Derechos laborales debilitados
- Opinión
En varios artículos he destacado que la Constitución Mexicana de 1917 inauguró los derechos laborales, que en años posteriores se reprodujeron en otros países latinoamericanos. Fueron un avance frente a los derechos individuales (civiles y políticos) alcanzados por los liberales y radicales durante el siglo XIX, e implicaron la atención del Estado a la cuestión social, un asunto típico del desarrollo del capitalismo en el mundo.
Uno de los principios rectores de esa legislación social fue el pro-operario (pro-laboro), de acuerdo con el cual las leyes tienen que garantizar, ante todo, los derechos de los trabajadores. Los ministerios del trabajo fueron establecidos para eso, y los gobiernos deben proteger a la clase trabajadora, porque los propietarios del capital siempre tienen un sólido poder, tanto por concentrar los medios de producción, como por depender de ellos la contratación de seres humanos que, sin las garantías laborales, estarían sujetos a las condiciones impuestas por los empresarios o patronos e incluso a su arbitrariedad. Al menos ésta es la teoría, que todo jurista supuestamente conoce bien.
Gracias al desarrollo de la legislación laboral, los trabajadores gozan de una serie de derechos fundamentales: contrato individual, salario mínimo, jornada máxima, recargos sobre horas extras, sindicalización, huelga, contrato colectivo, seguridad social, descansos obligatorios, protección a la maternidad y a las mujeres trabajadoras, prohibición del trabajo infantil, indemnizaciones por despido, indemnizaciones por accidentes y enfermedades profesionales, reparto de utilidades.
Esa amplia gama de derechos siempre ha molestado a las clases capitalistas latinoamericanas. Desde que se consagraron, fueron atacados de “comunistas”. Y los gobiernos pro-empresariales nunca han sido capaces de protegerlos ni promoverlos. En la historia latinoamericana incluso han existido momentos dramáticos de avasallamiento de los derechos laborales, como ocurrió con las dictaduras militares terroristas del Cono Sur a partir de la década de 1970, cuando se impuso a los trabajadores la fuerza del Estado para sujetarlos al poder directo de las burguesías internas, fueron perseguidos los sindicatos, y asesinados o desaparecidos los dirigentes obreros y sociales, en un afán indiscriminado del irracional anticomunismo de la época por acabar con los marxistas y toda izquierda.
Más fuerza histórica anti-laboro que las dictaduras militares adquirieron las consignas de la ideología neoliberal introducidas en América Latina durante las dos décadas finales del siglo XX. No se impusieron por la brutalidad anticomunista, sino de la mano del capital transnacional, las instituciones mundiales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y las políticas pro-empresariales de variados gobiernos latinoamericanos, que hicieron suyas las creencias sobre el mercado libre y desregulado, la empresa privada como eje del crecimiento económico, el achicamiento del Estado junto con la privatización de bienes y servicios públicos, la reforma tributaria, así como la precarización y flexibilización del trabajo.
En el marco de las reformas laborales neoliberales, los derechos tradicionales de los trabajadores han sido debilitados o abiertamente liquidados, y sus organizaciones recluidas al ámbito defensivo y a la protesta. En cambio, las consignas empresariales, a través de sus grandes gremios clasistas, han sido agresivas y proactivas.
La crisis económica ocasionada por la pandemia del coronavirus ha sorprendido a una América Latina hegemonizada por gobiernos pro-empresariales y neoliberales. En consecuencia, las capacidades estatales ya se hallaban afectadas y, además, tanto el desempleo como el subempleo habían crecido en la región. Por ello América Latina ha debido afrontar la pandemia en condiciones diferentes a países como los europeos o Canadá, donde han sido mayores las posibilidades de atención social y especialmente en salud, porque, a pesar de que en todos fueron rebasadas las instalaciones y los servicios, se contaba con políticas, instituciones y programas desde el Estado, además de que fueron canalizados enormes recursos emergentes para afrontar la crisis.
Nada raro ha resultado que América Latina (y los EEUU) pase a ser la región donde la expansión del coronavirus se volvió en el nuevo centro mundial. Se esperaba que los gobiernos advirtieran los límites que imponían las visiones exclusivamente empresariales, a fin de enfocar la atención a los trabajadores, para garantizar sus empleos, preservar sus derechos y evitar el derrumbe de sus condiciones de vida. Pero eso no ocurrió en la mayoría de países. Y el caso de Ecuador luce como ejemplo internacional no solo de las debilidades para enfrentar la crisis sanitaria (https://bbc.in/3hpDi13; https://bit.ly/37sL0Tw), sino también de cómo se ha perdido el sentido y orientación del principio pro-operario, para suplantarlo con el simple principio pro-empresarial como camino de solución hacia el futuro (https://bit.ly/3e2lMOj). Las reformas laborales que se plantearon aún antes de la crisis y las que han surgido aprovechando precisamente de la cuarentena, dan cuenta de la adopción de fórmulas que agravan los problemas del empleo, el subempleo y la flexibilidad laboral (https://bit.ly/3d3miua).
Son varias las medidas propuestas: el acuerdo con el FMI ha previsto la “urgencia de la reforma laboral” e incluye la “reducción de la masa salarial” en el Estado (https://bit.ly/2Y10dIx); han sido despedidos miles de trabajadores públicos y también del sector privado; se plantea el teletrabajo hasta por 12 horas, rompiendo con el concepto de jornada máxima de 8 horas; se introduce el contrato emergente que puede realizarse hasta en 6 días, liquidando el descanso obligatorio de sábados y domingos (incluso se establece que el descanso solo será de 24 horas consecutivas) y que, además, puede durar un año, prorrogable por otro, afectando así la estabilidad laboral y prolongando más allá de la crisis sanitaria una fórmula contractual que supuestamente debía ser solo por la emergencia; aunque se conserva el salario básico y los salarios sectoriales, se introduce el “acuerdo bilateral” entre el empleador y el trabajador, para reformar las condiciones económicas del contrato y que, en adelante, regirá por sobre cualquier otro acuerdo o disposición (fórmula que liquida el contrato colectivo), lo cual implica revalorizar el peso que tendrán los capitalistas al momento de la negociación con los trabajadores individualizados (https://bit.ly/2UGZydc; https://bit.ly/30DVGNN).
Las organizaciones de trabajadores han cuestionado las reformas y han realizado jornadas de resistencia y protesta, a pesar de la cuarentena. Sin embargo, su debilidad clasista y su limitada representatividad, debida a las posiciones asumidas durante los últimos tres años por dirigencias orientadas por su tradicionalismo ideológico y político, no han adquirido la fuerza social suficiente para provocar la reversión de las medidas propuestas. Lo mismo ha ocurrido con las izquierdas tradicionales, cuyas cúpulas han frustrado, desde hace décadas, las expectativas de que sus partidos sean alternativas políticas. Y con ello, la sociedad ecuatoriana se encuentra en condiciones adversas para afrontar la arremetida neoliberal.
También están en la mira los cálculos políticos para las elecciones presidenciales del 2021, aunque hay sectores que confían en el triunfo sobre la hegemonía derechista en el país. Al menos por el momento, no es posible imaginar un escenario esperanzador para la restitución plena de los derechos laborales y la restauración del principio pro-operario como eje de las relaciones obrero-patronales. Pero la crisis también ha servido para una silenciosa acumulación de fuerzas ciudadanas que están cansadas de la corrupción y de la conducción actual del Estado. Luce como una bomba de tiempo.
Ecuador, lunes, 15 de Junio, 2020
- Juan J. Paz y Miño Cepeda, historiador ecuatoriano, es coordinador del Taller de Historia Económica.
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