América Latina en el capitalismo contemporáneo (II)
- Análisis
RESUMEN (1)
Estados Unidos comandó el debut de la globalización, pero quedó muy afectado por sus resultados e intenta recuperar primacía con Trump. Esa restauración exige doblegar a China y reconquistar el dominio pleno de América Latina. El ascenso chino obedece a procesos objetivos, modelos antiliberales y cimientos no capitalistas. Podría ser un socio de la región contra el opresor del Norte.
La gravitación geopolítica de la coerción rehabilita la teoría del imperialismo. Pero sólo la versión contemporánea percibe la disonancia que opone a la mundialización económica con los estados y las clases dominantes nacionales. Esa mirada también registra el nuevo papel de las formaciones intermedias.
La etapa actual se asienta en el neoliberalismo, pero incluye variantes distanciadas de ese modelo. La experiencia latinoamericana clarifica esa complejidad. La nueva derecha canaliza parcialmente el descontento, pero en América Latina emerge como reacción al ciclo progresista. Las rebeliones en la región contrastaron con repliegue popular a escala mundial, pero en la coyuntura resurge una convergencia de protestas con sujetos y demandas semejantes.
El desarrollo desigual y combinado aporta el principal concepto para comprender la nueva etapa del capitalismo contemporáneo. Clarifica las razones de la disputa que mantienen Estados Unidos y China, en un marco general de bajo crecimiento global. Este escenario económico tiene complejos correlatos geopolíticos e importantes efectos en la estrategia que adoptan ambas potencias.
LIDERAZGO Y REPLIEGUE DE ESTADOS UNIDOS
En comparación a la posguerra la economía estadounidense registra un nítido declive. Pero el retroceso de la industria y el déficit comercial son compensados por la sostenida supremacía internacional en el campo de las finanzas y las nuevas tecnologías. Por esa razón las ganancias del sector más globalizado de las clases dominantes contrastan con las pérdidas del tradicional segmento americanista.
El éxito inicial de la primera potencia en la globalización ha derivado en el repliegue actual. La reconfiguración interna que generó ese proceso, profundizó las viejas brechas sociales e ideológicas que imperan en el país. La grieta política entre las costas y el interior es tan sólo un ejemplo de esas fracturas.
Estados Unidos salió mejor parado que Europa y Japón de la crisis del 2008. Pero afronta una contundente adversidad frente a China, que ha sido el principal ganador del período. Ese resultado indujo a la actual revisión de las políticas de Washington frente a la globalización.
El coloso del Norte preserva un preeminente lugar como imperio dominante y custodio del orden capitalista mundial. Mantiene su impúdica ideología intervencionista y conserva la subordinación de una amplia red de vasallos y apéndices. Pero afronta nuevas tensiones con sus socios de Europa y un choque de gran envergadura con Rusia y China.
Las caracterizaciones de Estados Unidos contraponen habitualmente varias miradas divergentes. Una tesis resalta el ocaso hegemónico, mediante frecuentes analogías con el imperio romano. Pero pasa por alto la continuada primacía tecnológica, financiera y militar de la primera potencia. El enfoque opuesto remarca la perdurable hegemonía norteamericana. Pero razona con criterios de invariable estabilidad, desconsiderando la crisis del país, su retroceso económico y el gran desafío de los competidores.
Una tercera visión transnacional ubica a Estados Unidos en la cúspide de una asociación global, que dejó atrás las viejas rivalidades entre estados y clases dominantes. Pero olvida los estrechos lazos que mantienen las estructuras de Washington con el segmento nacional-americanista del establishment. El diagnóstico simétrico, observa a los Estados Unidos como un jugador más del tablero mundial. Pero omite que ese contexto no está signado por una competencia entre pares. Hay una primera potencia militar que juega un rol imperial dominante.
Un enfoque sintético buscar superar las distintas unilateralidades que rodean a la caracterización del país. Resalta la existencia de una crisis de largo plazo, que incluye repliegues y continuada centralidad. Señala que el devenir de Estados Unidos no está predeterminado por un curso inexorable y estima que un declive prolongado puede coexistir con cierta supremacía tecnológica, financiera o militar.
Con esa mirada se explica por qué razón la primera potencia lideró la globalización y quedó afectada por los resultados de esa transformación. Ese enfoque recuerda que luego de comandar el debut de un proceso protagonizado por la Reserva Federal, el dólar y Wall Street, el gigante norteamericano perdió posiciones en la producción y el comercio.
LOS PROPÓSITOS DE TRUMP
Trump comanda el intento estadounidense de recuperar el liderazgo económico, mediante duras negociaciones comerciales con los clientes y proveedores de todas las latitudes. El magnate busca corregir especialmente los enormes desbalances comerciales que mantiene el país con sus principales socios. Pretende alcanzar ese objetivo, aprovechando las ventajas del país en los servicios, la economía digital y el manejo de la información. Por eso recurre a un bilateralismo mercantilista que difiere del proteccionismo clásico. Su prioridad -compartida por todo el establishment- es doblegar a China, especialmente en la urgente batalla tecnológica.
El ocupante de la Casa Blanca no encarna el fin de la globalización. Lidera una variante bilateralista, que complementa ese proceso con distintas opciones de regionalización. Trump no quiere, ni puede volver a los bloques aduaneros de los años 30. Por eso intenta un cambio favorable para los enriquecidos del país, en el marco de la mundialización. Para lograr esa meta exige la apertura del mercado chino y mayores concesiones económicas de Alemania, Japón y Canadá.
Pero hasta la fecha sólo logró un moderado alivio, que preserva todos los desequilibrios estructurales. En el plano geopolítico consiguió un mayor sometimiento de sus socios, pero no el acompañamiento que reclama en la guerra comercial contra China.
Trump no consigue concretar sus principales propósitos. China resiste sus presiones y afianza su expansión global. Alemania refuerza su alianza con Francia y consolida un bloque europeo más autónomo. Rusia mantiene su distancia del compromiso que inicialmente buscó el mandatario norteamericano. Sólo la consumación del Brexit abre una nueva oportunidad para el exuberante presidente, si consigue la reelección.
En el terreno militar el magnate intensifica las amenazas, pero no concreta ninguna intervención directa. Esa vacilación confirma el impacto de los grandes fracasos previos en Medio Oriente y Asia. El principal interrogante gira en torno a la eventual utilización de la preponderancia bélica estadounidense. Hasta ahora Trump emite amenazas que no se traducen en decisiones militares.
A diferencia de Bush, no lanzó ninguna guerra explícita (ni se comprometió con ninguna invasión). Sólo sostiene las agresiones de sus socios (como Israel o Arabia Saudita). En Siria conspira sin actuar directamente. En Corea aumenta las presiones sin lograr el desarme nuclear. En Europa repliega tropas y en Afganistán incrementa las matanzas perdiendo la guerra. Se desconoce aún cuál será el alcance de la provocación que ha montado contra Irán.
Las limitaciones de Trump se verifican en una comparación con la exitosa confrontación estratégica, que encaró Reagan contra la URSS. El multimillonario tampoco ha conseguido la división de adversarios que logró Nixon, cuando opuso a China con Rusia.
Trump afronta, además, una gran oposición interna de legisladores y jueces y es cuestionado en las calles por afroamericanos, latinos y mujeres. Hay un gran proceso de radicalización por abajo, con expansión de la izquierda y creciente popularidad de los programas radical-progresistas.
En ese marco, aumenta la gravitación de América Latina para la estrategia económica de Washington. Estados Unidos necesita recuperar terreno golpeando fuerte en su propio hemisferio. Por eso busca reforzar las viejas relaciones de subordinación de la región, comenzando por una contención de la expansión china.
En el pasado, Estados Unidos recurría al intervencionismo explícito y consideraba a Latinoamérica como su patio trasero. Mantuvo ese descaro cuando ya era un imperio informal, basado en la dominación económica y no en la ocupación territorial. Ahora Trump intenta reimponer esa dominación histórica.
Pero el balance de lo conseguido es tan contradictorio en América Latina, como en el resto del mundo. Logró consumar la revisión del NAFTA y asegurar la primacía de las empresas yanquis, en un convenio amoldado a las necesidades de esas compañías. Garantizó especialmente la propiedad intelectual y el pago de patentes.
Trump busca también someter a otras economías relevantes como Brasil, para deshacerse de los rivales sudamericanos, en el lucrativo negocio de las licitaciones internacionales de obra pública. Pero el objetivo primordial de revertir la presencia china no se vislumbra en ningún lado.
Los resultados del magnate son también limitados en el terreno bélico. Ha ensayado una y otra vez la intervención en Venezuela, sin lograr la unanimidad interna y el marco regional requerido para esa agresión. Estos obstáculos confirman que prevalece un contexto muy distinto a la época de las invasiones expeditivas. Estados Unidos no está en condiciones de repetir la ocupación de Granada (1983) o Panamá (1989).
Trump ha extremado las posturas imperiales en el terreno discursivo. Desprecia a Latinoamérica, insulta a los mexicanos, elogia el muro y proclama que los países del Caribe son una mierda. Con ese trato despectivo no sólo busca reafirmar la supremacía imperial. Pretende consolidar su base política interna, mediante campañas contra los inmigrantes. Ha logrado la misma canalización del descontento frente al orden neoliberal que otros derechistas del mundo, pero necesita reforzar ese sostén reaccionario.
En sus inicios Trump expresó a un sector secundario de las clases dominantes, pero ahora tiende a converger con todo el establishment republicano. No es fascista, ni populista. Sólo rompe el estilo tradicional de liderazgo, para forjar un bonapartismo anclado en una base electoral conservadora. Con ese propósito acentúa su disputa con los medios y con la elite del Partido Demócrata. La persistente hostilidad retórica hacia América Latina es un ingrediente de ese operativo.
EL SECRETO DE LA EXPANSIÓN CHINA
La transformación histórica de China es el proceso más relevante del período. Su enorme expansión acompaña la ventajosa inserción que logró en la globalización, aprovechando el gigantismo y baratura de su fuerza de trabajo. El país se ha convertido en tiempo récord en el principal taller del planeta. En contraste con la Unión Soviética, asentó su despegue inicial en una asociación con Estados Unidos, que ha devenido en férrea rivalidad.
El crecimiento de China es otro ejemplo contemporáneo del desarrollo desigual y combinado. Una economía retrasada escaló vertiginosamente en el ranking global, dejando atrás su status subdesarrollado. Capturó tecnologías e inversiones de potencias más avanzadas y utilizó su atraso para motorizar la economía con rentabilidades superiores.
La principal singularidad de esa expansión ha sido el pilar socialista previo y la provechosa combinación posterior de modelos mercantiles y planificados. El otro secreto del auge fue la retención local de los excedentes y la cooptación de una parte de la diáspora, que volcó sus recursos al nuevo desarrollo del país.
Ciertamente se configuró un modelo alejado del neoliberalismo y la finaciarización. La heterodoxia resalta ese distanciamiento, en contraposición a las simplificaciones neoliberales. Pero el esquema chino ha incluido componentes no capitalistas que son omitidos por esa interpretación.
Otras explicaciones remarcan la gravitación subyacente de una civilización milenaria. Pero suelen desdibujar la total primacía de procesos contemporáneos, en el despunte de la nueva potencia. Recurren a las mismas unilateralidades del excepcionalismo nacional, que objetan en las miradas del eurocentrismo. Sobre todo olvidan que es conveniente estudiar a China con los mismos criterios de materialismo histórico, que se aplican al análisis de cualquier otro país.
La impactante expansión china ha desembocado en el gran desequilibrio que genera la sobreinversión. La preponderancia de esa contradicción confirma la primacía de la sobreproducción global, como principio rector de la crisis. Ese desequilibrio le impidió a China contrarrestar las tensiones del 2008 con un desacople interno. Debió retomar rápidamente la incursión en los mercados externos.
Ese vuelco de excedentes al mercado mundial es única respuesta que ha encontrado para mantener el nivel de actividad. Ese ritmo de producción no sólo es indispensable para lidiar con las demandas del proletariado. También resulta necesario para equilibrar las tensiones internas de una burocracia gobernante, corroída por exigencias de los sectores afines y reacios a la globalización.
China intenta preservar una estrategia geopolítica defensiva, que es intrínsecamente socavada por su expansión económica. El país disputa con Estados Unidos el liderazgo de la globalización, a través de la Ruta de la Seda y la tecnología 5 G. Elude el conflicto directo, pero su protagonismo económico agrieta esa moderación. Ya afronta en muchas áreas las típicas tensiones regionales de una gran potencia.
El choque entre Estados Unidos y China opone a un imperio predominante con otro en formación. La abrumadora diferencia de capacidad bélica ilustra la total ausencia de equivalencia entre ambos contendientes. Pero lo central es el carácter agresor de Washington y defensivo de Beijing.
La asociación que primó entre los dos colosos durante décadas, indica que el conflicto puede continuar por muchos senderos. Esa pugna no presenta hasta ahora el tradicional contorno interimperial, que inspira la adopción de posturas neutralistas en la izquierda.
Pero la denuncia primordial de las provocaciones del Pentágono, no justifica la indulgencia frente a la expansión externa china. Es una estrategia motivada por el lucro, que suscita las típicas tensiones de la rivalidad por el beneficio. La retórica del pacifismo y colaboración que caracteriza a Beijing, no torna más inofensivas o benévolas sus acciones. El despliegue mundial de China genera conflictos, que no deben ser omitidos (o minusvalorados) por su frecuente utilización por parte del imperialismo estadounidense.
POSTURAS FRENTE A LA NUEVA POTENCIA
Otro debate en curso es el grado de transformación capitalista imperante en China. Es evidente la envergadura que ya alcanzó la propiedad privada de las grandes empresas, en manos de una clase dominante en gestación. Pero ese poderío no parecería implicar una restauración definitiva del capitalismo.
En el país perdura la ausencia de un poder político burgués y la acotada financiarización coexiste con la precariedad del neoliberalismo. Además, se mantiene el continuado manejo estatal de los bancos, el comercio exterior y los resortes estratégicos de la economía. También el gigantesco peso social del proletariado conspira contra una restauración plena de la supremacía del capital.
Esa indefinición persiste al cabo de varias décadas y debería quedar zanjada por el perfil de China en la mundialización. Salta a la vista que ninguna modalidad de socialismo es compatible con la globalización capitalista.
La hipótesis de un proceso inconcluso es la visión compartida por muchos sectores de la izquierda china. Esa caracterización destaca que permanece abierta la posibilidad de un resurgimiento socialista. Se apoya en registrar cómo la presencia de los trabajadores atemoriza a la burocracia y en considerar que el legado socialista no ha sido extirpado del universo popular. Señala que esa tradición sobrevive en amplios segmentos de la sociedad y constituye el cimiento de una reconstrucción revolucionaria, en choque con los sectores enriquecidos que controlan el poder.
Este enfoque contrasta con la presentación oficial del país, como un modelo de socialismo de mercado. Con esa mirada no se puede explicar la creciente desigualdad y los enormes privilegios que han consolidado los grupos acaudalados.
La tesis de una restauración no finalizada diverge también con otros enfoques, que remarcan la preeminencia de un capitalismo burocrático o managerial. Este debate no queda zanjado con la evaluación del grado de privatización imperante. La naturaleza de un régimen involucra definiciones políticas y sociales, tan o más relevantes que los indicadores de la economía. La visión de una consolidación capitalista plena presupone un discutible escenario de aplastamiento de las luchas, desmoralización política e irrelevancia del proyecto socialista.
Las caracterizaciones de China son también determinantes de las distintas miradas que prevalecen en la izquierda latinoamericana. Salta a la vista la enorme incidencia que ha logrado la nueva potencia en la región. Su llegada como adquiriente de insumos y explotador de recursos naturales ha trastocado todos los datos de la región. Hay tres interpretaciones de ese proceso.
Los teóricos de la nueva colonización, asemejan la presencia de China a todos los imperios que esquilmaron la región en las últimas cinco centurias. Remarcan la confiscación del excedente a través del comercio desigual, el extractivismo y la sumisión financiera. En el polo opuesto, se ubican los pensadores que elogian la colaboración de la nueva potencia con el desarrollo latinoamericano. En este caso subrayan sus contribuciones al despegue de la infraestructura y su respeto de la soberanía.
Una tercera actitud evita la simple denuncia o la injustificada ingenuidad. Destaca la potencial conveniencia de una asociación latinoamericana con China, para contrapesar la dominación imperial estadounidense. Pero también recuerda que esa posibilidad depende de una política regional coordinada. Esa estrategia (que no ha despuntado hasta ahora) presupondría evitar tanto la idealización de China, como su equiparación con el imperialismo estadounidense.
EL NUEVO IMPERIALISMO
El imperialismo es otra noción indispensable para comprender las tensiones entre Estados Unidos y China. Recuerda la enorme gravitación del uso de la fuerza en las relaciones internacionales, en contraposición a las evaluaciones centradas exclusivamente en la hegemonía. Esa segunda óptica asigna a la ideología o al consentimiento una incidencia equivalente a la coerción, omitiendo que el poder militar define los predominios a nivel global.
La unipolaridad o la multipolaridad son también nociones relevantes, pero sólo complementarias de esa influencia bélica. Aluden a un cambiante mosaico de relaciones de fuerza internacionales que se apoya en el cimiento bélico.
No sólo en América Latina se corrobora el enorme peso de la coerción. En las últimas décadas, esa gravitación ha sido muy impactante en Medio Oriente y África. No hay forma de comprender los sucesos de la periferia si se soslaya la opresión imperial.
Pero conviene registrar también, cómo las características del imperialismo se modificaron en la posguerra y adoptan modalidades más novedosas en la actualidad. Estos cambios motivan grandes controversias.
Los partidarios de actualizar la tesis clásica postulan la preeminencia del capital financiero y establecen conexiones forzadas de ese rentismo con la dinámica imperial. También subrayan la invariable persistencia de la vieja brecha centro-periferia, sin notar el nuevo escenario de estamentos más variados. Su pronóstico de reiteración de los conflictos interimperialistas, pasa por alto la evidente ausencia actual de esos choques bélicos entre potencias tradicionales.
La tesis opuesta del imperio global, estima que se han forjado clases y estados transnacionalizados por la extensión de la mundialización económica, a todas las esferas de la sociedad. Pero con ese razonamiento transforma procesos seculares en mutaciones instantáneas y omite que la ofensiva del capital contra el trabajo se consuma a escala nacional. Además, no logra percibir la nueva rivalidad geopolítica que introduce China y desconoce la continuada centralidad y autonomía de los estados nacionales.
Otra vertiente de análisis del imperialismo actual resalta la sostenida preponderancia de Estados Unidos en la reproducción global del capitalismo. Remarca ese papel preeminente y singular de la primera potencia. Pero extiende indefinidamente la perdurabilidad de ese comando, sin notar el retroceso de un imperio que pierde padrinazgo, afronta fracasos militares y sufre el desafío chino. Tampoco registra que la sociedad de Washington con sus viejos rivales, no equivale a la simple absorción o al puro sometimiento.
Finalmente existe una teoría del nuevo imperialismo, que asigna a cada etapa del capitalismo una modalidad diferenciada de funcionamiento imperial. Conecta la vigencia de nuevas asociaciones económicas internacionales, con la irrupción de formas de imperialismo colectivo. También relaciona esa configuración, con la nueva dinámica de crisis generadas por la sobreproducción global itinerante.
Las polémicas de esta última visión con el enfoque clásico han puesto de relieve cómo se han diversificado las transferencias mundiales de valor, que facilitaron el ascenso mayúsculo de China. Ese despunte desmiente el tratamiento de la nueva potencia como un integrante más del “Sur Global”. La expansión del gigante asiático también cuestiona la idea de una simple repetición del viejo esquema de polarización mundial. No basta con observar el aumento de la explotación que caracteriza al capitalismo actual. Hay que captar también quién se apropia del nuevo flujo de plusvalía.
Los criterios sugeridos por el nuevo imperialismo para indagar la etapa en curso, facilitan la percepción de cuatro cambios en la estratificación global. En primer lugar hay una crisis en el bloque transaltántico, que redefine las relaciones internas entre el imperialismo dominante y sus socios, apéndices o coimperios. En segundo término hay un ascenso de segmentos intermedios, que se clarifica distinguiendo el perfil económico de las semiperiferias y la singularidad geopolítica de los subimperios. La tercera mutación, destaca que el imperio en formación en China se diferencia cualitativamente de otras potencias en ascenso. Finalmente, hay una reconfiguración de las diversas modalidades de la dependencia en toda la periferia.
¿DOS LÓGICAS O UNA CONTRADICCIÓN?
La reestructuración del escenario imperial está signada por una aguda contradicción, que opone la expansión global de la economía con la persistencia de los estados y las clases dominantes nacionales. El primer proceso condiciona el segundo, sin alterar su autonomía, en un marco de significativa ausencia de correlaciones directas entre los contextos económicos y geopolíticos.
Esa disonancia subyace en todos los desequilibrios de la etapa actual. No son tensiones propias de la economía globalizada, sino conflictos derivados del divorcio creado por una mundialización de la economía, en el continuado marco de fronteras, políticas y modelos de acumulación nacionales.
El capitalismo se expande a una escala planetaria, pero en un disruptivo escenario de estructuras nacionales. Ese choque siempre afectó al sistema, pero presenta en la actualidad una escala inédita. Gran parte de los procesos de fabricación han sido globalizados, en áreas comerciales multinacionales y circuitos bancarios planetarios. Pero esos flujos son administrados por presidentes, gobiernos y funcionarios de los estados nacionales.
Es muy difícil comprender el escenario actual prescindiendo de esa contradicción. A veces se ignora el problema desconsiderando el primer componente (mundialización de la economía) y en otras ocasiones omitiendo el segundo (persistencia de estados y clases dominantes nacionales). Desde ópticas antitéticas se desconoce esa nueva discordancia del capitalismo.
Los desaciertos provienen de un exceso (o carencia) de valoración del peso de la economía en el universo político. La mirada economicista supone una automática traslación de las transformaciones ocurridas en la acumulación capitalista, al orden social o estatal. La visión opuesta concibe una dinámica de total independencia de ambos sectores o una supremacía del segundo campo. El choque entre un proceso de mundialización subyacente sin correspondencia en los estados y clases es ignorado en las dos posturas.
Estas dificultades se verifican en algunas caracterizaciones de la etapa actual, como un proceso resultante de lógicas económicas y geopolíticas distintas, a las imperantes en períodos anteriores. Exploran esas singularidades sin registrar la preeminencia de una contradicción rectora, derivada de la obstrucción que afronta una esfera para extenderse a las restantes. Muchas evaluaciones comparativas de los “ciclos sistémicos de acumulación” comparten esa severa limitación metodológica.
Las mismas dificultades se verifican en los enfoques normativos, que intentan dirimir el perfil de la etapa contraponiendo modelos deseables (economía de mercado y convivencia internacional) y objetables (acumulación depredadora y virulencia expansiva). La vara moral reemplaza en estos casos el diagnóstico objetivo de la dinámica del capitalismo.
En este terreno conviene recordar la utilidad de ciertos principios del materialismo histórico, que restringen la preeminencia del capitalismo a las últimas dos (o tres) centurias y asignan a la economía una gravitación condicionante del desenvolvimiento de otros ámbitos.
FORMACIONES INTERMEDIAS
La nueva configuración global no está sólo signada por cambios en las relaciones entre potencias. También incluye importantes despuntes de las formaciones intermedias. Ese tipo de países aglutina a las economías semiperiféricas que presentan una inserción internacional y un nivel de desarrollo medios. Con ese concepto se pueden distinguir grados de distanciamiento de los países centrales. La brecha que separa a Corea del Sur y Mozambique de las metrópolis es tan significativa, que torna indispensable el uso de alguna categoría diferenciada de la vieja periferia.
La noción de subimperialismo también alude a esos países situados en la franja media, pero realzando el orden geopolítico-militar. Incluye a las sub-potencias regionales con capacidad de acción bélica, que cumplen un doble rol de gendarmes asociados y autónomos de los imperios centrales. La pertenencia a ese grupo implica el uso explícito de la fuerza.
Estas nociones aportan criterios para evaluar el orden global desde ópticas complementarias. El status de las distintas economías queda determinado por su lugar en la división global del trabajo (central, semiperiferia, periferia). La gravitación geopolítico-militar está definida, en cambio, por el rango mundial o regional de esa acción (potencias imperiales, subimperios, imperios en gestación).
Como no hay correspondencia directa entre ambos órdenes existen muchas combinaciones de los dos planos. En la franja intermedia hay semiperiferias sin proyección imperial (Corea del Sur) y subimperios con dudoso status semperiférico (en Medio Oriente). Esta clasificación permite superar las evaluaciones meramente coyunturales y contribuye a dimensionar la escala de cada conflicto en juego.
Las disputas verticales (imperio consolidado versus imperio en formación) son estratégicas, los conflictos intermedios (con o entre subimperios) son regionalmente acotados y los choques horizontales entre socios, involucran pugnas menores (aliados de una misma configuración imperial).
Estas caracterizaciones son también útiles para comprender el rol de los nuevos bloques a escala mundial. El conglomerado de los BRICS reúne varias formaciones intermedias y los denominados emergentes tipifican a las semiperiferias ascendentes en el ranking global.
La presencia de estas formaciones intermedias es frecuentemente desconocida, por las concepciones que sólo actualizan la teoría clásica del imperialismo. Razonan con criterios de simple polarización mundial y se limitan a registrar el papel de los imperios dominantes y las periferias dependientes.
La mirada transnacional comparte la misma omisión por otras razones. Como supone que el grueso de las clases dominantes y estados ha quedado enlazado en asociaciones comunes, desconsidera el lugar que ocupa cada formación en la jerarquía global.
La visión auspiciada por el nuevo imperialismo percibe mejor los cambios en curso y nota el significativo rol de los países intermedios. En sus polémicas con la tesis clásica ha salido a flote este registro.
El esclarecimiento de las formaciones intermedias contribuye a evaluar la realidad latinoamericana. Esta región incluye economías de envergadura tan disímil, que ha perdido sentido su exclusiva clasificación como subdesarrollados o dependientes. Dentro de ese status, las semiperiferias de Brasil o México mantienen una distancia mayúscula con las periferias de Haití o El Salvador.
Estas significativas brechas son omitidas por las miradas que mantienen sin ningún cambio, las viejas nociones de país colonial o semicolonial. Un problema mayor afronta el enfoque que ubica a todas las burguesías de la región, en el mismo casillero transnacional. Intuye acertadamente que la vieja burguesía nacional centrada en el mercado interno ha perdido peso, pero no observa su reemplazo por burguesías locales, con intereses propios muy alejados de la disolución transnacional.
La noción de subimperialismo surgió en la región hace varias décadas, para caracterizar la expansión económica externa y el protagonismo geopolítico-militar de Brasil. Fue un concepto polémico con el economicismo y opuesto a los razonamientos centrados en la pura ambición de poder.
Pero Brasil no mantiene actualmente un papel subimperial activo, comparable al exhibido por Turquía (en Medio Oriente) o India (en el Sur de Asia). No se justifica por lo tanto su inclusión ese segmento. Esta mutación ilustra el status cambiante de una categoría sujeta a periódicas reconsideraciones.
SINGULARIDAD DEL NEOLIBERALISMO
El neoliberalismo es una característica clave del período, que ha sido definido de incontables maneras. Frecuentemente se divorcia el concepto de sus pilares capitalistas, olvidando que no existe una dinámica neoliberal en sí misma. El fenómeno sólo existe en conexión con la nueva etapa del sistema.
Las interpretaciones vagas han conducido también a una reacción opuesta, que propicia el abandono del término neoliberal, para evaluar sólo distintos modelos capitalistas. Pero esa simplificación imposibilita el estudio del periodo actual.
Una definición adecuada y al mismo tiempo restringida del neoliberalismo debe resaltar sus tres dimensiones. Es un proyecto de ofensiva del capital para demoler las conquistas de los trabajadores, es un modelo económico de privatización, libre-comercio y desregulación laboral y es una ideología de justificación de las agresiones patronales.
Otra definición más ampliada incluye todas las modificaciones del período (globalización, revolución digital, precarización, financiarización). Pero con esa elasticidad, el neoliberalismo queda identificado con la etapa y se diluyen sus propias especificidades.
El tercer componente del neoliberalismo (ideología) ha cumplido un papel central en el reforzamiento de las clases dominantes. Difunde creencias que legitiman los intereses de los poderosos y facilita la ampliación de las desigualdades. Mistifica la empresa, como un ámbito libertario de realización de los emprendedores y presenta a la globalización, como un área de consumación del mercado neoclásico perfecto. Estos mensajes contienen ingredientes racionales, pero propagan todos engaños que utiliza el liberalismo económico, para encubrir la práctica política autoritaria de sus impulsores.
La ideología neoliberal tuvo una fase inicial thatcherista de pura confrontación y un segundo momento social-liberal más persuasivo. La tercera instancia emergió con la crisis del 2008, bajo el impacto de un rescate estatal de los bancos, que desmintió todos los pilares de esa concepción. La fase en curso de pos-verdad, pragmatismo y cinismo, socava la propia función básica de cualquier ideología como estructura de creencias. Rehabilita además una dimensión coercitiva, que deteriora el consentimiento requerido para asegurar la continuidad del sistema.
Existe una tesis que remarca la gran penetración de la ideología neoliberal. Subraya la expansión del consumismo, la extensión de la alienación, la privatización de la vida cotidiana y la financiarización de las actividades hogareñas. Esta mirada señala que el fetichismo está inmerso en la estructura del capital y se reproduce objetivamente penetrando a todos los grupos sociales. Objeta la idea de un privilegio cognitivo del proletariado para el registro de la realidad.
La visión opuesta también reconoce la gran influencia alcanzada por esa ideología, pero considera que su asimilación entre los oprimidos ha sido muy limitada. El gran cuestionamiento reciente del globalismo neoliberal aporta indicios a favor de este segundo diagnóstico. El fuerte ascenso de ideologías derechistas antiliberales confirmaría el acotado impacto de esa concepción entre las mayorías populares.
El predominio de la modalidad neoliberal anglosajona ha sido tan significativo, que todo el fenómeno ha quedado identificado con esa vertiente. Pero el ordoliberalismo germano -que combina gravitación mercantil con protagonismo estatal- es igualmente representativo de ese proyecto. Existen, además, variedades escandinavas o periféricas y son numerosas versiones de implementación de esa orientación. Las políticas de gradualismo o shock constituyen las opciones prácticas más conocidas.
La caracterización del neoliberalismo no sólo debe facilitar la comprensión de esas distintas variantes. También debe esclarecer la presencia de los cursos distanciados de ese esquema.
Aplicando la definición restringida (con sus tres componentes nodales) resulta por ejemplo visible, la lejanía de China del molde neoliberal. En ese país no ha primado la destrucción de conquistas populares, prevalece un férreo control estatal del mercado y una ideología oficial que no idealiza al capitalismo. El registro de estas diferencias, permite también notar, hasta qué punto el neoliberalismo no es un concepto sintético del período actual. El protagonismo chino queda excluido, cuando el neoliberalismo es interpretado como la norma rectora de la época.
Otro inconveniente de esa identificación aparece en la clasificación de los nuevos modelos enemistados con la retórica neoliberal. No parece muy sensato encasillar a Trump, el Brexit o la derecha europea en el genérico estamento del neoliberalismo. Esos procesos introducen correcciones reaccionarias a la misma etapa del capitalismo (retroliberalismo).
CONTRAPUNTOS ESCLARECEDORES
América Latina ha sido decisiva para clarificar el sentido del neoliberalismo. Consumó la modalidad dependiente y periférica de ese modelo, con políticas extremas de desregulación financiera, apertura comercial y flexibilización laboral. Todas las fantasías del esquema neoclásico de ventajas comparativas fueron ensayadas en la región, provocando un inédito despilfarro de la renta.
El neoliberalismo empezó en América Latina con antelación al resto del mundo y agravó la indefensión de la región. Ese desamparo ha salido a flote en la actual reestructuración del mosaico global, que genera la confrontación comercial entre Estados Unidos y China.
El neoliberalismo zombie de América Latina no sólo navega en un desconcierto por arriba. Desde el estallido de la sublevación chilena también afronta un gran desafío por abajo. Esa rebelión demuele todos los mitos del paradigma neoliberal más ensalzado de la región.
El ciclo progresista sudamericano contribuyó -más que cualquier otra experiencia internacional- a clarificar el sentido neoliberalismo. Introdujo un serio distanciamiento de ese molde. No llegó a erigir esquemas de superación pos-liberal, pero cuestionó los cursos precedentes. Generó también ensayos alternativos, que fueron removidos o interrumpidos por la restauración conservadora.
En América Latina se verificaron varios modelos neo-desarrollistas y social-desarrollistas distanciados del patrón neoliberal. En el primer caso (Argentina, Brasil, Ecuador) se intentó capturar parcialmente la renta, con políticas heterodoxas de regulación estatal y alianzas con el agro-negocio. Hubo mejoras sociales, mayor consumo y cierto crecimiento. Pero esos avances se disiparon frente a la adversidad económica internacional. Las políticas implementadas se frustraron por la renuncia a introducir los cambios requeridos para superar la dependencia.
Los esquemas social-desarrollistas incluyeron la nacionalización de los recursos naturales y una mayor redistribución del ingreso. En Venezuela, la guerra económica, el cerco exterior y el sabotaje interno fueron agravados por un desmanejo interno, que precipitó una descapitalización mayúscula. La renta petrolera -inicialmente canalizada hacia programas asistenciales- no fue utilizada para gestar una economía productiva.
Por el contrario, en Bolivia se logró retener y reinvertir el grueso de la renta. Esa estrategia permitió crear puestos de trabajo, ahorrar divisas, aumentar el consumo, reducir la pobreza y desdolarizar la economía. El contraste con el caso venezolano ratifica la variedad de experiencias latinoamericanas antiliberales. Esa multiplicidad aporta una brújula para evaluar por contraste, cuáles son las características efectivas de la política, el modelo y la ideología neoliberal.
LA NUEVA DERECHA
La canalización derechista del rechazo al neoliberalismo es un dato muy relevante del escenario actual. Expresa un renacimiento del nacionalismo regresivo y de las modalidades más xenófobas del soberanismo. También retrata la anomia que generó el neoliberalismo, al deteriorar las mediaciones que proveían las estructuras políticas tradicionales. El nuevo fenómeno converge con el renacimiento de las religiones y el repliegue identitario.
La hostilidad contra los inmigrantes es la principal bandera de las corrientes reaccionarias. A pesar de la reducida gravitación demográfica de los extranjeros se demanda su drástica penalización. Hay campañas contra las minorías desprotegidas, que afectan especialmente al mundo musulmán y una virulenta islamofobia, que reemplaza al viejo antisemitismo. Esa oleada también empalma con corrientes neo-patriarcales, que rechazan los nuevos derechos de la mujer. Están enfadados con los éxitos logrados por el feminismo, en la traumática reestructuración actual de las familias.
Europa es el principal epicentro de los movimientos derechistas. Canalizan el generalizado malestar con las políticas de ajuste, en una región que no logra alumbrar la ansiada identidad europea. Pero todas las vertientes de ese nacionalismo comparten una atadura a la continuidad del euro, que contradice sus mensajes de recuperación soberana.
Inglaterra ha sido justamente la excepción con el Brexit por esa falta de encadenamiento al euro, en un país con mayor tradición de autonomía imperial. El contrapunto más significativo se verifica en Estados Unidos. Allí la derecha capturó uno de los partidos dominantes y ha puesto en marcha un programa de recuperación de la dominación global.
La interpretación corriente del ascenso derechista como una manifestación de populismo es particularmente confusa. El neoliberalismo utiliza ese estigma para relegitimarse, enarbolando un impreciso concepto que cuestiona los liderazgos no republicanos. También pretende contraponer la malicia de las elites con la benevolencia de los pueblos. Pero el papel objetivo de las clases sociales queda invariablemente sustituido por una multiplicidad de sujetos, con identidades contingentes y discursos emitidos sin ningún amarre socioeconómico.
Para contrarrestar esas inconsistencias conviene retomar la tradicional divergencia entre la derecha y la izquierda. Esa diferencia aporta un principio orientador del análisis político, que contrasta dinámicas compatibles con la igualdad con procesos favorables a los capitalistas. Con esa distinción se pueden conectar las diferencias políticas en pugna con los intereses sociales en disputa.
Los liberales suelen asociar a la derecha actual con el fascismo, señalando semejanzas discursivas. Pero la fascistización es un proceso determinado por la práctica de la violencia. Requiere una base de masas, un nítido liderazgo, enemigos sociales definidos y un cambio sustancial del régimen político. Habitualmente se magnifica su relevancia para justificar el apoyo a los partidos conservadores.
El fascismo clásico irrumpió en el pasado frente a la amenaza revolucionaria, en un escenario de guerras interimperialistas. Unificó a las clases dominantes en una red de ideologías contrapuestas con la Ilustración. Ese contexto no se verifica en la actualidad, pero podría reaparecer frente a un agravamiento sustancial de la crisis. El protofascismo anticipa esa posibilidad y el neo-fascismo lo prepara en el marco institucional. Es un error circunscribir el fenómeno a la entre-guerra, suponiendo que sólo aparece como reacción al fantasma del comunismo. Lo más peligroso es naturalizar su avance, ignorando la capacidad que exhibe la ultraderecha para imponer la agenda política.
EXPONENTES REGIONALES
En el caso latinoamericano, el auge de la derecha es un proceso más reciente. Opera como pilar de la restauración conservadora y la acción golpista. Comparte con la oleada internacional marrón el autoritarismo y la intolerancia, pero con más diferencias que semejanzas. En lugar de canalizar el descontento con el neoliberalismo (que se observa en Estados Unidos y Europa) expresa una respuesta reaccionaria al ciclo progresista. Por eso asume la modalidad clásica de mensajes enfurecidos contra la izquierda.
Las principales vertientes ultraderechistas en la región confrontan más con la delincuencia que con la inmigración. Despliegan su demagogia punitiva frente a la violencia social. Cuentan con el amparo de los medios, para propagar una crítica hipócrita a la corrupción. Se han reinventado con ese sostén y utilizan descaradamente la intriga, en el opaco universo de las redes sociales.
Los derechistas de América Latina cuentan también con una cobertura religioso-financiera de los evangelistas, que ha colocado a la Iglesia Católica a la defensiva. Incentivan formas de violencia para-oficial y apuntalan el golpismo, mediante conductas que desmienten la ilusoria expectativa en el surgimiento de una “derecha modernizada”.
A diferencia de sus pares de Estados Unidos y Europa, la derecha regional defiende un neoliberalismo económico explícito. Promueve ese programa en oposición a su propia tradición desarrollista, retomando a pleno el servilismo al imperialismo yanqui.
En Bolivia, hubo una explícita irrupción de fascistas durante el reciente golpe de estado. Sus bandas exhibieron una impronta racista contra los indios, que fue muy celebrada por la clase dominante. En Venezuela, los derechistas coquetean con el fascismo en su enceguecido propósito de enterrar al chavismo. Actúan bajo las órdenes de la CIA y propician todos los complots imaginables.
Bolsonaro es el mayor emblema de la ultraderecha regional. Incuba todos los rasgos potenciales del fascismo, pero con un proyecto de escasa viabilidad inmediata. No logró el liderazgo entre sus pares, ni impuso el aplastamiento de la resistencia popular requerido para perpetrar esa aventura. En Argentina, la derecha despuntó contra el kirchnerismo, pero quedó muy deteriorada por los fracasos de Macri. No tiene sostén militar, ni apoyo social significativo.
La tipificación de los procesos derechistas latinoamericanos en términos de populismo es más imprecisa que en otras partes del mundo. En esta región el concepto tenía un significado histórico de mejoras sociales, democratización o soberanía, que se ha disuelto por completo. Con el mismo mote de populismo se alude en la actualidad a procesos tan variados como contrapuestos.
Otro debate que ha resurgido es la caracterización del fascismo. Una vieja tesis niega la posibilidad de su presencia en América Latina. Sostiene que esa modalidad política es imposible en la periferia, desconociendo las distintas formas que asumió el fascismo dependiente. Esa variante tuvo su apogeo en la guerra fría y no en los años 30 y alcanzó gran incidencia con el pinochetismo y el uribismo. Otros pensadores suelen sustituir el concepto de fascismo por una acepción más genérica y confusa del bonapartismo.
La confusión de los liberales es mayor. Suelen observar vetas de fascismo en cualquier proyecto nacionalista, desarrollista o popular. El mismo mareo afecta a los intelectuales que identifican el fascismo con el extractivismo o la violencia machista.
La derecha latinoamericana es muy agresiva, pero no ha implementado el nivel de violencia fascista que se instrumentó en el mundo árabe. Allí el yihadismo emergió para aplastar el intento la democratización que se ensayó con la Primavera. Ese teofascismo confirmó que no debe existir una amenaza de la izquierda, para que aparezca una reacción sanguinaria.
La lucha antifascista presenta en el caso latinoamericano una nítida tónica antiimperialista. Converge plenamente con la resistencia al intento estadounidense de confiscar las riquezas naturales. Esa batalla también confronta con el golpismo que retomaron las clases dominantes. La prioridad inmediata en esas asonadas no es el fascismo, sino la proscripción de los líderes progresistas y el control pleno de los gobiernos.
Para frenar esa escalada resulta indispensable impedir la gestación de procesos derechistas dentro del propio campo progresista. Los poderosos suelen recuperan los gobiernos porque nunca perdieron el poder. Preparan su venganza, aprovechando la ausencia de radicalidad de los proyectos populares.
Venezuela ha demostrado que la batalla en las calles permite contener esa acción derechista, si se recurre a respuestas de la misma escala. Esa intervención (junto a la acción política en el ejército) es la clave para impedir la repetición de lo ocurrido en Bolivia.
LA DINÁMICA DE LA LUCHA SOCIAL
Si el eje del período ha sido la ofensiva neoliberal contra las conquistas populares, resulta indispensable evaluar el resultado de esa confrontación, para completar la caracterización de la etapa. Sin ese diagnóstico quedan omitidos los principales determinantes sociales del período. Pero ese análisis del estado de la lucha de clases debe sustentarse en alguna teoría específica.
Esa concepción tiene que explicar la lógica e intensidad cambiante de la resistencia popular. Un punto de partida de esa evaluación es la tesis marxista que interpreta la historia de la humanidad, como una secuencia definida por la lucha de clases.
Algunas teorías proponen conceptualizar las distintas oleadas de protestas, como ciclos diferenciados por su belicosidad. Distinguen adecuadamente la pujanza combativa de esas acciones de su nivel de conciencia política, remarcando la ausencia de estrictas correlaciones. Resaltan la gran dependencia de ese último componente de las tradiciones y tipos de militancia vigentes en cada país.
Pero algunas variantes de ese enfoque, intentan establecer también una conexión forzada de la lucha popular con el sentido ascendente o descendente de las ondas largas. En este terreno, el desarrollo desigual y combinado ofrece pistas analíticas más fructíferas.
El análisis de la lucha de clases de las últimas cuatro décadas debe contemplar el resultado adverso que produjo la implosión de la URSS. Ese desmoronamiento generó una crisis de credibilidad en el proyecto socialista, que permitió la inédita expansión de la ideología neoliberal. Pero ese impacto fue especialmente significativo para la generación formada en la expectativa de superar al capitalismo, mediante una expansión del bloque socialista. Esa tradición perdió peso en un nuevo milenio signado por otro tipo de esperanzas.
En todo el período el repliegue de las luchas sociales estuvo también determinado por la reestructuración del universo laboral, que impuso la flexibilización laboral, la precarización y el deterioro de las conquistas sociales. Ha prevalecido un dramático debilitamiento de los sindicatos y una pérdida de influencia de los partidos tradicionales de la izquierda. Esas adversidades fueron especialmente significativas en Europa, que durante dos siglos ocupó un lugar de referencia en el pensamiento y en la acción de los socialistas.
La dinámica más reciente de la lucha popular quedó definida por el resultado de las protestas, que sucedieron a la crisis del 2008. Las significativas reacciones de inicio (movimientos en Europa, Ocupar Wall Street) no prosperaron, ni gestaron un canal perdurable de resistencia. Por esa razón gran parte del descontento fue capturado por la derecha.
Ese desenlace condujo a ciertas caracterizaciones del período como una etapa reaccionaria. Esta evaluación es muy controvertible observando la magnitud de las confrontaciones. En la mayoría de los casos no ha predominado el aplastamiento físico de los trabajadores, que singulariza a una era contrarrevolucionaria. Más bien ha prevalecido la angustia del desempleo, la humillación de la flexibilidad laboral, la desgracia de la pobreza o las bofetadas de la desigualdad.
En la enorme variedad de contextos regionales, América Latina sobresale por la referencia que aportó el ciclo progresista. En ese período la lucha popular fue muy significativa. Se desenvolvió a contramano de la adversidad neoliberal e incluyó grandes rebeliones y conquistas sociales. Ese proceso permitió recuperar tradiciones de la izquierda, en un marco internacional hostil a cualquier posicionamiento radical.
También en el mundo árabe se verificó un curso político articulado en torno a la Primavera. Pero ese proceso fue dramáticamente ahogado por golpes militares, desangres yihadistas y devastaciones imperiales Esa sangría se perpetró a través de guerras sectarias y provocó en un breve lapso muy breve, la total demolición de cuatro estados nacionales.
Las referencias ordenadoras de la lucha social que se han observado en Latinoamérica y el mundo árabe, no se extienden a Europa. Allí primó un debilitamiento de las tradiciones de resistencia, con picos de significativa ausencia de revueltas e insatisfacciones sólo canalizadas a través del voto. Pero el desemboque de ese proceso se mantiene irresuelto. La frustración generada por Syriza en Grecia, la indefinición de España y el laboratorio de Portugal convergen en el renacimiento de la protesta en Francia y el indeterminado impacto del Brexit inglés.
También en Estados Unidos los indicadores son contradictorios. La consolidación de una base derechista con Trump y el retroceso sindical coexisten con el gran predicamento de la izquierda. El socialismo millennial es la gran sorpresa del país.
El reducido conocimiento que impera en Occidente de las luchas sociales de Oriente, no impide registrar el enorme significado de las huelgas en China, la gran capacidad de acción democrática en Corea del Sur y la pujanza de las demandas en la India. Como la región asiática aglutina al nuevo proletariado del capitalismo contemporáneo, tiende a convertirse en el gran epicentro de la protesta obrera.
CONVERGENCIAS DE PROTESTAS
En un escenario internacional muy variado, el año 2019 estuvo signado por un giro ascendente de las movilizaciones callejeras. Por primera vez en mucho tiempo se observó una oleada convergente en diversos países.
América Latina ocupó nuevamente un lugar protagónico en esas revueltas. En plena restauración conservadora, llamó la atención la magnitud de la acción popular. En Chile, las movilizaciones para exigir el fin de Piñera y la convocatoria a una Asamblea Constituyente persistieron frente a una represión salvaje. En Ecuador, el movimiento indígena impuso la derogación de un ajuste del FMI. En Colombia, un nuevo sector urbano -con alto nivel de organización, centralidad de los sindicatos y nítidos programas- se sumó a la tradicional lucha campesina.
Pero además, por primera vez en la historia de Puerto Rico, un gobernador fue tumbado por la presión popular. En Haití, la enorme la marea de protestas no cedió contra los presidentes que malversaron fondos públicos. En Honduras, continuó la batalla contra el régimen brutal surgido del fraude, que transformó al país en un narcoestado.
El contrapunto de este alentador contexto de movilizaciones ha sido el golpe en Bolivia. La asonada se inscribió en una dramática secuencia regional de golpes institucionales. También en Brasil la gran victoria obtenida con liberación de Lula, no frenó la ofensiva social contra los trabajadores. Tampoco en Venezuela, la derrota de los golpistas erradicó las amenazas derechistas, en un marco de angustiante regresión económica.
En otros países han prevalecido coordenadas de otro tipo. En México, el triunfo popular en las urnas no resolvió el gravísimo problema de la violencia. En Argentina, una importante victoria en las urnas afronta el desafío de lidiar con la catástrofe económica. En Uruguay, la derecha reconquistó el gobierno por una diferencia mínima y se apresta a iniciar el mismo giro conservador que introdujo en El Salvador. En síntesis: en un escenario de gran disputa regional, la derecha responde a las movilizaciones populares con contragolpes del mismo alcance.
Pero lo más novedoso es la sintonía de esas batallas con la nueva oleada de protestas globales. Existen varias áreas de convergencias, que enlazan las demandas democráticas y sociales.
Lo más llamativo es el protagonismo común del joven trabajador precarizado, que se rebela al cabo de un largo periodo de retroceso de la clase obrera tradicional. No son sectores contrapuestos al proletariado, sino distintos segmentos de una clase trabajadora ampliada. Esa variedad de sujetos populares y ámbitos de resistencia, no son registrados por la tesis en boga de declive del proletariado. Tampoco son captados por las miradas dogmáticas, que omiten las importantes transformaciones consumadas en los conglomerados populares.
Otro campo de confluencia internacional es la primacía de la lucha callejera. Esa gravitación deriva del menor peso que exhiben los interlocutores capitalistas privados, en una fase de aguda violencia y desigualdad. En todas las latitudes, los medios de comunicación constatan la novedad de la protesta global. Pero la interpretan como una reacción frente a la corrupción o como una astuta manipulación de los políticos populistas. Suelen olvidar que las redes sociales no originan las revueltas.
La tónica de los movimientos fue anticipada por los piqueteros de Argentina y es expresada por los chalecos amarillos de Francia. También ha resurgido en el mundo árabe una nueva oleada que se expande por contagio, a partir de los éxitos conseguidos en Sudán, Argelia y el Líbano. En Europa, las protestas de Francia podrían modificar el tablero regional, si la extensión de las huelgas logra repetir el éxito de 1995.
En todas las revueltas se plantean reclamos nacionales. Los distintos estados son los principales referentes de esa negociación. La contundente contraposición de la década pasada entre foros mundiales (“Otro mundo es posible”) y dos globalizaciones (Porto Alegre versus Davos) ha sido sustituida por una agenda más nacional.
Pero ya existen dos movimientos muy dinámicos que actúan a escala mundial. El feminismo consiguió grandes éxitos y la batalla contra el cambio climático resurge en franca oposición al negacionismo. Estas movilizaciones aportan el cimiento potencial para retomar el internacionalismo.
El escenario actual está signado por un significativo retorno de la lucha de clases. Por el momento se verifica una secuencia de revueltas, sin el viejo alcance de las oleadas revolucionarias. Tampoco se observa un cariz político definido, pero ya se percibe el enorme potencial de las protestas para revertir el escenario neoliberal. Los intereses de la minoría capitalista chocan con los anhelos de la mayoría popular y el alineamiento derechista de los poderosos contrasta con las propuestas emancipadoras de la izquierda.
7-3-2020
Nota
1) Exposición resumida de los conceptos enunciados en el seminario El capitalismo contemporáneo (Facultad de Ciencias Sociales, IEALC, Universidad de Buenos Aires, julio-diciembre 2019). El desarrollo de cada tema, los autores discutidos, los audios y la bibliografía correspondiente están disponibles en ese ámbito. Está previsto el análisis detallado de cada tema anticipado, en una próxima secuencia de artículos.
Claudio Katz
Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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