Bolivia: Génesis y naturaleza del golpe
- Opinión
En 1825, la Asamblea Constituyente que diera origen a la república de Bolivia, estaba constituida casi exclusivamente por el 1% procedente de los restos de la burocracia colonial supuestamente derrotada. Como las otras oligarquías de la región y opuestas al proyecto de la Gran Colombia (frente al expansionismo gringo), vieron en la independencia, no un proceso de liberación, sino la reposición de un orden en el cual podían constituirse en elite perpetua de países reducidos a fincas privadas. En ese sentido, toda nuestra historia de golpes de Estado no es sólo la disputa oligárquica del patrimonio estatal sino la continua reposición de la naturaleza antinacional del Estado señorial; cuyo poder es “aparente” porque no es producido sino adquirido, como parte del consumo suntuoso que le asigna el liderazgo imperial como dependencia crónica.
Ese mismo 1% vio en el golpe actual, como es su costumbre, la única posibilidad de reponer sus prerrogativas recurriendo al amparo de una hegemonía imperial incluso decadente (como su existencia no es producto de ninguna liberación, en cada oportunidad histórica de reconfiguración geopolítica, sólo buscan un nuevo amo a quien obedecer o, como en el presente, sacrificarse comedidamente –y sacrificar a su propio país– por el decadente).
La única forma de permanencia de ese Estado ha sido siempre la subordinación a un orden mundial que sostenga el poder “aparente” que, como ya no procede de su propio contenido nacional, se mantiene como una ilusión estatal que constituye cultura política urbana (el entreguismo es su cara más notoria, por eso fomenta mediáticamente el miedo a nacionalizar). La “apariencia” ya no es sólo formal sino describe el contenido mismo de una capitulación absoluta que hace de los Estados periféricos tributadores netos de soberanía; como renuncian a su poder, eso se transfiere como realización constante del poder imperial.
En eso consiste la colonialidad del poder. Sólo de ese modo las elites periféricas aseguran sociedades cerradas y excluyentes que reproducen, de modo autóctono, el carácter piramidal del sistema económico del capital. La sangría nacional le da entonces, a la elite periférica, el derecho de admisión al banquete del mercado mundial, donde el capital, como auténtico dios sustitutivo, premia o castiga, decide la vida o la muerte, según la cuota sacrificial que impone el hambre infinita de su crecimiento acumulativo.
Por eso la colonialidad no sólo es fundante sino constante para mantener una elite mínima apadrinada por un orden mundial que, siendo el fundamento único de su dirigencia, le unge de más legitimidad –formal– cuanto más servil le sea. Por eso las elites periféricas se disputan la preferencia imperial como único proyecto político. En ese sentido, con el golpe, la oligarquía boliviana se jugaba su propia existencia. Ya que en trece años no pudo revertir –democráticamente– un proceso que, lejos todavía de ser revolucionario, sí pudo iniciar el proceso de recuperación de algo fundamental para todo proyecto estatal: la soberanía nacional. Lo que eso significaba constituía razón suficiente para reponer el carácter servil de la oligarquía; hacer lobby en Washington era la necesidad misma de recuperar su condición de elite caporal y, de ese modo, reafirmar el meollo mismo de su más acabada ideología señorial: vivir a costa de su propia nación. Porque la nación la constituye precisamente lo más negado y excluido por esta casta: el indio.
Sólo si el indio es arrinconado en la obediencia, la sumisión y, además, naturalizada su inferioridad, es posible la presunta superioridad racial de la elite oligárquica. Por eso la señalización contra el Evo era tan sañuda, porque lo que representaba era aquello que significaba, para la elite, el desmoronamiento de su propia idiosincrasia. Por eso su permanencia gubernamental no era rechazada por alguna razón democrática sino porque un indio se apropie de lo que la oligarquía considera su propiedad: el Estado. La narrativa de la corrupción y el fraude sirvieron muy bien para activar la ideología señorialista que, por adoctrinamiento pedagógico, mediático y cultural, naturaliza en la cultura social el racismo urbano que hace de la clase media la base de reclutamiento de la oligarquía para reponer el orden social que es, en definitiva, un orden racializado.
Ese orden social es, por esa razón, continuo productor de desigualdades, y tiende, por esa misma dinámica, a generar estallidos de convulsión social que se funcionalizan como catalizadores de recomposición social (mediante la activación del chivo expiatorio, como una literal expiación religiosa y, por eso mismo, restaurador del orden que legitima a la oligarquía como elite “meritocrática”). Como el actual sistema económico mundial está pensado exclusivamente para beneficio del 1% de los ricos; del mismo modo, los Estados periféricos son reducidos a esa exigua representación como única cuota de inclusión.
Ese exiguo porcentaje es graficado en la última reunión que tuvo toda la derecha golpista boliviana en el Comité Cívico de Santa Cruz. Ahora bien, que este Comité tenga la autoridad para congregar a toda la derecha, ya es algo que desentraña las características que tiene el golpe reciente. Ya su expresidente cívico y actual candidato a la presidencia, reveló que desde allí se orquestó la inclusión de ejército y policía para liquidar la democracia en Bolivia. Siendo un personaje mediocre y sin mayores atributos –a la Guai-dog–, se le vio cabildeando, a un nivel cuasi oficial, con gobiernos de la región (Brasil, Argentina y Colombia, entre ellos), en fechas previas al golpe de noviembre. Por supuesto que esa logística y la propia diligencia de esos gobiernos, no es algo improvisado, sino que requiere del visto bueno y del patrocinio de un poder mayor.
La asistencia de la derecha en pleno a esa reunión no la dictamina el tema a tratar sino la obediencia al que representa a ese poder que se halla detrás de los intereses mismos que los hermana como únicos beneficiarios de los propósitos que se propone una injerencia exterior. Un informe de Stratfor (think tank texano-israelí) da cuenta que, desde el 2008, cuando fracasa el golpe cívico-prefectural, Santa Cruz se constituye en la trinchera de la derecha más radical y tiene, en entidades como su Comité Cívico, una plataforma de confluencia de intereses oligárquicos y que, por ello, puede fácilmente convertirse en nicho de operadores políticos que promuevan la desestabilización sistemática del panorama democrático boliviano.
Por eso el modelo cívico es patrocinado al resto del país y, en la coyuntura previa al golpe, fueron los Comités Cívicos actores fundamentales para la desestabilización democrática. Por eso la reunión derechista no podía ser en otro lugar y eso ya señala que la tesis de la “resistencia democrática de las pititas” es apenas un relato para tontos útiles. El golpe se gestó, como en las guerras, en ambientes selectos cuya admisión es administrada hasta por la clasificación naturalizada de las elites.
El supuesto propósito de la reunión era unificar a la derecha. Pero esa unificación era lo más improbable desde que se fue desenmascarando las tramoyas del golpe. Las revelaciones del rector de la UMSA tampoco se dan por contrición moral sino por la exclusión de la que fue objeto. La propia autoproclamada no es tonta; una vez que se da cuenta que toda la inconstitucionalidad que representa la alteración democrática golpista, tiene a su régimen como directo responsable, eso significa inevitablemente –en un retorno democrático– juicio de responsabilidades. El círculo inmediato que se ve involucrado junto a ella, no halla otra salida que su postulación y probable triunfo fraudulento (del mismo modo, las FF.AA. y la Policía se atrincheran en la defensa del gobierno de facto, porque su desobediencia a la Constitución, la ejecución del golpe y la defensa de un régimen de facto que se operó extraterritorialmente, podría hasta denunciarse como traición a la patria).
Es decir, todos, en la reunión, sin decirlo, barajan sus posibilidades de sobrevivencia; porque saben que, de modo limpio, ninguno tiene posibilidades de ser gobierno. Saben que nadie es confiable y eso lo han visto en las últimas semanas. Lo que antes, en el siglo pasado, era promovido por la Iglesia o por alguna entidad con alguna estatura moral, ahora se lo deja al portavoz del verdadero poder que de nuevo les entrega en bandeja de plata la posibilidad de ser un gobierno obediente. El desacuerdo, que era lo más probable, es simplemente la constatación de que la derecha es colonial hasta en eso, porque necesita siempre de un patrón que les ponga en disciplina.
La derecha estaba en la reunión para exhibirse ante el ojo imperial. En última instancia es la embajada gringa y todo el aparato electoral ya adquirido quienes barajarán la mejor opción para consolidar la injerencia imperial en la política boliviana. Esto no quiere decir necesariamente que busquen un nuevo gobierno como el interlocutor ideal para viabilizar una relación más prometedora, es decir, más entreguista. En las actuales circunstancias y bajo la amenaza de un orden tripolar y su consecuente repartición de sus respectivas áreas de influencia, a la decadente hegemonía imperial le es más promisoria la figura de la balcanización de su backyard. Ese es el proyecto imperial que lo enarbolan bajo la bandera de federalismo los Comités cívicos de Santa Cruz y Potosí, de donde proceden curiosamente los supuestos heraldos de la supuesta “revolución pacífica”, Camacho y Pumari.
Para imponer el neoliberalismo, el Estado profundo se propuso aniquilar al sujeto popular, esto supuso destrozar el aparato productivo de nuestros Estados; en Bolivia esto significó la “relocalización”, es decir, descomponer al movimiento minero y, en consecuencia, a la clase obrera. Sin sujeto no hay proyecto y sin proyecto no hay revolución. El exiguo triunfo del neoliberalismo tiene a la ausencia de sujeto histórico la llave de su permanencia. Pero los desplazados o “relocalizados” en Bolivia dieron origen a un movimiento mucho más preocupante (para el Imperio); porque se constituyeron en el puente de unificación de la lucha socialista con la histórica insurgencia indígena.
Por eso la fijación señorialista contra Evo no es tanto al personaje (y sus excesos) sino a lo que representa. Para la oligarquía, el éxito económico del indio significaba el fin de su condición de elite. Lo que ellos debieron haber hecho por este país, lo hizo el indio (con todos sus defectos posibles, que no son otros que los mismos que ostenta toda clase política). En trece años proyectó a Bolivia como sólo lo hizo, en su tiempo, el mariscal Andrés de Santa Cruz (por eso también la elite chilena auspicia el golpe; como en la invasión al Litoral boliviano, el propósito actual es volver a anular geopolíticamente a Bolivia y esto podría hacerse realidad con el proyecto de otro corredor bioceánico que no contemple a Bolivia y cuya conexión al pacífico sea administrada por Chile). Por eso, para que el golpe se legitime y se muestre “democrático”, la oligarquía activó lo que el Imperio diseñó como nicho de recomposición colonial: el racismo naturalizado de la clasificación social, como restaurador del orden que pregona la elite. La lengua suelta de la autoproclamada lo expresó así: “no dejemos que vuelvan a gobernarnos los salvajes”.
El llamado empoderamiento popular, amainado conceptualmente como “procesos de inclusión social”, fue innegable estos pasados trece años. Eso empezó a reconfigurar el panorama político, económico, cultural y social, de tal modo que el racismo pareció retroceder; pero sólo se fue inflamando impotentemente hasta que encontró la oportunidad de estallar en odio fehaciente, cuando se expulsa a Evo de Bolivia. Nadie hasta ahora ha podido exponer lo que eso ha significado en la subjetividad nacional-popular y que, en principio, se desato en una resistencia indignada, pero improvisada y hasta desorganizada. Ahora que recién empieza a reconstituirse la resistencia popular y poner en estado de alerta a la derecha empoderada, se muestra hasta el desatino de su comedimiento golpista: esa derecha logrará lo que ni el mismo MAS pudo, es decir, reconstituirlo como único referente democrático y popular.
Por eso el golpe en Bolivia no puede ser entendido desde la noción tradicional que reiteran los manuales de biblioteca. Lo que estamos viviendo es algo novedoso en el panorama político de transición global. Brasil y el régimen de Bolsonaro son la prueba más elocuente de la nueva apuesta imperial. Si antes se propuso aniquilar a la clase obrera, ahora su plan es acabar con lo indígena. Por eso que Camacho ingrese a Palacio con la Biblia en mano y que la autoproclamada festeje la entrada de Cristo al gobierno, no es casual. Así empieza la modernidad. Su credo evangelizador fue siempre el mismo: o te “conviertes” o te aniquilamos. Convertirse, o sea, modernizarse, significó siempre dejar de ser lo que uno es, renegar de sí mismo y renunciar hasta a sus propias riquezas, como pago por el pecado de no ser moderno. Por eso Bolsonaro dice: “los indios no son seres humanos, como nosotros”.
La presencia de la embajada brasilera en la reunión (en la Universidad Católica) que decidió la presidencia de Añez, no es como se dice, de “simple mediación”. La oligarquía brasilera es una de las beneficiadas del asalto al poder que hace la elite cruceña y, por conectividad política y económica, es puente de conexión con los intereses de la geoeconomía del dólar.
Es en el ámbito más profundo, donde se decide un asalto de tal magnitud, como es un golpe; por eso la historia de los golpes siempre nos conducen a poderes ocultos que siembran las condiciones para que los escenarios se desenvuelvan hasta por inercia. En esos ámbitos no hay nada comprobable, nada escrito, pues todo se puede negar de modo plausible. Por eso no es empíricamente como se desentraña esto sino por reflexión dialéctica. Y lo que hace la dialéctica es, hacer aparecer mediante la razón, lo que no aparece ante los ojos.
La reflexión que hacemos no es un análisis de coyuntura, porque tal examen es apenas una descripción del fenómeno, donde sólo se detalla la escenografía para consumo del morbo político. Lo que exponemos es una reflexión coyuntural. Y ésta no puede realizarse sin proceder, con lo que llamamos, dos recortes metodológicos: el recorte vertical de densidad histórica y el recorte horizontal de contexto amplificado. El segundo es la perspectiva geopolítica que nos ayuda a trascender la mirada reductivamente local o particular; mientras que el primero nos permite tematizar qué tipo de profundidad histórica se debate en el presente como definición política.
En ese sentido, no sólo podemos destacar la teología implícita en la política que, inevitablemente, nos conduce no sólo a la experiencia de la conquista sino a cómo el capitalismo recurre a su narrativa fundacional como cristiandad imperial; por eso se puede decir que, si desde el Concilio de Nicea del 325 el cristianismo se imperializa; gracias a la Conquista del Abya Yala, aquella vocación imperial logra reunir las condiciones materiales y formales para realizarse definitivamente. Ese cristianismo se hace capitalismo (la modernidad produce al capitalismo, para que éste reproduzca a la modernidad, mediante la producción de la sociedad moderna; cuya religiosidad del progreso lo constituye en el cielo sustitutivo que hace del mercado el altar mundial donde el mundo entero rinde culto al dios capital).
Por eso el capitalismo y la modernidad, en su crisis terminal, recurren a sus narrativas fundacionales que son, siempre, apelaciones trascendentales, es decir, míticas, o sea, teológicas. Que la Biblia “protestante” esté en manos de los golpistas, y con la cruz justifiquen el genocidio que se iba a desatar, descubre toda esta historia y nos devuelve al origen mismo del sistema-mundo que, en su propia decadencia, recurre a la misma simbología con la cual inició su conquista mundial. Por eso no es que la religión y la política constituyan un coctel peligroso sino que, en última instancia, toda política es teología secularizada.
El asunto que concierne a la reflexión dialéctica es explicitar qué clase de teología funda las pretensiones de las apuestas políticas. Por eso, si se trata de aniquilar al pueblo como sujeto histórico-político –como en la política de “extirpación de las idolatrías”–, una teología de dominación, lo que se propone es abatir y aniquilar su espíritu, y esto sólo se logra teológicamente. El cívico-golpista Camacho lo expresó muy bien cuando, frente a una masa fanatizada y cautivada por la ideología señorialista y a los pies del Cristo redentor, decía que sacar al indio dictador era una “guerra espiritual”. Los cientistas sociales, como fieles herederos del iluminismo y la Ilustración, no entienden esto y, por ello, no saben decodificar la teología implícita en la política moderna y tampoco saben oponerle la espiritualidad propia de un pueblo que sólo puede constituirse como pueblo desde su propio universo mítico.
Poco a poco se va desdibujando el necio intento de ver una “revolución pacífica” en lo que fue un golpe geopolítico, acorde a la medianamente novedosa implementación de una “revolución de colores”, en el marco de las actuales guerras híbridas. Por eso, los intereses en juego no son sólo locales y, poco a poco, van manifestando unos propósitos que apuntan a una redefinición del tipo de administración que adquiera Sudamérica, como área de contención de la geoeconomía del dólar contra la nueva Ruta de la Seda (si todos los caminos conducen a Roma, entonces hay que bloquearlos o someterlos a la administración disuasiva de control de flujo de recursos estratégicos, o sea, chantaje continuo).
Si la economía mundial se dirige definitivamente al pacífico, el dólar sólo puede subsistir de modo defensivo; aislar a Sudamérica se convierte en la garantía de reposición, al menos disuasiva, del Imperio en su etapa post-imperial (sólo se es Imperio en un mundo unipolar, donde todo el mundo es periferia de un centro único, lo demás es sólo pretensión imperial). Por eso la disputa de las áreas de influencia representa una reconfiguración de la cartografía estratégica de la geopolítica del poder mundial. Aislar a Sudamérica consiste en un rapto tácito que ya no responde al diseño centro-periferia sino al rediseño de la geopolítica imperial misma. Si ya no se cuenta con las condiciones de posibilidad de irradiación de su poder estratégico, entonces la única apuesta post-imperial consiste en la consumación del poder crudo como fatalidad histórica.
Por eso el diseño centro-periferia resulta obsoleto ahora para entender algo más siniestro: el mundo del orden y el infierno del caos indefinido. La última gira del canciller ruso Lavrov por Venezuela, Cuba y México (en contraposición a la gira de Mike Pompeo) podría representar, para equilibrar la preocupante situación regional, la apuesta disuasiva de China y Rusia de no permitir, hasta para su propio beneficio, otro desangramiento exponencial, como propició USA en Medio Oriente. También por la miopía geopolítica de los pasados gobiernos progresistas no se aprovechó el mejor momento que tuvimos cuando la UNASUR, el Banco del Sur, el ALBA-TCP, la CELAC, etc., y toda la iniciativa bolivariana del comandante Chávez gozaban de las mejores condiciones contextuales. Los propulsores del socialismo del siglo XXI tampoco se anoticiaron que también había ya un capitalismo del siglo XXI.
Si la izquierda continental aprendió algo de este nuevo retroceso, debería darse cuenta que el sujeto de la revolución ya no es la casi inexistente clase obrera. El nuevo sujeto de la revolución es el indio y el afro, cuyo horizonte propositivo de vida No es el moderno (como lo fue del proletariado, producto de la clasificación social del capital).
Por eso el golpe en Bolivia triunfa. Porque la dirigencia gubernamental nunca potenció aquella novedad y creyendo que el empoderamiento de las clases subalternas sólo consistía en su ascenso social, lo único que produjo fue la derechización de los sectores emergentes que, inevitablemente, iban a asimilarse al horizonte de prejuicios y expectativas señoriales como la moneda de admisión que administró siempre, a su favor, la oligarquía. Por no apuntar a la revolución cultural, lo democrático mismo ya no significa democratización o creación del poder popular sino el desenvolvimiento de la inercia de lo instituido como democracia formal, o sea, burguesa, auspiciadora de la reposición oligárquica (por eso la dirigencia gubernamental, o también llamado círculo blancoide o q’ara, en el golpe, dejó huérfano a un pueblo despotenciado de su unción democrática y revolucionaria).
La verdadera resistencia al golpe en Bolivia proviene de este horizonte abandonado por la izquierda eurocéntrica que, ahora, reduce su panorama y sus apuestas políticas al puro electoralismo, como si no hubiese pasado nada. No se ha enterado que el golpe ha puesto en crisis a la propia democracia y su fetichismo del voto (sepultando la deliberación y la politización plena del pueblo constituido en sujeto). Si el voto se pueda manipular y hasta comprar, o sea, si el voto se hace una mercancía más, entonces esta democracia no es el poder del “demos” sino el “kratos” del capital.
Esta democracia se ha convertido en una trampa que es preciso denunciar como lo que es: pura mitología imperial. Recuperar la democracia para ungir de nuevo al pueblo con el espíritu democrático supone liberar a la democracia de su rapto imperial. Una revolución democrático-cultural solo será posible trascendiendo la democracia como sistema cerrado de validación formal para crear un sistema abierto de politización democrática o democratización política, es decir, la creación, desde abajo, del poder popular.
La Paz, Chuquiago Marka, Bolivia, 16 de febrero de 2020
Rafael Bautista S., autor de: “El tablero del siglo XXI: geopolítica des-colonial de
un nuevo orden post-occidental”, yo soy si Tú eres ediciones, 2019
Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com
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