Estados Unidos: hegemonía y declinación (I)
- Opinión
EE.UU. sigue siendo hasta el momento, sin dudas, la principal potencia mundial. No obstante, sus credenciales de dominio y hegemonía, y su efectividad para ejercerlos, se debilitan visiblemente. El concepto más aceptado de ‘poder’ es la capacidad de lograr que otros hagan o se comporten según el deseo del que ejercer el poder, bien mediante su hegemonía o la cooptación, bien imponiendo su dominio por la fuerza. Desde hace unos cuarenta años el debate y la preocupación el respecto existen en los propios EE.UU.
El orden internacional que surgió después del fin de la II Guerra Mundial y que se mantuvo en lo esencial después de la desaparición de la URSS, fue levantado sobre la posición privilegiada con que los Estados Unidos emergieron de aquel conflicto. El país intacto; la economía fortalecida en su condición de suministradora de retaguardia, con sus arcas plenas de recursos financieros en exceso y como gran acreedora de los principales países europeos.
En virtud de ello y de su predominio en el comercio y las finanzas, Estados Unidos se posicionó con ventajas especiales en ese nuevo orden internacional. Con el dólar como la reserva monetaria mundial, y todas las demás monedas ajustadas a él, EE.UU. pronto percibió que era capaz de mantener constantes déficits internacionales de pagos y — a diferencia de todas las demás naciones — no tener que reestructurar su economía o reducir los niveles de vida para resolver el problema.
Contaba entonces con el 70% de las reservas de oro del mundo y sus manufacturas alcanzaron una capacidad total equivalente a la del conjunto del resto de los países. Era un período donde las corporaciones llevaban a cabo grandes inversiones en el país y el exterior, y se producían incrementos en el ingreso real de una amplia mayoría de los norteamericanos. Las recesiones de postguerra tendieron a ser menos agudas y de más corta duración.
Se produjo entonces y durante unos dos decenios, un período de extraordinario crecimiento, cuando el poder y la riqueza del país parecían indisputables y que condujo a un aumento de los estándares de vida prácticamente de toda la sociedad. Fueron “años dorados” de una prosperidad sin paralelo.
Pero en los años ‘70s del pasado siglo todo eso comenzó a cambiar. Se manifestaron claros signos de declinación en varios ámbitos, más definidos en la esfera económica: el ritmo del crecimiento económico se redujo a casi la mitad en comparación con los años ‘60s, y con especial fuerza en la esfera decisiva de la producción material: la industria. Asimismo en lo adelante hubo una notable caída de las tasas de acumulación y de ganancias, devaluación del dólar, reducción de la gravitación de EE.UU. en el Producto global, declinación de las inversiones productivas, disminución de los ritmos de aumento de la productividad, conversión de nación acreedora en nación deudora y de un excesivo endeudamiento público, deterioro de las infraestructuras, etc., así como inicio de los déficit comerciales.
Aunque en la actualidad la declinación estadounidense es asociada al avance de China y los países emergentes, es un proceso que tiene raíces domésticas, en deformaciones y deterioro del capitalismo en ese país, así como son reflejo de que EE.UU. y el sistema capitalista en su conjunto se encuentran en una grave crisis. No se trata de una crisis cíclica sino de una crisis estructural.
Ha sido un proceso que empezó a hacerse visible a principios de los años 1970 y se proyecta hasta el presente. El medidor clave para analizar el futuro de una economía es el crecimiento de la productividad, y en EEUU, la caída de tal crecimiento es la más grave de los últimos treinta años: en 2015 solo creció un 0,3% y en 2016 un 0,2%. En la posguerra la productividad crecía a un ritmo del 3% anual, pero entre los años 70s y los 90s cayó a la mitad y ahora se licuó. También tiene impacto estructural el desplazamiento de las fuerzas del trabajo por la automatización, el avance de la computación y las tecnologías de la información que ahora impacta, además, a las capas medias y los sectores de servicios.
En ese contexto cobró mayor fuerza, y se ha mantenido de forma sostenida, una política dirigida a dinamizar la economía y compensar la caída general de la liquidez del consumo con sustanciales incrementos de gastos gubernamentales en la esfera militar y, en mucha menor medida, pagos de asistencia social y otros beneficios.
Con el fin de la guerra en Vietnam en 1975, las industrias militares estaban contrayéndose en aquella década, y con probabilidades de contraerse mucho más. Los políticos, como es usual, estaban reacios a reducir los gastos de ‘defensa’ que benefician empresas en sus distritos en todo el país. El resultado fue la consolidación de un poderoso bloque interesado en la proyección del imperio desde posiciones de fuerza y la expansión de nuevos y recurrentes ciclos de gastos en la esfera militar, que retroalimentan la descomunal influencia adquirida por el Complejo Militar Industrial (pero que ha tenido muy graves consecuencias económico-sociales y fiscales a largo plazo).
La hegemonía estadounidense en entredicho
Con la derrota en Vietnam, la Revolución Islámica en Irán, la crisis energética de los años ‘70s y el fin de los años dorados de las dos décadas posteriores a la post guerra se desató un sustantivo debate en cuanto a la realidad y perspectiva de la declinación imperial estadounidense.1
En lo que al tema que tratamos concierne, la decadencia o declinación es un proceso en el tiempo, generalmente paulatino, una especie de progresivo deterioro y debilitamiento; es cuando se produce un empeoramiento o menoscabo de ciertas características, a veces sin un claro punto de partida, pero que se va haciendo evidente. Como lo demuestra lo acaecido con las viejas potencias imperiales su ocaso no inhibe, sino que, por el contrario, puede ir acompañado de zarpazos y demostraciones de fuerza. La experiencia histórica enseña que precisamente en períodos de crisis hegemónica el capitalismo ha recurrido a políticas militaristas y expansionistas.
Ello es bien peligroso en la actualidad con un Estados Unidos relativamente debilitado en poder real, pero muy fuerte en armamentos, que desde su creación utilizó la fuerza militar como instrumento de dominación y lo sigue haciendo; que no ha perdido por completo sus ventajas imperiales y que muestra mucha frustración y rabia no contenida ante un mundo que no evoluciona acorde a sus pretensiones y donde - pese a todo su poder – pierde visiblemente la capacidad de imponer sus reglas de juego. Sigue siendo la mayor potencia, tiene la capacidad de destruir, pero ya prácticamente imposibilitada para controlar la situación. La retórica imperante apenas disfraza la inefectividad de su pretensión hegemónica, mientras que el cambiante discurrir de las posiciones del país debilita aún más su influencia. 2
No obstante, a finales del pasado siglo ese país seguía siendo – y sigue siendo hoy - el Estado con mayor influencia en el sistema internacional, centro de referencia obligado de los movimientos de capitales, las inversiones, y la dinámica de mercados globales, el de mayor poder para marcar la agenda global y en muchas regiones, e imponerla – ahora algo precariamente - sobre sus aliados y enemigos, no solo por su poderío militar o financiero, el alcance de sus transnacionales, sus logros en investigación y el desarrollo de nuevas tecnologías, sino también por sus medios de difusión y la influencia de sus símbolos y “valores”. En algunos aspectos, incluso, esa capacidad de imponer su voluntad se ha visto reducida, pero en otros puede haber aumentado.
Por otra parte, se ha venido produciendo una activa penetración de las mercancías y capitales extranjeros en el mercado norteamericano, y una reducción del peso específico del país en los indicadores macroeconómicos globales. Al abastecerse masivamente en el extranjero de lo que ya no produce en su propio suelo, inevitablemente EE.UU. debe asumir un desequilibrio crónico de su balanza comercial. Según algunos especialistas, ello sería muestra que la expansión de las corporaciones transnacionales han tenido lugar en cierta medida a expensas de los intereses nacionales.
Es un asunto complejo y sujeto a debates, sobre todo en cuanto a la naturaleza e impacto que sobre EE.UU. y sus balances (comerciales y otros), tienen las transnacionales y su expansión e ingresos obtenidos en el exterior. Es indudable que el déficit comercial ha devenido estructural y es improbable pueda ser reducido con las actuales políticas amoldadas a tales corporaciones que son parte del sistema de poder en el país.
Algunos analistas cuestionan que los déficits comerciales sean el resultado de una suerte de desventaja o declinación del país o que este sea crecientemente dependiente de la voluntad de otros países para financiar sus déficits. Se señala que ello obscurece la apreciación de lo que, por el contrario, son fundamentos de la resistencia y capacidad de adaptación del poder de EE.UU., que se basa precisamente en el sector corporativo privado, “crecientemente internacionalizado pero con un fuerte apego al mantenimiento de la dominación estadounidense”.
Por otro lado, se evidencia un aumento de la vulnerabilidad de Estados Unidos a consecuencia de los trastornos globales y de dificultades estructurales en la esfera financiero-monetaria y de materias primas. Ello sin contar con la vulnerabilidad energética, las primeras disminuciones del salario real desde la post guerra, y un marcado aumento de las desigualdades.
Durante más de tres decenios, a partir del gobierno de Reagan a principio de los años ‘80, ha habido un sostenido empeño para revertir la declinación del poder estadounidense. Con la posterior desintegración de la Unión Soviética surgieron declaraciones triunfalistas acerca de la unipolaridad, el fin de la historia y la proyección de un nuevo siglo en el cual los EE.UU. serían “el único superpoder”.
El politólogo argentino Claudio Katz señala que Estados Unidos fue un nítido ganador del primer período de la mundialización neoliberal y cumplió un papel económico clave en el despegue de ese proceso, pero esta nueva etapa del capitalismo no revirtió la pérdida de supremacía norteamericana…. Estados Unidos conserva los principales bancos y empresas transnacionales y encabeza, además, la introducción de nuevas tecnologías, pero ha resignado posiciones claves en la producción y el comercio. Su impulso de la mundialización neoliberal terminó favoreciendo a China, que se convirtió en un inesperado competidor global. Trump intenta modificar ese resultado atemorizando a sus contrincantes.
Durante muchos años el debilitamiento de la posición económica del país permaneció oculto debido a la continuidad de las políticas de la guerra fría, que proporcionaban una causa unificadora para la nación y también un importante impulso para su economía (tal como lo hizo durante algún tiempo, pero de manera más precaria, la llamada ‘guerra contra el terrorismo’ desatada a inicios de este nuevo milenio.
Después de la engañosa expansión de los años ‘80s, el sector de bienes raíces y construcción de viviendas se ha visto afectado por la especulación, el endeudamiento familiar, mientras que la producción de bienes ha decaído afectada por la competencia externa y el deterioro de los ingresos. Pese a su tremendo poderío y hegemonía global, su sector financiero es inestable debido a una excesiva actividad especulativa de la que es eje central.
Casi todo el dinamismo económico observado durante parte de los ‘90s – según señala Tony Judt (Its Own Worst Enemy, 2002) “fue alimentado por inyecciones de capital provenientes del exterior, por momentos, al ritmo de $1,200 millones por día, que han sido necesarios para ayudar a cubrir el déficit comercial del país, que ronda los $450 mil millones al año. Ha sido ese enorme ingreso de inversiones de capital el que ha mantenido al alza el precio de las acciones, bajas las tasas de interés y de inflación, y el crecimiento del consumo doméstico”.
La escasez de liquidez y crédito en países con crisis financieras permitió a Estados Unidos – vía absorción de capitales ajenos – contar con liquidez abundante. A su vez, casi todas las más grandes compañías por acciones tienen algún grado de propiedad por extranjeros. La más reciente pesquisa del Departamento del Tesoro estimaba que unos $6 billones (millones de millones) en acciones estadounidenses, o alrededor de una cuarta parte del valor total de las corporaciones por acciones es propiedad de nacionales extranjeros.
Solo EE.UU. puede darse el lujo de dar rienda suelta a una dependencia tan lacerante respecto a los inversores extranjeros y ello gracias a que su deuda se expresa en su propia moneda y a que el dólar ha seguido siendo la moneda de reserva mundial (aunque ha devenido una situación que, por prolongada, erosiona paulatinamente la confianza en la misma).
Este texto ha sido adaptado de un capítulo de un libro del autor en vías de publicación
1 Aquí solo apuntamos algunos datos y tendencias y no pretendemos profundizar a plenitud en un tema muy complejo y con alcances globales, sobre el que hay una muy extensa bibliografía de expertos en la materia, cuyos enfoques y profundos argumentos no dejan de ser muy variados y contradictorios. Se destacan los trabajos de Paul Kennedy, Robert Kaplan, Chalmers Johnson, Samuel P. Huntington, Alfred W. McCoy, Joseph Nye Jr., Morris Berman, Immanuel Wallerstein, Atilio Borón, Michael Klare, Noam Chomsky y muchos otros.
2 Basta leer la parte pública de la Estrategia de Seguridad Nacional (ESN) que el gobierno de Trump dio a conocer a finales del 2017, y de la Estrategia de Defensa Nacional (EDF) dada a conocer a comienzos del 2018, y ver que en ambos casos hay una profunda preocupación en Washington por su pérdida de influencia.
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