San Romero de América
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Mons. Oscar Arnulfo Romero fue asesinado, mientras celebraba la Misa, en San Salvador, el 24 de marzo de 1980. Creo que Pedro Casaldáliga tiene plena razón al decir que “El pueblo, amado, buscado, asumido pastoralmente, en sus angustias y en sus reivindicaciones, lo hizo santo. Y santo lo viene declarando desde su muerte-martirio y como santo lo venera sobre todo en la catedral-catacumba de San Salvador. El verdadero proceso de canonización del buen pastor Romero ha de ser el proceso de la asimilación de sus causas y actitudes”.
Nunca mejor dicho: aparece aquí lo que fue procedimiento normal en el primer milenio de la Iglesia: el pueblo proclamaba santo a quienes consideraba modelos de vida cristiana.
Es en el año 993 cuando se da el primer santo canonizado por el Papa. Y en el siglo XII, Alejandro XII prohíbe la designación de santos “sin la autoridad de la Iglesia Romana”.
Esto hizo que, a partir de entonces, fueran considerados santos gente de la clase alta y media, que se habían distinguido por sus “servicios” a la Iglesia. Examinando el santoral católico, encontramos que el 78 % de los santos y beatos han pertenecido a la clase alta, el 17 % a la clase media y sólo el 5 % a la clase baja. ¿Significa esto algo?
A primera vista, sí, que los motivos por los que determinadas personas subían a los altares y las virtudes por las que eran declaradas santos, no eran precisamente las que adornaban a Mons. Romero decidido radicalmente a favor de los pobres, incluso hasta el martirio.
Yo tuve la suerte de conocer a este obispo en San Salvador, el 28 de agosto de 1978, en la misa que a las ocho de la mañana celebraba para el pueblo. Este le escuchaba y, de vez en cuando, le interrumpía con aplausos. Hora y cuarto le duró la homilía.
Pude saludarle y hablar con él en Madrid, dos meses antes de ser asesinado. Ya para entonces Mons. Romero había sido propuesto por 118 parlamentarios ingleses para el Premio Nobel de la Paz. Y la Universidad Georgetown de Washington y la Universidad católica de Lovaina le habían otorgado el Doctorado Honoris Causa.
Venía de Roma, muy triste. Había solicitado, un mes antes de llegar a Roma, entrevistarse con el Papa. Al no obtener respuesta, decidió viajar y, allí, aguardar a que le llamaran del Vaticano. Pasaron dos semanas y la llamada no llegaba. Entonces, para no regresar sin ver al Papa, optó por ir a la audiencia general del miércoles, al frente de un grupo de latinoamericanos. El Papa fue dando la vuelta a la gran sala y, al llegar a donde estaba Mons. Romero, le dijo: “¿Y Vd.?” – “Soy, respondió Romero, el Arzobispo de El Salvador” – “Pero, cómo, continuó el Papa, tenemos que vemos.” Señal clara, pensó y dijo Mons. Romero, de que el Papa no estaba informado y que le habían sustraído mi petición.
Al día siguiente, le recibió el Papa. Pero, ya sobre su mesa, y antes de que Mons. Romero le entregara un grueso informe, el Papa tenía otro con valoraciones negativas. Ya lo dijo poéticamente Casaldáliga: “Pobre pastor glorioso, abandonado por tus propios hermanos de Báculo y de Mesa. (Las curias no podían entenderte, ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo…).”
Mons. Romero, como todo profeta, supo encarnarse en el pueblo: tuvo ojos para ver, oídos para escuchar y corazón para sentir.
Vio que el pueblo salvadoreño era en un 60 % campesino, que un 40 % era analfabeto, que un 80 % no tenía en sus champas agua ni servicios higiénicos y que más del 92 % carecía de energía eléctrica. Vio que una minoría rica poseía más del 75 % de la tierra.
Oscar Romero escuchó a su pueblo, le oyó reclamar justicia. Un grupo de 2.000 familias se oponía a todo cambio y mejora y persistía en mantener al pueblo resignado y esclavo. Y, al servicio de esas familias, había un gobierno, no elegido por el pueblo, y un ejército extrañamente reclutado y diabólicamente entrenado. Según datos bien contabilizados, en treinta meses (de enero del 81 a junio del 82) fueron asesinados 22.783 ciudadanos, de los cuales un 53 % eran campesinos, obreros, empleados y estudiantes.
Mons. Romero tuvo corazón y supo compadecer. Llegado a El Salvador con ideas moderadas y hasta con la determinación de enderezar las comunidades cristianas de base, hubo de sentir y compartir el llanto de su pueblo. Y, en medio de ese llanto, dijo: “Los pobres me han enseñado a leer el Evangelio”. Y se convirtió. Y devino profeta. Y el profeta nunca es neutro.
Mons. Romero no inventa la pobreza de su pueblo, ni el egoísmo ni la avaricia de los grandes, no inventa el despliegue represivo del Ejército, ni la omnipresencia decisiva del Gobierno de Estados Unidos. En febrero del 80 escribe al presidente Cárter para que no preste ayuda ni intervenga en los destinos de su país.
Mons. Romero está con todos, pero de una y otra manera. Está con los ricos para rechazar y combatir su riqueza y exigirles que dejen de oprimir; está con los pobres para que mantengan su dignidad y exijan sus derechos. Pide a los ricos que se despojen de su egoísmo y avaricia, que no alimenten el desespero del pueblo, que compartan los bienes, que cambien sus corazones de piedra en corazones humanos, que dejen de ensangrentar El Salvador con su violencia.
Pero los ricos, por muy cristianos que “sean”, no se convierten. Y comienzan a calumniarlo acusándolo de comunista, subversivo, politizado, divididor de la Iglesia. Otros, los prudentes, los equidistantes, le consideran imprudente y equivocado.
Desde altas instancias se trabajó para que dejara su cargo de Arzobispo y para que no asistiera a la reunión de los obispos latinoamericanos de Puebla. Me consta –de fuente absolutamente fidedigna- que incluso se llegó a pedir a su médico personal que lo declarara loco para alejarlo de la diócesis.
A los hombres del ejército les pide que no obedezcan una orden de matar:
“Hermanos son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: No matar. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio qu de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”
Estas palabras, transmitidas por la emisora ISAX del Arzobispado, fueron las últimas que oyeron miles y aun millones de oyentes de toda América Latina. Con ellas había firmado su sentencia de muerte.
Diez años más tarde, sus grandes amigos Ignacio Ellacuría y otros jesuitas, después de haber echado su suerte también con los pobres, se encontraron con el mismo dilema. El coronel Guillermo Alfredo Benavides, en vísperas del asesinato, dijo: “Ellos o nosotros”. Y el 15 de Noviembre del 89, el alto mando militar tuvo una reunión para tratar los asuntos militares del día. Al concluir la reunión: “Puestos de pie, todos ellos se tomaron de la mano e invocaron a Dios rezando el padrenuestro“.
Con razón al día siguiente de la matanza, en Tailandia, un pisano le preguntaba a Jon Sobrino: ¿Y en El Salvador hay católicos que matan a los sacerdotes?
Una vez más se cumplían aquellas palabras de Jesús: “Os matarán y creerán que hacen un obsequio a Dios”. “Por vuestra causa es blasfemado el nombre de Dios en las naciones”.
Amenazado de muerte, Mons. Romero rechazó toda escolta y protección: “Yo tengo que arriesgarme como cualquier otro ciudadano de mi pueblo en la lucha por la libertad” . Y entreviendo lo que le esperaba, dijo: “Un obispo morirá, pero la Iglesia, que es el pueblo, no perecerá jamás”.
Mons. Romero, aclamado desde el día de su martirio por el pueblo de Dios como Santo, será beatificado el 23 de mayo.
A él le consumió el Reino de Dios, que él anunciaba como preferente para los más pobres y necesitados. Le consumía la dignidad y derechos maltratados de los pobres y por ellos luchó, trabajó y vivió. Fue hermano, amigo, abogado, padre y padrino suyo. Y, por eso , los poderosos lo odiaron y mataron.
Su palabra, su denuncia, su testimonio y su coherencia estuvieron en consonancia con la vida de Jesús. Y, como a él, lo eliminaron. Fue testigo de la verdad, voz de los sin voz, esperanza para los oprimidos y excluidos, bienaventurado por causa de la justicia y mártir por desobedecer al dios Capital.
San Romero de América
Por haber echado tu suerte con los pobres
En bondad naciste,
en bondad creciste,
en bondad moriste.
En bondad naciste,
en bondad creciste,
en bondad moriste.
La bondad estuvo contigo,
quisiste a todos bien,
te aconmpañaba el “Heme aquí, Señor”,
con vocación de servicio,
libre de títulos y honores,
ejercida día a día,
por tiempo temerosamente indefinido,
en una Iglesia autocentrada más en sí que en el mundo.
Pero la bondad pudo más y te hizo
ver, escuchar y sentir el clamor de los pobres,
quienes te convirtieron y te ganaron para siempre.
El heme aquí de tu bondad, llegado el tiempo y la hora,
se hizo fuego de amor, llanto y profecía,
volcado ya para siempre,
aun a costa de martirio,
en la liberación de los pobres.
Y, hoy, en romería gozosa de hosannas
La Iglesia entera te alza y canta bendito
por haber echado tu suerte con los pobres.
Benjamín Forcano
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