Geopolítica, ética y justicia en el combate al narcotráfico mexicano en tiempos de la 4T
- Análisis
Los hechos: el error táctico y estratégico
Para el presidente Andrés Manuel López Obrador, el pasado jueves diecisiete de octubre sería el día que pasaría a la historia de su gobierno por ser la fecha en la que, por fin, darían comienzo los trabajos de construcción del Aeropuerto de Santa Lucia, luego de haberse enfrentado a una sistemática oposición por parte de algunos capitales (y sus vocerías desde la Sociedad Civil) afectados por la cancelación del NAICM, en Texcoco. El día, en cuestión, no obstante, pasó a la historia de la 4T, en general; y de la biografía presidencial de López Obrador, en particular; porque en el Norte del país, en la ciudad sinaloense de Culiacán, un fallido operativo, torpemente realizado, desencadenó una serie de hechos violentos por parte de integrantes de una de las estructuras del narcotráfico más potentes, el así denominado Cártel de Sinaloa —el buque insignia del narcotráfico mexicano cuya personificación más representativa es el hoy convicto en Estados Unidos Joaquín Guzmán Loera.
En el parte informativo de aquel día, y mucho tiempo antes de que el gobierno federal saliera a la palestra a dar su versión oficial de los hechos, lo que la ciudadanía tenía registrado era que, derivado de la detención de algún jefe de plaza importante en la ciudad, se habían desatado una serie de enfrentamientos por parte de los miembros de su célula criminal, derivando en un acumulado de refriegas con armas de grueso calibre (armamento de uso exclusivo de las fuerzas armadas, de manufactura estadounidense, por supuesto), bloqueos carreteros, quemas y despojos con violencia de automóviles a privados y hasta la fuga de una cuarentena de reos de un penal local.
Ya hacia el final de la jornada trascendió en redes sociales y en algunas televisoras el detalle de que, como consecuencia inmediata de la capacidad de fuego desplegada por las estructuras criminales y de la desventaja numérica, estratégica y armamentística de los cuerpos de seguridad federales, en algún momento de la refriega el gobierno federal decidió soltar a Ovidio Guzmán López (hijo de Joaquín Guzmán Loera y, en teoría, uno de los varios herederos, por línea de sangre, de las empresas criminales dirigidas por éste). Cuando los enfrentamientos por fin finalizaron, parte del gabinete de seguridad del gobierno federal emitió un videomensaje en el que se proporcionaron algunos datos:
Se afirmó que aquello que había ocurrido en Culiacán fue producto de un patrullaje de rutina por parte de cuerpos de seguridad locales.
Los elementos de seguridad que recorrían la zona fueron agredidos desde un predio por miembros del cártel de Sinaloa.
Ante tales acontecimientos, y la evidente desventaja numérica y en potencia de fuego de los elementos de seguridad, se decidió optar por un repliegue y abandonar la zona en cuestión.
Posterior a dichas declaraciones, en medios se difundió un par de videos en los que se alcanza a apreciar que aquello no fue un patrullaje de rutina de una unidad motorizada, sino que, antes bien, aquello era el despliegue de varias unidades del ejército, la Guardia Nacional y elementos de otras corporaciones en lo que, por lo menos a primera vista, da cuenta de un operativo específico en el que se tenían pretensiones de capturar a quienes estuviesen al interior del predio rodeado. Esta incompatibilidad entre las declaraciones del Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo, y lo que se apreciaba en los videos llevó a que con posterioridad las autoridades federales rectificaran su versión sobre lo ocurrido, proporcionando información que, en última instancia, en verdad da cuenta de una serie de tropiezos con los que se actuó y se respondió ante la crisis que les estalló en la cara. Que el gabinete de seguridad federal decidiera rectificar y aclarar (sin transparentar la totalidad de los hechos) ya dice mucho sobre las formas y la contracción de la curva de aprendizaje del gobierno de López Obrador (por lo menos en términos de comunicación social), pero no resuelve muchas cosas más alrededor de lo ocurrido.
Dos estrategias de seguridad en la 4T: violencia social y violencia criminal
Ahora bien, el tema que quizás está causando más resquemores y resentimientos por parte de la ciudadanía hacia las personas que encabezan el gobierno de la 4T tiene que ver con el hecho de que el mismo gabinete y el propio presidente confirmaron que era cierto que, al ya tener capturado a Ovidio Guzmán, se decidió liberarlo. En la prensa nacional y extranjera del día después, por ejemplo, aquella decisión se convirtió en el motivo perfecto para incrementar la dureza y la sistematicidad de la crítica al gobierno de López Obrador (y a su persona, en particular) acusándolo de ser un presidente coludido con el crimen organizado, causa y consecuencia, a la vez, de que el —tan mentado por las derechas conservadoras— estado de derecho esté siendo capturado y aniquilado por las lógicas de operación y los intereses de la delincuencia organizada.
En ese sentido, que el gobierno de López Obrador decidiera, de manera consciente y reflexiva, dejar escapar a un capo de la droga con órdenes de extradición en Estados Unidos sirvió a los principales rotativos de Occidente (el mismo Occidente que hoy se encuentra capturado por conservadurismos religiosos, de clase y raciales igual de atroces que los experimentados a comienzos del siglo XX) para mostrar que, a diferencia de lo que ocurrió con algunas de las fugas más emblemáticas de grandes capos en los gobiernos de los expresidentes Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto —en donde, se supone, no hubo consentimiento gubernamental para tales hechos—, acá, lo que se puso sobre la mesa fue una clara decisión en la que se optó por beneficiar al crimen por encima de la ley, la justicia y la integridad de la propia ciudadanía.
Argumentos como ese, por supuesto, están cimentados sobre la base de las incomprobables hipótesis de que en los gobiernos anteriores no existieron acuerdos, negociaciones, pactos o colusiones de ningún tipo entre estructuras gubernamentales y criminales, en cualquiera de sus órdenes de gobierno y niveles administrativos/políticos. Pero más allá de ese detalle —que no es menor—, lo que en realidad tendría que estarse discutiendo para el caso reciente de Culiacán radica en el fundamento que ofreció López Obrador para haber consentido la decisión que tomó su gabinete de seguridad sobre la liberación de Ovidio Guzmán.
Y es que, lo que López Obrador puso a discusión pública, cuando justificó los actos de sus subalternos, al aclarar que la vida de un narcotraficante no vale más que los cientos de vidas que se pueden perder por los ajustes de cuentas de los cárteles ante la captura de sus líderes, no es una discusión superficial o sin sentido, menos aún un tema que ya de entrada sea válido reducir a la nulidad o la invalidez por estar contrapuesto a lo que determina la letra de las leyes mexicanas.
López Obrador —hay que insistir en ello— está trabajando a dos bandas el tema de la seguridad y la reducción de los niveles de violencia en la sociedad mexicana. En términos generales, es posible afirmar que su administración está implementando dos lógicas para hacer frente a dos fenómenos de violencia que son bastante distintos y que funcionan sobre las bases de dos maneras por completo diferentes de ejercitar esa violencia. Por un lado, se encuentra una gran estrategia de tipo preventivo que tiene que ver con el mejoramiento de las condiciones sociales de las generaciones más jóvenes del país. Una estrategia, en todo sentido, cuyo objetivo espacial y temporal es a largo plazo porque lo que tiene por finalidad es el prevenir que las condiciones de explotación, pauperización y vulneración de esos sectores históricamente marginados llevan a más personas a buscar en las filas del crimen organizado un estilo de vida válido para sustituir aquel que no son capaces de alcanzar por la vía legal.
Ésta es, pues, una estrategia que pretende combatir el sentido común de la falsa meritocracia poniendo sobre la mesa que no es posible meritocracia alguna dentro de contextos en los que la explotación de unos es el sustrato sobre al cual se confirma y se construye el triunfo, el emprendedurismo y el éxito de otros, en círculos cada vez más pequeños y distantes. Pero es, además, la estrategia del discurso de reinserción de la ética como elemento indispensable para la convivencia colectiva en una sociedad en la que el neoliberalismo ha permeado tanto la subjetividad de los habitantes que ya es una tarea prácticamente imposible reconocer a un semejante en la otredad. ¡Abrazos y no balazos! Es la frase presidencial que sintetiza la lógica detrás de esta estrategia y por eso su población objetivo, aquellos y aquellas a quienes se dirige y a quienes busca interpelar todo el tiempo no son las personas que ya están sumidas hasta el cuello en los pantanos del crimen organizado (aunque eso no significa que a estas personas no les esté planteando la posibilidad de la redención). Son aquellos y aquellas que aún no se enrolan en la criminalidad organizada a quienes está previniendo el presidente.
La segunda gran estrategia de López Obrador es por completo opuesta (y hasta contradictoria) con la anterior, pero no es entendible si se la toma por separado y si no se la lee como el complemento necesario (contradictorio, sí, pero necesario) de la primera. Ésta es la lógica de la contención, es decir, de la necesidad de contener lo que ya está echado a andar, de la violencia que ya está operando en la cotidianidad, de las personas que ya están por completo absorbidas por el modus vivendi de los cárteles de la droga. Estrategia de contención, pues, que por ningún motivo apela a los abrazos antes que a los balazos; menos aún a una falsa concepción de crítica autorreflexiva que va a llevar a todos los integrantes de las estructuras criminales organizadas a replantearse su vida y abandonar las armas por amor al prójimo. Ésta es, antes bien, una operación que por supuesto se hace cargo de la violencia cotidiana a través del uso de las fuerzas armadas y, en especial, del despliegue de la Guardia Nacional.
Y lo cierto es que, como aquí el objetivo es contener los actos y la operación de las organizaciones que se formaron a lo largo de más de medio siglo (en colusión y alimentadas por la política de los gobiernos posrrevolucionarios), y que los últimos tres sexenios no hicieron más que fortalecerlas, obligarlas a evolucionar y mutar sus modos y sus formas; lo que aquí se encuentra en juego para López Obrador, personalmente, es la posibilidad de realización de una gran parte de sus promesas de campaña, en particular las que tienen que ver con la pacificación del país y la ineludible tarea de extirpar a los poderes fácticos y paralelos a la gestión gubernamental.
Ética, justicia y legalidad
Lo sucedido en Culiacán y el respaldo del presidente de México a la decisión de su gabinete sobre la liberación de Ovidio Guzmán, por lo tanto, debe ser leída dentro de la segunda estrategia implementada por el presidente, y no dentro de la primera. Pero incluso haciendo esa clara distinción (soportada por el reconocimiento de que el ejército y la marina siguen patrullando las calles, de que las fuerzas armadas son la institución preferida del presidente para llevar a cabo algunos de los proyectos y políticas públicas que más le interesan; de que la Guardia Nacional surgió con el propósito explícito de combatir desafíos como los del crimen organizado y, finalmente, de que las fuerzas castrenses son clave en la campaña personalísima de combate a la corrupción gubernamental); lo que no se debe perder de vista en las razones del presidente sobre la captura y liberación de Ovidio Guzmán es que ahí se encuentran las raíces de dos debates (filosóficos, políticos, éticos, existenciales) de muy vieja raigambre: la relación entre justicia y ley, por un lado; y el valor de la vida humana como un fin en sí mismo y no como un medio, por el otro.
Dejando, por el momento, al primer tema para una discusión posterior, lo que resulta trascendental del segundo tópico para comprender mucho de lo que la figura presidencial en turno busca remover en las formas de la convivencia colectiva nacional y, sobre todo, en el ejercicio de la política, es que da un giro de 180 grados a la justificación que en su momento ofreció Felipe Calderón cuando lanzó su campaña de guerra irrestricta en contra de la sociedad mexicana. En aquel momento, el entonces presidente, representante de los grupos más conservadores y reaccionarios de la derecha mexicana, justificó su campaña por medio de una frase que lo sintetiza todo: «se perderán vidas humanas inocentes, pero valdrá la pena».
En su contexto (el de un México que ya comenzaba a ser cada vez más desangrado y desaparecido por las estructuras criminales en colusión con los intereses políticos dominantes), aquellas palabras resonaron en las conciencias de muchos y muchas mexicanas como una declaración de guerra revolucionaria, en contra de un cáncer social, de un enemigo que era necesario extirpar de la vida colectiva nacional al costo que fuese necesario pagar para asegurar un porvenir más estable, más ordenado, más tranquilo y pacífico. Ya de entrada, la ingenuidad de creer que aquel enemigo se dejaría vencer sin oponer resistencia alguna, cuyos saldos estarían, principalmente, en el terreno de la ciudadanía y no de las filas de sus propios capos, fue un error de proporciones mayúsculas que aún nos encontramos pagando con creces en el presente.
Pero más allá de eso, lo que llama la atención de las palabras de Calderón (en algún sentido, el axioma y a su vez el núcleo filosófico de todo su sexenio en materia de seguridad) es que, al mismo tiempo que subordina la vida humana a un concepto abstracto de seguridad y a una noción operativa de justicia, observa en la vida humana un útil que es por completo desechable para conseguir bienes mayores. Esa lógica de comprensión y aprehensión del significado de la vida humana, durante los años del nacionalsocialismo europeo, por ejemplo, llevó a la instauración de campos de concentración y a la instauración generalizada en la conciencia colectiva de aquellas sociedades de lo que la filósofa Hannah Arendt denominó «la banalidad del mal».
En años más recientes, esa misma racionalidad sobre la vida humana la hemos visto desplegarse en toda su avasallante expresión en la manera en que el mercado neoliberal mercantiliza la vida, los cuerpos, los afectos, y hace de todos ellos instrumentos útiles para alcanzar mayores grados de acumulación y concentración de capital. Es decir, que cuando Calderón justificó su política de seguridad afirmando que miles de vidas humanas eran un sacrificio justo para conseguir otros fines, lo único que hizo fue expresar, con sus propias palabras, dos tesis que ya la Historia de la humanidad había visto surgir, dominar y llevar a la barbarie a millones de personas en otros tiempos, los tiempos del nacionalsocialismo y de las dictaduras cívico-militares de seguridad nacional en América.
Es en contraste con esa concepción existencial de la vida, entonces, que hace sentido la jerarquía en la que López Obrador colocó a las vidas de los civiles inocentes atrapados en las reacciones violentas del cártel de Sinaloa en Culiacán. Y lo cierto es que no es una pura metafísica del valor de la vida lo que está en juego. El repliegue de las fuerzas federales ante la reacción de las estructuras del crimen organizado es importante entenderlo como un repliegue (y como una liberación de un criminal) no frente a la criminalidad en sí misma y por sí misma, per se, sino ante la reacción, la respuesta que ésta tuvo en una coyuntura específica, que fue la de poner en riesgo a un número mayor de personas que, como bien lo señaló López Obrador en su conferencia matutina del día siguiente, no habría terminado el jueves 17.
Después de todo, el valor supremo de la vida humana (y de las vidas humanas inocentes en un contexto de guerra como el de México, en específico), en términos operativos, visibiliza un par de elementos que dan cuenta de que aquel repliegue y la liberación de Ovidio Guzmán no fueron, después de todo, la peor decisión que se pudo haber tomado.
En primer lugar, está el hecho de que la estrategia de combate al crimen organizado no tiene un carácter ofensivo, sino defensivo. Ello, por supuesto, podría leerse como una claudicación del gobierno a hacer frente a la propia criminalidad organizada, sin embargo, si algo hemos aprendido de la experiencia histórica de la guerra en contra del narco en este país es que una acción defensiva siempre es respondida por el otro elemento de la ecuación con una potencia de fuego, una extensión territorial y una intensidad temporal mayores a las que el gobierno mismo es capaz de hacerle frente sin desatar, por ello, en el camino, un conflicto de mayores proporciones. Los casos de los cientos de municipios fantasma que hoy existen en el país (porque en los años del calderonato se optó por la vía ofensiva), dan cuenta de ello, y de los cientos de poblaciones que desaparecieron de México por su causa.
En segundo lugar se encuentra la lógica operativa del cambiar los daños colaterales por la prevención de la fragmentación sociales. Y es que, desde Fox hasta Peña Nieto, pero en particular con Felipe Calderón, los daños colaterales (vidas inocentes prescindibles) fueron vistos como sacrificios necesarios para el bien común de la generalidad, pero en ello no se alcanzó a concebir las profundas consecuencias y modificaciones sociales, afectivas y antropológicas que tendrían en miles de familias mexicanas por causa de la pérdida de algún integrante o alguna integrante por la guerra. La muerte y la desaparición de todas esas personas, después de todo, no es un hecho que tenga una nula trascendencia, importancia o significado entre las múltiples colectividades dentro de las cuales se desenvolvían. Y el tema con esto es que no todo se resuelve por la vía inmediatista de la superación del duelo y de la muerte; no cuando la muerte y el duelo siguen inundándolo todo en esta sociedad, con niveles de crueldad y de violencia avasallantes.
Pero además, si en sexenios anteriores no se llegó a concebir el impacto que la muerte y la desaparición tendrían en las vidas de millones de mexicanos y mexicanas, haciéndoles modificar, transformar o adaptar sus relaciones de convivencia, sus contenidos culturales y sus formas identitarias, algo que tampoco se pensó en toda su magnitud (o sí lo hicieron pero aún así decidieron seguir con la guerra porque ese era el plan geopolítico a seguir en el país), es que la captura o el asesinato de un líder o de miles de líderes no conduce sino a disputas intestinas al interior de las estructuras criminales, entre estructuras divergentes y enemigas, y entre éstas y las fuerzas gubernamentales. Ese es el tercer elemento a considerar para comprender el cambio de lógica en la estrategia de la 4T: tres sexenios de miles de muertes y cantidades similares de desapariciones llevaron, por fin, a una autoridad política a comprender que la desarticulación de las redes criminales y de las estructuras que fundan no se da sólo por capturas o decapitaciones (para emplear el argot de la época calderonista). La fragmentación de carteles, las disputas por las plazas, el incremento de los asesinatos de inocentes, la desaparición de inocentes, también; la violencia de revancha en contra de pobladores al margen, etc., todos esos fueron eventos que condujeron a casos como los de San Fernando, Pátzcuaro, Boca del Río, Chilpancingo, y demás, con cientos de cuerpos mutilados, como en campos de concentración expresos y ad-hoc.
De no haberse replegado en Culiacán, nada habría asegurado que la ciudad entera no se vería inmersa, víctima, de todas esas y novedosas maneras a disposición del crimen organizado para hacer pagar a la población inocente la osadía que tuvo el gobierno federal de haberles enfrentado. Y ese tipo de dinámicas, nos ha enseñado la historia de nuestro país, no duran un par de horas (como la refriega del jueves 17), ni unos días o unas semanas. El calderonato y el peñanietismo (con todo y que en este sexenio se erogaron millonarias sumas de recursos para invisibilizar a la violencia en la prensa, los medios y las redes) nos brindaron, en sus respectivos tiempos, ejemplos imborrables de la memoria sobre rachas mensuales de enfrentamientos: meses con hasta dos mil ejecuciones por ajustes de cuentas en todas direcciones y con todos los actores involucrados.
El cuarto punto es que el gobierno de López Obrador no es ingenuo en materia de disputas políticas y una de las posibles razones que se esconde detrás de sus decisiones tiene que ver con el hecho de que no es ajeno a la posibilidad de que este evento sea continuado con un mayor uso político de la violencia para desprestigiarle y hacerlo caer, eventualmente. Y es que, en efecto, una hipótesis que no se debe desechar así como así de lo ocurrido en Culiacán tiene que ver con que no es descartable el que la reacción tan virulenta, tan potente y tan sistemática y bien organizada del cártel de Sinaloa tenga que ver con que estuvo facilitada y en gran medida empleada en favor de intereses políticos y empresariales que se están viendo afectados por las acciones de la 4T y que captaron en esta operación una coyuntura irremplazable para asestar un golpe duro y costosísimo en una materia que resulta tan sensible para tantos mexicanos y tantas mexicanas que si votaron por este proyecto fue, justo, porque en él se veía la posibilidad de que las cosas cambiaran, y el baño de sangre y las desapariciones se detuviesen.
Después de todo, no es sólo el hecho de que el despliegue que mostraron el jueves 17 no es algo que se organiza y se construye en un solo día, menos aún en un par de horas. Capacidades organizativas y de respuesta así únicamente son posibles cuando existen las condiciones de posibilidad que las facilitan, y que las sostienen por periodos mucho más largos. México, además, se aproxima de manera acelerada a las elecciones intermedias, y con ese evento como telón de fondo es importante para los opositores a la 4T degradar y minar lo más que se pueda al gobierno en funciones en los temas que resultan más directos y cercanos a la vida de las personas que gobierna. Pero además está la situación de la elección interna del Movimiento de Regeneración Nacional, y la posibilidad de que el golpe externo haya convergido con una quinta columna de intereses al interior de Morena no es para nada imposible.
Lo anterior, por supuesto, no se trata de justificar la serie de errores y omisiones (estupideces, en el amplio sentido de la palabra) que el gobierno federal ha cometido en la materia. Pero en lo que no hay que dejar de insistir es que en este país el uso político de la violencia y de la criminalidad no es nuevo, y es, antes bien, un elemento endógeno a la manera en la que se hizo política desde el momento de la posrrevolución, a principios del siglo XX.
Proyecciones geopolíticas hemisféricas
Finalmente, no hay que pasar por alto que, en estas mismas semanas, América se encuentra transitando por tres procesos de coyuntura y dos más de larga data que están tensando las correlaciones de fuerzas hemisféricas (y las posiciones de poder estratégicas de Estados Unidos en el continente). Por un lado, se encuentran las declaratorias de Estados de Excepción (o de seguridad, dependiendo de la nomenclatura nacional) en Ecuador y en Chile; ambos, provocados por una avanzada proveniente del Fondo Monetario Internacional (cuyo voto mayoritario es de Estados Unidos) y que en los hechos terminaron por reconstruir algunos de los pasajes más dolorosos de las dictaduras vividas en la región durante el siglo pasado.
De otra parte, se hallan las elecciones en Bolivia (celebradas este sábado 20), en donde por supuesto se está jugando el bastión más sólido y permanente de las luchas autonomistas y soberanas de los países de la región, pero también algunos de los pilares de los movimientos sociales que recorren a todo el continente. Bolivia es, en todo el sentido de la expresión, la última pieza del ajedrez americano que no ha sido posible vencer por las injerencias, los bloqueos geopolíticos y las agresiones del capital a la presidencia de Evo Morales. Que México y Bolivia se mantengan, en sus respectivas proyecciones hemisféricas, como las dos grandes sociedades en las que se prefiguran alternativas al neoliberalismo no es menor, y de su continuidad y supervivencia dependen otros tantos proyectos políticos e ideológicos en la región.
Los dos procesos de larga data, por su parte, son los que tienen que ver con las nuevas sanciones a Cuba, programadas para este lunes 21, y la continuada agresión a Venezuela. Con Brasil al borde del fascismo bolsonarista, Argentina, con una posibilidad mínima de revivir al espectro de Cristina Fernández; Uruguay, en el margen del militarismo más atroz de su historia, fantasma de la dictadura; Colombia, sumergida en el fracaso del conservadurismo de Duque y la reavivación del conflicto armado; y el resto del continente (Centroamérica y el Caribe) sufriendo ajustes fondomonetaristas para hacer frente a la migración o a los sucesivos embates de la naturaleza en el océano; América está en la línea de perder grandes conquistas ganadas en la década pasada.
Los eventos sucedidos en México no deben de leerse de manera aislada a esas otras proyecciones geopolíticas, en particular, por un factor diplomático que no es menor: la designación de Christopher Landau como embajador de Estados Unidos en México: un especialista en operaciones especiales, y dedicado a la balcanización de Estados y sociedades.
Ricardo Orozco
Consejero Ejecutivo
Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional
@r_zco
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