De la refrendación a la negociación política
- Opinión
El plebiscito del 2 de octubre volvió a demostrar las limitaciones del sistema político colombiano y de las garantías para la participación política. Ahora todo vuelve a la negociación entre dirigentes.
El primer dato que salta a la vista al analizar lo sucedido el pasado domingo en Colombia es la baja participación popular en el plebiscito. Sólo votó el 37% del padrón, confirmando en realidad una tendencia bastante antigua en la política colombiana. Alcanzaría con mencionar que la Asamblea Constituyente de 1991 se conformó luego de que sólo el 22% de los colombianos con derecho al voto fueran a elegir a sus representantes. Ningún presidente elegido desde 1978 años asumió el cargo tras una votación en la que llegara a participar el 55% de la población. En un país con más de seis millones de desplazados, una guerra interna de más de medio siglo, y especialmente una clara falta de protección hacia los derechos políticos de los ciudadanos, no es de extrañar que los colombianos se rehúsen a participar activamente de los comicios, inclusive si se trata de una votación trascendental como la del 2 de octubre. Este tema de hecho, ha sido ampliamente tratado en las negociaciones entre las FARC y el gobierno con el objetivo de garantizar los derechos políticos de participación de la ciudadanía a través de movimientos, sindicatos, partidos u organizaciones y medios comunitarios, en un trabajo sin precedentes en un tratado para la finalización de un conflicto armado.
Es justamente en el campo de la política, que la propuesta más innovadora, la del Sí a los acuerdos, se encontró con graves problemas para entusiasmar a la ciudadanía. Contrariamente a lo sucedido en las elecciones presidenciales de 2014, donde la dicotomía entre un proyecto de paz encabezado por Santos, y uno guerrerista representado por Zuluaga, era bien clara, en la campaña por el Sí ese contraste se diluyó. Y eso gracias a la iniciativa política del uribismo y su Centro Democrático. La derecha logró captar la atención de la población sustituyendo la antinomia guerra/paz, por la de impunidad/justicia.
La campaña por el No hizo hincapié en tres ejes fundamentales para lograr la victoria. El primero, la crítica al sistema de justicia transicional. El acuerdo prevé imponer la búsqueda de la verdad, la reparación y la paz, por encima de la aplicación del mero castigo a los culpables de crímenes sucedidos durante el conflicto. Así, a través de un complejo sistema jurídico temporario, se asegura la aplicación de penas para quienes hayan cometido crímenes de lesa humanidad, y se concede amnistía o se reduce la pena para quienes aporten información que ayude a esclarecer lo sucedido en la guerra que ensangrentó al país durante más de 50 años. Esta propuesta fue vista por uribistas, tradicionalistas, conservadores y católicos como una garantía de impunidad para los miembros de las FARC. Los partidarios del Sí se chocaron con un histórico rechazo en varios sectores de la sociedad colombiana hacia la dirigencia guerrillera, alimentada por años de campañas denigratorias y graves errores.
El segundo punto de tensión en los acuerdos tiene que ver con la participación política de los desmovilizados. Con la intención de garantizar la incorporación de los ex guerrilleros al proceso político colombiano, y evitar la repetición del alzamiento en armas de los sectores históricamente relegados de la vida institucional del país, el acuerdo prevé la asignación de un mínimo de curules en el congreso de la nación a los representantes del movimiento político surgido de la desmovilización de las FARC, hayan logrado o no esa representación en las urnas. Los detractores del acuerdo entendieron este punto como una suerte de “premio al delito”, que junto con “impunidad” y “rendición” se conformaron en consignas ganadoras de cara a un plebiscito como el del 2 de octubre. El tercer factor que utilizó la campaña por el No es el que el mismo Uribe definió como la constitucionalización del acuerdo.
Algunos de los puntos negociados, como el de las condiciones del agro colombiano, la participación política de los movimientos sociales, o el cambio de perspectiva en la lucha contra los cultivos ilícitos son, según esta tesis, temas que deben resolverse en el ámbito de una asamblea constituyente con pluralidad de voces, y no entre los negociadores de la insurgencia y el gobierno. De esta manera, los representantes de ambos bandos se habrían tomado atribuciones que no tenían para modificar reglas de juego sobre las cuales todos los demás debían poder opinar. Además, santos eligió como jefa de campaña a la ex ministra de educación Gina Parody, detestada por las iglesias cristianas del país a raíz de una serie de cartillas de educación a la diversidad sexual que elaboró su ministerio. El Sí, de esta manera, significaba también entregarle el futuro de Colombia a los destructores de la familia tradicional, defensores de guerrilleros y de la “ideología de género”.
Fue así que la posibilidad de la reconciliación, de una discusión política más plural y sin armas, y la revisión de la dominación a la que está sometido el campo colombiano, fueron ejes totalmente distorsionados por la derecha colombiana que logró, por pocos votos, que se impusiera su visión. La campaña por el Sí no logró la profundidad necesaria, no supo o no pudo explicar, convencer, estudiar a fondo esos acuerdos con su pueblo para garantizar la victoria de la paz en su país. Granó la superficialidad de las sentencias y los rencores, y por lo tanto, es necesario ahora rever aquellos aspectos que han motivado el rechazo a la propuesta. Pero ¿estarán todos los insurgentes dispuestos a aceptar un retroceso en las condiciones logradas tras cuatro años de duras negociaciones? Por ahora, la comandancia de las FARC asegura que sí, y el llamado a mantener el cese al fuego bilateral y definitivo en todo territorio colombiano refuerza esa idea. Hay que recordar, sin embargo, que uno de los principios más importantes de estos acuerdos durante la etapa de negociación era que “nada está acordado, hasta que todo esté acordado”, ligando cada punto de discusión en una unidad indisoluble e innegociable. El mismo Timpochenko aseguró que este acuerdo era inmodificable para ellos.
Pero, fue la propia decisión de las FARC de asegurar públicamente que, aún si hubiese ganado el No en el plebiscito, hubiesen mantenido los fusiles callados, la que quitó fuerza a la campaña para el Sí. Muchos pensaron que, si la guerra no iba a volver por votar que No al acuerdo, más valía renegociar los términos del mismo. Y ese es justamente el poder y la legitimidad que se encontró mágicamente entre sus manos el ex presidente Uribe. Con el plebiscito, logró lo que no pudo en las elecciones de 2014, cuando su delfín, Oscar Iván Zuluaga perdió frente al actual presidente Santos y las negociaciones de paz tomaron mayor impulso. Ahora el uribismo quiere participar activamente de la reescritura de los acuerdos y aplicar los “correctivos” necesarios, usando el térmico del mismo Uribe: Justicia institucional, pluralismo político sin premios al delito, y políticas sociales sin comprometer la propiedad privada.
El resultado del plebiscito es, por lo tanto, un resultado eminentemente político. Lo ha repetido con énfasis por estos días Enrique Santiago Romero, asesor jurídico de las FARC, al subrayar que el plebiscito no es vinculante ni tiene valor jurídico. A eso, se suma el hecho de que la Constitución colombiana en su artículo 22 reconoce que “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, de lo que se desprende que no puede estar sometido a refrendación. ¿Cómo sigue entonces esto? Con negociación política.
Las posibilidades que en este momento se están barajando son tres. La primera es la que más le conviene al uribismo, y es la de una mesa de negociación a tres patas entre el gobierno, los partidarios del No, y las FARC. Allí la derecha siente de poder imponer las modificaciones que pregonó en su campaña -y que Uribe repitió en su alocución en el Senado al día siguiente del plebiscito-, y poner al gobierno en la situación incómoda de buscar el beneplácito de las FARC para que luego los acuerdos modificados sean aprobados en el congreso. Se trata de la misma maniobra con la cual en 2006 el mismo Uribe logró modificar las condiciones impuestas a los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia, con cambios en el proyecto en el Congreso primero, y luego en la Corte Constitucional. Lo más probable, de prosperar hasta el final esta opción, es que de allí salga un acuerdo aguado, light, que ni el más entusiasta guerrilleros aceptaría de buen ánimo, reavivando así la fogata de la incomprensión.
La segunda opción es la renegociación de los puntos del acuerdo que según la oposición generan el mayor rechazo. Principalmente el de justicia transicional y reincorporación a la vida política de los desmovilizados. Este escenario parecería ser el que quiere tomar el gobierno, en una primera reacción instintiva. Santos ya dispuso todo para que las delegaciones de su gobierno y de las FARC retomen el diálogo en La Habana, con la incorporación de representantes del uribismo y la observación directa de la secretaría general de la ONU. Sin embargo, esto obligaría las FARC a mantener a más de 6000 combatientes armados a la espera por tiempo indeterminado en varias zonas de Colombia. Las escaramuzas con el ejército en los últimos años y el desgaste que conllevaría semejante acción ponen en riesgo esta posibilidad.
La última, la que más ilusiona a las FARC y a los movimientos sociales y partidos de izquierda colombianos, es la del llamado a una nueva asamblea constituyente. Este proyecto abriría la posibilidad, ya presentada en varias ocasiones, de que además de los representantes elegidos directamente por el voto popular, se integren representantes de sectores históricamente excluidos de la vida política colombiana a la redacción de una nueva carta magna, como campesinos, indígenas, sindicatos y las mismas FARC.
La insurgencia podría verse abrir la posibilidad de debatir temas vedados durante las negociaciones (el valor social de la propiedad privada, la explotación de los recursos naturales etc…) y ampliar el abanico de sus reivindicaciones. Los acuerdos asumirían entonces mayor jerarquía, y los debates mayor amplitud. Pero esta opción confirmaría, en última instancia, la pérdida de legitimidad del presidente Santos como líder e impulsor de la paz en Colombia, superado por las circunstancias y reducido a un actor más de la discusión. También abriría la posibilidad de un avance en sentido conservador sobre el cuerpo jurídico colombiano, poniendo en juego triunfos que algunos sectores sociales han conseguido con años de lucha (como el matrimonio igualitario, o avances en los derechos de las mujeres etc…)
El resultado del plebiscito colombiano complejiza entonces el panorama, pero a partir de la evidencia de un grave problema histórico en el país que es la falta de garantías para el ejercicio de los derechos políticos de la población. Está claro que la “pedagogía de la paz” falló, y que la campaña por el Sí se encalló en las trampas de las burocracias de los partidos en el gobierno. Sin embargo, el problema de fondo hay que buscarlo en esos millones de colombianos que no sólo no fueron a votar, sino que le temen a la discusión social y política, a la participación y el debate, porque corre riesgo su seguridad, porque temen fastidiar a algún poder, o para no perder lo poco que tienen. Las fuerzas progresistas y de izquierda, que hicieron de la participación popular su principal arma y discurso, se encontraron con los límites que ésta enfrenta cuando está cercenada durante décadas y siglos por los poderosos.
El gobierno liberal-conservador, confiado en que iba a pasar a la historia de su país apuñalando de muerte a la derecha tradicional que los cobijó y alimentó durante años, se encontró con un país que no quería entronizarlos. Y ahora, todo se debe resolver en el ámbito de la política, la negociación, el lobby y las salas de conferencia. Aquellos lugares adonde los patrones de estancia siempre fueron dueños.
El plebiscito del 2 de octubre volvió a demostrar las limitaciones del sistema político colombiano y de las garantías para la participación política. Ahora todo vuelve a la negociación entre dirigentes.
El primer dato que salta a la vista al analizar lo sucedido el pasado domingo en Colombia es la baja participación popular en el plebiscito. Sólo votó el 37% del padrón, confirmando en realidad una tendencia bastante antigua en la política colombiana. Alcanzaría con mencionar que la Asamblea Constituyente de 1991 se conformó luego de que sólo el 22% de los colombianos con derecho al voto fueran a elegir a sus representantes. Ningún presidente elegido desde 1978 años asumió el cargo tras una votación en la que llegara a participar el 55% de la población. En un país con más de seis millones de desplazados, una guerra interna de más de medio siglo, y especialmente una clara falta de protección hacia los derechos políticos de los ciudadanos, no es de extrañar que los colombianos se rehúsen a participar activamente de los comicios, inclusive si se trata de una votación trascendental como la del 2 de octubre. Este tema de hecho, ha sido ampliamente tratado en las negociaciones entre las FARC y el gobierno con el objetivo de garantizar los derechos políticos de participación de la ciudadanía a través de movimientos, sindicatos, partidos u organizaciones y medios comunitarios, en un trabajo sin precedentes en un tratado para la finalización de un conflicto armado.
Es justamente en el campo de la política, que la propuesta más innovadora, la del Sí a los acuerdos, se encontró con graves problemas para entusiasmar a la ciudadanía. Contrariamente a lo sucedido en las elecciones presidenciales de 2014, donde la dicotomía entre un proyecto de paz encabezado por Santos, y uno guerrerista representado por Zuluaga, era bien clara, en la campaña por el Sí ese contraste se diluyó. Y eso gracias a la iniciativa política del uribismo y su Centro Democrático. La derecha logró captar la atención de la población sustituyendo la antinomia guerra/paz, por la de impunidad/justicia.
La campaña por el No hizo hincapié en tres ejes fundamentales para lograr la victoria. El primero, la crítica al sistema de justicia transicional. El acuerdo prevé imponer la búsqueda de la verdad, la reparación y la paz, por encima de la aplicación del mero castigo a los culpables de crímenes sucedidos durante el conflicto. Así, a través de un complejo sistema jurídico temporario, se asegura la aplicación de penas para quienes hayan cometido crímenes de lesa humanidad, y se concede amnistía o se reduce la pena para quienes aporten información que ayude a esclarecer lo sucedido en la guerra que ensangrentó al país durante más de 50 años. Esta propuesta fue vista por uribistas, tradicionalistas, conservadores y católicos como una garantía de impunidad para los miembros de las FARC. Los partidarios del Sí se chocaron con un histórico rechazo en varios sectores de la sociedad colombiana hacia la dirigencia guerrillera, alimentada por años de campañas denigratorias y graves errores.
El segundo punto de tensión en los acuerdos tiene que ver con la participación política de los desmovilizados. Con la intención de garantizar la incorporación de los ex guerrilleros al proceso político colombiano, y evitar la repetición del alzamiento en armas de los sectores históricamente relegados de la vida institucional del país, el acuerdo prevé la asignación de un mínimo de curules en el congreso de la nación a los representantes del movimiento político surgido de la desmovilización de las FARC, hayan logrado o no esa representación en las urnas. Los detractores del acuerdo entendieron este punto como una suerte de “premio al delito”, que junto con “impunidad” y “rendición” se conformaron en consignas ganadoras de cara a un plebiscito como el del 2 de octubre. El tercer factor que utilizó la campaña por el No es el que el mismo Uribe definió como la constitucionalización del acuerdo.
Algunos de los puntos negociados, como el de las condiciones del agro colombiano, la participación política de los movimientos sociales, o el cambio de perspectiva en la lucha contra los cultivos ilícitos son, según esta tesis, temas que deben resolverse en el ámbito de una asamblea constituyente con pluralidad de voces, y no entre los negociadores de la insurgencia y el gobierno. De esta manera, los representantes de ambos bandos se habrían tomado atribuciones que no tenían para modificar reglas de juego sobre las cuales todos los demás debían poder opinar. Además, santos eligió como jefa de campaña a la ex ministra de educación Gina Parody, detestada por las iglesias cristianas del país a raíz de una serie de cartillas de educación a la diversidad sexual que elaboró su ministerio. El Sí, de esta manera, significaba también entregarle el futuro de Colombia a los destructores de la familia tradicional, defensores de guerrilleros y de la “ideología de género”.
Fue así que la posibilidad de la reconciliación, de una discusión política más plural y sin armas, y la revisión de la dominación a la que está sometido el campo colombiano, fueron ejes totalmente distorsionados por la derecha colombiana que logró, por pocos votos, que se impusiera su visión. La campaña por el Sí no logró la profundidad necesaria, no supo o no pudo explicar, convencer, estudiar a fondo esos acuerdos con su pueblo para garantizar la victoria de la paz en su país. Granó la superficialidad de las sentencias y los rencores, y por lo tanto, es necesario ahora rever aquellos aspectos que han motivado el rechazo a la propuesta. Pero ¿estarán todos los insurgentes dispuestos a aceptar un retroceso en las condiciones logradas tras cuatro años de duras negociaciones? Por ahora, la comandancia de las FARC asegura que sí, y el llamado a mantener el cese al fuego bilateral y definitivo en todo territorio colombiano refuerza esa idea. Hay que recordar, sin embargo, que uno de los principios más importantes de estos acuerdos durante la etapa de negociación era que “nada está acordado, hasta que todo esté acordado”, ligando cada punto de discusión en una unidad indisoluble e innegociable. El mismo Timpochenko aseguró que este acuerdo era inmodificable para ellos.
Pero, fue la propia decisión de las FARC de asegurar públicamente que, aún si hubiese ganado el No en el plebiscito, hubiesen mantenido los fusiles callados, la que quitó fuerza a la campaña para el Sí. Muchos pensaron que, si la guerra no iba a volver por votar que No al acuerdo, más valía renegociar los términos del mismo. Y ese es justamente el poder y la legitimidad que se encontró mágicamente entre sus manos el ex presidente Uribe. Con el plebiscito, logró lo que no pudo en las elecciones de 2014, cuando su delfín, Oscar Iván Zuluaga perdió frente al actual presidente Santos y las negociaciones de paz tomaron mayor impulso. Ahora el uribismo quiere participar activamente de la reescritura de los acuerdos y aplicar los “correctivos” necesarios, usando el térmico del mismo Uribe: Justicia institucional, pluralismo político sin premios al delito, y políticas sociales sin comprometer la propiedad privada.
El resultado del plebiscito es, por lo tanto, un resultado eminentemente político. Lo ha repetido con énfasis por estos días Enrique Santiago Romero, asesor jurídico de las FARC, al subrayar que el plebiscito no es vinculante ni tiene valor jurídico. A eso, se suma el hecho de que la Constitución colombiana en su artículo 22 reconoce que “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, de lo que se desprende que no puede estar sometido a refrendación. ¿Cómo sigue entonces esto? Con negociación política.
Las posibilidades que en este momento se están barajando son tres. La primera es la que más le conviene al uribismo, y es la de una mesa de negociación a tres patas entre el gobierno, los partidarios del No, y las FARC. Allí la derecha siente de poder imponer las modificaciones que pregonó en su campaña -y que Uribe repitió en su alocución en el Senado al día siguiente del plebiscito-, y poner al gobierno en la situación incómoda de buscar el beneplácito de las FARC para que luego los acuerdos modificados sean aprobados en el congreso. Se trata de la misma maniobra con la cual en 2006 el mismo Uribe logró modificar las condiciones impuestas a los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia, con cambios en el proyecto en el Congreso primero, y luego en la Corte Constitucional. Lo más probable, de prosperar hasta el final esta opción, es que de allí salga un acuerdo aguado, light, que ni el más entusiasta guerrilleros aceptaría de buen ánimo, reavivando así la fogata de la incomprensión.
La segunda opción es la renegociación de los puntos del acuerdo que según la oposición generan el mayor rechazo. Principalmente el de justicia transicional y reincorporación a la vida política de los desmovilizados. Este escenario parecería ser el que quiere tomar el gobierno, en una primera reacción instintiva. Santos ya dispuso todo para que las delegaciones de su gobierno y de las FARC retomen el diálogo en La Habana, con la incorporación de representantes del uribismo y la observación directa de la secretaría general de la ONU. Sin embargo, esto obligaría las FARC a mantener a más de 6000 combatientes armados a la espera por tiempo indeterminado en varias zonas de Colombia. Las escaramuzas con el ejército en los últimos años y el desgaste que conllevaría semejante acción ponen en riesgo esta posibilidad.
La última, la que más ilusiona a las FARC y a los movimientos sociales y partidos de izquierda colombianos, es la del llamado a una nueva asamblea constituyente. Este proyecto abriría la posibilidad, ya presentada en varias ocasiones, de que además de los representantes elegidos directamente por el voto popular, se integren representantes de sectores históricamente excluidos de la vida política colombiana a la redacción de una nueva carta magna, como campesinos, indígenas, sindicatos y las mismas FARC.
La insurgencia podría verse abrir la posibilidad de debatir temas vedados durante las negociaciones (el valor social de la propiedad privada, la explotación de los recursos naturales etc…) y ampliar el abanico de sus reivindicaciones. Los acuerdos asumirían entonces mayor jerarquía, y los debates mayor amplitud. Pero esta opción confirmaría, en última instancia, la pérdida de legitimidad del presidente Santos como líder e impulsor de la paz en Colombia, superado por las circunstancias y reducido a un actor más de la discusión. También abriría la posibilidad de un avance en sentido conservador sobre el cuerpo jurídico colombiano, poniendo en juego triunfos que algunos sectores sociales han conseguido con años de lucha (como el matrimonio igualitario, o avances en los derechos de las mujeres etc…)
El resultado del plebiscito colombiano complejiza entonces el panorama, pero a partir de la evidencia de un grave problema histórico en el país que es la falta de garantías para el ejercicio de los derechos políticos de la población. Está claro que la “pedagogía de la paz” falló, y que la campaña por el Sí se encalló en las trampas de las burocracias de los partidos en el gobierno. Sin embargo, el problema de fondo hay que buscarlo en esos millones de colombianos que no sólo no fueron a votar, sino que le temen a la discusión social y política, a la participación y el debate, porque corre riesgo su seguridad, porque temen fastidiar a algún poder, o para no perder lo poco que tienen. Las fuerzas progresistas y de izquierda, que hicieron de la participación popular su principal arma y discurso, se encontraron con los límites que ésta enfrenta cuando está cercenada durante décadas y siglos por los poderosos.
El gobierno liberal-conservador, confiado en que iba a pasar a la historia de su país apuñalando de muerte a la derecha tradicional que los cobijó y alimentó durante años, se encontró con un país que no quería entronizarlos. Y ahora, todo se debe resolver en el ámbito de la política, la negociación, el lobby y las salas de conferencia. Aquellos lugares adonde los patrones de estancia siempre fueron dueños.
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