Discurso político y discurso de odio
- Opinión
Una de las principales consecuencias que tuvieron los hechos ocurridos en un Walmart de El Paso, Texas (Estados Unidos), el pasado tres de agosto de 2019, en donde un estadounidense identificado con el supremacismo racial blanco —tan bien vociferado por el presidente estadounidense, Donald J. Trump— asesinó a 22 personas e hirió a 24 más (la mayor parte de ellas latinas), por considerarlas una amenaza para su país, fue, en términos del desarrollo de la vida política nacional en México, que los días sucesivos estuvieron saturados por dos discusiones paralelas en las que, aún tratando o tematizando dos problemáticas de distinta índole, terminaron por mixtificarse en un único mantra: López Obrador es, en todo sentido, un Donald Trump (a la mexicana) en potencia.
Y es que, en efecto, en un primer momento o plano de la discusión, los imaginarios colectivos se concentraron en la necesidad de ejercer presión social sobre el gobierno de México, en general; y alrededor de la persona de López Obrador, en particular; para que éste respondiese con fortaleza, con prontitud, dignidad y agresividad a la administración del presidente estadounidense, por considerarlo el factor detonante del odio y la violencia que hoy viven los mexicanos y el resto de los latinos en aquel país.
Resulta difícil no reflexionar, cuando se observa esa discusión, cómo los sectores que hoy se apuntalan a sí mismos como los últimos reductos de la crítica y la oposición a López Obrador, en situaciones de ésta índole, son los mismos que no mucho tiempo atrás funcionaban al régimen presidencial en turno como el principal muro de contención y de defensa en contra de las críticas que se le realizaban cuando el ejecutivo federal entonces vigente (Fox, Calderón o Peña Nieto, por igual) se sentía y presumía víctima de agresiones diplomáticas tanto del candidato Trump como del presidente Trump.
En términos generales, la realidad de la disputa política en México es que, desde la entrada en funciones de la administración pública de la 4T, desde la derecha hasta la izquierda, la tendencia dominante del criticismo (que no de la crítica) ha sido la de aplicar un doble rasero moral, ético, político e ideológico a eventos que tienen paralelismos en la actual presidencia y en la mayoría de las anteriores. Y es que, en efecto, no resulta difícil encontrar en el debate público nacional referencias claras en las que, de uno y otro lado del espectro político e ideológico, las críticas que no se realizaron en el pasado hoy son puntas de lanza para acicatear permanente y sistemáticamente cada decisión tomada por la presidencia vigente. Y viceversa: los silencios que hoy imperan son los vaciamientos de las protestas que antaño proliferaban con fuerza social escasas veces observada en el pasado reciente de México.
Pocos son, en realidad, los espacios en los que el rasero es el mismo y la crítica se mantiene tan intransigente hoy como lo fue ayer. Casos muy concretos que ejemplifican esa congruencia son los de colectivos y colectivas promotoras de las agendas antimilitarización de la vida pública nacional, en contra de la devastación de la naturaleza o en favor de vías alternativas de pacificación y disminución de los índices de violencia y de desaparición en el país.
En cierto modo, tal desarrollo de la vida pública mexicana no es, por supuesto, azarosa o puramente arbitraria de las fuerzas (reales, formales o fácticas) que se disputan el sentido a seguir por la sociedad en este específico momento de redefiniciones en una multiplicidad de dimensiones de la vida colectiva nacional. López Obrador, por ejemplo, no es ajeno a esta reflexión, pues si algo impera en su discurso es, justo, la apuesta por reintroducir la ética (y, hay que decirlo con todas sus letras: una cierta moral conservadora de extracción evangelicalista) en el ejercicio de la administración del Estado, de su gobierno y, sobre todo, de la práctica política.
De ahí se desprenden, entre otras cosas, sus discusiones en torno de la creación de la Guardia Nacional y de dar seguimiento a la militarización de vida colectiva, pues el tema, para él, no se halla en una árida discusión entre el sí o el no por el mantenimiento de la milicia en las calles del país o por la continuidad del combate armado a la criminalidad, sino, antes bien, en el tipo de uso que se le da a los cuerpos castrenses dentro de un contexto determinado; de tal suerte que el nudo y la resolución del problema gravita alrededor del reconocimiento de que lo que existía era una función despojada de valores y de ética, mientras que lo que puede y debe existir ahora y para el futuro de su proyecto de transformación es un ejército, una marina, una fuerza aérea y unas corporaciones policiales con valores y ética en su conducción. ¿Cuáles? Fundamentalmente los que él pregona, y que históricamente sitúa o identifica con el proyecto republicano decimonónico.
Justo ahí es en donde se sitúa la segunda discusión que emergió en los días posteriores al atentado de El Paso. Acá, más que presentar alguna preocupación por la respuesta o inacción del gobierno de México ante las políticas, el discurso o las omisiones del gobierno estadounidense, lo que prima es la necesidad de identificar y asimilar las formas y los contenidos del discurso de López Obrador con las formas y los contenidos discursivos de Donald Trump; de tal suerte que, al hacer responsable a Trump de la profusión de discursos y acciones de odio en su propia sociedad, a Obrador se le mire y reconozca como un equivalente nacional que está haciendo proliferar el odio entre mexicanos y mexicanas.
¿Cuál es la base argumentativa de dicha suposición? En general, lo que se señala es que las múltiples oposiciones que constantemente hace López Obrador: entre chairos y fifís, entre pueblo o élites, entre prensa chayotera y crítica, entre empresarios corruptos y honestos, entre vendepatrias y patriotas, etcétera; son, en lo fundamental, sinónimos (aunque con un mayor grado de corrección política) de las oposiciones que asimismo hace el presidente estadounidense cuando segrega a latinos, mexicanos y musulmanes como criminales, holgazanes, ladrones de empleos, peligros para la nación, y demás.
La idea es potente y hasta creativa si se toma en consideración que los últimos movimientos de los opositores al gobierno vigente, hasta el momento, no han pasado de meras reacciones inconexas y desordenadas ante lo intempestivo del estilo personal de gobernar de López Obrador. El problema se encuentra, no obstante, en que dicha asimilación entre discursos (tan potente y activa en un contexto en el que los conservadurismos de derecha y de izquierda proliferan alrededor del mundo) parte de un desconocimiento de las diferencias entre un discurso político (de politización) y un discurso de odio.
Y es que, aunque la diferencia pudiese parecer sólo terminológica, en realidad no lo es tanto en ese estricto sentido, pues si bien es cierto que en uno y otro caso las oposiciones son constantes, palpables, sistemáticas (haciéndolas proliferar, además, en la agenda pública y de los medios de comunicación), los propósitos perseguidos y los sentidos inscritos en uno y otro, en las propias referencias, no son las mismas. Así pues, mientras que Trump (a pesar de sus fallidos intentos por desdecirse) busca construir otredades a las que se debe eliminar, excluir o recluir para purificar, limpiar y salvaguardar la constitución propia del cuerpo social, la nación y el Estado (en ello se aproxima mucho a los rasgos distintivos del discurso nacionalsocialista, aunque las diferencias entre éste y el supremacismo blanco aún son fundamentales para no homologar fenómenos históricos concretos); en el caso de López Obrador, lo que se pone en juego es el reconocimiento, precisamente, de que las formas y los contenidos del ejercicio de la política no son neutrales.
En particular, ese distanciamiento (que parece menor) no en baladí si se tiene en mente que el discurso por antonomasia del neoliberalismo es el de una supuesta neutralidad de la política y el mercado, ante los cuales, cualquier posible falla de una y otro deben ser corregidas por la vía de la pasividad, de la tolerancia y la queja pacífica. Por eso, quizá, no habría que dejar pasar de largo la oportunidad de señalar que si algo dejaron ver las reacciones en México ante la masacre en El Paso, eso fue la hipocresía del lenguaje neoliberal que, disfrazado de respeto al Estado de derecho, a las formas solemnes y cortesanas de la institucionalidad gubernamental, en realidad reproducen ideologías profundamente conservadoras sin ningún tipo de neutralidad axiológica, política e ideológica.
Ahora bien, en uno y otro caso; es decir, en ambos discursos, un momento importante que habría que distinguir es que tanto Trump como López Obrador no son, por sí mismos, la fuente de profusión de las oposiciones que hoy se observan en ambas sociedades, sino, antes bien, son las figuras políticas que catalizan un conglomerado de contradicciones ideológicas que ya viven y se viven en la dimensión cotidiana de la vida colectiva nacional. En cierto sentido, pues, son cajas de resonancia de ecos que ya se escuchaban en diferentes rincones del país desde hace tiempo. Y por ello, si bien silenciarlas o modularlas ayudaría a no magnificar el efecto de esos discursos sociales que ya circulan en la cotidianidad de las personas (y que de otra manera, sin duda, no aparecerían en una diversidad de espacios en los que de no ser por ambas figuras presidenciales no tendrían resonancias), esa sola acción no soluciona, en los hechos, las tensiones sociales y las contradicciones de clase, de raza, de género, sexuales, religiosas, etc., que los individuos singulares experimentan en su día a día.
A su manera, aunque los dos discursos (el de odio y el político) pretenden solucionar esa tensión, uno lo hace por la eliminación de la diferencia, mientras que el otro lo hace por la vía del reconocimiento de esa tensión y de la necesidad de confrontarla, de entrar en conflicto con ella y de ponerla a ella misma en conflicto para hacerla transitar por el cariz de la política oficiosa (C. Schmitt). Los márgenes, quizá, parecen difusos, inexistentes y peligrosos. Sin embargo, identificarlos es imprescindible para no asimilar el uno al otro; sobre todo en un momento en el que la racionalidad del mercado pugna por aniquilar cualquier tensión, resistencia o disputa que le provenga desde horizontes que le son nocivos para su propia reproducción ampliada y sistemática.
Y aunque el gobierno de López Obrador no es precisamente la antinomia del neoliberalismo (menos aún del capitalismo), lo que es un hecho es que su manera de hacer resonar las contradicciones sociales que existen en el país —y que por varios sexenios fueron anestesiadas recurriendo a la mercantilización de la vida colectiva e individual— es hoy, por lo menos, un primer paso necesario para que esas colectividades e individualidades tomen en sus manos el sentido de su sociedad, de la política, la cultura, la economía y la historia de México.
-Ricardo Orozco es Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional, @r_zco
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