Tres genocidios en busca de responsables
- Opinión
La Justicia Especial de Paz (JEP), construida como herramienta para entender la degradación humana padecida, es un instrumento de esperanza en la justicia, que por estar construida con múltiples voces, historias y verdades, podrá esclarecer el relato del horror vivido, para que la sociedad toda, pueda entender las consecuencias que la espiral de violencia ha producido. Sus conclusiones servirán de base para insistir en que todos deben saber de la crueldad vivida, para que de tanto oírla cobre sentido y al fin el país comprenda la destrucción de tal degradación moral y ética y haga causa común por la defensa de la vida con dignidad y la búsqueda de verdad y castigo. Pero a la vez tiene legitimidad para enjuiciar a los responsables de determinar el horror, cuyo mayor triunfo, como en el nazismo, ha sido saber borrar las huellas, lograr que la sociedad no perciba la totalidad y profundidad de lo ocurrido, que por su crueldad desafía la imaginación y ofende la inteligencia y la misma idea de ser humano. La táctica de la negación del exterminio, ha consistido en presentar cada hecho en solitario, aparte, fragmentado, aislado y contado por épocas, regiones o pequeños grupos, en una lógica de poder que impide comprender la magnitud del horror y desatar la fuerza de la indignación.
Al ponerle historia y memoria colectiva a las cifras, emerge la posibilidad, no solo hipotética, sino real, de calificar parte de lo ocurrido como genocidio (que es el crimen más grave entre todos los crímenes de lesa humanidad) al menos sobre tres grupos sociales. Ha habido sistematicidad, intencionalidad y cálculo para destruir y afectar parcialmente sus modos de existencia y cultura. Sobre los tres grupos hay innumerables hechos de barbarie, que permiten trazar una línea de conducta brutal del poder, planeada y ejecutada con actos dirigidos a eliminarlos, impedir su preservación y desarrollo y destruir las características esenciales de sus modos de vida, cosmovisión e identidad. Los agresores se justifican con el rechazo mismo a su existencia histórica como indígenas, afros, campesinos. La JEP por su composición, función y capacidad, podrá entrar en este terreno de tipificación, hasta ahora negado por la falta de herramientas adecuadas o a veces producidas por los mismos agresores.
I. Con la constitución de 1991 el país volvió a saber de la existencia de los pueblos indígenas, con la voz del Taita Lorenzo Muelas, quien en el Congreso de la Republica, con identidad y cultura propia, con palabras cortas pero honestas, simples y profundas, empezó a contar otra vez la historia olvidada. Tres décadas después se volvió a saber de ellos por las mingas que caminan la palabra y por los insistentes bombardeos sobre ellas, ordenados por terratenientes a veces disfrazados de funcionarios y gobernantes. Aunque el estado anuncie reconocerlos los niega como pueblo. Ahora vienen a la JEP a contarle que 39 de los 102 pueblos indígenas están en vía de extinción física y cultural (Según Corte Constitucional), que han sufrido 123 masacres y que 2954 líderes han sido asesinados, aparte de las miles de agresiones para aislarlos, engañarlos, separarlos, dividirlos, tenerlos bajo amenaza, impedir su vida en calma. Son pruebas de un plan sistemático de exterminio, con una intencionalidad clara y un modus operandi para asesinarlos y usurpar sus territorios, eliminar su lengua y su cultura y borrar la memoria de esos pueblos. Esos rasgos definen un genocidio, que los tribunales de justicia ordinaria, difícilmente podrán determinar, porque los principales responsables y agresores de la tragedia, lo impiden, controlan el poder y la riqueza e imponen la ley desigual, de que defender territorio y cultura basta para ser asesinados. Ese genocidio está presente en el cuerpo mutilado de cada colombiano, al que se le impide recuperar su memoria de luchas y olvidos.
II. Con la misma sistematicidad e intencionalidad ocurre otro genocidio contra las comunidades afro, cuyas realidades ponen al descubierto que 32 de cada 100 personas fueron víctimas del conflicto armado, que 813.000 negros, raizales y palenqueros han padecido el rigor de esa barbarie (RUV) que sigue vigente, y que han sido asesinados más de 34000 afros. En los límites entre la mar y la tierra exuberante de riqueza, la violencia genocida se mueve como una ola de sangre que va y viene, alimentando la crueldad. Es otro genocidio, evidente, sistemático, intencional, con ánimo de destrucción y convertido en parte del juego morboso, discriminatorio y excluyente de las palabras de odio de las mismas elites que se niegan a entender que las conquistas de resistencia hace tiempo derrotaron a la institución de la esclavitud y se resisten a perder su condición de amos y raza superior.
III. El campesinado, que corresponde a la otra parte del olvido, es degradado como pueblo por la ambición de las elites por controlar la tierra y también, con los mismos rasgos, de sistematicidad, intencionalidad y ánimo de destrucción de su cultura y modos de existencia, ha sufrido otro genocidio. La barbarie reconoce al campesino como su objetivo, pero la democracia lo niega como sujeto histórico y al desconocerlo en su condición, ocurre una honda alteración política que impide la realización de su dignidad humana como grupo, siendo esta la mayor señal de violación a derechos humanos. Los campesinos hechos colonos han sido expulsados, despojados y eternamente condenados a sobrevivir como excluidos, salvo para legitimar con votos a las elites que provocan su desgracia. Para despojarlos les han inventado guerras en sus territorios, creado ejércitos depravados que degüellan, descuartizan e invaden hasta sus propios cuerpos. Los han desterrado y convertido unas veces en mano de obra barata, otras son raptados de los campos de cultivo y llevados a servir en el ejército más poderoso de América, pero también el que más lisiados, locos, enfermos y mercenarios deja, y otras tantas veces, han sido sometidos a la voluntad criminal de narcotraficantes que los ponen a merced de sus fusiles, como obedientes y silenciados sobrevivientes, sin otro derecho que aprender a morir en medio del terror y la humillación. Solo con el inicio de la seguridad democrática (2001-2002) fueron asesinados 2221 campesinos (Cinep 2011, IDH 2011), como parte del genocidio en marcha, que en su etapa anterior (1948-1958) había dejado 200.000 campesinos muertos, en ambos momentos por la misma causa de desigualdad, que impide la lucha por el derecho a vivir con dignidad, a cuidar de la tierra y cosechar comida, a ser tratados como pueblo, como humanos de primera clase.
¿Qué cosechar entonces cuando la tierra está sembrada con los mismos odios, que han producido tres genocidios a grupos sociales? Las apuestas del Estado y sus instituciones no pueden ser en favor de más odio y campos sembrados de muerte, los campos requieren nuevas siembras, de derechos con garantías de realización, de democracia, de justicia con juicio y castigo a los responsables, de honestidad de los gobernantes y funcionarios, de sustitución de las elites en el control del estado. El poder del estado no puede estar convertido en un fortín de fuerzas oscuras, que agazapadas entre mayorías decisorias, arrogantes y temerarias, llegan a empujar el genocidio y debilitar aún más la democracia, que es la que sufre daño cada vez que los insensatos y guerreristas triunfan por vitorear la muerte y ofrecer más guerra, mientras los que reclaman por la vida con dignidad son perseguidos y asesinados. Es hora de otras siembras y cosechas de afectos, solidaridades y esperanzas y la JEP junto a la Comisión de la Verdad serán dos efectivos y necesarios instrumentos de Paz.
P.D. Difuso y peligroso lenguaje del sí y el no del poder en ejercicio, porque el presidente dice que sí a la paz (y la condiciona a su medida), a la lucha anticorrupción (a su voluntad), a la reconciliación (a su antojo); y su partido (del No)
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