La indefinición imperial contemporánea

El neoliberalismo trastocó el funcionamiento del sistema, pero el imperialismo continúa sin brújula. Serán definitorios el choque con el rival asiático y las resistencias populares.

09/02/2021
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El imperialismo es un dispositivo de dominación con modalidades históricas cambiantes. Las variantes territoriales, comerciales e intermedias precedieron al imperativo capitalista del beneficio. Esa diferencia queda diluida en el modelo de sucesiones hegemónicas.

 

El imperialismo clásico estuvo más signado por la guerra que por transformaciones económicas. El modelo posterior liderado por Estados Unidos buscó sofocar revoluciones e impedir el socialismo. La impotencia norteamericana actual contrasta con la flexibilidad del antecesor británico.

 

Las mutaciones en el capitalismo contemporáneo no tienen correlatos imperiales equivalentes. El neoliberalismo trastocó el funcionamiento del sistema, pero el imperialismo continúa sin brújula. Serán definitorios el choque con el rival asiático y las resistencias populares.

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El imperialismo es el principal instrumento de dominación del capitalismo. Este sistema exige despliegues militares, presiones diplomáticas, chantajes económicos y sojuzgamientos culturales. Un régimen social basado en la explotación necesita mecanismos de coerción, disuasión y engaño para proteger las ganancias de los poderosos. Los mismos instrumentos se utilizan para zanjar los conflictos entre las potencias rivales.

 

El imperialismo opera en distintas latitudes a través de múltiples dispositivos. Pero su dinámica ha presentado formas muy cambiantes en cada época. Una revisión histórica esclarece esa mutación y el sentido actual del concepto.

 

VARIEDAD DE MODELOS

 

Los imperios precedieron al capitalismo. Pero en los regímenes feudales, tributarios y esclavistas, los mecanismos de sujeción se asentaban en la expansión territorial o el control del comercio. En esa distinción se basa la conceptualización propuesta por la historiadora marxista Ellen Meiksins Wood.

 

Señala que Roma forjó un imperio de la propiedad cimentado en la coerción militar, el rédito de la esclavitud y la conquista de territorios. Gestó sistemas de gobierno que asociaban a las aristocracias de cada lugar, con procesos de colonización y administración de un espacio gigantesco. Ese imperio combinó la extensión de la propiedad privada con el poder militar y cohesionó a las elites locales romanizadas a través de una ideología asentada en la religión.

 

También España comandó un vasto imperio territorial, organizado en torno al otorgamiento de tierras a cambios de servicios militares. Los conquistadores asumieron el control pleno de poblaciones que fueron devastadas mediante el sobre-trabajo. Los emisarios de la Corona justificaban esa empresa con mensajes de cristiandad (Wood, 2003: 24-41).

 

Los imperios comerciales asumieron otro perfil. La variante árabe-musulmana vinculó a comunidades dispersas en una actividad común regida por leyes, códigos morales y culturas articuladas por los líderes religiosos de las elites urbanas.

 

En las ciudades italianas, el imperio comercial fue controlado por las aristocracias financieras que monopolizaban el intercambio, en el fragmentado universo feudal. El uso de mercenarios para perpetrar acciones militares ilustró esa prioridad del manejo mercantil. Holanda desenvolvió otra modalidad del mismo tipo comercial, dominando las rutas marítimas a través de grandes compañías. No buscaba tributos, tierras, o minerales, sino el manejo pleno de esas conexiones (Wood, 2003: 42-70).

 

Esta mirada destaca que ningún imperio comercial alcanzó un status capitalista. Se sostenían en ganancias surgidas del intercambio y en la consiguiente secuencia de comprar barato y vender caro. No incluían el principio básico de un proceso de acumulación, sostenido en la competencia por reducir costos mediante el aumento de la productividad. Sólo corporizaron distintas modalidades de imperios pre-capitalistas.

 

Este enfoque considera que Gran Bretaña inauguró el pasaje a las formas actuales del imperialismo, a través de prolongadas transiciones y distintos cursos. La expansión imperial inglesa en América Norte sintetizó esa combinación de formas que obstruían y propiciaban el capitalismo. En el primer tipo se inscribe la reintroducción de la esclavitud permanente y hereditaria en las plantaciones de algodón, a fin de abaratar la industrialización inglesa. En el segundo terreno se sitúa la introducción de reglas de la agricultura capitalista, mediante el traslado de colonos que consumaron la apropiación del Nuevo Mundo (Wood, 2003: 71-86).

 

Ese imperio de colonos -ensayando en el laboratorio de Irlanda- incorporó relaciones capitalistas en el agro americano, a través de la ocupación de tierras y el exterminio de la población indígena. En las trece colonias de Nueva Inglaterra emergió el principio de la competencia por ganancias surgidas de la explotación, que posteriormente se extendió a la acumulación industrial en las ciudades. Ese nuevo pilar del lucro (ya no comercial) fue introducido mediante una forma de colonialismo pro-capitalista.

 

Wood igualmente recuerda que el modelo inglés en otras regiones (como la India) adoptó las viejas modalidades del tributo. Comenzó como una empresa comercial y se extendió a la conquista territorial. Bajo la administración de una compañía privada forjó un lucrativo mercado para la industria británica a costa de los artesanos locales.

 

Esta interpretación postula, por lo tanto, que el imperialismo capitalista sólo emergió en el siglo XIX bajo la conducción inglesa, en mixturas con las formas arcaicas precedentes. Gran Bretaña combinó tres modalidades anticipatorias del imperialismo contemporáneo. Lideró formas de colonialismo (implantación de poblaciones en territorios conquistados), de imperio formal (dominación explícita sobre otras naciones) y de imperio informal (preeminencia a través de la supremacía económica).

 

Esa diversidad de variantes inglesas se verificó en sus dominios coloniales (Canadá, Australia), formales (India), informales (América Latina) e híbridos (África austral). Pero en general apuntaló el componente capitalista, mediante la expansión del libre-comercio a fin de asegurar la colocación de los excedentes fabriles.

 

El imperialismo capitalista ha sido categóricamente dominante en el siglo XX bajo el liderazgo de Estados Unidos. Esa potencia sólo atravesó por un breve periodo anexionista de imperio formal. Rápidamente internacionalizó los imperativos del capitalismo. Recurrió a cierta ampliación territorial en el hemisferio americano, pero en general prescindió de las colonias y privilegió los mecanismos de asociación y subordinación de las elites locales.

 

Wood resalta que esa forma de imperio puro del capital está regida por la lógica del beneficio. La ocupación del nuevo espacio es complementaria o prescindible. La vieja coerción explícita y transparente es reemplazada por las modalidades opacas e impersonales de tiranía económica.

 

El régimen social subyacente es el principal factor diferenciador de los distintos imperios. Las antiguas formas territoriales, comerciales e intermedias operaban en sociedades muy distintas al capitalismo contemporáneo.

 

LOS CICLOS HEGEMONICOS

 

Otro modelo de dinámicas imperiales privilegia el concepto de hegemonía para distinguir variedades históricas. Indaga cómo se combinaron la coerción con el consenso y estudia de qué forma la supremacía económica empalmó con la expansión territorial y la superioridad geopolítica (Arrighi, 1999: 42-106).

 

Este esquema inscribe los imperios en una sucesión de ciclos sistémicos de acumulación desde el siglo XV, que mixturaron lógicas económicas de desarrollo productivo y control financiero, con lógicas territoriales de ventaja militar. Cada hegemonía implicó distintas primacías mundiales, en la era genovesa (1340-1560), holandesa (1560-1780), británica (1740-1870) y estadounidense (1930-2000?).

 

El primer ciclo de ciudades italianas irrumpió en los intersticios del sistema medieval. Privilegió el comercio de larga distancia mediante una asociación con el imperio hispánico-portugués. Ese modelo fue sucedido por la dominación holandesa, que innovó las estructuras estatales y las técnicas militares sin utilizarlas para el control territorial. Priorizó las redes financieras y los tejidos comerciales.

 

La hegemonía británica introdujo, en cambio, el componente territorial y aprovechó la nueva centralidad del Océano Atlántico, para forjar un imperio marítimo. Utilizó las ventajas de la insularidad y consolidó un novedoso estado-nación derrotando al adversario francés. Recurrió al implante de colonos y al uso de la esclavitud para construir una supremacía global asentada en el libre-comercio y la preeminencia industrial.

 

Estados Unidos conquistó la primacía mundial, luego de completar un desarrollo interno signado por el exterminio de los indígenas, la masificación de la esclavitud y el ingreso de los inmigrantes. Potenció el uso de gigantescos recursos naturales con provechosas estrategias proteccionistas. En la expansión militar de la frontera interna se gestaron los cimientos del gendarme planetario del siglo XX (Arrighi, 1999: 288-390).

 

Este modelo de sucesiones hegemónicas resalta la vigencia de normas capitalistas comunes a lo largo de cinco centurias. Diverge del enfoque de Wood, centrado en la existencia de basamentos sociales diferenciados en los regímenes tributarios, feudales y capitalistas. En este esquema sólo Inglaterra (con formas intermedias) y Estados Unidos (con plenitud) se amoldan al último casillero.

 

La principal ventaja del abordaje de Wood radica en su distinción de los distintos imperios, en función de nítidas definiciones del capitalismo. Este sistema se basa en la competencia por beneficios surgidos de la explotación de los asalariados y no en la preeminencia de circuitos de intercambios. Por esa razón las ciudades italianas y Holanda encabezaron variedades de imperios comerciales y sus contrapartes de Roma o España conformaron modalidades territoriales. El capitalismo estuvo ausente en los dominios asentados en el liderazgo mercantil o la primacía espacial.

 

Los imperios de los últimos dos siglos no se distinguieron de sus precursores por la magnitud de las transacciones comerciales. Ese tipo de operaciones se ha verificado en todos los sistemas de los últimos dos milenios. Las diferencias tampoco derivan de la vigencia de modalidades estatales multinacionales (Gran Bretaña) o continentales (Estados Unidos), frente a los acotados precursores citadinos (Génova) o protonacionales (Holanda). Roma y España ya contaron con estructuras estatales gigantescas.

 

La novedad del imperio inglés fue la introducción de un soporte singular del beneficio industrial, que Estados Unidos amplificó posteriormente. Esta peculiaridad queda borrada si se razona con modelos de acumulación mundializados desde el siglo XV.

 

Es cierto que los distintos imperios no dominaron sólo a través de la fuerza. La hegemonía fue igualmente decisiva. Pero la variedad de ideologías obedeció a la vigencia de cimientos sociales diferenciados. La codicia por beneficios surgidos del intercambio (Génova y Holanda) se asentó en pilares muy distintos a la ambición de lucros derivados del imperativo de la inversión (Inglaterra y Estados Unidos). Si la especificidad de cada ciclo es analizada observando esos pilares, queda despejado el camino para comprender las formas antiguas y contemporáneas de dominación.

 

EL PERÍODO CLÁSICO

 

La era del imperio informal iniciada en 1830 -con dominio inglés del libre comercio- quedó cerrada en 1870 con la reinstalación de un escenario bélico. Ese retorno a la conflagración entre las principales potencias generalizó el uso del término imperialismo. Esa noción fue expuesta por teóricos como Hobson, que contrastaban el nuevo clima de confrontación mundial con la era previa de equilibrios pos-napoleónicos (Hobson, 1980).

 

En ese nuevo marco todas las potencias intentaron renovar sus credenciales en el campo de batalla. Las rezagadas (Alemania) ambicionaban el ensanche de su territorio para erigir un imperio formal. Las ascendentes (Estados Unidos) ya poseían una estructura económica privilegiada y preparaban el reemplazo del decaído líder inglés. La efervescencia militarista, la agresividad racista y la intolerancia chauvinista condujeron al tendal de muertos de la Primera Guerra mundial (Arrighi, 1978: cap 3).

 

Los nuevos imperios (Alemania, Japón, Estados Unidos) guerreaban en alianzas o disputas con sus precedentes (Francia, Inglaterra) por el control del mercado mundial, en desmedro de los imperios en extinción (Holanda, Bélgica, España, Portugal). Dirimían con protecciones y áreas monetarias el reparto de la periferia.

 

La teoría del imperialismo clásico que postuló Lenin aportó la principal conceptualización de ese período de traumáticas guerras interimperialistas y estallidos revolucionarios. El líder bolchevique atribuía esas conflagraciones a la competencia por mercados externos y fuentes de abastecimiento, en un escenario de posesiones coloniales ya repartidas entre las viejas potencias. La compulsión a disputar esos territorios reforzaba los desenlaces bélicos y reducía los márgenes de convivencia diplomática.

 

Partiendo de esa caracterización Lenin escribió un folleto político, que polemizaba con la expectativa socialdemócrata de evitar la guerra con propuestas de desarme y cooperación entre potencias rivales. El dirigente comunista objetaba esos planteos señalando que el militarismo no era una política equivocada de los capitalistas, sino el cruel resultado de la competencia por el beneficio.

 

El líder ruso subrayaba la inutilidad de la persuasión pacifista, cuando los acaudalados se disponían a resolver sus diferencias en las trincheras. Remarcaba que el curso militarista obedecía a tendencias objetivas y a decisiones estratégicas de los poderosos. En la coyuntura bélica de ese momento, resaltaba el predominio de la rivalidad sobre la asociación internacional, en las relaciones entre grandes empresas capitalistas (Lenin, 2006).

 

El dirigente de la revolución rusa registró con gran realismo las principales contradicciones de su época, frente a las utópicas expectativas de sus críticos. Propició políticas internacionalistas de resistencia a la inmolación de los reclutas y señaló que la paz debía conquistarse en una lucha simultánea contra el capitalismo

 

En nuestra interpretación de ese enfoque hemos resaltado esa función política del texto de Lenin en el contexto omnipresente de la guerra. Destacamos ese sentido frente a otras interpretaciones centradas en los aspectos económicos de ese influente libro (Katz, 2011:17-32).

 

En este último terreno la concepción de Lenin reformulaba la visión expuesta por Hilferding. Resaltaba la existencia de un viraje general hacia el proteccionismo y la creciente gravitación de banqueros, que subordinaban a sus pares del comercio y la industria. También remarcaba la novedosa gravitación de los monopolios por la creciente escala de las empresas y la preeminencia de la exportación de capitales, como forma de absorber las ganancias gestadas en la periferia.

 

El debate entre marxistas sobre la pertinencia estas caracterizaciones persisten hasta la actualidad. Varios teóricos resaltan su inadecuación para el período de entre Guerra (Harvey, 2018), otros señalan la exageración en el rol del monopolio y la acotada relevancia de exportación de capital (Heinrich, 2008: (218-221). Algunos también destacan la extrapolación de rasgos de la economía alemana al resto de las potencias Panitch, Leo (2014).

 

Estas objeciones aluden a problemas efectivamente presentes en la teoría del imperialismo clásico, pero de escasas implicancias en su formulación original. A Lenin le interesaba demostrar cómo ciertos desequilibrios económicos desembocaban en conflagraciones inter-imperialistas. Analizaba de qué forma cada rasgo productivo, comercial o financiero de la nueva época acrecentaba las rivalidades dirimidas bajo el fuego de los cañones.

 

La función primordial de su texto era política. Por eso convergió en la batalla contra el militarismo con los revolucionarios que objetaban su mirada económica (Luxemburg). Y por el contrario chocó con pensadores que compartían su enfoque sobre los cambios financiero-productivos, desde la vereda opuesta del reformismo (Hilferding). El tono polémico de sus escritos no estaba referido al proteccionismo, la hegemonía financiera o los monopolios, sino a la actitud de los socialistas frente a la guerra.

 

Otro gran equívoco ha rodeado a la evaluación leninista del imperialismo como “etapa final” del capitalismo. El dirigente comunista efectivamente apostaba a una respuesta popular revolucionaria frente al desangre bélico, que pusiera fin a la tiranía mundial del lucro. El debut del socialismo en Rusia corroboró la validez de esa expectativa.

 

El curso posterior de la historia desembocó en otro resultado y el período analizado por Lenin derivó tan sólo una etapa clásica de los imperios capitalistas. Logró percibir la singularidad de una fase que podría haber cerrado la vigencia histórica del capitalismo. Pero los acontecimientos posteriores no condujeron a esa extinción.

 

LOS CAMBIOS DE POSGUERRA

 

El fin de las confrontaciones bélicas entre potencias rivales diferencia al imperialismo de la segunda mitad del siglo XX de su precedente clásico. Persistieron los enfrentamientos pero sin conflagraciones generalizadas. Los choques no se extendieron a la esfera militar y prevaleció una administración geopolítica más concertada. El monumental arsenal bélico de Occidente fue en general utilizado para afianzar el despojo de la periferia.

 

La gestión del nuevo modelo bajo el mando de Estados Unidos incluyó una novedosa modalidad de imperialismo colectivo. La solidaridad militar occidental empalmó con la creciente asociación económica internacional entre firmas de distintas procedencias. La empresa multinacional se expandió y el proteccionismo perdió peso, frente a las presiones librecambistas desplegadas por las compañías que antecedieron a la globalización.

 

La dimensión de los mercados, la diversificación de los abastecimientos y la escala de la producción fueron determinantes de este nuevo escenario. La compulsión a reducir costos y aumentar la productividad afianzaron las alianzas entre firmas. A diferencia del período precedente esa interconexión no quedó restringida a compañías de la misma nacionalidad (Amin, 2013).

 

Pero como esa internacionalización de la economía no tuvo correspondencia directa en el plano estatal, el imperialismo continuó asentado en las viejas estructuras institucionales. Ninguna entidad global aportó los sistemas legales, las tradiciones sociales y la legitimidad política requerida para asegurar la reproducción global del capital.

 

La supremacía de Estados Unidos fue abrumadora y el imperialismo de ese período quedó identificado con su impronta. La OTAN se forjó bajo la conducción del Pentágono y las Naciones Unidas se localizaron en Nueva York. Ese predominio reflejó una superioridad económica que se estabilizó con la neutralización de los rivales. La vieja demolición de los competidores derrotados fue sustituida por el sostén de su reconstrucción bajo el mando del triunfador. Estados Unidos introdujo un sistema de alianzas subalternas para contrarrestar el resurgimiento de sus adversarios.

 

La primera potencia actuó como un sheriff global. Protegió a todas las clases dominantes de la insurgencia popular y la inestabilidad geopolítica. Por el cumplimiento de ese rol obtuvo financiamiento externo para sostener el dólar y los Bonos de Tesoro. El Pentágono fue el soporte estructural de Wall Street.

 

A diferencia del imperialismo clásico, las clases dominantes del Primer Mundo aceptaron ese padrinazgo militar. Por eso la seguridad colectiva sustituyó a la defensa nacional como principio rector de la intervención armada. Washington estableció vínculos privilegiados con las principales elites del planeta y universalizó su ideología de celebración del mercado y exaltación del individualismo.

 

La principal función del imperialismo de posguerra fue contener la oleada revolucionaria y el peligro del socialismo. Las bases norteamericanas se afincaron en todo el planeta para contrarrestar los levantamientos populares en América Latina, África y Asia.

 

La guerra fría contra la URSS fue otro componente decisivo de esa acción. Alineó a todas las clases capitalistas en una estrategia de tensión con el bloque socialista. Esa confrontación fue cualitativamente distinta a los choques inter-imperiales del pasado por la ausencia de primacía burguesa en la Unión Soviética.

 

El sistema de ese país no estaba comandado por una clase dominante, propietaria de los medios de producción y guiada por la meta de acumular capital. La burocracia gobernante defendía sus propios intereses y buscaba una coexistencia con Washington, para zanjar disputas en las áreas de influencia. Pero no actuaba con el patrón imperial de someter territorios para acrecentar las ganancias. El acoso de la URSS fue determinante del militarismo de posguerra y el fin de ese régimen inauguró la etapa actual de imperialismo del siglo XXI.

 

COMPARACIÓN CON EL ANTECEDENTE BRITÁNICO

 

En las últimas cuatro décadas se registró un cambio radical en el rol internacional de Estados Unidos. Una persistente crisis de conducción ha sucedido a la indiscutible primacía norteamericana de posguerra. Muchos autores destacan la semejanza de trayectorias declinantes con el precedente inglés (Roberts, 2016: 39-40). Señalan los parecidos en la gestión monetaria y la acción política.

 

Ambas potencias conformaron los únicos imperios capitalistas globales. En ese casillero no clasificaron los dominadores pre-capitalistas (Roma, España, Países Bajos) y no capitalistas (Unión Soviética). Otros imperios fallidos (Francia) o derrotados (Alemania, Japón) nunca lograron preeminencia planetaria.

 

El estatus mundial dominante de la dupla anglo-americana se asentó en la superioridad militar e incluyó también la economía, las finanzas y la cultura. Ambas potencias lograron supremacía industrial y captura de los flujos financieros. Ejercieron, además, una influencia intelectual arrolladora que se verificó en la universalización del inglés como lengua franca.

 

Pero el Reino Unido se distinguió de su par transatlántico por su capacidad de adecuación al repliegue. Exhibió una flexibilidad que Estados Unidos ni siquiera ha insinuado (Hobsbawm, 2007: cap 3).

 

El tamaño ha incidido en esa disparidad. En la limitada superficie de las islas británicas primó la emigración y en la inmensidad del territorio norteamericano prevaleció la recepción de pobladores. Mientras que Inglaterra debió conquistar otras regiones para disputar preeminencia, Estados Unidos se desenvolvió con la llegada de familias desposeídas. Basó su desarrollo en la tierra y no en incursiones marítimas externas. Mantuvo ciertos parecidos con la expansión de la vieja Rusia hacia las estepas desde el núcleo central moscovita. Recurrió, además, a un modelo auto-céntrico asentado en el mercado interior y sólo actuó a escala mundial, cuando maduró su proceso endógeno de acumulación. En ese momento ingresó en la batalla por el liderazgo imperial.

 

Pero esa ventaja de tamaño ha sido en un arma de doble filo. Permite pugnar con rivales equivalentes en el plano territorial (China), pero obstruye la adaptación que demostró su antecesor a un lugar más apto para continuar la carrera competitiva.

 

Esa carencia de flexibilidad norteamericana también deriva de su modelo industrial. Estados Unidos forjó la empresa verticalmente integrada, con estructuras burocráticas acordes a su monumental mercado interno. Por el contrario, Inglaterra se transformó en el primer taller del mundo -con abastecimiento externo y demandas de clientes foráneos- utilizando empresas altamente especializadas y flexibles (Arrighi, 1999: 288-322).

 

Cuando las transformaciones del capitalismo mundial afectaron la competitividad de ese modelo, Gran Bretaña relegó la industria renovando su primacía en el comercio y las finanzas. El viejo fabricante se reconvirtió en un nuevo centro de la intermediación y la banca. Estados Unidos no ha querido (o podido) emular esa mutación. Preserva una industria en desventaja, enraizada en la dimensión continental del país y ensaya dudosas incursiones en la esfera transnacional. Ha intentado compensar el repliegue fabril con la preeminencia de la moneda, las finanzas y la tecnología. Pero afronta déficits comerciales y desbalances de endeudamiento de mayor porte que su antecesor.

 

La inflexibilidad norteamericana frente a la plasticidad británica tiene notorios determinantes militares. Estados Unidos ha forjado una estructura bélica que supera cualitativamente a Inglaterra. Asumió un rol de protección del capitalismo mundial que los británicos nunca adoptaron. Ese inédito poder reduce la capacidad de maniobra para tantear renunciamientos en el escenario multipolar contemporáneo.

 

Gran Bretaña conocía sus límites para mantener el liderazgo mundial y se resignó a la pérdida del imperio durante la descolonización. Estados Unidos tiene cerrados los senderos para repetir esa retirada. Por esa razón se embarca una y otra vez en infructuosos operativos de recomposición de su liderazgo.

 

Inglaterra pudo procesar su salida del primer plano sin renunciar al intervencionismo externo. Ha participado en incontables operativos militares desde 1945 y mantiene 145 dispositivos bélicos en 42 países (Pilger, 2020). Incluso encaró con Thatcher incursiones navales de reconquista colonial (Malvinas), para apuntalar su arremetida interna contra la clase obrera y los sindicatos.

 

Pero esas acciones se enmarcan en la asociación con el sustituto imperial norteamericano. Por eso el corolario del operativo militar contra Argentina derivó durante el mando de Blair, en el mayor acompañamiento subordinado a las guerras de Estados Unidos (Balcanes, Afganistán, Irak) (Anderson, 2020).

 

Washington no puede emular ese curso británico de acciones militares secundarias y complementarias del líder imperial. Ningún socio lo reemplaza en su papel preeminente y en la función global que continua ejerciendo.

 

Estas diferencias inciden en la variable aplicación del concepto de imperio informal. Esa noción calzaba plenamente con el Reino Unido, pero tiene una cuestionable pertinencia para el caso norteamericano. Estados Unidos no dominó desde la posguerra sólo con primacía económica. Instrumentó un chantaje militar sin precedentes. Es cierto que nunca asentó su poderío en la ocupación, ni construyó dominios o áreas de colonización. Pero hizo valer como nadie su poder de fuego.

 

Gran Bretaña no lideró cruzadas de todo el capitalismo contra las revoluciones populares o las amenaza del socialismo. Por eso se adaptó al contexto poscolonial a cambio de acuerdos económicos favorables. El Pentágono maneja el mayor arsenal de la historia y tiene vedado ese curso.

 

El reemplazo imperial concertado que siguió el modelo anglo-americano no se aplica al escenario actual de tensión con China. Por esa razón Estados Unidos necesita renovar su primacía con exhibiciones de fuerza, afrontando resultados cada vez más adversos.

 

Finalmente también gravitan las peculiaridades ideológicas de ambas potencias. Aunque en su momento de mayor gloria Inglaterra administró una cuarta parte del planeta, siempre defendió sus intereses económicos en forma explícita. Invocó ciertamente un designio de “civilización”, pero más bien recurrió a mensajes de superioridad nacional, basados en algún mito fundador de su propia historia. No abusaba de mandatos de salvación de los subordinados de ultramar.

 

Estados Unidos se forjó en cambio como una nación sin raíces milenarias y expandió su dominación con ideologías universalistas. Siempre enmascaró su acción imperial con alegatos de socorro de la humanidad. Ese auto-engaño no sólo contrasta con la flexibilidad británica. Potencia todos los ingredientes de megalomanía que atascan a Washington en un callejón sin salida. Habrá que ver si ahora extiende ese impasse a Inglaterra, o si por el contrario el Brexit encarna otro episodio de la flexibilidad británica para amoldarse a una nueva era.

 

DOS MUTACIONES DIFERENTES

 

Los tres modelos de imperialismo que rigieron desde el siglo XIX estuvieron estrechamente conectados con el funcionamiento del capitalismo de cada época. Pero ambas dimensiones no están sujetas al mismo patrón de transformación. El imperialismo asegura la continuidad del sistema y cumple un rol protagónico en las grandes crisis. Pero opera tan sólo como un mecanismo de protección de ese basamento. No constituye como el capitalismo un modo de producción o una estructura definitoria de las reglas imperantes en la sociedad.

 

Es importante reconocer estas diferencias entre el sistema y sus dispositivos, para notar cómo el imperialismo se amolda a cada período histórico del capitalismo. No conforma una de esas etapas. Sólo adapta sus modalidades a los cambiantes requerimientos del sistema. El capitalismo siempre incluyó modalidades coloniales o imperiales y ha utilizado cambiantes formas de opresión para ejercer su predominio a escala creciente.

 

Por esa razón es tan relevante la dimensión geopolítica y militar del imperialismo. Permite comprender cómo afronta el capitalismo sus propias crisis y de qué forma responde a las resistencias populares y a los desafíos revolucionarios.

 

El imperialismo presenta contornos económicos e ideológicos afines a la modalidad prevaleciente del capitalismo, pero su impronta específica está signada por el aspecto bélico. La identificación corriente del término con la guerra, las ocupaciones y las masacres expresa una acertada percepción de su significado. Es también adecuado el registro del alcance internacional de sus acciones.

 

Ciertamente existe una faceta económica peculiar del imperialismo que debe ser estudiada en forma específica. Esa indagación condujo a importantes hallazgos en las últimas décadas. Se demostró cómo los capitalistas del centro se apropian de los recursos de los países subdesarrollados.

 

El análisis de ese despojo corrobora la gravitación contemporánea del imperialismo, pero involucra tan sólo un componente del fenómeno. Las principales firmas de los países avanzados capturan rentas y ganancias de la periferia, a partir de la dominación geopolítico-militar que ejercen sus estados a nivel global. El epicentro del imperialismo se localiza en ese control. Antes de indagar los complejos laberintos de economía imperial hay que clarificar esos pilares bélicos y estatales del dispositivo. Por esa razón hemos comenzado por esa dimensión nuestra evaluación del imperialismo del siglo XXI.

 

La comprensión de ese dispositivo requiere esclarecer las transformaciones económicas recientes del capitalismo. Se necesita clarificar los cambios operados en la dinámica de la plusvalía, la acumulación y la tasa de ganancia. La evaluación inicial del imperialismo transita en cambio por otro camino. Antes de indagar las inversiones externas, los términos de intercambio o las tasas diferenciales de explotación hay que determinar quién y cómo ejerce la dominación geopolítico-militar a nivel global.

 

Estas diferencias de análisis en el estudio del capitalismo y del imperialismo se verifican en los disimiles resultados de ambas indagaciones. Mientras que las transformaciones registradas en el primer sistema están a la vista, los cambios en el segundo dispositivo no han quedado aún definidos. Son dos procesos sujetos a modificaciones de distinta índole.

 

El capitalismo contemporáneo ha mutado en forma radical bajo el impacto del neoliberalismo, la globalización, la digitalización, la precarización y la financiarización. Esas transformaciones no tienen correlato directo en el imperialismo. Los cambios en ambos planos se desenvuelven a un ritmo diferenciado. La mutación económica es drástica y sus manifestaciones geopolíticas son difusas. El capitalismo del siglo XXI es totalmente diferente a su precedente de posguerra y el imperialismo actual mantiene muchas áreas de continuidad con el modelo anterior. Esa asimetría presenta numerosas evidencias.

 

TRANSFORMACIONES CATEGÓRICAS

 

El capitalismo actual emergió de la gran crisis de los años 70. Esa convulsión quedó cerrada en el nuevo modelo que encarnó el neoliberalismo. Desde ese momento ha predominado un bajo crecimiento en Occidente y una significativa expansión de Oriente, que no alcanza para motorizar la economía mundial. El descenso de Estados Unidos y el ascenso de China -en un marco de reducido incremento del PBI global-sintetizan ese escenario (Katz, 2020).

 

La globalización ha impactado en todas las áreas del sistema. Modificó la geografía industrial, mediante el desplazamiento de la producción hacia el continente asiático. Esa región se convirtió en el gran taller del planeta, en desmedro de la vieja primacía fabril de Europa y Estados Unidos. Este giro se asienta en el incremento de la explotación de los trabajadores y en un novedoso proceso de internacionalización productiva, con significativos correlatos comerciales y financieros.

 

La mundialización de la economía introdujo un creciente acortamiento de tiempos en la actividad productiva. Afianzó el protagonismo de las empresas transnacionales, a través del desdoblamiento internacional del proceso de fabricación. Profundizó una nueva división global del trabajo, que apuntala modelos orientados por las exportaciones y articulados por las cadenas globales de valor. Estos circuitos potencian el peso de los bienes intermedios, consolidan la especialización vertical, la subcontratación, la deslocalización de las inversiones y la fragmentación de los insumos.

 

Ese drástico cambio del perfil productivo profundizó a su vez la subdivisión de la vieja periferia, en un grupo de países emergentes que se industrializa y otro que actualiza el viejo patrón de exportación de bienes primarios.

 

La nueva globalización productiva también se asienta en la revolución informática que alumbró el capitalismo digital. Esa mutación repite muchas características de procesos análogos de transformación tecnológica radical, que se verificaron desde el siglo XIX.

 

La revolución informática facilitó el abaratamiento de la fuerza de trabajo y de los insumos, mediante una significativa reducción del costo del transporte y las comunicaciones. Amplió el campo de negocios para inversiones multimillonarias en procesos de digitalización, que modificaron el ranking de las grandes firmas. Las empresas de alta tecnología lideran las ganancias y marcan el paso a todos los actores del sistema.

 

Esas transformaciones afianzan, además, un nuevo escenario laboral signado por la precarización, la inseguridad y la flexibilización. Los capitalistas instrumentan esos atropellos aprovechando las enormes reservas de fuerza de trabajo disponible a nivel global. Utilizan el recurso de trasladar plantas hacia regiones con sindicatos inexistentes, debilitados o proscriptos, para crear un clima de temor a la pérdida del empleo. La reconversión de los puestos de trabajo está condicionada por esa monumental remodelación geográfica de la industria y los servicios.

 

El proceso laboral registró, además, una diferenciación interna entre actividades de diseño, elaboración y fabricación, que trastocó todos los estándares del trabajo manual y mental. Las identidades laborales quedaron drásticamente afectadas por esa reestructuración.

 

La financiarización constituye otra mutación visible del capitalismo contemporáneo. No involucra sólo el gigantesco incremento de los activos financieros. Incluye significativas modificaciones cualitativas en la autofinanciación de las empresas, la titulación de los bancos y la gestión familiar de las hipotecas y las pensiones. Las convulsiones que genera esa expansión del universo financiero se entrelazan con conmociones derivadas del deterioro del medio ambiente.

 

La valorización capitalista socavó durante centurias los basamentos materiales de la reproducción económica. Pero el desastre ambiental de las últimas décadas tiende a quebrar los equilibrios ancestrales, que permitieron construir sociedades basadas en el intercambio con la naturaleza. Si el calentamiento global continúa profundizando la huella ecológica, el descalabro en ciernes dejará muy atrás a todas las convulsiones conocidas.

 

La debacle ambiental presenta ciertas semejanzas con la demolición generada por las dos guerras mundiales del siglo pasado. Se han forjado tendencias destructivas que escapan al control de los propios capitalistas y pueden desembocar en desastres sin retorno.

 

Estos peligros emergen periódicamente a la superficie a través de las crisis capitalistas del siglo XXI. Esas eclosiones no provienen de arrastres anteriores. Irrumpen como estallidos de los mercados a partir de las burbujas generadas por la financiarización. La convulsión del 2008 fue ilustrativa de esa variedad de desajustes. Comenzó con el impago de los deudores subprime y derivó en un traumático colapso de operaciones interbancarias.

 

Estas crisis difieren significativamente de las prevalecientes en los años 30. Ya no están signadas por la deflación y las quiebras bancarias. En la dinámica contemporánea perdura el rescate estatal de los bancos y la combinación de expansión monetaria con austeridad fiscal. Esa secuencia confirma el carácter perdurable del intervencionismo estatal.

 

Cuando esas crisis financieras precipitadas por la especulación con títulos y monedas alcanzan intensidades mayúsculas, emergen también los desequilibrios productivos subyacentes. La vieja y conocida sobreproducción es la principal causa de esas convulsiones, pero asume otra escala en la economía mundializada.

 

Nuevas modalidades de sobreproducción global itinerante impactan sobre todas las cadenas de valor. Esas tensiones desbordan la tradicional disputa entre potencias por la colocación de las mercancías sobrantes y provocan turbulentos procesos de desvalorización del capital.

 

Las mutaciones en el poder de compra acrecientan a su vez el efecto de esas crisis contemporáneas. La vieja norma de consumo estable ha sido reemplazada por modalidades de adquisición más imprevisibles y la erosión del poder adquisitivo profundiza el deterioro de los ingresos y la inseguridad laboral. Esa retracción del consumo corona la espiral de contradicciones del capitalismo actual.

 

Este repaso de los cambios en el funcionamiento y en las tensiones de ese sistema ilustra la enorme envergadura de las mutaciones registradas. El capitalismo del siglo XXI es radicalmente diferente a sus precedentes de la centuria pasada.

 

ALTERACIONES INCIERTAS

 

Las transformaciones en la esfera imperial no presentan la misma contundencia que las modificaciones en el capitalismo. En el primer terreno se verifica una crisis signada por el reiterado fracaso del proyecto estadounidense de recuperación del liderazgo mundial.

 

La correlación que imperaba entre el capitalismo librecambista y la supremacía inglesa en el siglo XIX o entre el capitalismo intervencionista y la primacía norteamericana en la centuria posterior, no se verifica en la actualidad. El capitalismo globalizado, digital, precarizador y financiarizado se desenvuelve sin un comando geopolítico-militar. Estados Unidos no logra dirigirlo, ni tiene reemplazantes a la vista.

 

La primera potencia persiste como el gendarme del sistema. Con un presupuesto bélico gigantesco domina los mares, controla los cielos y maneja las redes informáticas. Todavía resuenan los ecos de la mortífera advertencia que emitió con el lanzamiento de las bombas atómicas en Japón y los efectos de las sangrientas incursiones aéreas de las últimas décadas.

 

Pero ese poder ha quedado socavado por las limitaciones de una potencia corroída por crisis internas, que paralizan su función directriz de la política global. La OTAN subsiste como un mastodonte afectado por agudas divergencias de financiación. La norma de viejos imperios subordinados en forma sigilosa (Inglaterra) o conflictiva (Francia) perdura, pero cada potencia busca su propia reubicación global tomando distancia de la obediencia a Washington.

 

Estados Unidos se apoya en ramificaciones regionales para sostener su poder global. Incentiva el colonialismo tardío de Israel para controlar el Medio Oriente y acrecienta el arsenal de Australia para custodiar Oceanía. Mantiene el acompañamiento de Canadá a sus operaciones y consolida las bases de Colombia para auditar a América Latina. Sus misiles de Europa del Este apuntan contra Rusia y el armamento provisto a Japón y Corea del Sur amenaza a China.

 

¿Pero qué capacidad demuestra Washington para imponer su agenda a esta red de socios, apéndices o vasallos? En las últimas décadas ha fallado en todas las regiones. Mantiene la misma primacía formal de posguerra en un escenario radicalmente opuesto. Exhibe un poder bélico descomunal, sin la cohesión requerida para hacer valer esa fuerza.

 

Por esta razón el imperialismo del siglo XXI no presenta una fisonomía definida. Es una categoría en gestación, que sólo adoptará un contorno nítido cuando la crisis de Estados Unidos alcance un punto de resolución.

 

CONVULSIONES A LA VISTA

 

Los estudios sobre el imperialismo florecieron durante la centuria pasada y disminuyeron drásticamente al comienzo del nuevo milenio. La propia utilización del término quedó excluida del vocabulario corriente de las Ciencias Sociales. El neoliberalismo y la globalización monopolizaron la atención de los analistas y dominaron todas las reflexiones sobre el capitalismo contemporáneo.

 

La escalada de guerras regionales, el drama de los refugiados y el impacto del terrorismo reintrodujeron el interés por el tema. Los interrogantes sobre el imperialismo quedaron asociados a la evaluación del alicaído intento estadounidense de recuperar primacía.

 

En la década pasada esa indagación incluyó una generalizada revitalización del término imperio. Pero ese cambio de lenguaje no modificó la sustancia del problema. En los hechos resulta indistinto el manejo de las dos denominaciones. Imperialismo e imperio encajan por igual en el rol que desenvuelve Estados Unidos. Desde la posguerra ya no opera como un contrincante más en el tablero interimperialista y tampoco devino en un imperio único de todo el sistema.

 

La primera potencia no ha confrontado en términos bélicos con rivales equivalentes y tampoco incorporó a su entramado a las principales clases dominantes o estados de planeta. Se ubicó en la cima de una estructura asociada de imperialismo colectivo.

 

Como ese dispositivo se encuentra en plena de remodelación, su tipificación en plural (imperialismo) o en singular (imperio) no aporta ninguna clarificación. El sistema de dominación mundial actual no se asemeja a la era clásica de batallas innterimperiales, ni tampoco consagra un centro exclusivo de gestión global.

 

Otras aplicaciones más valorativas de imperio e imperialismo afrontan más inconvenientes. Suelen ponderar o denigrar las modalidades de la gobernanza mundial. En las Ciencias Políticas convencionales el primer término es sinónimo de orden y el segundo de confrontación. Ambos sentidos eluden indagar la conexión de esas variantes con el funcionamiento del capitalismo o con las necesidades de las clases dominantes.

 

Todos los interrogantes que genera el imperialismo del siglo XXI han cobrado otra dimensión desde el shock generado por el Gran Confinamiento del 2020. La crisis de la pandemia ha puesto de relieve la magnitud de los cataclismos naturales que potencia el capitalismo. El coronavirus constituye una señal de alarma de la catástrofe en ciernes si no se logra atemperar el cambio climático.

 

La paralización mayúscula de la economía y el inédito socorro estatal para evitar la depresión, confluyeron el año pasado con la contracción del ingreso de los trabajadores, la ampliación de la precarización laboral y la consolidación de la desigualdad. La pandemia ha retratado el funcionamiento de un sistema asentado en la opresión. Ese régimen no podría subsistir sin la protección que brinda el imperialismo a los dominadores.

 

Ese dispositivo cumple numerosas funciones, pero prioriza el sometimiento de los trabajadores. Es un mecanismo construido para lidiar con las resistencias populares masivas. El imperialismo incluye la intervención militar contra esos levantamientos y el fomento de la guerra entre los propios desposeídos para desviar el descontento popular.

 

Las grandes revoluciones populares fueron el principal trasfondo de las acciones bélicas del sistema. Esas sublevaciones determinaron el curso seguido por el imperialismo clásico y su corolario de posguerra. La variante actual quedará también signada por la dinámica que asuman las rebeliones de los oprimidos. Pero la arena más inmediata de definición del imperialismo del siglo XXI se localiza en el choque que opone a Estados Unidos con China. Abordaremos ese tema en nuestro próximo texto.

 

24-1-2020

 

REFERENCIAS

 

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-Anderson, Perry (2020) ¿Ukania perpetua? New Left Review, 125, nov dic

 

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-Arrighi, Giovanni (1999). El largo siglo XX. Akal, Madrid.

 

-Harvey, David (2018). Realities on the Ground, http://roape.net/2018/02/05

 

-Heinrich, Michael (2008). Crítica de la economía política: una introducción a El capital de Marx, Escolar y Mayo Editores, 2008 Madrid.

 

-Hobsbawm, Eric, (2007). Guerra y paz en el siglo XXI, Editorial Crítica, Barcelona.

 

-Hobson, John Estudio Del Imperialismo (1980) [1902], Madrid, Alianza.

https://www.pambazuka.org/global-south

 

-Katz, Claudio (2011). Bajo el imperio del capital, Luxemburg, Buenos Aires.

 

-Katz, Claudio (2020). América Latina en el capitalismo contemporáneo. I-Economía y crisis 7-2-2020, www.lahaine.org/katz

 

-Lenin, Vladimir (2006). El imperialismo, fase superior del capitalismo Buenos Aires, Quadrata

 

-Panitch, Leo (2014). Repensando o marxismo e o imperialismo para o século XXI, Tensões Mundiais. Fortaleza, v. 10, n. 18, 19.

 

-Pilger, John (2020). El virus más letal no es el covid-19, es la guerra. 19-12, https://rebelion.org

 

-Roberts Michael (2016). The long depression, Haymarket Books, 2016.

 

-Wood, Ellen Meiksins (2003) Empire of capital, Londres/Nueva York, Verso.

 

Claudio Katz

Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz

 

 

https://www.alainet.org/de/node/210896?language=en
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