Hereje del siglo XXI

05/03/2020
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Ha comenzado el circo judicial contra el creador de WikiLeaks, allá en la lejana y ultramarina provincia estadounidense de Gran Bretaña, específicamente en la ciudad que los romanos llamaron alguna vez Londinium. Si queremos ser aún más específicos, en las mazmorras de “Su Majestad” de Belmarsh y bajo la cálida luz de algunas antorchas.

 

Julian Assange, el perseguido político más importante de nuestros tiempos, ya se encuentra de cara al poder que lo quiere silenciar, que probablemente ya lo habría ejecutado de manera remota y sumaria si el costo para su alicaída imagen no fuera tan alto. Sin duda, los detractores de WikiLeaks en The New York Times encontrarían la forma de seguirle llamando “democracia” a la nación responsable de esa hipotética atrocidad (lo hacen de rutina).

 

El australiano –nacido en 1971 y padre de cuatro niños– fundó WikiLeaks en 2006 y desde ahí reveló verdades fundamentales para quienes valoran la democracia y el derecho ciudadano a conocer lo que el representante político hace con el poder; poder que esa misma ciudadanía le otorgó y que no le pertenece excepto sobre el cadáver de la democracia.

 

Todo lo que la prensa corporativa viene diciendo desde hace años sobre el carácter de Assange será registrado por la historia solamente como pie de página. Ahí abajo quedará escrito que las banalidades y subterfugios que propagaron los medios están más relacionados con sus propios sesgos –y compromiso con el poder– que con cualquier registro veraz de la obra del australiano y de WikiLeaks. También dirá que desviaron la atención del público del asunto fundamental: la libertad de expresión e información.

 

Exilio con acoso

 

La información de lo que sucedía en la embajada de Ecuador en Londres era transmitida a la CIA por los empleados de un exmilitar español llamado David Morales y su compañía de seguridad, Undercover Global, contratada por el gobierno de Ecuador. Luego, las fotos de Assange montando patineta en la embajada a torso desnudo eran filtradas a la misma prensa que antes publicó las revelaciones de WikiLeaks y hasta premió a Assange en multitud de ocasiones, solo para luego darle la espalda y juzgarlo de espía y violador prófugo. Ya hemos detallado en columnas pasadas cómo ambas acusaciones son falsas. Debido a las escuchas plantadas, Assange no tuvo privacidad para hablar con sus abogados ni para consultar a sus médicos; otra violación de sus derechos elementales.

 

Varios médicos y representantes de las Naciones Unidas dieron fe de su terrible deterioro físico y psicológico, luego de casi una década de persecución y exilio. Ahora, aquellos hablan de una alta posibilidad de suicidio si el australiano llegara a ser extraditado al país que practica la tortura en cárceles negras, donde un reciente caso notorio –Jeffrey Epstein– se “suicidó” bajo custodia y estricta vigilancia.

 

Algo que la historia sí registrará a toda página es que cuando aparecieron hombres y mujeres dispuestos a mirar a ese poder a la cara –como Snowden, Manning o Assange–, fue la prensa corporativa en descomposición la que anudó la mordaza colocada por las élites amenazadas por la transparencia.

 

Assange, como Manning o Snowden, le dijo a las potencias del primer mundo que no todos estamos dispuestos a formar parte de sociedades criminales, que no todos aceptamos ser los obedientes súbditos de élites psicopáticas y siempre impunes, ni compartimos el desprecio por el ser humano y el racismo de quienes –solo en este siglo– ya han causado la muerte de cientos de miles de habitantes del Medio Oriente, entre otros infiernos contemporáneos.

 

Pero el periodismo banal, que se entretiene reflexionando sobre cuántos gramos de papada serían aceptables en televisión, jamás asumirá ninguna responsabilidad con respecto al estado de nuestra sociedad. Su periodismo es “business”, otra chamba, otro rubro donde hacer carrera.

 

El año 2016 en la historia

 

Una parte significativa de los estadounidenses –y Occidente, en general– hizo un gran escándalo por la elección de Donald Trump. Un tipo abiertamente soberbio, misógino, racista y autoritario llegaba al poder en la democracia que durante décadas se había presentado como ejemplar.

 

En el mundo real, la elección de Trump significaba, sobre todo, que las miles de bombas que EE.UU. lanza cada año sobre varios países del tercer mundo ya no vendrían envueltas en la retórica “progre” de Barack Obama. Esa misma sociedad escandalizada apoyó masivamente a Hillary Clinton, quien intentó enarbolar la bandera del feminismo. La prensa le siguió el juego –junto con millones de desinformados ciudadanos “liberales"–; no importó el hecho de que la ex primera dama y Secretaria de Estado de Obama hubiera sido fundamental para llevar a cabo el desastre libio y el posterior conflicto sirio, que ha costado la vida de decenas de miles de mujeres y sus hijos.

 

La demócrata perdió. Pero qué útiles fueron los sucesos de 2016 para el establishment occidental, a pesar de la victoria de Trump. Le permitieron al gobierno estadounidense venderle al mundo la teoría de conspiración de “Russiagate”, según la cual Vladimir Putin hackeo a oficiales estadounidenses logrando –a través de esa y otras mañas– la proeza alucinante de colocar a uno de sus esbirros en la Casa Blanca. A este nivel de farsa hemos descendido gracias a sistemas educativos cada vez más deficientes. Si cree que exagero, lea un poco en internet sobre el dosier “Steele”, usado por el gobierno de EE.UU. como evidencia para sus investigaciones oficiales. Pero cuidado, está lleno de referencias a “duchas doradas” y orgías sin confirmar. Ahora, la inteligencia norteamericana está empezando a relacionar a Bernie Sanders con Rusia.

 

A partir de la teoría de conspiración libre de evidencias de Russiagate se expulsó a varios dignatarios rusos de suelo americano y se fomentó la enemistad entre Europa Occidental y Rusia, endureciendo las políticas contra ese país y atizando una rivalidad entre potencias nucleares que nadie desea, excepto las élites que viven de esa enemistad y que la necesitan para amedrentar a sus propias ciudadanías, obligándolas a ceder sus derechos y su privacidad en favor de una “seguridad” inexistente, destruida hace mucho por sus propias políticas de subversión internacional y asesinatos sumarios con drones.

 

Los sucesos de 2016 también le permitieron al gobierno de EE.UU. y a los de sus provincias europeas marcar a fuego, en el consciente colectivo, el concepto de “fake news”. En este caso, lo que la prensa tradicional le vendió al mundo fue la absurda idea de que las potencias occidentales, por ser “democráticas”, no hacen propaganda. Solo la practicarían la malvada Rusia y otros actores no alineados, de quienes siempre debemos esperar lo peor pues “odian la libertad”. Había que devolver a las masas al redil de la propaganda corporativa identificando a los medios alternativos, exentos de los sesgos y filtros del aparato corporativo de comunicación, con la desinformación y las “fake news”.

 

Así, la operación “noticias falsas” tuvo también unas consecuencias bastantes concretas: hoy se censura de manera rutinaria a medios alternativos en internet y las redes sociales, como viene denunciando, por ejemplo, la organización Article 19, por no mencionar a los mismos afectados y toda la prensa alternativa. Una vez instalado el mecanismo de censura, su uso se volvió previsiblemente arbitrario, una herramienta netamente política para silenciar disidentes que encontraron una vía de expresión con la llegada de internet. Pero varios estudios serios señalan que el fenómeno de las “noticias falsas” fue prácticamente irrelevante en las últimas elecciones presidenciales estadounidenses, no le dieron la victoria a Trump y, en muchos casos, eran arbitrariamente calificadas de falsas. Decir que son una “amenaza para la democracia” es pura propaganda.

 

Finalmente, los sucesos de 2016 le permitieron al establishment occidental acabar con WikiLeaks –desde hacía años, una piedra demasiado incómoda en la bota del poder–, al relacionarlo directamente con Rusia y su “intromisión”. Una parte bastante considerable de la prensa tradicional olió sangre y saltó de inmediato a la yugular de WikiLeaks. Los más pérfidos se cobraban su venganza: durante años, las filtraciones habían sugerido que la prensa tradicional no venía cumpliendo con su rol.

 

El juicio de extradición contra Assange comenzó con la parte acusadora leyendo las declaraciones condenatorias que The New York Times, El País, Der Spiegel, The Guardian y Le Monde, habían preparado contra el australiano y WikiLeaks. Aunque Tomás de Torquemada debe estar celebrándolo desde el infierno, no todo está perdido: algunos elementos sensatos de la prensa “mainstream” han reconocido la clara amenaza contra su oficio y entidades que muchas veces logran ser coaccionadas hacia el silencio por los gobiernos de ciertos países, como Amnistía Internacional, se han pronunciado con total claridad: “Estados Unidos y Reino Unido deben retirar los cargos y suspender la extradición de Julian Assange”.

 

La defensa de Assange ha recordado, durante el segundo día de este juicio político de extradición en ciernes (26 de febrero), que quien reveló nombres de informantes confidenciales, poniendo sus vidas en riesgo, no fue WikiLeaks sino el diario The Guardian, y específicamente sus periodistas Luke Harding y David Leigh, quienes usaron la contraseña de la versión original (no censurada) de los documentos filtrados por WikiLeaks –en un trabajo conjunto que realizó con The Guardian–, como título de uno de los capítulos de su obra “WikiLeaks y Assange” (2011, Guardian Books), ¡imagínese!

 

 

Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú), el viernes 28 de febrero de 2020.

 

https://www.alainet.org/de/node/205077?language=en
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