El gobierno quiere guerra, pero el pueblo pide paz
- Opinión
Nada más peligroso para la estabilidad, la paz y la democracia internacional, que un presidente del tipo Trump, cuyas decisiones son a la medida de sus preocupaciones personales diarias y su discurso anuncia todo lo contrario a la paz, la democracia y la estabilidad. Sus apreciaciones triviales son convertidas a hipótesis exentas de validación técnica y política, inclusive para definir quién debe vivir o morir en el planeta, sin que las muertes de inocentes o implicados, cuenten siquiera como daño colateral.
Lo que dice es noticia que se transforma en capital y cifras a su favor. Pero así ha sido en la América gringa desde el fin del genocidio de sus más de 12 millones de indígenas, asesinados por sus propios compatriotas y que refleja consecuencias en los casi 55 millones de hispanos inmigrantes, tratados y maltratados hoy como infrahumanos. Siempre ha ocurrido una distorsionada mezcla de derechos humanos y economía, con expresión en que solo es digno de ser tratado como humano aquel que tiene propiedad y riqueza que le otorgan libertad y son su fuente de honor y respeto. Trump, es eso, un hombre libre, un propietario al que “su américa” le consiente todo, siempre que ocurra afuera.
Pero la otra América, la del sur, es distinta, diversa, a pesar de múltiples genocidios, forjó su libertad por cuenta propia, con resistencias y rebeldías y no por efecto de ninguna ley de abolición. Ese es su secreto para enfrentar los nuevos vientos de guerra alentada por Trump y conducida por su club de gobernantes del sur, que reinventan la seguridad nacional y la caduca guerra fría para llevar al horror. A los pueblos del sur, sus organizaciones políticas y sociales, estudiantes, campesinos, trabajadores, les queda por única opción impedir, movilizar, resistir y oponerse a caer otra vez en la ruta de la muerte ya mil veces ya padecida.
Nadie más que él, el pueblo (no el Estado) sabe que después de otra nueva guerra, sea interna o entre países, nada, absolutamente nada, quedaría intacto. Nada absolutamente nada, volvería a ser como antes. Quedarán miles de lisiados de todos los lados, cuerpos putrefactos botados en los caminos, riqueza perdida, bosques arrasados, aguas contaminadas, puentes, acueductos, infraestructuras y ciudades enteras destruidas, con migrantes no para compadecerlos si no para perseguirlos y liquidarlos.
Que nadie espere una guerra regular, pactada, limpia, con reglas, justa, lineal, con arqueros y caballeros. Sería asimétrica, letal, con mercenarios (contratistas), criminales de oficio, francotiradores, hackers, paracos y drones y el terror detonaría donde menos se espera, no en las fronteras, si no en céntricas calles, autopistas y mercados. Se extenderían el hambre, la peste, las enfermedades y la maldad. Los señores de la guerra probarían sus armas de todo tipo, químicas, biológicas y atómicas, que desprendan la piel y desintegren todo menos el odio. En presente otra guerra, traerá miseria, humillación y sufrimiento para unos y otros, por orden de oficiales, psicópatas y parapolíticos. La internet dejará de funcionar y, cajeros, sistemas eléctricos y de interconexión quedarán fuera de servicio. A veces de tanto dolor, la gente olvida lo que deja la guerra y enajenada clama y vitorea al presidente y a sus ministros y áulicos, cuando presentan informes semanales exponiendo cifras y cadáveres. En la guerra la inteligencia es sometida al arbitrio de los más perversos y la poesía y el arte son tratados como escombros, así ocurre siempre.
No es posible aceptar entonces que por voluntad de Trump, se quiera destruir a la América del Sur, y borrar para siempre el legado de Bolívar, justo en el año del bicentenario de independencia. La trampa del gobierno para reconducir a la guerra es hacer creer que hay dos américas en el sur, una orientada por el socialismo, a la que hay que destruir y otra por el capitalismo a la que se debe salvar. América del sur, es una sola que se niega a ser el botín de los impacientes dueños del capital, que no logran consolidar su segunda conquista de despojo y exterminio. En medio de este panorama el gobierno de Colombia, aupado por su partido, pide amontonar los muertos adentro y repartir fórmulas de salvación afuera, son consecuentes, porque son el gobierno del No, las negaciones a la vida, a la memoria y a la paz y en su patio corrupción, desigualdad, inequidad y violencia, florecen al vaivén de una creciente economía para pocos y derechos humanos recortados para muchos. Así que sí el gobierno del No, quiere guerra y sepultar con ella el acuerdo de paz, la JEP y la comisión de la verdad que no la haga y si la hace que no sea ni en nombre del pueblo, ni con sus hijos en las trincheras.
Colombia está siendo irresponsablemente reconducida hacia la guerra, por un gobierno, que a la manera de una junta administra los negocios comunes de toda la burguesía y hace de la dignidad personal un simple valor de cambio. Paulatinamente ha sustituido, mediante leyes y recortes sociales, las libertades humanas, por la libertad de mercado y reducido a cada persona, medico, abogado, ingeniero, maestro, científico, obrero, campesino o artesano a la mera condición de servidumbre asalariada, enfrentados a una realidad sin oportunidades, sin trabajo, sin estabilidad, sin un futuro previsible de bienestar y felicidad, fértil para crear hábitos de indiferencia, intolerancia y violencia que ahonden el imaginario de que todo podría ser peor y que mejor nos ira con otra guerra.
Ese poder, esa manera de gobernar, ha sabido destruir las bases del estado de derecho, acomodar miedos, borrar la memoria de su tragedia, negar los hechos y recuperar la efervescencia de los odios que refrescan las condiciones para usar las armas contra quien sea, adentro o afuera. La guerra es su instrumento de producción más importante, de ella hacen depender las relaciones económicas y todas las relaciones sociales en su beneficio. El partido de gobierno lo tiene calculado, sabe que sin guerra no puede existir y tiene claro que para sobrevivir y ganar elecciones necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes. Y así lo hace, toca las fibras íntimas, acude al secreto, la moral, la cizaña, el rumor, el chisme, redescubre pasiones, crea intercambios e interdependencias entre regiones y grupos sociales e impide que la producción intelectual de la nación se convierta en patrimonio común de todos. Ha sometido al estado de derecho, como Trump, al libre arbitrio de sus impulsos de poder hegemónico. No hay fórmulas para salir de este encierro, solo existe la necesidad vital de construir la salida en colectivo y obligatoriamente más temprano que tarde.
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