Dos discursos necesarios
- Opinión
El papa Francisco pronunció 18 discursos durante su visita a Estados Unidos (14 en español y 4 en inglés). Los que dio en el Congreso y en Naciones Unidas plantean realidades ineludibles de las que hay que hacerse cargo y que ameritan una respuesta urgente, eficaz y de fondo. El papa exhorta a enfrentar esas problemáticas con lucidez teórica y ética, dejándose inspirar por aquellas vidas ejemplares que han logrado plasmar valores fundantes para la consecución de una sociedad humanizada. Y desde luego, hace ver que la realidad no cambia si no hay acciones valientes y estrategias operativas que posibiliten las transformaciones requeridas.
Frente al Congreso, Francisco llamó la atención sobre cuatro hechos que niegan la convivencia social en condiciones de paz. En primer lugar, habló de los conflictos violentos, de odio nocivo, de sangrienta atrocidad, cometidos incluso en nombre de Dios y de la religión. Señaló que combatir la violencia perpetrada bajo el nombre de una religión, una ideología o un sistema económico, y al mismo tiempo proteger la libertad de las religiones, de las ideas, de las personas, requiere un delicado equilibrio en el que se tiene que trabajar. En segundo lugar, se refirió a las múltiples dificultades por las que atraviesan miles de personas que se ven obligadas a migrar en búsqueda de una vida mejor para sí y para sus seres queridos, y de los refugiados que huyen de las guerras y de la persecución para salvar sus vidas. En tercer lugar, recordó la lucha contra la pobreza y el hambre, que ha de llevarse a cabo constantemente, en sus muchos frentes, especialmente contra las causas que las provocan. Y en cuarto lugar, mencionó los conflictos entre países y la necesidad de retomar el camino del diálogo para generar procesos de paz.
Ahora bien, encarar esos problemas de forma responsable requiere, según el papa, de unos móviles que impulsen, motiven, alienten y den sentido a la acción personal y colectiva. En este sentido, habló de algunos hombres y mujeres ilustres estadounidenses que con su trabajo, abnegación e incluso con su propia sangre plasmaron valores fundantes que viven para siempre. Cuatro personas, cuatro sueños: Abraham Lincoln, la libertad; Martin Luther King, una libertad que se vive en la pluralidad y la no exclusión; Dorothy Day, la justicia social y los derechos de las personas; y Thomas Merton, la capacidad de diálogo y la apertura a Dios.
Para el obispo de Roma, la inspiración que representan estas reservas éticas y culturales debe llevar al compromiso. Es tiempo, dijo a los miembros del Congreso, de acciones valientes y de estrategias para implementar una “cultura del cuidado” y una “aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza”. Y en una aplicación libre y creativa de la regla de oro proclamó: “Busquemos para los demás las mismas posibilidades que deseamos para nosotros. Acompañemos el crecimiento de los otros como queremos ser acompañados. En definitiva: queremos seguridad, demos seguridad; queremos vida, demos vida; queremos oportunidades, brindemos oportunidades. El parámetro que usemos para los demás será el parámetro que el tiempo usará con nosotros. La regla de oro nos recuerda la responsabilidad que tenemos de custodiar y defender la vida humana en todas las etapas de su desarrollo”. Y refiriéndose al problema de la venta y tráfico de armas preguntó: “¿Por qué las armas letales son vendidas a aquellos que pretenden infligir un sufrimiento indecible sobre los individuos y la sociedad? Tristemente, la respuesta, que todos conocemos, es simplemente por dinero”. Luego, en un tono profético comentó: “Un dinero impregnado de sangre, y muchas veces de sangre inocente. Frente al silencio vergonzoso y cómplice, es nuestro deber afrontar el problema y acabar con el tráfico de armas”.
Ante la Asamblea de las Naciones Unidas, y en el marco de cumplirse 70 años de su fundación, el papa comenzó reconociendo importantes éxitos del organismo. Habló “de la codificación y el desarrollo del derecho internacional, la construcción de la normativa internacional de derechos humanos, el perfeccionamiento del derecho humanitario, y de la solución de muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación”. Todas estas realizaciones, dijo, son luces que contrastan la oscuridad del desorden causado por las ambiciones descontroladas y por los egoísmos colectivos. Señaló también que la experiencia de la ONU a lo largo de sus 70 años de vida, más allá de todo lo conseguido, muestra que la reforma y la adaptación a los tiempos es siempre necesaria, progresando hacia el objetivo último de conceder a todos los países, sin excepción, una participación y una incidencia real y equitativa en las decisiones.
Más específicamente, planteó la necesidad de una mayor equidad, especialmente en los cuerpos con efectiva capacidad ejecutiva, como es el caso del Consejo de Seguridad, los organismos financieros y los grupos o mecanismos especialmente creados para afrontar las crisis económicas. Esto, explicó, ayudaría a limitar todo tipo de abuso o usura, sobre todo en contra de los países en vías de desarrollo. Asimismo, criticó a los organismos financieros internacionales porque, a su juicio, lejos de promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor pobreza, exclusión y dependencia. Abogó para que la labor de las Naciones Unidas se oriente al desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo que la justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal. En este contexto, recordó que la limitación del poder es una idea implícita en el concepto de derecho. Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales.
Denunció la exclusión económica y social, porque constituye una negación total de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos y al medioambiente. Los más pobres, dijo, “son los que más sufren estos atentados por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben sufrir injustamente las consecuencias del abuso del ambiente”. Francisco también manifestó su esperanza en la adopción de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Señaló que la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de la Agenda será el acceso efectivo, práctico, inmediato y universal a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda propia; trabajo digno y debidamente remunerado; alimentación adecuada y agua potable; libertad religiosa y, más en general, libertad del espíritu y educación.
Finalmente, el pontífice formuló un desafío a las naciones: “La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada”.
Estos discursos, pues, interpelan, inspiran y comprometen. Por eso podemos calificarlos como necesarios en una sociedad, local y global, que parece no oír el grito de los pobres ni el grito de la Tierra que claman por la vida.
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