La otra guerra de las mujeres
05/09/2005
- Opinión
Desde hace más de dos décadas el Cauca es reconocido en la opinión
nacional e internacional por la movilización de sus organizaciones y
movimientos sociales. Desde la década del setenta del siglo anterior,
indígenas y campesinos tomaron la bandera de la lucha por sus
reivindicaciones y de la búsqueda de solución de sus necesidades por
sus propios medios y no los de la politiquería y el clientelismo. Hace
tres años se hizo un balance, junto con Planeación Nacional, de los
dineros comprometidos en los precios del momento en que se efectuó
cada negociación, y su monto ascendía a más de $360 mil millones. De
los cuales no había un acuerdo entre organizaciones sociales y
gobierno nacional sobre el porcentaje que se había ejecutado hasta
entonces; llegando a consideraciones de sólo un 40% o 30%, cuando más
bien librado quedaba el Estado. No todo se puede asociar con el
conflicto armado, puesto que, en gran parte, se debe al modelo de
desarrollo económico y social imperante, y a los malos manejos de la
administración pública en esta región. Sin embargo, muchas de las
exigencias sí se produjeron por los impactos propios de la guerra.
El registro de las movilizaciones y de los acuerdos colocan al frente
de estas acciones a indígenas, campesinos, maestros, estudiantes y
sectores cívicos. Sin embargo, si bien es cierto, el Cauca ha sido un
departamento pionero en la construcción de diferentes formas
organizativas de las luchas de las mujeres, quizá sea esta la primera
vez que, como sector social, asuma el liderazgo de una movilización
con el contenido e impacto de la del pasado mes de julio. Ya lo habían
hecho en otra oportunidad hacia el Putumayo; pero la de ahora tiene el
significado que se hizo en una de las regiones más neurálgicas para la
política gubernamental de la seguridad democrática, para el
mantenimiento de las FARC del control de un territorio que les es
histórico, y para las estrategias de los planes de vida de las
comunidades paeces de la zona.
Lo nuevo que se produjo en esta movilización es que hay una
coincidencia con las reivindicaciones más generales de las
organizaciones y comunidades indígenas de la zona; pero con un énfasis
en la forma cómo la guerra afecta a la mujer tanto en sus vidas y en
sus cuerpos como en el discurrir de sus familias y desde allí en el de
sus comunidades. Habría que recordar la intensidad del relato sobre el
ataque guerrillero a Caldono de una maestra indígena en un foro sobre
el conflicto armado en esa zona, para comprender que las mujeres se
enfrentan a otra guerra. Aquella en que se ven obligadas a aceptar que
sus hijos o hijas tengan que pagar servicio obligatorio en cualquiera
de los grupos armados de la región. Dejando la atención de sus
cultivos y sus cosechas a merced de lo que la vida vaya deparando.
Exponiendo el tejido social, por largos años construido, a la
fragilidad de los vaivenes que impone la guerra. Soportando que sus
líderes o liderezas por las tergiversaciones de la política, se
conviertan de un momento a otro en sujetos que son judicializados o
amenazados por la supuesta pertenencia a uno u otro de los actores
armados.
Quizá lo más valiente del proceso y lo que más identifica la otra
guerra que les corresponde vivir fue la denuncia de las violaciones a
la que se ven sometidas por los diferentes sujetos de la guerra. Mayor
coraje se les vio aún en sostener que el mayor porcentaje procede de
los organismos militares y policiales. Denuncia y movilización que
tejen los nuevos símbolos de la resistencia que en este caso,
anunciaban al mundo que su condición de mujeres, de “tejedoras de
vida” es incompatible con la guerra y con las secuelas que ella
produce. Que las trincheras revestidas con los carteles de la
invocación de la paz y de la vida que a sus paso fueron dejando eran
una invitación para que los fusiles terminaran el eco de la
destrucción y de la muerte y dieran paso a los signos de la
solidaridad y la convivencia.
Nada mejor que cerrar este registro de la movilización social de las
mujeres con el canto de esperanza que una de ellas dejó esparcir en
uno de los tantos caminos que recorrieron:
“Nuestra madre tierra nos concedió la dicha de ser mujeres
para que pudiéramos generar vida como la genera ella;
reír junto con nuestros hijos y nuestros hombres
como lo hace ella con los pájaros cuando cantan.
Nuestro vientre abriga el ser que se forma,
así como ella recibe el calor de nuestro padre sol durante el día
y en la noche la claridad de nuestra madre luna
indicándonos los tiempos para la siembra”.
- Diego Jaramillo Salgado, Profesor titular de Filosofía Política.
Universidad del Cauca, e-mail: djara@ucauca.edu.co
https://www.alainet.org/en/node/112904?language=en
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