El derecho a morir de viejo en el territorio propio

21/06/2018
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San Andrés, provincia de Chimborazo, Ecuador
Foto: Helga Serrano N.
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Hace ya un tiempo, en una conversación con una vieja amiga y lideresa indígena en Colombia, ésta me decía que habría que empezar a reivindicar no solo el derecho a la vida digna, sino también el derecho a morir de viejo en el territorio propio. En ese momento, la frase pareció simplemente eso, un comentario ocurrente, pero sin mayor importancia en medio de la larga conversación que manteníamos. Hoy, pasado un tiempo, y pensando sobre diferentes noticias que en los últimos meses llenan portadas e informativos, esa reflexión vuelve con un sentido nuevo y me doy cuenta que quizás no sea la curiosidad que entonces pensé, que la carga de la misma es más profunda que eso que en aquel momento pareció tan inocente; hoy resulta que la frase está repleta de dura verdad aunque quizás no suficientemente entendida en su verdadera dimensión.

 

Posiblemente muchas personas, especialmente quienes, digámoslo así, tienen la vida resuelta, consideren que la frase en cuestión tiene un sobredimensionado dramatismo y la podrán entender como una exageración directamente pensada para llamar la atención cuando no hay motivos evidentes para ello. Pero seguro que a poco que nos paremos a pensar en ella, en un momento de tranquilidad y reflexión sincera, sentiremos la carga profunda que en este mundo encierra para cada vez más millones de personas.

 

Aunque no siempre y de hecho cada día hay más impedimentos, la posibilidad de morir de viejo o de vieja en el territorio que nos vio nacer, en el propio, supone en gran medida la certeza de haber podido desarrollar una vida digna en el mismo. La probabilidad de habernos relacionado socialmente, de haber querido y ser queridos por familia y amistades diversas, de haber estudiado y trabajado, de habernos pensado desde antepasados más o menos lejanos hasta las generaciones venideras que de alguna forma guardarán un poco de nosotras y de nosotros. Habremos, quizás, podido vivir sin violaciones serias a nuestros derechos fundamentales además de a la propia vida; habremos disfrutado de una identidad construida, en gran medida, desde la existencia misma de ese territorio donde nuestro pueblo habita desde hace mucho tiempo, sea este unos pocos siglos o algunos miles de años. Será también en ese espacio físico donde se use un idioma propio que nos ayuda a explicarnos el mundo que nos rodea y hasta el que está más allá de las estrellas e incluso de la vida misma. Será, en suma, donde se ha construido una cultura más en la diversidad enorme y maravillosa que es el planeta, pero que lo ha hecho desde un grupo humano asentado en la historia y en una realidad espacial concreta, ya se constituya ésta por grandes y pequeñas montañas o por frondosas selvas y bosques, por extensas y secas llanuras o por fríos y húmedos los valles que se encadenan hasta llegar al mar; ese será nuestro territorio propio.

 

Y además, ser parte de ese territorio implicará haber podido ejercer otros derechos como el que corresponde a definir la educación de las generaciones presentes y de las que llegarán pronto; una enseñanza propia, adaptada al mundo moderno en que vivimos pero que no renuncia a esa forma característica de explicarse de dónde venimos como personas y como pueblo diferenciado. Pero también encierra derechos como la posibilidad de seguir siendo dueñas del primer territorio que es el cuerpo de cada persona, para desde ahí ser igualmente dueñas del territorio como espacio total. Y con esto no nos referimos, respecto al segundo concepto, al sentido estricto y restringido de posesión, de propiedad privada sobre la tierra, sino a ese otro concepto mucho más amplio y rico que se refiere a la capacidad como pueblo de disfrutarlo en comunidad, de administrarlo y de acordar conjuntamente el modelo de desarrollo, de vida, que queremos para el mismo; ojalá sin explotación desenfrenada, sin destrucción salvaje a manos de quienes únicamente entienden la naturaleza como fuente de beneficios a cualquier precio, sin importar a quiénes y cuántos se perjudica con esa forma de actuación.

 

Precisamente esto último, la acción de empresas locales y transnacionales en busca ciega del máximo de beneficios y las políticas de desarrollo neoliberal y de incentivos a esas actuaciones de muchos gobiernos que, en demasiadas ocasiones, traen como consecuencia empobrecimientos y guerras, son algunas de las causas principales del empuje o arrastre de millones de personas fuera de su territorio. Hombres y mujeres a quienes se les roba la posibilidad de morir de viejos en el territorio propio. Porque cuando las opciones a una vida digna se eliminan por intereses económicos o políticos en la tierra donde la persona ha nacido, emigrar se convierte en obligación para asegurar la existencia de uno, e incluso la de quienes se quedan en esa tierra sin futuro que ahora recibirá, si es posible, las pequeñas remesas que quienes emigraron puedan enviar a familias y comunidades.

 

Y un rápido vistazo a grandes espacios en el mundo hoy, que ya no territorios pues no encierran sino pobreza, explotación y la falta de opciones a una vida digna, nos habla de esa imposibilidad para ejercer el derecho que la vieja lideresa colombiana aludía cuando hablaba de la triste necesidad de reivindicar la muerte de viejo en el territorio propio. Millones de personas en África, Oriente Próximo, América Latina, o grandes partes de Asia, se abocan a la emigración y el refugio lejos, aplastados por las políticas neoliberales que entregan países enteros a las transnacionales y élites corruptas para su explotación inmediata o tras largas guerras que agotan toda posibilidad de vida en los mismos. El Mediterráneo es hoy un camino con multitud de condenadas sendas y atajos que pretenden dar salida a la imposibilidad de la vida al otro lado del mismo, especialmente a partir de sus costas oriental y sur. Sendas que en demasiadas ocasiones concluyen en el fondo de dicho mar, conformando la mayor fosa común de la historia del planeta, o caminos que en otras ocasiones se estrellan contra muros y alambradas que Europa construye para permanecer segura, encerrada, en su territorio-fortaleza, presa de un miedo y psicosis interesada creada y alimentada por los poderes económicos, políticos y mediáticos que la dominan. Una Europa que no quiere recordar hoy que ella misma también ha emigrado constantemente a lo largo de siglos de historia en busca de una vida mejor que sus poblaciones no encontraban en su viejo territorio.

 

Porque como es fácil de entender casi nadie emigra por voluntad propia, y menos cuando el camino está plagado de peligros e incertidumbres, de ultrajes, vejaciones y violaciones, y cuando en la meta deseada las más de la veces no se encuentra sino incomprensión, persecución y desprecio. Recordar a nuestros padres y abuelos, que fueron empujados a refugiarse en otros territorios para huir de guerras, violencias y miseria. O pensar más cerca en el tiempo, en miles de jóvenes que recientemente también han tenido que emigrar por una crisis económica de la cual nunca tuvieron culpa pero de la que sufrieron las consecuencias de las políticas interesadas, erróneas y/o hipócritas de élites económicas y políticas. Élites que solo pensaban en lucrarse, en obtener, una vez más, el máximo de beneficios aunque fuera a costa de las grandes mayorías que se abocaban al paro, el desahucio o, la directa expulsión que supone la emigración para encontrar un futuro mejor lejos del territorio propio. Eso mismo que nos es fácil de entender si pensamos en algunas de las generaciones que nos han precedido o en gran parte de nuestra juventud es lo que viven sistemáticamente durante las últimas décadas millones de personas en el planeta a las que esté sistema dominante, el capitalismo neoliberal, las roba también el derecho a morir de viejo en el propio territorio.

 

2018/06/20

 

Jesús González Pazos

Miembro de Mugarik Gabe

 

 

https://www.alainet.org/de/node/193620
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