No tan distintos
- Opinión
El Tíber refleja la luna enorme que domina imponente las siete colinas de Roma. Una brisa de primavera acaricia las parejas que, tomadas de la mano, contemplan el río desde el Puente Garibaldi. La escena es casi perfecta… casi. Hay algo que perturba el idilio. Una presencia molesta para quienes solo pretenden disfrutar una dulce noche estrellada de la ciudad eterna. Residentes o turistas, los verán venir. Son los paquistaníes y sus rosas. Los paquistaníes, sus caras de póker y sus rosas, que llegan para romper el encanto. Esos seres imperturbables pueden permanecer varios minutos en silencio, mirando con ojos profundos e indescifrables, mostrando las flores algo marchitas en la mano derecha y estirando la mano izquierda para exigir lo suyo. Un Euro. Un Euro para dejarte en paz. Eso te vende el paquistaní. Un Euro que te provee la intimidad necesaria para seguir sumergido con tu vida privatizada. Muchos pagan el impuesto al bienestar tras los primeros minutos de asedio. Otros se debaten en una prolongada lucha de gestos y negaciones monosilábicas contra el piquete existencial de quienes nada tienen que perder ni nada que vender.
El Puente Garibaldi cuenta también con una pequeña guarnición de feriantes bangladesíes que refuerzan la ofensiva alienígena contra la feliz burguesía. Dispuestas prolijamente en los laterales del puente, los puestos improvisados ofrecen anteojos de sol, pañuelos y accesorios eléctricos. Debajo de las mesas de cartón apilado, pueden verse bolsas de plástico azul iguales a las que usan nuestros manteros porteños para trasportar la mercadería. Los enamorados que por allí pasean deberán salir de su embelesamiento para esquivar el obstáculo. Tal vez alguna dama extranjera se detenga a comprar por dos Euros el triple que necesita para poder enchufar su iPhone en los extraños apliques italianos.
Si la dama en cuestión quiere una selfie en la Piazza San Pietro tal vez pase por la Vía de Porta Angélica. Allí, en fila, un centenar de manteros senegaleses ofrecen carteras Louis Vuitton y otros artículos de imitación. Son, de verdad, lindos y baratos. Tentadores para el turista medio que no llega a los originales. Los senegaleses, altamente sincronizados, replican el modelo de organización de nuestros “vendedores libres”: se juntan en gran cantidad para evitar las confiscaciones de los Carabineros. A veces recaudan entre todos y le untan las manos a algún oficial de elegante uniforme. A veces discuten. A veces huyen. En cualquier caso, siempre encontrarán algún rincón para ofrecer su mercadería.
Si uno observa la interacción entre los migrantes y el contexto social durante el suficiente tiempo podrá ver todo un muestrario de reacciones humanas frente a la necesidad ajena. En general, una tolerancia incómoda rige las relaciones entre los ciudadanos globales y esta plebe barbárica e insolente. No faltan escenas de desprecio, xenofobia e incluso violencia. Ellos resisten. Estos migrantes, heroicos excluidos, todo lo soportan, todo se lo bancan, ponen la otra mejilla, muchas veces con esa sonrisa incomprensible que ilumina el rostro del humillado. La economía del migrante permite ganar el pan, pagar un camastro en Viterbo, honrar las deudas del traslado y, además, girarle algo a los parientes.
Hay otros que están peor, olvidados en los sótanos de las periferias italianas. Los artículos que distribuye la economía migrante no se importan de La Salada. Se fabrican en uno de los 5.000 talleres clandestinos chinos que existen en la Toscana italiana. Allí no hay sonrisas, solo dolor. Si se googlea un poco al respecto, es fácil encontrar la crónica de incendios y muertes de familias chinas todas bien parecidas a las de nuestros esclavos bolivianos. Análogamente, la única respuesta del estado italiano son allanamientos y clausuras que dejan al migrante en peor situación, privándolo de vivienda y sustento sin ofrecer alternativas superadoras.
Podría decirse que no somos tan distintos porque, en última instancia, los argentinos heredamos las peores características de la sociedad italiana. Mentiras. Esto misma pasa en Londres, Madrid o Nueva York. Es el sistema. Es la economía que mata. La creciente masa de excluidos globales inevitablemente se filtrará en las zonas céntricas donde la prosperidad puede derramar un poquito. Cierta división étnica del trabajo distribuirá tareas y espacios entre las colectividades migrantes y los excluidos locales. Ni los Carabineros ni la Scotland Yard podrán frenarlos. Sin un cambio que resuelva radicalmente ese crimen social llamado exclusión, sin cambiar el sistema socioeconómico idolátrico que rige la Tierra al servicio del Dios Dinero, la Nueva Roma globalizada seguirán siendo el escenario de una lucha cada vez más animalizada y violenta por la subsistencia. Nadie podrá vivir en paz.
Tras sufrir incontables penurias, arriesgando el pellejo, el vendedor de rosas llegó a Roma en busca de un destino. Escapaba de la miseria y la guerra que el coloniaje occidental exportó a su tierra. Probablemente, sus hijos crecerán viéndolo humillado. Sufrirán en su piel todos los matices del desprecio y la xenofobia. Oirán a reaccionarios exigiendo su expulsión y liberales mofarse de sus tradiciones religiosas. Serán tratados de criminales y también –en el mejor de los casos- de víctimas, pero nunca se les concederá la dignidad de hermanos. No hay que ser adivino para vaticinar que –si así sucede- no será precisamente una rosa lo que estos hermanos nuestros llevarán en la mano cuando les toque salir a ganarse el derecho a la existencia. En Roma o Buenos Aires, “donde no hay justicia, no hay paz”.
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