Hacia la recuperación del encanto de la cultura de izquierda
- Análisis
Hoy por hoy, es difícil negar el “encanto” de la cultura del capitalismo neoliberal globalizado, que es, dicho resumidamente, la cultura de la derecha. Consumismo, éxito fácil, individualismo, marcas, ostentación, viajes, turismo, carros de lujo y actitud competiviva, entre otras cosas, expresan la vigencia de valores, creencias y comportamientos emanados de la cultura mercantilista predominante.
Como ha destacado George Ritzer[1], los megacentros comerciales, las supertiendas, los parques temáticos, los casinos y el turismo exquisito (o con pretensiones de serlo) sos las islas de fantasía que el capitalismo globalizado ha creado para el disfrute de unos consumidores deseosos de nuevas experiencias que los liberen de los temores e incertidumbres que se generan ahí afuera, en la realidad real.
El mayor éxito de la cultura de derecha predominante es haber impuesto sobre sectores amplios de la sociedad, principalmente en la clase media, la aspiración a “ser como los ricos”, lo cual quiere decir comportarse como ellos, desear lo que ellos desean, pensar como ellos y buscar poseer, a toda costa, lo que ellos poseen. Y como esto último es imposible que se logre a plenitud, no queda más remedio que acceder, aunque sea de forma limitada, a aquello que --asociado al estilo de vida de los ricos y famosos-- el mercado ofrece a quienes puedan pagarlo[2].
En términos gramscianos, ese es el modo cómo las derechas alrededor del mundo han impuesto su hegemonía: por la vía de una cultura del consumo y del éxito fácil. Con esa cultura, han logrado “encantar” no sólo a amplios sectores populares y de clase media, sino también a intelectuales (universitarios, artistas, periodistas) y a personas de izquierda, que no han resistido el “embrujo” de todo lo que ofrecen, en términos de “buena vida”, los bienes y servicios que muestran la publicidad, las vallas comerciales y los escaparates en los centros comerciales. Ese “encantamiento” ha llevado a hacer propio el estilo de vida empresarial capitalista, con la consecuencia de ambicionar, en el fondo del ser de cada uno –y también en la superficie— aquello que rodea y convierte a los ricos en tales: dinero y todo lo que se puede comprar con él cuando se tiene en abundancia.
Qué se le va a hacer: ha sido tal el bombardeo simbólico acerca de la felicidad asociada a la posesión de dinero (todo el que se pueda), al consumo de bienes y servicios caros, y al disfrute y felicidad que se consiguen en los centros comerciales, las vacaciones en el extranjero (con destino a los centros comerciales), los hoteles y el turismo exquisito que hay quienes no conciben que exista algo con más encanto (magia y fantasía) que eso. Y gracias a esto, la cultura de derecha ha arrinconado o incluso ahogado (no pocas veces incorporando) otras tradiciones y expresiones culturales. La cultura de izquierda no ha escapado a este avasallamiento. ¿Fue inevitable que ello sucediera? ¿Tuvo la cultura de izquierda la capacidad de resistir? ¿Tuvo su encanto en algún momento?
A la última pregunta se puede responder con un firme sí, pues a lo largo del siglo XX el atractivo de la cultura de izquierda para amplios sectores sociales, especialmente para la clase media, fue extraordinario. Fueron muchos sus polos de producción cutural: Rusia, Alemania, Francia, Italia, España, Brasil, Argentina, México, Chile, Cuba, Nicaragua… En diferentes épocas y con énfasis propios en cada nación y tradiciones culturales se generaron expresiones musicales, poéticas, narrativas, pictóricas, filosóficas, etc., que hicieron de la cultura de izquierda algo rico, diverso y creativo, que la convirtió en algo atractivo para quienes establecían contacto con ella. Esta veta cultural dio aliento a una dimensión pasional del quehacer de los militantes de izquierda sin la cual es imposible que asumieran compromisos en los que estaba en juego su integridad personal.
Por supuesto que la cultura de izquierda desarrolló una dimensión conceptual, analítica, fría y objetiva (tras las huellas de Marx y Lenin, los grandes marxistas fueron extraordinarios analistas económicos, políticos y sociales) que a primera vista puede parecer sin encanto alguno. Sin embargo, eso fue sumemente atractivo y seductor, sobre todo cuando se acompañaba de capacidades oratorias y de escritura que posicionaban a sus cutivadores como personalidades políticas e intelectuales de primer nivel. En otro orden, la disciplina partidaria, la clandestinidad y su misterio, y la disposición a la entrega por la causa del socialismo-comunismo también tuvieron su encanto para quienes, desde fuera, se imaginaban a seres fuera de lo común en sus convicciones y contextura. Tina Modotti, Dolores Ibárruri (“La Pasionaria”) y Ernesto “Che” Guevara fueron la viva expresión de esta dimensión pasional y disciplinada de la izquierda.
Pero la cultura de izquierda no sólo fue eso. Diversas expresiones artísticas e intelectuales encontraron su cauce en ella. El pensamiento filosófico y político alemán; la novelística rusa (en sus muchas expresiones, incluido el realismo socialista); el humanismo filosófico en los países del Este (y sus pujas con el materialismo dialéctico); la filosofía, la poesía y la pintura en España; la heterodoxia marxista en Italia, Polonia y la ex Checoslovaquia y la ex Yugoslavia; el muralismo y la música popular chilena; la música andina (¡cómo no mencionar el Cóndor pasa!); la nueva trova cubana; la salsa panameña; la poesía, la novela y el cuento en Perú, Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Uruguay; el ensayo, el periodismo y la poesía en Mexico… En fin, fueron muchas las formas, los estilos y los géneros artísticos e intelectuales en los que se expresó la cultura de izquierda en el siglo XX. Una cultura que irradió hacia amplios sectores sociales, que hicieron suyos las palabras, los gustos, los valores y las opciones (no necesariamente hasta las últimas consecuencias) propios de la izquierda.
En América Latina, además de la enorme riqueza de los aportes realizados por artistas e intelectuales de izquierda (Víctor Jara, Violeta Parra, Roque Dalton, Luis Cardoza y Aragón y Pablo Neruda, sólo por mencionar algunos nombres de creadores latinoamericanos, a los que se tiene que añadir grupos musicales como Quilapayún, Quinteto Tiempo, Inti Illimani y Los Guaraguao, entre otros), la cultura de izquierda supo atraer e integrar obras y autores que sin estar adscritos a esta filiación ideológico-política no sólo se encontraron cómodos en sus marcos culturales, sino que también gozaron de aceptación entre sus militantes y dieron su aporte a la conformación de una conciencia y una sensibilidad posibilitadoras del compromiso político.
Por ejemplo, del lado de la música, Joan Manuel Serrat, Alberto Cortez, Facundo Cabral, Víctor Jara, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Mercedes Sosa, Violeta Parra, Quinteto Tiempo, Quilapayún e Inti Illimani se conjugaron, en los años sesenta, setenta y ochenta, para marcar el gusto músical de las dos generaciones que asumieron el liderazgo en las luchas revolucionarias de esos años[3].
En literatura, Mario Vargas Llosa –de quien el P. Ignacio Ellacuría dijo que era, como escritor, sumamante revolucionario y, como analista económico, sumamente reaccionario— coexistía, sin problemas, con Ernesto Sábato, Mario Benedetti, Humberto Constantini[4], Máximo Gorki, León Tolstoi, Pablo Neruda, Roque Dalton, César Vallejo y Gabriel García Márquez[5].
En los años sesenta y setenta hubo mucho quehacer cultural en la izquierda latinoamericana; diverso, rico, variado, creativo e influyente. Otras izquierdas, por ejemplo, en Europa del Este y en la URSS de entonces, habían perdido vitalidad y diversidad en su cultura, pero incluso en el realismo socialista (en novelas como las de Alexei Tolstoi) y en la rigidez y la frialdad de sus líderes políticos y sus agentes de espionaje había un cierto encanto[6].
En América Latina, toda esa vitalidad, diversidad y creatividad cultural perdió el terreno conquistado y se desdibujó a lo largo de los años ochenta –sin embargo, en Centroamérica esta fue una década de mucha riqueza cultural[7]--, hasta arribar a los años noventa, a partir de los cuales la cultura de la derecha, a la que nos referimos al inicio de estas reflexiones, se convirtió en la cultura hegemónica. ¿Cuáles son las razones que explican tal desenlace? Veamos algunas posibles razones explicativas.
En primer lugar, la violencia autoritaria que, a lo largo de los años setenta y ochenta, golpeó con contundencia a artistas, intelectuales, periodistas y promotores culturales progresistas (y también a militantes y líderes de izquierda). La persecusión, el exilio, la tortura y el asesinato causaron un daño irreparable no sólo en la cultura de izquierda, sino más en general en la cultura intelectual y científica de nuestras naciones. La tortura y asesinato de Víctor Jara (1932-1973)[8] por parte de los militares golpistas chilenos, ejemplica la violencia padecida por los creadores culturales –músicos, poetas, dramaturgos, muralistas, titiriteros, novelistas, cuentistas, periodistas, profesores— en esas décadas marcadas por la violencia política y el terrorismo de Estado.
En segundo lugar, el auge y predominio de unas empresas de comunicación con un poder económico extraordinario y reproductoras de una cultura de derecha mercantilista, competitiva y consumista. Estas empresas se consolidaron como estructuras casi monopólicas en el marco de procesos de transición democrática --con fuerte predominio de las derechas políticas y económicas—, en los cuales un mercado capitalista globalizado tuvo (y tiene) la capacidad de fagocitar para su beneficio –convirtiendo en mercancía— cualquier producto, obra o actividad, independientemente de sus orígenes y propósitos.
En tercer lugar, las dificultades que encontraron las tradiciones culturales de izquierda para ser transmitidas desde las generaciones que las faguaron y llevaron a su máxima expresión hacia las siguientes. El exilio, la dispersión, la muerte prematura y el cansancio (o la decepción) de quienes sobrevivieron hicieron difícil esa transmisión cultural a quienes pudieron haberla continuado en una época distinta, es decir, a la época que siguió al derrumbe de los autoritarismos a finales de los años ochenta y principios de los años noventa. Algunos de los sobrevivientes se instalaron en la sociedad de consumo, mientras que la mayor parte de quienes pudieron haber dado continuidad a la cultura de izquierda –debido a su cercanía con sus principales creadores— se integraron con una facilidad pasmosa al orden establecido, convirtiéndose no pocos de ellos (y ellas) en ardientes defensores del mercado y sus jerarcas en las finanzas y las política[9].
Finalmente, el no reconocimiento, por parte de la izquierda que se insertó partididariamente en la dinámica propia de la transicion y consolidación democrática, de la importancia del legado cultural de las décadas anteriores. En el contexto de la transición democrática, la presencia cultural de la izquierda perdió lo poco que aún pervivía de sus mejores tradiciones. En la medida que ello sucedía, la hegemonía cultural de la derecha se fue imponiendo, lenta pero casi inexorablemente. En el presente, con unas consolidaciones democráticas aún inciertas, todo aquello que fue magnífico en la cultura de la izquierda latinoamericana, aquello que le dio su particular encanto, es ahora sólo un recuerdo.
Un recuerdo que debe mantenerse vivo porque sólo desde el mismo se puede sostener que el encanto del mercado no es algo natural, algo que ha estado siempre ahí. La cultura de izquierda también tuvo su encanto. Un encanto que hay que recuperar, no plegándose a las modas y gustos que el mercado impone, sino rastreando en las tradiciones culturales propias de la izquierda, y las que le son afines, aquello que diga algo a los hombres y mujeres del presente no para tener más dinero o bienes, sino para ser más dignos de su humanidad.
San Salvador, 27 de agosto de 2017
Notas
[1]G. Ritzer, El encanto de un mundo desencantado: revolución en los medios de consumo. Barcelona, Ariel, 2000.
[2] En el límite, basta con obtener su saludo, o coincidir en algún evento que pernita la satisfacción de “haber estado con alguien importante”, lo cual da la sensación de serlo.
[3] La generación de los setenta, y la anterior, la de quienes eran adolescentes en los años sesenta, también fue influenciada por la renovación musical y cutural que se se generó en esa década (y se extendió a buena parte de la siguiente) y se expresó en el festival de Woodstock (“Tres días de paz, música y amor”). El Che Guevara fue tan influyente, en esa época, como los Beatles, John Lennon y Yoko Ono, Jimi Hendrix, Carlos Santana o Joe Cocker.
[4] De Humberto Constantini, su libro De dioses, hombrecitos y policías dejó una huella imborrable en mi memoria.
[5] A finales de los años setenta, quien esto escribe recibió de parte de un profesor y amigo, militante de las FPL, la recomendación de leer dos libros que a su juicio eran importantes para el fortalecimiento de las convicciones revolucionarias: La casa verde, de Vargas Llosa, y La madre, de Máximo Gorki. Un par de años antes, otro amigo también de izquierda me había regalado Cien años de soledad, de García Márquez, con el mismo fin. Por último, en 1980, mi novia del instituto, militante del ERP, me obsequió El túnel, de Sábato.
[6] La versión occidental de estos espías fue James Bond, el agente 007.
[7] El auge de la novela, el cuento y la poesía en Nicaragua, en una época de intervención militar estadounidense a través de la Contra, es digno de mención.
[8]En España, el asesinato de Federico García Lorca (1898-1936), a manos de los franquistas, ejemplifica, el odio fascista y derechista a la cultura progresista y, en el caso de García Lorca, su homofobia.
[9] En el mundo académico, el caso de los economistas ilustra bien este fenómeno. Discípulos amados de los grandes maestros de la economía latinoamericana, una vez convertidos en profesionales, gracias becas generosas que les permitieron acceder a maestrías y doctorados, abjuraron de sus “ideas de juventud” y se conviertieron, no sin patetismo, en servidores de los ricos más ricos, aspirando ellos mismos a serlo.
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