Una lógica económica perniciosa

05/04/2020
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Desde que la guerra civil estaba a punto de terminar, pero de manera abierta una vez que esta hubo finalizado, se fue fraguando en nuestro país una lógica económica de consecuencias sociales perniciosas, como lo es la que prescribe que, sin importar cómo se logre, la obtención y acumulación de dinero –junto con los bienes y disfrute que el mismo pueda brindar—, debe ser la principal meta en la vida las personas. Esta meta se erigió en la principal señal del éxito individual y familiar, del cual había que ufanarse dando muestras ostentosas de lo que se poseía en dinero acumulado o de lo que se disfrutaba en lujos de todo tipo, desde las residencias para vivir o pasar las vacaciones, hasta los vehículos y los viajes en turismo de primera clase.   

 

El cierre de los años noventa y prácticamente toda primera década del 2000 fueron el escenario en el que prosperó y se instaló esa lógica que, irradiada de las conquistas y éxito de los ricos más ricos de El Salvador, permeó toda la estructura social y la cultura salvadoreñas, tocando especialmente a las clases medias que asimilaron, con una rapidez inaudita, la lógica de que el éxito se mide en términos de dinero y ostentación. Los ricos más ricos, su éxito, gustos, consumo y modos de ser se convirtieron en el modelo a seguir, incluso por parte de quienes, en su ideología, recriminaban a estos su voracidad y afán de lucro. Esta voracidad, afán de lucro y prácticas explotadoras, pronto pasaron a segundo término en el debate intelectual y político, pues al final de cuentas –cuando la primera década del 2000 terminaba— se las dio por establecidas de modo casi natural.

 

Como un recuerdo lejano quedaron los debates de los años 60 y 70 en los cuales la explotación económica y la concentración de la riqueza se consideraban dos principios de estructuración de la sociedad. En los “nuevos tiempos”, neoliberales y democráticos, otros eran los asuntos en discusión: eficacia y eficiencia, transparencia, corrupción, ampliación de los mercados, marcas, innovaciones tecnológicas y emprendedurismo, entre otros. La concentración de la riqueza, la explotación laboral y las desigualdades en la distribución del ingreso dejaron de ser un problema y se convirtieron en un hecho con el cual se tenía que vivir y no sólo eso: se lo tenía que celebrar, profundizar y ampliar. O sea, la lógica de la explotación de los demás se afianzó como un supuesto indiscutible de la vida social.

 

Explotar a los demás de la manera que sea significa obtener de ellos un beneficio a cambio de muy poco o, en el mejor de los casos, a cambio de nada. A esto se le llama “sacar dinero hasta de las piedras”, y, en tal práctica, los ricos más ricos de El Salvador se hicieron unos verdaderos expertos. En toda la postguerra no han dejado de esquilmar a la sociedad de mil maneras, con la complacencia de distintos gobiernos y de la misma sociedad que, en diferentes niveles, aplicó esa misma lógica a quienes estaban en una condición de debilidad o de necesidad.

 

En la lógica de “sacar dinero hasta de las piedras” los demás –o sea la mayoría que no tiene ni capital ni patrimonio— no pueden ni tienen que recibir algo gratis, sino que deben pagar por lo que necesiten. Y quienes no pueden pagar, mala suerte, se quedan fuera del juego que permite el acceso a bienes y servicios, sin importar lo vitales que estos sean.

 

Educación, salud, vivienda, telecomunicaciones, electricidad, alimentación, esparcimiento… Esto y más entró en los circuitos del mercado, en los cuales sólo tiene valor (no dignidad, valor) quien puede pagar. Quien no, es un perdedor, un fracasado. De ahí los afanes, extendidos socialmente, por conseguir dinero. Unos afanes que, en un extremo –el de los ricos más ricos— sirven como aceite para seguir amasando fortunas, y en el otro –el de la mayor parte de la población— sirven para enfrentar los desafíos de la supervivencia de todos los días.

 

El sistema financiero salvadoreño –transnacionalizado— es la expresión más fiel de la lógica de “sacar dinero hasta de las piedras”. Esa ha sido la clave de su éxito desde la reprivatización de la banca, por obra y gracia del expresidente Alfredo Cristiani. Lo que hizo un banco en días recientes, cobrando deudas a personas que recibían los 300 dólares de ayuda gubernamental, es una de las tantas prácticas abusivas que hemos padecido los salvadoreños durante los últimos 30 años por parte de un sistema financiero diseñado –y respaldado por un entramado legal permisivo— para esquilmar a los ciudadanos.

 

Soy pesimista acerca de las posibilidades reales de que la lógica de “sacar dinero hasta de las piedras” sea reemplazada por una lógica más sana desde un punto de vista económico y social. No obstante, estoy convencido de que, mientras siga vigente la búsqueda de riqueza sin cortapisas legales, institucionales y éticas, no nos abandonará la “guerra de todos contra todos” a nivel social. Y los “señores de la guerra” –que no son los políticos, sino los capitalistas más rapaces de nuestro país asociados con otros de la misma calaña, pero extranjeros— seguirán sacando jugosas ventajas de una sociedad descalabrada que ha aceptado que sin dinero no hay derechos y que las desigualdades socio-económicas son incuestionables e inamovibles.

 

Sería de desear que cuando la crisis del coronavirus vaya cediendo en su virulencia, y nos enfrentemos al desafío de la recuperación económica, no perdamos la oportunidad de debatir, con la seriedad debida, sobre nuestro modelo económico, pero desde criterios no exclusivamente mercantilistas o empresariales, sino también sociales.  A ver si las universidades, fundaciones, ONGs e iglesias, otrora críticas, dejan de una buena vez de seguir jugando a la rentabilidad, la solidez financiera, el emprendedurismo y las normas ISO, y cumplen con sus responsabilidades profesionales, científicas y éticas.

 

San Salvador, 4 de abril de 2020

 

 

 

 

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