Autoritarismo y economía
- Opinión
Estas reflexiones son de naturaleza teórica, aunque cada quien puede sacar las conclusiones que le parezcan más pertinentes. Con el autoritarismo, se trata de un fenómeno político, al cual la ciencia política le ha dedicado la debida atención. En América Latina, la categoría cobró vigencia al calor de la emergencia de determinados regímenes políticos que asolaron a la región a mediados de los años 60, del siglo XX, y que perduraron hacia 1989 e incluso los primeros años de la década siguiente. Se trató de los regímenes autoritarios que, en su ascenso y consolidación, descalabraron el andamiaje democrático que, con sus pros y sus contras, se había construido en las décadas previas. Fueron regímenes comandados por camarillas militares, entre las cuales sobresalían los “hombres fuertes” –los Pinochet, los Videla, los Stroessner— que, gozando de poderes ejecutivos extraordinarios, pretendían “salvar” de las garras del comunismo a sus naciones (y a la civilización occidental y cristiana), imponiendo su voluntad por encima de quien fuera.
En el quehacer de esos “líderes” y sus equipos de trabajo no sólo se ejecutaban acciones de carácter económico de envergadura (por ejemplo, políticas económicas orientadas a transformar los aparatos productivos o contratos millonarios con determinadas empresas), sino que se usaban recursos económicos extraordinarios en el funcionamiento del aparato del gobierno, compra de bienes y servicios, transferencias monetarias y cualquier rubro que lo requiriera, según el antojo o deseos que los principales líderes y sus colaboradores más cercanos.
Las partidas presupuestarias estaban a su disposición absoluta, lo mismo que el uso discrecional de las mismas. Se daba por supuesto que así era como funcionaban las cosas y, además, no había un interés especial en examinar o cuestionar los manejos económicos de las dictaduras y los dictadores. Las miradas estaban puestas en su carácter e implicaciones políticas, no su dimensión económica. Para los simpatizantes, los privilegios de los que gozaban los dictadores y sus camarillas eran el precio a pagar por su tarea “salvadora”. Para los críticos, esos privilegios eran secundarios respecto de los efectos políticos perniciosos generados por las dictaduras. De alguna manera, críticos y simpatizantes coincidían en que la fuerza motivadora de los dictadores era el control y uso discrecional del poder político, y no tanto o principalmente enriquecerse o gozar de privilegios fuera de lo común…, aunque tuvieran a su disposición palacios para vivir o autos de lujo importados de Europa o EEUU, o que, al final de sus mandatos, se quedaran con fortunas millonarias en sus cuentas bancarias.
No es una mala visión de la relación entre dictaduras y economía ésta que entiende que lo prioritario en los regímenes autoritarios fue el uso y abuso del poder político, y que los beneficios económicos de los dictadores y sus camarillas llegaron como algo derivado de esos usos y abusos del poder político. Dicho de forma teórica, en las dictaduras históricas, los agentes políticos dictatoriales –provenientes de las filas castrenses— llegan a la economía como extraños a ella, y disfrutan de sus mieles como algo que se adhiere a su quehacer político, que está regido por sus ambiciones políticas y su odios y paranoias ante el “cáncer comunista” y sus presuntas o reales amenazas el orden establecido.
En las transiciones a la democracia de finales de los años ochenta, las dictaduras fueron –parcialmente en opinión de muchos— desmanteladas. Otros agentes políticos se hicieron presentes en la conducción de las sociedades; algunos de ellos –bastantes, la verdad— habían actuado en la etapa previa a las dictaduras y aportaron su experiencia y saber a quienes se hicieron adultos luchando contra las mismas. Los años noventa vieron a estos agentes no tan heterogéneos liderar las transiciones democráticas y las fases iniciales de la consolidación democrática. Entre tanto, desde las esferas empresariales se comenzaban a notar las ansias de algunas personas de los negocios por convertirse en dirigentes políticos. No fue fácil entender con toda claridad el porqué de estas ansias, aunque no faltó quien sospechara que se trataba, desde algunos grupos de poder económico, de acceder al Estado para favorecerse en sus negocios y a nivel familiar a partir de los recursos estatales (financieros y patrimoniales).
La historia posterior se conoce en países que han visto llegar al poder estatal a empresarios. En ellos, lo llamativo es que no es el control del poder político en sí mismo (ni su carácter o naturaleza) el que les interesa, sino la manera cómo éste pueda ser usado para favorecerse económicamente. A los dictadores históricos les interesaba contener la amenaza comunista que estaba, según ellos, agazapada en sindicatos, gremios, medios, partidos políticos, universidades, grupos comunitarios… Por eso, el establecimiento de un régimen dictatorial. A los empresarios convertidos en políticos les interesa aumentar la riqueza familiar y la de sus socios, y ven en el Estado un espacio que les permite manejos financieros inmensos para favorecerse. El régimen político es lo de menos, siempre que no sea un estorbo o, incluso, pueda ser una buena plataforma para esos manejos. Democracia de mercado, democracia populista, populismo autoritario, autoritarismo de nuevo tipo, socialismo autoritario…. No importa, siempre que sirva y en el momento que sirva, lo cual depende de las coyunturas, las correlaciones de fuerza, el entorno mundial y la propia dinámica histórica (económica, social y política) de las naciones.
Esas diferentes nociones revelan la mutabilidad política que viven distintas naciones, no sólo en América Latina, en la última década. Lo que no muta es el propósito de los empresarios convertidos en políticos. Por esto, resulta problemático encasillar (de forma rígida) a cualquiera de estos empresarios-políticos en categorías como “autoritario” y a sus gobiernos como “gobiernos autoritarios”, pues el día de mañana fácilmente pueden apelar a movilizaciones de calle para contener a sus rivales y pasado mañana pueden defender a capa y espada la separación de poderes y el republicanismo democrático.
En contextos así, la mirada debe afinarse. Hay categorías que son explosivas, como “autoritarismo” o “autoritario”, pero deben ser usadas con delicadeza para que no pierdan su sentido descriptivo y explicativo, sobre todo cuando se aplican a una forma de gobierno o a un régimen político. Hay que tener cuidado también en ver las dinámicas recientes, suscitadas por la crisis del coronavirus, como una “estrategia” “diabólica” –en la cual el coronavirus sería una pieza más— para imponer un “orden autoritario” a nivel mundial. La evidencia aportada por distintas naciones refuta esa tesis general.
En fin, hay que ser cuidadosos y prudentes. Y en el caso de la situación actual, no se debe comer ansias: hay que tener los datos más consolidados que se pueda y examinar el desempeño de los gobiernos de manera global y en los rubros esenciales, una vez que termine la crisis en la salud pública… y dar seguimiento a su desempeño posterior, en la recuperación de la economía y el resguardo del bienestar social. No se tiene, en estos momentos, ningún capítulo cerrado. Precipitarse para cerrar alguno, con juicios concluyentes, no parece ser el mejor camino a seguir por sociólogos, economistas, politólogos y demás estudiosos de la sociedad.
-Luis Armando González es Licenciado en Filosofía por la UCA. Maestro en Ciencias Sociales por la FLACSO, México. Docente e investigador universitario.
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