La mordida

12/04/2011
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Eran los años de la posguerra, del hambre y el trapicheo. Pero eran sus años de infancia, no tenía otros y no podía escoger.
 
En el pueblo el futuro tenía un color muy apagado y como tantas otras familias marcharon hacia la capital, publicitada como el progreso y el desarrollo. Allí tampoco estaban fáciles las cosas, y aunque pareciera imposible, la vida se las ingenió para complicarse un poco más. No sólo faltaba el trabajo sino que faltaba la familia a la que acudir o el huerto que cultivar.
 
Se buscaron mil maneras de salir adelante hasta que atinaron con una que les permitió buenos años de trabajo: fueron comercializadores de proteína animal, de calidad y barata. Gracias a sus contactos se hacían traer huevos del pueblo, que de uno en uno, o de docena en docena, vendían en los barrios más humildes de la ciudad. Con la ayuda de Nano, el burro que tiraba del carro; y del carro que cargaba vendedor y huevos.
 
El día que el padre enfermó le pidió que se encargara del negocio, que no era complicado, que tu deja que Nano te lleve, que él sabe de esto, que dónde se pare allí será que tienes que bajar a entregar los huevos y cobrar. Que no tendrás problema -fue todo lo que le explicó.
 
Así, de la noche a la mañana dejó la infancia para convertirse en empresario de la agroindustria. Con un burro como maestro y un carro como tecnología.
 
Todo parecía salir como le habían indicado. En los subes y bajas del barrio de el Polvorín, Nano ejercía perfectamente su papel. Frente a las puertas donde el burro se detenía, siempre salía una señora o un señor interesado en su mercancía. Eran ventas concertadas y aseguradas.
 
Frente a una casa -que también hacia las veces del comercio para el barrio- el burro se paró, y apareció el dueño interesado en 10 docenas de huevos. Rápidamente se cerró el trato. Pero Nano no arrancó su marcha habitual. Tozudo y emburrado no quería moverse, mientras en el dintel del comercio-vivienda, el comprador de huevos no podía dejar de sonreír.
 
-Tu socio espera su ‘margen comercial’ -dijo mostrando una zanahoria en su mano. Eran tiempos de ‘mordidas’, de estraperlo alimenticio. Pero todo ha cambiado, y ahora, las mordidas son a gran escala, son especuladores profesionales, que de las zanahorias hacen oro. Por cada uno de sus mordiscos, miles de seres humanos se quedan sin comer.
 
- Gustavo Duch Guillot es autor de Lo que hay que tragar y coordinador de la revista Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas.
 
https://www.alainet.org/en/node/148971

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