. Desde que me crucé con ella en la bodega de víveres advertí algo distinto dentro de mí, que algo ínfimo pero decisivo había ocurrido, no sabía qué, algo había cambiado. Sucedió exactamente hace una semana.
Ella dejó caer su bolso de compras vacío, mientras levantaba el brazo, y yo por cortesía me incliné a recogerlo. “Gracias”, me dijo ella a través del tapabocas. Tiene bellos ojos, ciertamente. Unos ojos pardos de grandes pestañas coronados de cejas gruesas. Estaba delante de mí en la cola de pagos, donde pude calibrar también la belleza de su cabello negro y ondulado, que brillaba con matices maravillosos. También pude percibir el aroma que emanaba de su cuerpo, el perfume natural de su piel, sus brazos redondos, sus manos pequeñas de cuidadas uñas pintadas de anaranjado; sus pies calzando sandalias de cuero que dejaban apreciar sus hermosos dedos; en fin, aquella mujer era una pieza de arte.
Pagó con su tarjeta la cuenta al cajero. Luego se dirigió un momento hacia otra parte de la tienda; yo pagué la cuenta mía y, apenas me dirigí a la puerta, ella me salió al paso.
--Disculpe –me dijo. Me llama la atención su reloj. Mi padre tenía uno igual. Si no me equivoco, es un Tissot del siglo veinte.
Yo, completamente asombrado, logré mascullar unas palabras a través del tapabocas, por aquella observación.
--Exactamente. Es un Tissot que me obsequió mi padre el siglo pasado.
Sus ojos brillaron. Salimos juntos por las puertas del establecimiento, ella primero que yo. Una vez afuera, y para mi sorpresa, la mujer se despojó del tapabocas dejándome apreciar toda su radiante sonrisa, sus labios carmesí y sus dientes perfectos. Era una deidad, sencillamente. Me despojé del reloj y se lo pasé para que lo apreciara.
--Qué casualidad tan maravillosa –atiné a decir. Para celebrarlo, la invito a tomar un café.
Ella sonrió con picardía y sus ojos brillaron aún más.
--Acepto, pero tiene que ser otro día –dijo, devolviéndome el reloj.
--Nunca la había visto antes por aquí. ¿Vive en el urbanismo?
--Sí, a algunas cuadras de aquí, con mi madre. ¿Y usted?
--Vivo cerca, en el bloque número uno, solo, o más bien con mi gato y mi perro. Por aquí cerca no hay muchos sitios donde sentarse a charlar. Y ahora con esta pandemia tan prolongada… y el café… ¿pudiera ser pasado mañana? –le pregunté, haciendo gala de mi audacia de antaño. Seguramente ya había captado cuanto me atraía.
--Mejor la próxima semana –dijo ella.
--Mi nombre es Alfredo de La Mar –me adelanté a informar.
--Y yo Estefanía Martí –repuso ella.
--¿Tiene número telefónico? –proseguí yo con mi táctica de avance.
--No, no tengo, pero si quiere acordamos de una vez para el miércoles por la tarde en mi casa, pues no puedo dejar sola a mi madre. Pero nos vemos primero aquí, si le parece.
--Perfecto, entonces el miércoles…
--Me parece bien.
Se alejó sin mirar hacia atrás, y yo me le quedé viendo hasta que cruzó la primera esquina en la cuadra siguiente. Fue como una alucinación, algo emocionante en medio de una realidad mediocre y opaca. Me sentía bien. Me despojé del tapabocas y me puse a silbar. No podía contener la emoción.
Heme aquí ahora en la tienda de víveres, adquiriendo el costoso café y algunos panes dulces para llevar a casa de Estefanía, después de esta larga semana de espera, cuyos días he contado sistemáticamente hora a hora, imaginándome las posibles conversaciones y situaciones en su casa, cómo será su espacio de convivencia con su madre, aunque estos bloques sean casi todos similares en los espacios, en este barrio desolado de la ciudad donde la vida discurre monótona, sin ningún suceso ni emoción especiales.
Poder verla de nuevo a ella me emociona. Estoy lleno de ilusión. Me había olvidado de que el ser humano puede levantarse de sus cenizas y emocionarse como un niño, y hasta él mismo queda sorprendido de sus propias posibilidades. Es algo extraño cómo opera el deseo, similar al caso de una esperanza concentrada en el beso a una mujer, un beso en esa dulce boca me haría renacer del aislamiento en que me encuentro. La apretaría entre mis brazos hasta que me dolieran, no sé qué pudiera pasar. Mientras tanto debo asearme y quitarme esta barba de días, lavar y secar ropa más presentable, planchar mis pantalones y mis camisas, lustrar mis zapatos. Tratar de verme elegante. Hasta pudiera leerle versos de una antología poética donde hay piezas de Neruda. Vallejo, Rilke, Verlaine. Me pregunto si será sensible a la literatura, espero que sí.
El día se me ha hecho largo pese a que es casi igual a los demás días donde leo, escribo algo, doy de comer a mis animales, limpio los pequeños desastres del departamento, uno mismo se encarga de fabricar sus minúsculos caos y luego quiere repararlos. Pienso en Estefanía y en el objeto de su curiosidad, mi reloj Tissot obsequio de mi padre. Sin duda, un objeto interesante de otro siglo que aún sigue con vida, un objeto no muy común pero del que debe haber miles de réplicas aún, pienso, debido a su alta calidad, pero seguro sólo fue una excusa de ella para acercarse. Eso me gusta. ¿Qué habrá visto en mí, un viejo cansado y solitario? Pero así son las mujeres, antojadizas y de gustos absurdos.
Me preparo para la cita. Llega el día. Me doy un refrescante baño con oloroso jabón. Los silbidos surgen solos de mi boca entonando las melodías más alegres de los Beatles mientras vierto baldes de agua sobre mi cabeza, siento un refrescamiento real; el maravilloso líquido cae por mi cuerpo como una bendición, y me siento renacer.
Cubro después mi cuerpo con la ropa que he lavado y planchado, mis interiores, mis calcetines bien limpios, mis zapatos lustrados; le he sacado la última gota al viejo frasco de lavanda que dormía al fondo del escaparate. Me miro al espejo. No me veo tan mal. El viejo sesentón, el terrible Alberto de La Mar todavía se merece una oportunidad antes de viajar a las regiones insondables de la no-vida, antes de perderse en la memoria de la humanidad. Miro por la ventana y veo que dos personas se comunican sin tapabocas; el niño con la pelota y la niña con la bicicleta tampoco los llevan en este momento; ojalá algún día todo fuera como antes y el mundo pudiera estar libre de pestes, quizá la humanidad tendría la posibilidad de reverdecer como reverdecen los árboles en primavera, con sus flores pretenciosas y sus olores embriagadores. Por la ventana imagino al mundo de antes, a las paradas de los buses llenas de gente para ir a sus trabajos, las tiendas repletas de gente contenta. Cualquier tiempo pasado fue mejor, dijo un poeta, y quizá tenía razón. Por un momento, mi mente se dedicó a soñar por si sola, sin la intervención de mí conciencia; mi imaginación prospectiva funcionó y hasta podría escribir una breve novela de todo esto, si me lo propongo.
Ahí voy entonces. En mi bolso coloco el café, los panes dulces, un ramito de flores silvestres para Estefanía. El viejo Alfredo La Mar intenta reivindicarse ante si mismo, mi otro yo le está dando la ocasión. Mis pasos en las escaleras del edificio parece como si resonaran con ecos extraordinarios; mi mente está despierta como si pudiera ver en el futuro. Siguen pasando seres con tapabocas en todas direcciones, parecemos todos engendros de una trama de ciencia ficción, de una novela de Mary Shelley donde la raza humana va desapareciendo y sólo queda un último hombre que me gustaría ser yo, en este caso, yo mismo yendo a encontrarme con el doctor Víctor Frankenstein para averiguar qué tipo de antídoto nuevo podemos fabricar para esta generación de nuevos humanoides que somos, que engendros perversos han incubado en el nuevo modelo digital, en el nuevo ser global. Por ahí andan, o mejor andamos muchos por todos los rincones del planeta, quienes existían sólo en las novelas o cuentos, ahora estamos encarnados en millones de individuos reales vagando por las calles sin ninguna esperanza. Los visionarios de la literatura se lo venían diciendo a los obtusos gobernantes de occidente, sobre todo, pero no hicieron caso. Aunque nada de eso importa, lo hecho, hecho está, y no hay vuelta atrás, aunque sí sea posible un propósito de enmienda. Esa mínima esperanza pudiera ser suficiente para que todavía la humanidad reflexionara como colectivo, porque los individuos solos no valemos nada ni somos nada.
Pero ya basta de especulaciones. Lo urgente ahora para mí es ir al encuentro de Estefanía. Allá diviso la tienda de víveres donde la aguardaré. Ya veremos. En estos casos el tiempo discurre cruelmente; se relativiza a lo sumo, se vuelve elástico semejante a una goma que se alarga y encoge y no hay modo de controlarlo, cada segundo es una eternidad. La hora acordada llega pero Estefanía no aparece, debo tener paciencia. Pasan diez, quince, veinte minutos y yo comienzo a hacer el ridículo. Hombres y mujeres con tapabocas pasan a mi lado y me observan como si yo fuera diferente, y mis nervios comienzan a hacer de las suyas. Dos personas se detienen cerca de mí a hacer comentarios acerca de las nuevas víctimas que cobra la pandemia en la ciudad, debido a unas personas que vinieron de la “hermana” república.
El miedo colectivo aumenta, aunque en esta ciudad, debido al calor infernal en que se vive, al virus le cuesta más propagarse. En los teléfonos leemos las noticias de que la policía sigue mandando a cuarentena, y hay que obedecer si no quieres ir a la cárcel. La palabra virus ha pasado a tomar parte de nuestra cotidianidad; nos acostumbramos a ella y a la serie de circunstancias que la industria farmacéutica ha prometido curarla con una serie de vacunas, pastillas o tratamientos, cuyo objetivo final es quizá el control de nuestra privacidad e individualidad, de modo que casi nadie les cree a estos descarados comerciantes de la salud. La gente anda por las calles acostumbrada a la muerte, al miedo, han interiorizado el miedo al punto de que no les importa, ya casi nadie cree en clases sociales ni en obreros ni en proletarios ni en campesinos, pues el mito social se derrumbó, ya no somos más que sobrevivientes y como tales nos comportamos. Recuerdo cuando éramos ciudadanos, hace ya muchas décadas, y aunque el mundo no andaba muy bien y había fallas y equivocaciones en casi todo, nada se compara al desgaste completo que muestra el mundo hoy.
Aquí voy otra vez tras la esperanza de un nuevo enamoramiento; viéndolo bien, si de algo puedo enorgullecerme es de las bellas mujeres que se cruzaron en mi vida. A todas las quise a mi manera entregándoles lo que tenía a mi alcance y ellas también me quisieron a su modo hasta que los hilos se rompieron por algún lado, nada dura para siempre, y esta naturaleza de la existencia es tal vez lo que la hace indescifrable.
Ahí voy tras la ilusión de Estefanía, ella me ha vuelto a vivificar. Con casi media hora de retraso Estefanía ha hecho su aparición, esta vez aún más deslumbrante que la primera, viene con un vestido amarillo que deja ver las líneas sinuosas de su cuerpo, sus torneadas piernas, su magnífico talle. Su modo de caminar es completamente musical. Cada paso que da hacia mí me trae una palpitación emocionante. Ahora está plantada frente a mí y me tiende la mano, se despoja un instante de la mascarilla para sonreírme y esa sonrisa me lo dice todo. Le extiendo un pequeño ramo de florecillas silvestres y le anuncio que llevo café para compartir en su casa junto a su madre. El café ha estado muy difícil de conseguir y es por lo tanto muy costoso; casi no se halla en los establecimientos, es un producto de lujo. A mí me lo consigue un muchacho del barrio a quien he hecho algunos favores.
Estefanía me hace una seña para que la acompañe por una vereda que atraviesa varios edificios en este urbanismo semejante a una colmena de seres vivientes, de insectos bípedos en búsqueda de sobrevivencia, bloques de apartamentos donde a lado y lado se aprecian personas que se desplazan, cabizbajas, a procurarse víveres hasta cierta hora, pues hay una cuarentena declarada que casi nadie cumple, aunque la policía amenace con hacer presos a aquellos que desobedezcan si no cumplen con las normas.
A sólo cuatro cuadras se encuentra el edificio donde vive Estefanía, en un segundo piso del inmenso urbanismo. En el camino, apenas llegué a preguntarle cuanto tiempo llevaba viviendo allí y me respondió que cuatro años. Su departamento está en un segundo piso. Mientras sube las escaleras puedo apreciar su imponente belleza en plano de contrapicado. Abre una puerta blanca y de inmediato salta un perro pequeño y peludo de raza irreconocible que emite un ladrido y va a recibirla. Es el mismo espacio de todos los departamentos, sólo que éste es mucho más acogedor que el mío, conformado con un recibo de cuatro sofás cómodos, una mesa comedor y una pequeña cocina. También hay un gato gris que pasa su cola por las patas de las sillas del comedor, y una señora mayor se halla sentada en uno de los sofás color vino tinto, por lo visto muy confortables. Ponemos los bolsos de la compra en la mesa del comedor y luego me invita a sentarme en uno de los sofás.
--Este es mi humilde hogar –dice ella despojándose del tapabocas. Todavía me parece insólito que esta cita se haya producido tan rápido y que yo vaya a charlar con la diosa en su propia casa. Me pregunta si deseo tomar un poco de agua y me extiende un vaso del preciado líquido, que ha extraído del refrigerador, y cuyos sorbos me saben a gloria, pues se trata del líquido por antonomasia en medio de la carestía general de productos de primera necesidad, donde el agua ha recibido la peor parte en esta guerra por la sobrevivencia.
De inmediato la mujer entrada en años se cambia de lugar, y va a sentarse en otro de los sofás vino tinto. La señora, pese a su edad, se ve completa y también es muy hermosa. De tal palo tal astilla. Al instante aparece el gato gris que se orilla a sus pies, emitiendo pequeños bostezos. Me levanto del sofá a saludarla.
--Tanto gusto, Alfredo de la Mar –le digo.
--Mucho gusto, Josefina Martí –dice. Por cierto ¿ese apellido viene de dónde?
--Es de origen cubano, creo, o de las Antillas…
--Sí, claro, muy bonito ese “de la Mar” ¿Y sus familiares?
--Murieron todos –respondo tajante. –Pero no a causa de la pandemia –aclaro.
--Me comentó Estefanía que tiene un reloj Tissot del siglo pasado, muy parecido al de mi difunto esposo.
--Así me dijo Estefanía. Es una coincidencia algo especial.
--¿Me permite verlo?
--Claro – respondo, acercándome a ella.
Pongo la esfera del reloj cerca de su rostro. Ella abre más los ojos, acercándolos al objeto.
--Sí, en efecto, es el mismo modelo de reloj. Son objetos de muy buena calidad, hechos para durar siempre. ¿También es una reliquia de su padre?
--No. Lo compré en una relojería hace como treinta años. No es tan antiguo como parece.
--De todos modos, no es un reloj común. Creo que ya no los fabrican, deben ser objetos costosísimos ahora –aseveró.
--Sí, es posible. La verdad, no se ven muchos de éstos por ahí.
--Fíjese usted –aclaró. Ese reloj los ha acercado a usted y a Estefanía. De no ser por él, quizás no estaría usted aquí.
--Sí, es verdad…
Estefanía estaba en la cocina arreglando algunas cosas y luego vino y tomó asiento en otro de los sofás, dando un pequeño suspiro. Cruzó las piernas y sonrió, mirando a los lados, haciendo un gesto con la mano izquierda para quitarse de la frente un delicioso mechón de cabellos. Estaba imponente. Una verdadera diosa.
--El señor De La Mar ha traído café de primera calidad y unos dulces –dijo Estefanía. Pronto estará listo.
El gato gris que estaba a los pies de doña Josefina se levantó y dirigió hacia mí, pasando la punta de su rabo por la superficie de mis pantalones; mientras el perrito que se encontraba en un rincón de la sala también se movió hacia donde estaba Estefanía.
--Yo también tengo en casa un perro y un gato –dije. Y se llevan bien, veo que aquí sucede lo mismo.
--Los animales son muy importantes –aclaró Josefina. Nos ayudan a tolerar los días.
--Sí, la vida es corta. Y sin embargo nos aburrimos –intervine.
--Qué bien expresada está esa frase. ¿Es suya?
--No. Es de Jules Renard, escritor francés.
--¿El de “Pelo de zanahoria”?
--Sí, ese mismo. También escribió un diario muy interesante.
--Veo que es buen lector –dijo Josefina. Nosotros también amamos la lectura ¿verdad Estefanía?
--Sí, y mucho…
--Yo en mi juventud tuve ínfulas de escritor –dije. Pero se necesita mucha disciplina. Así que me quedé en el nivel de lector y en el de poeta amateur. Ah, se me olvidaba, aquí traje un volumen de poesía con varios autores, por si queremos leer unos versos más tarde.
--El café debe estar listo –dijo Estefanía, cuyo cuerpo parecía una escultura renacentista, una venus. De su rostro emanaba una frescura permanente, con aquella sonrisa que era una invitación a vivir. Se levantó del sofá y se dirigió a la cocina para servir las tazas del café. Yo me levanté a ayudarla. En la cocina había un micro-ambiente propicio, una intimidad que se fabricó de inmediato para nosotros dos, la tuve más cerca, la miré fijamente y ella dejó de sonreír y me miró con un intenso deseo, de sus mejillas exhaló un calor que era como un fuego abrasador, una llamarada intensa y maravillosa.
Colocó los panecillos dulces en otro plato, los cuales conduje hasta las manos de doña Josefina en el sofá, mientras Estefanía repartía las tazas de humeante café.
No había probado algo así, era algo distinto, exquisito. Los panecillos dulces también, pero aquel café superaba todo. Jamás mi paladar probó algo similar, un sabor que se esparcía por los espacios de la boca y subía por la cabeza en oleadas de sabores sutiles y múltiples, una droga que te sacaba de la realidad inmediata y te hacía subir hacia estadios indescriptibles.
--Estefanía prepara el mejor café del universo –dijo Josefina. Puede usted jurarlo.
--Es algo sublime –acerté a decir. No se puede describir.
Mis sentidos se aguzaron, y mi mente estaba despejada, lúcida, como si pudiera atisbar cosas que nadie me estaba inquiriendo, pero estaban allí como enigmas sin ninguna respuesta, como si todas las preguntas hubiesen desaparecido, o como si las respuestas tampoco hicieran falta.
En ese momento el perro y el gato se acercaron a saludarse, como amigos que eran, y doña Josefina se quedó contemplando algo por la ventana, con una expresión absorta, que parecía decirnos que sus sentidos estaban suspensos en el vacío, en otra parte. En ese momento Estefanía me hizo una seña de acercarme.
--Ven –dijo. Quiero mostrarte algo que tengo en mi habitación.
La seguí, abrió la puerta y me invitó a entrar a un cuarto repleto de imágenes artísticas, reproducciones de obras, láminas, libros, lámparas de colores, objetos delicados. Se paró frente a mí, halándome por el brazo con fuerza y haciéndome aterrizar en su cuerpo hasta que nuestras bocas se buscaron y se saborearon los gustos, en un juego loco de labios y yo empecé a jugar con su lengua y sus dientes, a sorber su maravilloso aliento y a detectar los distintos sabores de su paladar. Ella jugó con su lengua en la mía en diversos movimientos, y me dejé llevar para sentir cómo aquel beso atravesaba mi cabeza a la manera de un proyectil gozoso, penetrando también por el centro de mi nariz y de mi frente, por las órbitas de mis ojos y de mi cerebro, sintiendo aquella caricia profunda y aquel sudor de mujer como una música, como si un trozo de seda carnosa se apoderara no sólo de mis tejidos, sino que podía detectar las próximas imágenes que tenía almacenadas en la memoria; de ese modo también podía escarbar en mis sueños, colocando la boca en posiciones distintas desde donde aparecían los sutiles sabores del café que hacía poco había servido. La tomé por el cuello y ella por mi cintura, luego palpé sus poderosas nalgas y calibré la suavidad esponjosa de sus senos y el perfume que emanaba de su cuello, un leve vapor erótico empezó a tomar cuerpo hasta invadirme por completo.
Luego de separar nuestras bocas Estefanía me volvió a sonreír, y yo quedé sumido en la más pura felicidad. Volvimos a la sala tomados de la mano y Josefina observó nuestra unión con la mayor naturalidad, como si estuviese segura que de antemano todo esto iba a suceder. Bebimos más café, pero esta vez tomados de nuestras manos como si acabáramos de casarnos, bajo la mirada aprobatoria de Josefina y ante las presencias del perro y el gato rodeándonos de caricias melosas, sus lamidas y sus pelambres suaves. La noche estaba cayendo y se hacía tarde para regresar a mi departamento. Al tratar de verificar la hora en mi Tissot, éste ya no estaba en mi muñeca, se había trasladado de ahí hacia las manos de Josefina en un movimiento y un instante que no pude percibir. Entonces los tres nos dirigimos hacia el ventanal principal del apartamento para mirar hacia la calle, comprobando que la gente ya no iba con tapabocas; algunos saltaban de alegría y los niños corrían libres por las veredas, celebrando que la peste había desaparecido, la pandemia había abandonado el planeta por los efectos mágicos de aquellas caricias que un dios le había trasferido a una diosa, escogiéndome a mí como mediador en el tiempo. Miré a mi alrededor y estaba ahora en mi departamento con el gato de ella y el mío enamorados el uno el otro y los perros también, se acariciaban como sólo ellos saben hacerlo, mientras Josefina nos miraba complacida de haber logrado su misión, y nos traía a mi y a mi deseada Estefanía nuevas tazas de aromoso café.
- Gabriel Jiménez Emán obtuvo el Premio Nacional de Literatura de Venezuela en 2019 por el conjunto de su obra.
(La ficción es la reinvencion de la realidad a través del lenguaje narrativo del cuento literario y de la novela, con personajes, acciones y descripciones ya bien Inspirados en la realidad inmediata, o sugeridos parcialmente por la misma literatura. La.metaficción, al ir más allá de la ficción, tensa el arco entre lo visible y lo imaginario, para ubicarse en una zona que trasciende la expresión puramente verbal, retornando a la realidad bajo la forma de una estructura significante (dotada a su vez de alto contenido estético) que transgrede lo literario puro y se apropia también de lo visual, lo musical, lo teatral, lo cinematográfico y lo cibernético para dialogar con ellos a través de ámbitos virtuales, digitales o electrónicos, configurando así un nuevo espacio expresivo.)
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