Entre la narcopolítica y las urnas
- Opinión
El próximo 7 de junio México elegirá unos 500 diputados federales, 9 gobernadores y más de 1000 alcaldes. Sin embargo, las noticias que llegan de allí a esta hora tienen más que ver con asesinatos y desapariciones de los propios candidatos que con sus campañas o propuestas, en una lamentable sintonía con lo sucedido a nivel general en algunos estados del sur de aquel país, penetrados fuertemente por la narcopolítica y la ausencia de las más elementales garantías democráticas en los últimos años.
Uno de los casos más relevantes de las semanas que pasaron fue el crimen de Enrique Hernández, dirigente de Morena -nuevo partido del dos veces candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador, quien se apartó del PRD por sus políticas de acuerdo parlamentario con los partidos tradicionales, PRI y PAN-. Hernández, quien se postulaba a la alcaldía de Yurécuaro, en Michoacán, fue asesinado el 14 de mayo pasado tras un acto público que el mismo encabezó, en vías a fortalecer su candidatura. Años atrás, este dirigente se había enfrentado al poderoso cártel Los Caballeros Templarios, conformando un grupo civil de autodefensa ante el avance de estos capos del narco en ese estado mexicano. Lamentablemente, Hernández pagó con su vida el haberle hecho frente a la narcopolítica.
Sin embargo, hay un hecho claro: estos sucesos no sólo afectan a esta nueva formación política mexicana, sino que también tocan a estructuras históricas de la política de aquel país. Es decir, involucran al conjunto de candidatos y/o dirigentes políticos que se opongan -o apenas se propongan algún tipo de autonomía- a un “control territorial” ya establecido por los capos narcos. Dos ejemplos: Ulises Fabián Quiroz, quien fuera candidato del oficialista PRI a la alcaldía de Chilapa, en Guerrero, fue asesinado el 1° de mayo pasado durante una gira de trabajo, en un hecho que se vincula a la disputa que, sobre la comercialización de drogas en ese lugar, tienen los cárteles de Los Ardillos y Los Rojos. Asimismo, en marzo de este año, Aidé Nava Gonzalez, precandidata del PRD a la alcaldía de Ahuacuotzingo -municipio vecino a Chilapa, también en Guerrero- fue decapitada. A su lado, se encontró un narcomensaje mafioso: “Esto les va a pasar a todos los políticos que no se quieran alinear”.
En una entrevista al diario La Opinión, días atrás, el analista José Fernández Santillán manifestaba su posición sobre el tema, al alertar que “el Estado no puede garantizar en muchas zonas su principal función, que es el derecho a la vida, porque tenemos un Estado en el que está presente la impunidad, y mientras no se combata vamos a ver morir una y otra vez a políticos que no se alinean a los intereses criminales”. Los dichos de Fernández se vinculan con el mensaje de los capos tras el crimen de Nava González: tras la idea de “alinearse” aparece el control verdadero -poder real- de los capos narcos sobre las alcaldías de aquel país -en especial en los estados del sur-, frente a lo cual la clase política debe aceptar subsumirse a aquel poder fáctico; o bien confrontarlo, sabiendo que su vida corre peligro en un marco de impunidad generalizada frente a estas prácticas.
Las elecciones del próximo 7 de junio tienen lugar en este contexto complejo, que se vincula asimismo con la dolorosa situación de los familiares de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, quienes siguen reclamando por estos jóvenes -que también desaparecieron en el estado de Guerrero, foco del horror que describíamos previamente-. Sin lugar a dudas, México vive uno de los momentos más dramáticos de su historia en cuanto a la situación de las garantías individuales, civiles, y de elementales derechos sociales y políticos. Al parecer, lamentablemente, las elecciones venideras confirmarán la triste tendencia de una connivencia cada vez más esclarecida entre los partidos tradicionales de aquel país y el mundo del narcotráfico, con un creciente poderío “real” de este último, al margen de todas las urnas.
Juan Manuel Karg / @jmkarg
Politólogo UBA / Analista internacional
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