Causa y territorio
- Opinión
Un Estado se desploma sobre otro Estado. Aprieta con su puño colonial a una población nómada, con muros, cárceles, diásporas, ocupaciones, con todos los dolores que se le pueden infligir a un pueblo que sueña su libertad y, sobre todo, que cree en ella.
“Si todos los condenados inocentes de este siglo se levantaran de sus tumbas de ceniza y entablaran un proceso haciendo resonar terriblemente sus esqueletos y señalando con sus miles de millones de dedos de huesos a los Estados, a todos cuantos, al considerarse propietarios del Estado, delinquieron sin la soledad acongojante de los delincuentes, asesinaron sin la mala conciencia de los asesinos y explotaron sin la angustia de los ricos, eso sí que sería un verdadero proceso penal”. Imre Kertész, Diario de la galera.
No necesitamos tanto. Sí, oír. Hoy los testimonios de las consecuencias de la ocupación y anexión del Reino de Marruecos de los territorios del pueblo del Sahara Occidental están más vivos que nunca. Jóvenes y adultos pueden relatar con precisos detalles qué les pasó a sus abuelos, padres, madres, hermanos, amigas en la lucha por la independencia de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD).
Un pueblo que no deja de avanzar. Más, más y más. Sostenido por esa memoria. Elevado por esa ilusión de futuro distinto. Anhelante por construir ese terruño sobre las desiertas extensiones de su patria.
Difícil a veces que la razón entienda que aún persistan enclaves coloniales en este mundo. La lucha por la independencia del pueblo saharaui lleva ya más de cuatro décadas, primero de España, que con la caída del dictador Francisco Franco (cuya Legión Española desapareció al líder nacionalista Mohamed Sidi Brahim Basir, Basiri, en 1970, durante una manifestación), incumplió los acuerdos y “cedió” el Sahara Occidental a Marruecos (norte) y Mauritania (sur).
Así surge el Frente Popular de Liberación de Saguía el Hamra y Río de Oro (Frente Polisario), la primera guerrilla organizada en el desierto. Movimiento de liberación que logró la expulsión de Mauritania en 1991. Ese año se produjo un alto el fuego y el ingreso de una misión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Minurso, quien debía garantizar la realización de un referéndum para avalar el estatus de nación, sin embargo, en 20 años de presencia jamás la puso en práctica. Con una población de naturaleza nómada que no llega a los 300 mil habitantes los saharauis han sufrido hostigamientos y la violación flagrante de sus derechos humanos. Sin embargo “no se ha podido convencer a las Naciones Unidas para que protejan los derechos humanos de nuestro pueblo”, apunta Hash Ahmed, ministro para las Relaciones con América Latina de la República Saharaui. “El principal responsable y cómplice es Francia, que se opuso en el Consejo de Seguridad de la ONU a investigar la masacre que se produjo contra nuestra población el año pasado” (se refiere al ataque de las fuerzas de ocupación marroquíes contra un campamento de refugiados en El Aaiún).
Doble rasero. Inmunda doble moral. Como dice Ahmed, se trata de una “doble vara que se ponen en práctica en resoluciones de las Naciones Unidas, que en algunos casos sirven para justificar guerras universales y en otros no pueden ni proteger los derechos humanos”.
Son 85 naciones las que ya han reconocido a la RASD (con la reciente inclusión de Sudán del Sur, que además es miembro de la Unión Africana (UA)), la organización supranacional del ámbito africano que incluye a todos los países. Como muestra de la legitimidad de la causa: Marruecos está excluido de la UA por la ocupación a la que somete al Sahara Occidental, como le pasó en su momento a Sudáfrica por el apartheid. La nación saharaui llegó a ocupar en dos ocasiones la vicepresidencia del organismo.
Donde también hay un reconocimiento masivo a la República Árabe Saharaui Democrática es en América Latina. El país tiene relaciones diplomáticas con Uruguay, Paraguay, Bolivia, Venezuela, Perú, Colombia, México, Ecuador, Panamá, Cuba, Nicaragua y El Salvador. “Deseamos que Argentina se sume al esfuerzo de estos países”, se esperanzó Ahmed. “En la historia argentina los derechos humanos son un tema tan conocido como el mate, las luchas que han librado y siguen librando contra las dictaduras, se asemejan a nuestras luchas por la independencia”.
El comienzo de la crónica habla de muros. La carcelaria visión de un bloque de cemento separando amores, amistades, lazos. Un muro. El cerco que la monarquía de Marruecos colocó sobre los hombros de los 300 mil ciudadanos que constituyen el pueblo saharaui, (menos publicitado, por cierto, que el que Israel edificó en Cisjordania y el de los Estados Unidos en la frontera con México), que delimita las áreas de control de Marruecos (al oeste) y del Frente Polisario (al este). El muro tiene 2.700 kilómetros de extensión, está sembrado por un campo de minas y custodiado por más de 100 mil soldados apoyados por carros de combate, artillería y aviones.
Hace poco más de un año. El 8 de noviembre, el campamento de refugiados saharauis Gdaim Izik (cerca de El Aaiún) fue atacado por las fuerzas de ocupación marroquíes. Hubo muertos, heridos y detenidos. 24 de lo presos que siguen con prisión preventiva llevan 25 días de huelga de hambre exigiendo un juicio justo.
Un Estado que somete a otro. Una misión de Naciones Unidas que en 20 años no pudo cumplir ni él título de su misión. Un país como Francia, con un protagónico hiperestelar en el mundo, que usa su poder para negar la realidad. Mientras tanto los saharauis siguen: causa y territorio.
Causa justa.
Territorio libre.
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