Monseñor Urioste, legado de fe cristiana

13/01/2016
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A finales de 2015, se conoció la noticia del accidente cerebrovascular de monseñor Ricardo Urioste, presidente de la Fundación Monseñor Romero. En un comunicado del arzobispado, se dice que monseñor Urioste fue intervenido quirúrgicamente, pero que su pronóstico es reservado debido a su avanzada edad y a otros padecimientos de los que adolece, como diabetes y arritmia cardíaca. En todo caso, su actual estado de salud es motivo de atención y oración. Monseñor Urioste es conocido no solo por su trayectoria de sacerdote ejemplar, sino también por ser un cercano y lúcido colaborador —en los tiempos de mayor efervescencia de la Iglesia salvadoreña— de tres arzobispos: Luis Chávez y González, Óscar Romero y Arturo Rivera y Damas. Durante la época del arzobispo beato, fue su vicario general y lo acompañó en esas circunstancias críticas de persecución y martirio por las que atravesó la arquidiócesis. Posteriormente, se dedicó a mantener vivo el legado de monseñor Romero entre laicos, religiosos y sacerdotes. Fue uno de los principales impulsores de la beatificación y seguía activo buscando la pronta canonización.

 

La trayectoria personal y pastoral de monseñor Urioste representa un verdadero tesoro de y para la Iglesia salvadoreña; un tesoro que hay que agradecer y reproducir. En 2002, la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) le otorgó un Doctorado Honoris Causa en Teología. En esa ocasión, dio un discurso en el que declaraba su profesión de fe, que, a nuestro juicio, es un verdadero legado de fe cristiana encarnada, comprometida con los pobres y las víctimas, misericordiosa, liberadora y esperanzadora. Es decir, no se trata de una mera adhesión a verdades de fe ni de una repetición de principios doctrinales ya conocidos. Se trata de una fe viva y fuerte en Jesús, en el Dios de Jesús, en el Espíritu que humaniza y libera, en la Iglesia comunidad de discípulos y misioneros, en los pobres como lugar de revelación de Dios. Citemos algunos de los aspectos centrales de su confesión.

 

Su fe en el Dios de Jesús:

Creo en Dios, en el Dios de amor, Señor de la historia, creador del universo y creador del hombre y de la mujer, que oyó los lamentos de su pueblo y lo liberó de la dominación para hacerlo un pueblo libre, unido a Dios. Creo en Dios todopoderoso y creo en el Dios todo amor y benignidad. Creo en el Dios que bajó a liberar al pueblo de la esclavitud y creo en el Dios que sigue bajando ahora para continuar su obra de liberación en tantos oprimidos, en nuestro país y en el mundo entero.

Creo en Dios que escogió a Abraham para padre de todos los creyentes, que llamó a Moisés para guiar al pueblo a la libertad y que sigue buscando nuevos Moisés que liberen a su pueblo. Creo en Dios que nos invitó, por los profetas, a vivir una nueva vida y a decirnos que su plan de salvación no tiene estructuras injustas que atacan y discriminan las personas. En una palabra, creo en el Dios que siempre nos pregunta: ¿dónde está tu hermano?

 

Su fe en Jesús de Nazareth:

Creo en Jesucristo, Dios, que se hizo hombre en el seno de María, Madre de Dios y nuestra madre. Creo en el misterio radical de nuestra fe, la encarnación que hizo a Jesús en todo semejante a nosotros, menos en el pecado, y por encarnarse como hombre, sufrió pobrezas, escarnios e injusticias, invitándonos a nosotros a saber encarnarnos en el sufrimiento de los pobres y marginados. Creo en Jesucristo que en su primera alocución pública en Nazaret nos dijo a qué había venido al mundo: “El espíritu del Señor esta sobre mí porque Él me ha escogido para dar la buena noticia a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor”.

 

Creo en Jesucristo que dijo: “Yo soy el buen pastor […] el buen pastor da la vida por sus ovejas”. Creo que el pastor solo se identifica con Cristo cuando está dispuesto a morir cada día por aquellos que lo necesitan, como monseñor Romero, que treinta días antes de su muerte dejó escrito: “Jesús asistió a los mártires, y si es necesario lo sentiré muy cerca al entregarle el último suspiro. Pero más valioso que el momento de morir es entregarle toda la vida, y vivir para Él”.

 

Creo en Jesucristo que dijo: “El que quiera venir en pos de mí, tome su cruz y sígame”. Predicar hoy a Jesucristo y su cruz significa también comprometerse en la construcción de un mundo donde sean menos difíciles el amor, la paz, la justicia, la fraternidad, la apertura y la entrega a Dios. Esto lleva consigo denunciar las situaciones que engendran el odio, la división. Aceptar la cruz que conlleva esta lucha es cargar con la cruz como lo hizo el Señor. Creo que cargar con la cruz, como Jesús, significa solidarizarse con los crucificados de este mundo: los que sufren violencia y pobreza, y se sienten deshumanizados y privados de sus derechos y dignidad de seres humanos.

 

Su fe en el Espíritu Santo:

Creo en el Espíritu Santo por cuya obra se encarnó Jesús en el seno de María, dejando con ello a su Iglesia el mandato esencial de saber encarnarse, como Él, en los dolores y angustias de una humanidad sufriente. Creo que si la Iglesia no busca afanosamente su encarnación en el hombre y la mujer que sufren, no es la Iglesia de Jesucristo. Creo en el Espíritu Santo que llevó a Jesús al desierto para ser tentado y con la fuerza del Espíritu rebatió al Espíritu del mal, que lo incitaba a apartarse de su misión, y con ello dio ejemplo a su Iglesia de ser siempre fiel a su misión, rechazando las tentaciones de poder, prestigio y privilegios.

Creo en Pablo, el apóstol, que nos dice: “Donde está el Espíritu del Señor ahí está la libertad”. Creo que el Espíritu Santo es libertad, libertad de amar, libertad de orar, libertad de pensar y decidir, y que, como dice el concilio, el pueblo de Dios “tiene como condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo”.

 

Su fe en la Iglesia:

Creo en la Iglesia que se encarna, como Jesús, y se acerca para salvar, “porque ha oído el clamor de su pueblo y se ha acordado de él”. No creo en una Iglesia que no ve, que no oye y que no siente. Creo en la Iglesia misericordiosa y tierna para dirigirse a los pequeños. Creo que todos sin excepción son sus hijos, pero que en ella hay quienes más necesitan de su amor y ternura: los pobres, los enfermos y necesitados de todos los tiempos.

Creo en la Iglesia que juzga que para cumplir su misión “es su deber permanente estructurar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio; de forma que acomodándose a cada generación, pueda responder a las perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura, y sobre la mutua relación de ambas”. Creo en la Iglesia que analiza siempre los signos de los tiempos como acontecimientos del Espíritu que atañen a los hombres. Creo en la Iglesia “que no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimos adquirido, tan pronto como conste que su uso puede poner en duda la sinceridad de su testimonio”. No creo en una Iglesia que busca apoyarse en el dinero o en el poder civil, olvidándose así de Jesús pobre y libre.

 

Su fe que lleva a reconocer a Dios en los pobres:

Creo, finalmente, que los pequeños y los pobres van a condicionar nuestra entrada al Cielo. Así lo afirmó Jesús al decirnos en San Mateo: “Vengan, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino […] porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber; forastero y me recibieron en su casa; anduve sin ropas y me vistieron. Enfermo y fueron a visitarme. En la cárcel y me fueron a ver".

 

Monseñor Urioste terminó su alocución diciendo:

Esta es mi simple teología, esta es mi profesión de fe, esto es lo que este doctorado me ha hecho expresar y pensar. Solo le pido a Dios que perdone mis infidelidades y que nuestra Iglesia crezca en el amor a Dios y a los pobres, y en la defensa de la persona humana; que sea cada vez más una Iglesia “sin mancha ni arruga”, como Jesús y el mismo magisterio de la Iglesia la desean.

 

La confesión de fe de monseñor Urioste, pues, nos ofrece una experiencia de lo que significa vivir con fe cristiana. Fe real, que se expresa en un modo de ser misericordioso; fe respuesta al llamado de proseguir la causa de Jesús; fe recia en la entrega y en la coherencia hasta el final por buscar una vida digna y justa para los últimos. Gracias, monseñor Urioste, por su coherencia testimonial de servicio a los pobres, a la Iglesia y a El Salvador.

https://www.alainet.org/en/node/174728
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