Empleo, estancamiento económico y abismo social ¿Cuál es el futuro del trabajo?
- Opinión
Si algo define la actual dislocación social, es bien la incertitud en torno al trabajo-empleo. La desconexión radical y rápida de la economía con relación a la sociedad, provocada por las políticas neoliberales, ha transformado el problema del desempleo masivo y de la precarización del empleo en una cuestión de supervivencia para las sociedades, y en un reto fundamental para la sociedad que será necesario crear en el futuro.
En el año 1900 casi la mitad de la población activa en Estados Unidos estaba empleada en el sector agropecuario, y exactamente un siglo más tarde sólo el 1.9% dependía de esa rama de la economía (1). En el mismo período y del otro lado del Atlántico, en Francia, el número de agricultores se dividió por diez (2). El aceleramiento de los progresos tecnológicos en todas las áreas pertinentes hizo posible esta profunda transformación, permitiéndole al mismo tiempo seguir ocupando un importante papel en la economía. Se había logrado producir cada vez más con menos mano de obra, y eso explica el éxodo forzado de los trabajadores agrícolas hacia los refugios que ofrecían otros sectores de la economía que tenían creciente necesidad de nuevos brazos.
Un éxodo comparable puede producirse en las próximas décadas, pero esta vez sin grandes oportunidades de empleos en el horizonte. En el curso de las últimas décadas el sector de servicios ha sido el principal refugio para los trabajadores expulsados de los empleos industriales por las diferentes olas de progresos técnicos que fueron sucediéndose de manera cada vez más frecuente con los avances en la electrónica, la informática y las telecomunicaciones. Empero, la capacidad del sector de servicios para compensar las pérdidas de empleos sufridas en diferentes ramas y sectores de la economía ha ido disminuyendo por las transformaciones profundas que a su vez lo afectan, y la próxima ola de progresos tecnológicos puede ser mortífera en el capítulo de empleos en este sector, así como en otros dominios hasta ahora poco afectados. Según la OIT (3), el desempleo afectaba a 201 millones de personas en todo el mundo en el 2014, o sea 30 millones más que antes de la crisis del 2008. Los efectos que sobre el empleo tendrán las nuevas transformaciones tecnológicas agravarán un desempleo que ya es masivo. El informe de la OIT revela otro hecho agravante, como es la disociación creciente entre los ingresos del trabajo y la productividad, con esta última aumentando mucho más rápidamente que los salarios, lo que se constata en las repercusiones negativas sobre el consumo, las inversiones de capital y los ingresos del erario público.
Progresos tecnológicos y progresión del desempleo
Hoy día el progreso técnico permite alcanzar niveles de automatización (informática y robótica) que imitan algunas dimensiones de la inteligencia humana. Esos equipos de alta tecnología tienen la capacidad de asegurar de manera creciente no solamente las tareas muy rutinarias, como ha sido el caso en el pasado, sino también las tareas que exigen interacciones con los usuarios o clientes. Pero esto no termina ahí. Jean-Yves Geoffard, de la Escuela de Economía de París, subraya que “el riesgo pesa en el pasado, sino también las tareas que exigen interacciones con los usuarios o clientes. Pero esto no termina ahí. Jean-Yves Geoffard, de la Escuela de Economía de París, subraya que “el riesgo pesa también sobre numerosas actividades intelectuales, relacionadas con el tratamiento y la síntesis de informaciones, que pueden ser confiadas a esas ‘maquinas’ que aprenden cómo manipular cantidades infinitamente más grandes de datos que las que el cerebro humano puede aprehender (4)”. Es pues toda la galaxia de empleos del sector de servicios, de la administración y del conocimiento, que será trastornada por el progreso tecnológico, y eso sin importar los conocimientos o habilidades exigidas por las diferentes ocupaciones. En efecto, la capacidad de los equipos basados en sistemas informáticos para tratar masas de datos poco estructurados, de interpretar el discurso humano y de comprender las acciones y decisiones humanas, no cesa de aumentar. Capaces de evolucionar mediante el aprendizaje automático, esos equipos podrán efectuar un creciente número de tareas que actualmente llevan a cabo los profesores, ingenieros, abogados, profesionales de la salud, especialistas de finanzas, y los administradores o ejecutivos de empresas o de los servicios públicos (5).
Empero, esta convulsión no será exclusivamente fruto de nuevos avances científicos o tecnológicos, aun cuando no se los debe minimizar dado el ritmo actual de innovaciones. Según un informe del McKinsey Global Institute (6), doce tecnologías ya existentes van a sacudir los fundamentos del mercado laboral mundial. Algunas de ellas son bien conocidas, otras menos. Estas son la “Internet nómade” (wi-fi), la automatización del trabajo intelectual, la “Internet de los objetos”, la informática en la nube, la robótica avanzada, los vehículos semiautónomos o autónomos, la genómica de nueva generación, la acumulación (stockage) de energía, la impresión tridimensional (3D), los materiales avanzados, la exploración y la recuperación avanzada de petróleo y de gas, y la energía renovable.
Otro estudio (7) sobre el riesgo de la automatización de empleos, llevado a cabo por la Universidad de Oxford, indica que la informatización afectará alrededor del 47% de los empleos existentes en Estados Unidos en el curso de las próximas dos décadas. Sus autores analizaron 702 categorías de ocupaciones o profesiones bajo el ángulo de las tareas efectuadas y las habilidades exigidas, y comparando éstas últimas con las capacidades existentes o anticipadas de los equipos informáticos. A partir de los resultados, esas ocupaciones fueron seguidamente clasificadas según el grado de probabilidad de ser automatizadas, para estimar su vulnerabilidad.
El estudio sugiere que dos nuevas olas de automatización se sucederán en el curso de las próximas dos décadas: la primera ola pondrá en alto riesgo los empleos en el transporte, las actividades logísticas y las tareas de apoyo administrativo, y aumentará la vulnerabilidad de los empleos en el sector de servicios, en ocupaciones como choferes de taxi, recepcionistas, auxiliares jurídicos, bibliotécnicos, aseguradores o vendedores de servicios por teléfono. La segunda ola, por otra parte, no tendrá impactos hasta que se resuelvan las dificultades que se plantean actualmente en la “imitación informática” de la percepción humana, de la creatividad y de la inteligencia social. Pero a medida que el recurso a la “masticación” de megadatos pueda superar las dificultades actuales, los empleos que exigen juicio, saber, creatividad y habilidades interpersonales comenzarán a ser afectados (8), por lo cual los autores del estudio se muestran prudentes y no cifran el número de empleos susceptibles de ser afectados. Por el contrario, los autores del informe de McKinsey Global Institute estiman que los algoritmos sofisticados podrían substituir (el empleo) de 120 a 140 millones de trabajadores en el terreno del saber, y a nivel mundial.
En suma, como ya sucedió, la tecnología seguirá progresando y nuevos avances acelerarán el ritmo de las innovaciones. Las tareas que puedan ser ejecutadas más rápidamente y a un menor costo por los dispositivos robóticos e informáticos lo serán irremediablemente. Tal dinámica podría incluir ciertos aspectos de las tareas definidas como creativas. No solo serán automatizadas las tareas que requieren menos cualificación, sabiendo sin embargo que “el trabajo humano deberá tener por largo tiempo una ventaja comparativa en las tareas que requieren formas de manipulación y de percepción complejas”.
Fijación en la economía y negación de la sociedad
La única tesis que avanza el pensamiento económico dominante es que la automatización eliminará simplemente las categorías de empleos que han devenido obsoletas y que las reemplazará por nuevas, contribuyendo incluso al crecimiento del número de empleos. Se plantea que, con el conjunto de las nuevas tecnologías, la automatización facilitará otros descubrimientos que permitirán la concepción de diferentes productos y, consecuentemente, la creación de nuevos empleos. Asimismo, se afirma que la automatización incentivará a que los trabajadores menos calificados busquen subir en la escala de cualificaciones para poder ocupar esos nuevos empleos, y que en tal contexto la cuestión fundamental será la formación profesional. Se trataría simplemente, según este “pensamiento único”, de una evolución similar a la que se produjo durante el desenvolvimiento del sistema maquinista industrial en las fábricas del precedente período tecnológico. Recordemos que ese proceso contribuyó, en efecto, al crecimiento de los empleos y a la creación de nuevas categorías de trabajo más interesantes y mejor remuneradas, contribuyendo así a la afirmación gradual de una ciudadanía en el trabajo, de una ciudadanía industrial.
De manera similar, nos dice el pensamiento dominante, los programas informáticos, los algoritmos, los robots y demás aplicaciones cibernéticas inscribirán a los seres humanos en un nuevo círculo virtuoso de desarrollo, propulsándolos hacia tareas de creciente valor. En suma, esas tareas permitirán a los trabajadores mejor afirmar su dimensión humana, disminuyendo los trabajos pesados y liberando los talentos según los potenciales de los individuos. Parafraseando a Joseph Schumpeter, la automatización es vista como un simple episodio de la ‘destrucción creadora’ en marcha, y sus consecuencias sociales son tratadas como un apéndice normal, siendo así banalizadas.
Si el pasado puede ser útil para imaginar el futuro, de manera alguna es garante de que así será ¿Podemos verdaderamente pretender que ésta ‘era de los robots inteligentes’ puede ser comparada a la que inauguró la máquina de vapor? ¿Tomamos suficientemente en cuenta las especificidades de la mutación económica y social que la generalización de la automatización está provocando? ¿Más precisamente, si el robot reemplaza al trabajador, quién consumirá? ¿Con qué poder de compra? ¿Cómo podrá mantenerse la demanda final en esas condiciones? ¿Qué sucederá con el crecimiento económico, necesidad sistémica del capitalismo? ¿Cómo podrá mantenerse la formación y reproducción del capital, puesto que el dinero atesorado, las mercancías no vendidas y los valores inmovilizados no constituyen capital, sino a lo sumo valores en espera de realizarse en tanto que capital? ¿Cómo hacer para que el ingreso de cada uno dependa del trabajo que provee? Más ampliamente, ¿hacia qué tipo de sociedad llevará la destrucción de empleos si el crecimiento económico ya no es alcanzable? ¿Qué pensar si se verifican las dudas del economista Robert J. Gordon de la Universidad NorthWestern, de que las innovaciones no tendrán en el futuro el mismo potencial en materia de crecimiento que en el pasado? ¿Qué devendrá la sociedad si se revela exacta su opinión de que el crecimiento económico rápido registrado a partir de 1750, y durante 250 años, no ha sido finalmente otra cosa que un episodio único y excepcional en la historia de la humanidad? (9).
Las extrapolaciones que se permite el pensamiento económico dominante en relación a la evolución futura de los empleos reposan sustancialmente sobre el carácter comparable de las ‘eras de la máquina’, aunque no hay nada que lo sustente. La ruptura de la continuidad con la era industrial de la cual estamos saliendo ha sido bien puesta en evidencia por los pensadores estadounidenses Brynjolfsson y McAfee en “The Second Machine Age” (La segunda era de la máquina). A lo largo de la ‘primera era de la máquina’, la relación entre la máquina y el ser humano fue una de complementariedad. La máquina permitía al ser humano decuplar su fuerza y sus habilidades, estando siempre bajo su control. Más aún, a medida que la maquina evolucionaba, mayor era la necesidad de la presencia del ser humano para controlarla. En la ‘segunda era’, la relación entre el ser humano y la maquinaria se orienta más vale hacia la substitución del ser humano por la máquina, con la automatización asumiendo el sistema de control de una maquinaria cada vez más eficiente respecto al ser humano en esa tarea. La necesidad de una presencia humana decrece rápidamente a medida que aumenta la capacidad de potencia de los sistemas automatizados, que actualmente se duplica cada dos años.
Estimulado por la creación incesante de informaciones digitalizadas y por nuevas formas de combinar ideas existentes para generar nuevas y mejores ideas, un verdadero huracán tecnológico se abate sobre la economía y trastorna el mercado del trabajo, lo que se refleja ya en los indicadores económicos recientes. Los empleos y los salarios caen mientras que la productividad y las ganancias se disparan (10). Si las tecnologías digitalizadas proveen los medios para la abundancia en la producción, también generan las condiciones para que ésta sea muy mal distribuida. Esta es, por otra parte, una característica que no tiene nada de temporal ni de fortuita, sino que proviene tanto del régimen de propiedad capitalista como del funcionamiento de las tecnologías digitalizadas, y de la utilización que de ellas se hace.
Combinatorias y exponenciales, estas tecnologías engendran una radical dinámica económica al posibilitar la conversión de una ventaja relativa –sea de un producto físico o de un servicio- en factor de dominación casi total de un nicho o segmento del mercado, con el ganador quedándose con todo el mercado. Asimismo favorecen al capital en detrimento del trabajo; el trabajo calificado en detrimento del trabajo no calificado; a los agentes económicos “superestrellas” capaces de conquistar los mercados mundiales para cerrarlos a la competencia, en detrimento de los agentes económicos locales (11).
Es igualmente dudoso que la actual revolución digital pueda crear una abundancia de empleos interesantes y bien remunerados. Ciertamente que creará un buen número, pero no en la cantidad que nos quiere hacer creer el pensamiento económico dominante cuando afirma que si los trabajadores mejoran sus cualificaciones y sus competencias, eso será suficiente para que asciendan hacia tareas de creciente valor. Se trata de un mensaje tranquilizador que en realidad es un mito, puesto que solamente un relativamente reducido número de trabajadores podrá acceder a categorías de trabajo más nobles. ¿Cuál será el destino de los otros? Una primera parte de los trabajadores seguirán confinados en la parte baja de la escala, porque ahí se encontraban. Una segunda parte se deslizará de la parte media hacia la parte baja de la escala, y una tercera parte simplemente perderá sus empleos.
En la realidad ya asistimos a la desaparición de empleos poco o medianamente calificados y a la migración forzada de trabajadores hacia empleos menos bien remunerados, frecuentemente precarios, sin seguridad de empleo y con condiciones de trabajo más duras, o directamente condenados a la salida del mercado laboral. Estamos asistiendo, en realidad, a una polarización gradual del mercado del trabajo entre empleos poco cualificados y mal pagados, y empleos más gratificantes y mejor remunerados. Para David Autor, un experto en materia del trabajo del MIT, esta polarización del mercado del trabajo, en Estados Unidos y en dieciséis Estados miembros de la Unión Europea, es el verdadero inconveniente de la automatización desde hace ya algún tiempo (12).
Sin embargo, este no es el único efecto de la revolución digital, que si bien ha creado categorías de trabajo interesantes en lo alto de la escala, en revancha también contribuye poderosamente a la inseguridad del empleo y a imponer condiciones muy duras de trabajo en las categorías relegadas o en vías de ser relegadas a la base de la escala. En su trabajo titulado Mindless – Why Smarter Machines are Making Dumber Humans, Simon Heads describe cómo los sistemas de gestión de personal semiautomatizados han transformado las condiciones de trabajo en los almacenes de las grandes empresas, en los bancos y en los centros de llamadas (13). Tales sistemas permiten seguir, literalmente, los movimientos y acciones de los empleados asalariados en la ejecución de sus tareas, juzgar su eficiencia y despedirlos si fuera necesario. Más aún, este tipo de gestión a partir de una pantalla de computadora evita a los responsables del personal los aspectos ‘desagradables’ de la confrontación con los empleados, y de evitar que se tenga en cuenta su situación particular.
Simon Head cita como ejemplo el funcionamiento de los almacenes de la compañía Amazone. Los algoritmos de esta empresa reciben los pedidos que entran y crean inmediatamente una ‘ruta’ a seguir por el empleado. Este último debe conformarse a esa ‘ruta’ y respetar el tiempo asignado para la ejecución del conjunto de gestos y desplazamientos a efectuar, y eso bajo pena de despido. Tratándose de ‘empleados temporales’ los responsables de la gestión laboral pueden despedir fácilmente a los empleados que no mantienen el ritmo exigido. Al poder reemplazar rápidamente a estos empleados por otros, al mismo tiempo la empresa se asegura que podrá seguir manteniendo los salarios muy bajos. En estos casos hay, de hecho, un retorno a condiciones de explotación abusiva gracias a la combinación de los métodos de la llamada ‘organización científica del trabajo’ (OCT), -los algoritmos que minutan la ejecución de la tarea asignada- con las ventajas de seguimiento y control que proporcionan los sistemas informáticos.
Esta combinación ha dado un nuevo impulso a la propensión de la OCT de crear ámbitos de trabajo controlados verticalmente, donde los trabajadores son despojados de sus competencias y de toda satisfacción en la ejecución de las tareas. Precisemos que es tal combinación la que produce efectos tan nefastos, y no la automatización en sí.
Monopolización de la economía y regresión salarial
La noción de ‘tareas de valor creciente’, presentada por el pensamiento económico dominante como una panacea, es bastante difusa ¿Quién se beneficia de este valor creciente? ¿El empleador o el empleado? Retomando la pregunta del ensayista Nicholas Carr, “¿medimos éste valor en el plano de la productividad y de las ganancias, o en el terreno de la competencia y de la satisfacción del trabajador?” (14). Estas dos apreciaciones no solamente son diferentes, sino que muy seguido están en conflicto entre sí, como testimonia la historia de las relaciones laborales.
Además, si la automatización contribuye a reducir el número de trabajadores requeridos para una tarea dada, también tenderá a reducir las cualificaciones exigidas para cumplirla. Al ritmo actual del progreso técnico no se puede dejar de pensar que tal erosión de las cualificaciones requeridas terminará alcanzando a las ‘tareas de valor creciente’, forzando así a que trabajadores muy cualificados se vean forzados a aceptar puestos de baja cualificación. Este proceso estaría ya en curso, según los datos presentados por Paul Beaudry y David A. Green de la Universidad de British Columbia, y por Ben Sand de la Universidad York, ambas de Canadá (15), quienes revelan que los jóvenes egresados de las más prestigiosas universidades de América del Norte que estudiaron para alcanzar los bien pagados puestos en las finanzas o la alta tecnología, cada vez más raros de encontrar, están viéndose obligados a ‘refugiarse’ en empleos de un tipo inferior para los cuales fueron preparados, o sea que son demasiados cualificados para los empleos existentes. Según los autores citados, desde el comienzo de este siglo cada nueva cohorte de diplomados se encuentra enfrentada a un mercado laboral en el cual van disminuyendo la oferta de empleos prestigiosos y bien remunerados. En el 2010, el número de tales empleos había disminuido al nivel de 1990. Esto revela una contradicción importante entre el discurso euforizante en torno a la ‘economía del conocimiento’ y la realidad factual. Las dificultades crecientes de los jóvenes diplomados estadounidenses a reembolsar las deudas contratadas para financiar sus estudios son una ilustración brutal de la realidad. A finales del 2015 el total de esas deudas sumaba 1.3 billón de dólares (16)
Pero no todo se resume a una simple cuestión de brecha salarial entre los trabajadores más escolarizados y a la necesidad absoluta para los trabajadores menos formados de subir en la escala de cualificaciones para sobrevivir a la actual transformación del mercado laboral. En realidad esta brecha se mantiene estable, como vemos en Estados Unidos, donde los salarios de los trabajadores más escolarizados comenzaron a estancarse desde antes de la crisis financiera del 2008 (17). Lo que significa que no todo de lo que sucede en el mercado laboral se puede atribuir a los impactos del progreso tecnológico.
En una de sus crónicas en el New York Times el economista Paul Krugman subraya que la explicación se sitúa también en el fuerte aumento del poder monopolista. Habría de un lado los robots y del otro los “barones ladrones” (robber barons). Si el progreso tecnológico favoreció a las empresas en detrimento de los asalariados, la concentración de empresas, por las fusiones o tomas de control, contribuyen igualmente al debilitamiento de los trabajadores (18). En casi todos los sectores de nuestra economía –escriben Barry C. Lynn y Phillip Longman en Who broke America’s Jobs Machine (19)-, un número mucho menor de grandes empresas controlan mayores partes de sus mercados, comparativamente a la situación de hace una generación.
Esta concentración permite a esas empresas mastodontes utilizar su creciente poder monopolístico para aumentar los precios impunemente, evitando al mismo tiempo acordar una fracción de la ganancia a sus empleados. Esta práctica es dañina tanto para el crecimiento de la demanda como para las inversiones. De hecho, estos grandes grupos se inscriben así en un comportamiento rentista. Es haciendo bajar constantemente la parte de los trabajadores asalariados en la distribución del valor agregado que, finalmente, pueden mantenerse en posición dominante. Y esta disminución de la parte salarial tiene como contrapartida el aumento de aquella destinada a las ganancias, sin que eso conduzca, empero, a un incremento de las inversiones. El declive del gasto en inversiones mundiales ha pasado a ser algo persistente en los últimos años (20).
En suma, el descenso de la parte salarial sirve para aumentar la distribución de las ganancias no invertidas bajo la forma de dividendos a los accionistas, bajo la presión de los mercados financieros. La desigualdad de los ingresos se vuelve más profunda, revelando así la gigantesca transferencia de riquezas que tiene lugar, de los asalariados y hacia la clase capitalista en su sentido más amplio, en un proceso que no genera un aumento de la riqueza real global (21)
Por otra parte, las empresas en causa se comportan de esta manera no importa dónde se encuentren, países desarrollados o países en vías de desarrollo, y actúan así gracias al marco definido a la vez por las normas de excesiva rentabilidad económica impuestas por los accionistas y por la rarificación de las oportunidades de inversiones rentables en economías en las cuales por razones estructurales el crecimiento se ha ralentizado. Y es así que estas empresas explotan sin piedad una correlación de fuerzas que, por los efectos de la combinación de la globalización y de la financiarización que se refuerzan mutualmente, ha sido convertida en muy desfavorable para los trabajadores. Hay que subrayar que ambos fenómenos son de carácter socioeconómico, y no tecnológico.
Fruto de la desregulación tan importante en el pensamiento económico dominante de inspiración neoliberal, el poder monopolístico mencionado anteriormente debe ser visto como el producto de un capitalismo con una sobredosis de sí mismo, retomando la definición de Wolfang Streeck (22).
¿Cambia la automatización las reglas de juego del capitalismo?
Antiguas cuestiones relacionadas con las ganancias, la utilización de las ganancias y la propiedad del capital reaparecen en los análisis y se añaden a las consideraciones más específicas de los impactos económicos y sociales del progreso tecnológico. La automatización no puede ser objetada en sí misma. Todo depende de la utilización que de ella se haga, de los valores que la encuadran y de la finalidad proseguida por la empresa y el sistema socioeconómico. En otras palabras, las sociedades no podrán avanzar exitosamente en el camino de la automatización de la producción de bienes y servicios sin reconsiderar cuestiones fundamentales, como el consumo, el trabajo, el ocio y la repartición de los ingresos. El profesor Robert Skidelsky, de la universidad británica de Warwick, ha subrayado en ese sentido que “sin esos esfuerzos de imaginación social, el restablecimiento después de la crisis actual será simplemente un preludio a otras calamidades aplastantes en el futuro” (23). La más actual de esas amenazantes calamidades es la división de la sociedad en dos partes, con una de ellas compuesta por una minoría de productores, profesionales, supervisores y especuladores financieros, y la otra parte conformada por una mayoría forzada a la ociosidad y a una existencia precaria.
El economista John M. Keynes (24) había asociado el progreso tecnológico a la posibilidad de liberar al menos parcialmente a la humanidad de su carga más antigua y natural, el trabajo. Pero, en el momento mismo en que esta posibilidad está al alcance de la mano, nuestro sistema socioeconómico se muestra incapaz de convertir el crecimiento de la riqueza y el aumento del desempleo tecnológico que lo acompaña en incremento del tiempo de ocio voluntario, y de abordar el trabajo de otra manera que como una mercancía. En un contexto en el cual la función mercantil prima sobre las otras funciones sociales, abordar el trabajo de manera diferente sería reconocer que las leyes del mercado difícilmente se pueden aplicar a esta mercancía que Karl Polanyi (25) tan justamente describió como ficticia. En síntesis, eso sería reconocer que la “magia del mercado” no podrá resolver el problema de la rarificación creciente del empleo, producto de la ruptura del ‘casamiento de razón’, viejo de dos siglos, entre el capital y el trabajo asalariado.
En La Grande Transformation, Polanyi nos recuerda que una economía de mercado requiere de una sociedad de mercado, en la cual el mercado autoregulado, pero en realidad desenfrenado, tiende a extenderse mucho más allá de su terreno original, el comercio de bienes materiales y de servicios. Es así que el mercado coloniza poco a poco todas las dimensiones de la actividad humana, asimilándolas a mercancías sin importar su compatibilidad a que pudieran devenirlo. Toda producción debe estar destinada a la venta y ese debe ser el origen de todo ingreso. En términos marxistas hablaríamos de subsunción a la lógica de la acumulación del capital. La tierra (o la naturaleza), el trabajo y el dinero, elementos no destinados a la venta, han sido convertidos en mercancías falsas, en mercancías ficticias pero ya encastradas en el mercado. Vivir del trabajo de uno sin pasar por el sistema se ha convertido en algo imposible.
Y sin embargo, al no imponerse límites, esta expansión del mercado conlleva en sí misma el riesgo permanente de socavarse y de minar así la viabilidad del sistema socioeconómico capitalista.Es precisamente por eso que en un pasado reciente, en los países centrales del capitalismo industrial, mediante leyes, reglamentos e instituciones se intentaba, con mayor o menor éxito, limitar esta expansión del mercado para evitar que infringiese los elementos fundadores de toda sociedad, como el altruismo, las relaciones de buena fe o la solidaridad en el seno de las familias y de las colectividades. De hecho, se trataba de impedir que el capitalismo se autodestruyera al devenir totalmente capitalista, demoliendo mediante la expansión del mercado las fundaciones no capitalistas de la sociedad en la cual había triunfado. Es por eso que desde esta óptica el trabajo, fruto de la actividad humana, la tierra, una subdivisión de la naturaleza, y el dinero, cuyas fluctuaciones son peligrosas para la organización de la producción, fueron objeto de muy diversos acomodamientos reglamentarios, con frecuencia ambiguos, entre las elites políticas y financieras, para tratar de proteger la sociedad de una mercantilización completa.
Desde entonces, con el retorno del liberalismo económico puro y duro, y de la subsecuente globalización, el capital adquirió una movilidad que le ha dado un poder coercitivo sin equivalencia sobre los Estados. Diferentes tratados internacionales, por otra parte, han creado por encima de la política los santuarios que protegen los intereses de las finanzas y de los monopolios. Si las orientaciones de un gobierno no responden a las exigencias de los inversores, estos últimos los sancionan inmediatamente retirando sus capitales, escapando así a toda restricción mínimamente inspirada por la noción del bien común o por imperativos sociales, sean de naturaleza medioambiental, de protección de la salud, de la seguridad del empleo, de condiciones de trabajo o de prosperidad.
Como apunta Zaki Laïdi (26), en la actualidad la fuerza ideológica de la sociedad de mercado reside quizás no tanto en su capacidad de convertir en mercantiles los sectores no comerciales, sino en representar la vida social como un espacio comercial, incluso cuando no hay cómo poder entablar una transacción mercantil. Y agrega que éste es un punto fundamental que se debe explicar. Se puede decir, por ejemplo, que en el sector de la educación la sociedad de mercado está actuando, no porque se lo privatiza a toda marcha, sino porque socialmente se nos presenta cada vez más la escuela como una empresa de servicios cuya misión es preparar a los niños para la vida activa. En efecto, podemos agregar, la escuela se encuentra así reducida a un simple lugar de ‘prestación de servicios’ a los ‘clientes’, algo que sucede ya con los demás bienes y servicios que hasta recientemente eran percibidos como cuasi-derechos sociales, como es notable en los casos de la salud pública o el sistema de correo postal.
En este contexto no es sorprendente constatar que la mayoría de los estudios consagrados a los cambios provocados por los avances tecnológicos en las últimas décadas sobre las formas de producción se inscriban en la lógica dominante. Es decir, en una concepción del desarrollo que confunde crecimiento y desarrollo e ignora las “externalidades”, sean los daños ecológicos y sociales; que considera como infinitos los recursos del planeta; que acuerda la prioridad al valor de cambio en detrimento del valor de uso, o del valor concreto de un bien o de un servicio; y que asimila la economía a las tasas de ganancia y a la acumulación de capital, aunque eso genera profundas desigualdades. Muy pocos estudios abordan las consecuencias socioeconómicas de estos cambios y de su impacto sobre la supervivencia misma de las sociedades nacidas de la civilización del capitalismo industrial. Pensemos en los contragolpes de la rarificación de los empleos y la disminución de la masa salarial sobre la demanda de productos y servicios o sobre los ingresos fiscales de las colectividades municipales, provinciales y estatales, y lo que eso significa para su capacidad de continuar manteniendo el financiamiento de las infraestructuras y de los programas sociales. ¿Podrán sobrevivir mucho más tiempo sin tener que revisitar sus fundamentos básicos, sea su relación con la naturaleza; su sistema técnico de producción de la base material de la vida, en el sentido físico, cultural y espiritual; su manera de organizarse colectivamente en los planos políticos y sociales; su forma de interpretar la realidad y de dedicarse a su construcción, su manera de ser y de actuar, su cultura en suma? En otras palabras, ¿podrán sobrevivir sin revisitar su modo de producción?
La automatización en la génesis de un modo de producción poscapitalista
Un modo de producción no concierne solamente la manera mediante la cual son tratados los factores de producción para brindar un bien o un servicio a ofertar para el consumo. Como lo precisó el historiador británico Eric Hobsbawm en Marx et l’Histoire (27), “un modo de producción incluye a la vez un programa particular de producción (una manera de producir, sobre la base de una tecnología y de una división productiva de la mano de obra en particular) y un conjunto especifico, históricamente válido, de relaciones sociales a través de las cuales la mano de obra es desplegada para extraer energía de la naturaleza mediante herramientas, experiencia, organización y conocimientos, en un momento dado de su desarrollo, a través del cual los excedentes producidos socialmente circulan, son distribuidos y utilizados para su acumulación u otros fines”.
Un cambio en el modo de producción implica pues un cambio de los principales aspectos que regulan la organización social de las relaciones de producción entre los seres humanos para la puesta en marcha de las fuerzas productivas (trabajadores, maquinarias, tecnología), e históricamente un cambio de este tipo ha venido acompañado de cambios en el sistema de propiedad de los medios de producción.
Un nuevo modo de producción determina a la vez la organización social de la producción, por ejemplo el recurso al trabajo asalariado, la repartición del fruto del trabajo y las relaciones entre las clases sociales, estas últimas encontrándose separadas por el lugar que ocupan en las relaciones de producción y por sus intereses respectivos. Podemos entonces comenzar aquí a interrogarnos sobre la naturaleza de las relaciones sociales que prevalecerán en un modo de producción en el cual la repartición de la creación de valor agregado no podrá seguir siendo hecha, en lo fundamental, a partir del trabajo asalariado.
En efecto, cuando las elites dirigentes permiten que la esfera de la economía se libere del control social (o del control político), inevitablemente la sociedad sufre las consecuencias, porque es desmantelada en beneficio de las fuerzas económicas. La decadencia del feudalismo, ya minado y corroído interiormente por el dinero, es una buena ilustración. El ascenso de las fuerzas financieras de aquella época permitió quebrar el sistema feudal desde arriba, subordinando social y políticamente a la señoría feudal por medio de préstamos, y por abajo encerrando a los campesinos en la espiral de los préstamos usurarios. Las bases sociales del régimen feudal fueron así poco a poco destruidas, permitiendo de esta manera el desarrollo de un nuevo modo de producción fundado sobre la propiedad privada de los medios de producción. Esos medios fueron las tierras arables, y más tarde las manufacturas. Ese proceso, o sea la destrucción de una jerarquía social en plena decadencia, de un régimen de propiedad y de un modo de producción que habían alcanzado sus límites, abrió la puerta del progreso económico y social.
La situación actual recuerda esta dinámica. La dislocación de la sociedad salida de la civilización del capitalismo industrial en los países avanzados sigue su marcha porque la economía, desencastrada de lo social y dirigida hacia el restablecimiento a toda costa de altas tasas de ganancia, está en el puesto de comando. Las bases sociales de esta civilización han sido erosionadas, particularmente las garantías que ofrecían los derechos sociales y los contrapesos al derecho de propiedad privada introducidos por los derechos laborales colectivos. Todo el edificio de protección y de derechos que sirvió de incubadora para la ciudadanía industrial –de finales de la segunda Guerra Mundial hasta la década de 1970-, está agrietado por los impactos de la ‘tercerización’ laboral, de la informática, de las maquiladoras, de la multiplicación de los contratos temporales, entre la panoplia de medios destinados a aumentar las ganancias de las empresas.
Hubo cambios estructurales no solamente en el sistema técnico de producción, sino igualmente en el régimen de propiedad y en su influencia sobre los medios de producción y la riqueza colectiva. Todavía sigue su curso el largo período de transición sistémica que comenzó en la década de 1970. Este es a la vez un período de incertitud profunda, un momento de masivo cuestionamiento sobre los logros de la “civilización industrial”, y un tiempo de maduración y de emergencia progresiva de un nuevo modo de producción que se construye ineluctablemente sobre las nuevas potencialidades tecnológicas, institucionales y sociopolíticas. La naturaleza de las relaciones sociales de producción que resultarán es una cuestión civilizacional.
Paralelamente, desde un punto de vista estructural el capital está llegando al límite de su capacidad de valorización. La instauración de un modo de producción que se libera en consecuencia de la fuerza de trabajo humana y del trabajo asalariado (trabajo vivo) pone también término a la producción de valor, atrapando completamente al capital en el callejón sin salida que constituye la creación de demasiadas fuerzas de producción y de mercancías, y una insuficiente masa salarial que alimente la demanda final para absorberlas, o dicho de otra manera, demasiado capital acumulado y una plusvalía insuficiente para permitir su reproducción, para su realización. Estas son dos manifestaciones de una misma contradicción, que reside en el hecho de que el capital siempre ha tendido a disminuir la cantidad de trabajo asalariado que él emplea, al mismo tiempo que tiende a aumentar la potencia de las fuerzas productivas y la cantidad de mercancías producidas. Su objetivo y su propia naturaleza lo llevan a producir más y a más bajo costo, para lograr suficientes ganancias que le permitan la acumulación y llevar a cabo nuevas inversiones. La automatización agrava fatalmente esta contradicción fundamental, puesto que se necesita mantener una creciente demanda, y no son ni serán los robots que comprarán las mercancías producidas por ellos mismos: substitutos de los trabajadores cuyos salarios alimentan la demanda, los robots no pueden participar en la regeneración del capital. Sin trabajo asalariado el problema de la solvencia de los consumidores se plantea inmediatamente, como también la cuestión de la perennidad misma del sistema económico.
Mutación regresiva y dislocación social
La concentración de riquezas en este período de transición sobrepasa actualmente los límites de lo concebible para la existencia de una sociedad compleja. Conjugada a un desempleo tenaz, convertido en estructural por el deslizamiento masivo hacia un desempleo de larga duración y la salida de la vida activa para un creciente número de trabajadores, esta concentración de riquezas permite entrever la construcción de un nuevo sistema sociopolítico que reproducirá y amplificará los peores aspectos del sistema actual. Los cambios profundos en curso en la estructura de clases en los países de la ‘Triada’ son signos indicativos en este sentido (28).
Examinando los cambios intervenidos en la esfera del trabajo (29), el sociólogo británico Guy Standing nota que la estructura de clases creada por la civilización industrial está fragmentándose en los países centrales. La liberalización de la economía y la globalización han sacudido el orden económico, pero también las relaciones sociales, y ambos factores han puesto fin al consenso subyacente del Estado del bienestar creado después de la segunda Guerra Mundial, que consistía en un liberalismo en parte encastrado en lo social, con la característica –fruto de los derechos sociales modernos- que permitía una limitada ‘desmercantilización’ del trabajo. Ambas evoluciones –el neoliberalismo y la globalización-, han poderosamente contribuido a crear un contexto en el cual todo queda subordinado a los rigores de la competencia, que sea a nivel de la producción, la distribución, el consumo, la empresa, la nación o el individuo. Si ambos factores han llevado en la periferia, en particular en Asia, a la industrialización y a la urbanización, por la explotación de una mano de obra abundante, de bajo costo, y muy seguido educada y calificada, en revancha en los países centrales condujo a la desindustrialización, a la generalización del subempleo y la eliminación progresiva de las ventajas sociales y salariales adquiridas por las luchas de los trabajadores. Poco a poco las “sociedades del trabajo” fueron convertidas en “sociedades sin trabajos”.
La liberalización y la mundialización han concurrido así a la desagregación de la ciudadanía efectiva de la cual se beneficiaba una proporción importante de los trabajadores en los países centrales. Esta ciudadanía efectiva o industrial se fundaba en los derechos colectivos que a través de las luchas de clase cristalizaron avances importantes en materia de políticas públicas para el trabajo y abrieron la vía hacia el disfrute de derechos políticos y sociales en las sociedades industriales avanzadas. Todo esto se ha ido ‘licuando’ en el curso de la transformación de los medios de trabajo, por la influencia del desarrollo acelerado de las tecnologías de información y de telecomunicación, por la transnacionalización creciente de la producción de bienes y servicios, los cambios en la organización del trabajo, la destrucción y la restructuración del trabajo en el tiempo y el espacio, y la multiplicación y fragmentación de las identidades individuales y colectivas, en el trabajo y el resto de la vida (30).
Las antiguas jerarquías se han reforzado y nuevas fisuras salieron a luz en los rangos de quienes no tienen otra cosa que vender que su fuerza de trabajo. La brecha de ingresos con las clases superiores siguió creciendo. La creación de cadenas de producción mundiales y la constitución de espacios de poder internacionales han fragilizado a las clases trabajadoras, que han sido aún más alejadas de los centros de poder y de decisión. Las diferencias se han acentuado a medida que la economía perdía su sincronización con la sociedad, y se han convertido en muy marcadas en materia de ingresos, de salarios, de condiciones de empleo y de trabajo, de habitación y de la vida en general. Estas diferencias reflejan al mismo tiempo el aumento de la desigualdad y de la inseguridad económica, y el deslizamiento de una masa crítica de la población hacia una precariedad sin salida, y traducen en realidad la emergencia de una nueva estratificación social y la evolución de las mentalidades hacia la desigualdad y la orientación de las políticas sociales. Esta evolución complica, entre otras cosas, la defensa de los derechos adquiridos o las reivindicaciones de orden social.
Guy Standing distingue, por ejemplo, siete estratos jerarquizados en función del ingreso social. En la cúspide de esta jerarquía figura una pequeña elite global y globalista dotada de una inmensa influencia política; inmediatamente debajo están quienes reciben muy altos salarios, y los profesionales o técnicos a su servicio; en el medio está lo que resta de la clase trabajadora y de personal todavía estable de empresas, organismos y administraciones; y en la parte inferior se encuentran los trabajadores precarios o el “precariado”, flanqueados por los desempleados de larga duración, y finalmente los individuos marginados. Estos últimos constituyen el equivalente del lumpen-proletariado o del sub-proletariado de antaño. Standing señala, igualmente, que el régimen estatal de seguridad social está en el epicentro de una polarización: los tres estratos superiores tienden a desligarse de él más que a tratar de mejorarlo, mientras que los estratos inferiores van perdiendo el acceso por los mecanismos de inadmisibilidad o de restricciones a las prestaciones sociales existentes. La reciprocidad y la redistribución, que constituyen la esencia de la civilización, se encuentran considerablemente debilitadas.
El fenómeno distintivo de esta nueva estratificación social es el “precariado”, que no se limita a las sociedades de los países avanzados, ya que la mayoría de las poblaciones de los países en desarrollo o emergentes viven también en la inestabilidad y la inseguridad del empleo. El “precariado” reúne tanto a los trabajadores intelectuales y a los jóvenes trabajadores como a los trabajadores inmigrados y a los “trabajadores pobres’, todos ellos desprovistos de perspectiva de futuro, despojados de un buen número de derechos y sin acceso a lo que sobrevive de la clase trabajadora y de los derechos de la ciudadanía industrial.
En muchos aspectos este fenómeno comienza a presentarse como la emergencia de una nueva clase social constituida por personas en situación de precariedad permanente en el mercado laboral. Este grupo de trabajadores tiene el potencial de constituirse en una verdadera clase social, en sí o quizás para sí, en la medida en que esos trabajadores se inscriben ya en las relaciones de producción y de distribución que les son especificas. Estas especificidades, como subraya Standing en “La Carta del Precariado”, les conducen a una conciencia distinta y propia a ellos sobre la necesidad de reformas y de políticas sociales (31). En coyunturas sociales y políticas particulares, la similitud de sus posiciones objetivas podría conducirlos a movilizarse a nivel nacional e internacional, y a jugar colectivamente un importante papel como agente del cambio. Pensemos en las recientes movilizaciones masivas de los empleados de los fast-foods en Estados Unidos para obtener un salario mínimo de 15 dólares la hora. Otro ejemplo es proporcionado por los desempleados y trabajadores precarios de Madrid, España, que recientemente se han dotado de una estructura de coordinación y de una plataforma económica, social y política (32).
Mientras tanto, estos trabajadores forman un mundo paralelo, al margen del contrato social ya ‘laminado’ por una sociedad de mercado que tiende hacia una forma de anarquía. Para más de un observador la sociedad de mercado tiende incluso hacia una “no-sociedad” regida finalmente por nada más que lazos contractuales y un código penal que amenaza con castigos. Si algo define bien esta dislocación social en curso es la incertitud en torno al trabajo-empleo. La desconexión radical y rápida de la economía en relación a la sociedad, provocada por las políticas neoliberales, ha transformado el vital tema del desempleo masivo y de la precarización del empleo en una cuestión de supervivencia para la sociedad actual, y en un reto fundamental para la sociedad que será necesario crear en el futuro.
Trabajar menos para que todos trabajen y gocen de tiempo libre
Las nociones de trabajo, de empleo y de tiempo han sido sujetos de reflexión desde tiempo inmemoriales y en todas las civilizaciones, y como prueba el poema “Los Trabajos y los Días” de Hesíodo escrito 700 años antes de Jesucristo, porque ambos definen en realidad la relación social del hombre con la naturaleza y la sociedad. El Trabajo, con T mayúscula, consiste en mucho más que la acepción corriente y puramente mercantil que reduce su campo de aplicación al trabajo asalariado, remunerado. De la misma manera, el Empleo no puede ser solamente reducido a “tener un empleo” o a “estar sin empleo”. Lo mismo con el Tiempo, única posesión de la cual disponemos verdaderamente en la finitud de nuestras vidas. Ese Tiempo no puede limitarse al proverbio “Time is Money”, erróneamente atribuido a Benjamín Franklin pero revelador de cómo en una sociedad capitalista el “tiempo” de trabajo (no pagado a los trabajadores) es un valor o una plusvalía para el capitalista.
El impase social y económico actual remonta a las últimas tres o cuatro décadas y proviene, en efecto, de la crisis del trabajo-empleo y del mecanismo que permite la valorización del capital. En el curso de este período los empleos y los ingresos estables han devenido poco a poco un privilegio. Las sociedades occidentales fueron incapaces de conservar los logros de la civilización industrial y de aprovechar los progresos tecnológicos logrados desde entonces para reinventarse, convirtiendo el tiempo de ‘desempleo tecnológico’ en tiempo consagrado a las actividades socialmente útiles y al ocio voluntario. La persistencia del impase social y económico indica que la reducción continua del trabajo-empleo define ahora y de manera fundamental la metamorfosis socioeconómica en curso. Sin embargo, a la vista de los aportes del progreso tecnológico reciente, este impase crea también una ocasión única para poner en tela de juicio el orden económico vigente, su modelo de crecimiento y su régimen de propiedad. Los imperativos ineludibles de la vida en sociedad y las inevitables limitaciones medioambientales figuran entre otros elementos que incitan a tal cuestionamiento. El rechazo o la incapacidad de abordar esta ocasión consagrarían la vía que lleva directamente a una división de la sociedad en dos, de una parte la minoría de los riquísimos especuladores, de los productores y profesionales, en la otra la mayoría reducida al ocio forzado y a la miseria.
En las sociedades que evolucionan hacia el “sin empleo”, en lugar del “pleno empleo”, la disminución del trabajo-empleo puede ser tanto sinónimo de lo mejor como de lo peor. Como ha subrayado Immanuel Wallerstein, “la historia no está del lado de nadie. Cada uno de nosotros puede influir en el futuro, pero no sabemos y no podemos saber cómo actuarán los demás para también influir en él” (33). Desde el punto de vista de la defensa de los intereses de la mayoría, la cuestión estratégica es la de saber si la automatización y la robotización pueden efectivamente contribuir al asentamiento de un modo de producción que dispondría de los atributos necesarios para la emergencia de una sociedad poscapitalista. ¿Debemos ver o no en la automatización y la robotización los medios que permitirán una repartición diferente de las horas trabajadas y una utilización del tiempo más en fase con la participación social y el despliegue personal de los individuos? Dicho de otra manera, ¿podrían verdaderamente servir para cuestionar la presente división social del trabajo y conducir a una valorización diferente del tiempo consagrado a diferentes formas de actividades, sea el trabajo productivo, el trabajo reproductivo y las actividades personales o de placer? ¿Permitirán la automatización y la robotización la creación de nuevas formas de cambio y una mejor distribución social de la riqueza? ¿Y en esta óptica, el primer paso a dar no sería relanzar la reivindicación de una semana de trabajo más reducida?
André Gorz precisaba a este sujeto que lo esencial del combate a emprender no debería ser sobre la preservación de la estabilidad del trabajo-empleo en sí misma, sino más vale contra la tentativa de perpetuación de la ideología que glorifica el trabajo-empleo en sí mismo como la fuente de los derechos, de la identidad y del alcance de logros personales. La reducción del tiempo de trabajo requerido para responder a las necesidades materiales debería, pues, ser considerada en primer lugar en función de las nuevas posibilidades que se abren de emancipación colectiva y personal. Diferentes medidas, como un ingreso de existencia universal y de redes de cooperativas comunales de autoproducción, pueden abrir la vía a una reapropiación del trabajo y a la construcción de un futuro liberado del molde de una sociedad fundada sobre el trabajo-empleo y el salario.
Gorz también recordaba que el trabajo-empleo, el trabajo como mercancía, no era una categoría antropológica, sino un concepto inventado a finales del siglo 18. La monopolización gradual de los medios de trabajo permitió entonces aislar el trabajo de la persona que lo efectuaba, de sus intenciones y más fundamentalmente de sus necesidades. El trabajo quedó así reducido a la cantidad de fuerza abastecida por un “trabajador”, una cantidad medible e intercambiable por dinero, comprada por un patrón que determinaría en consecuencia tanto la finalidad como las modalidades y el precio del trabajo. El trabajo fue así llevado al rango de mercancía y el trabajador desposeído del producto de su trabajo, de su autonomía y del empleo de su tiempo, a cambio de un salario.
Desde entonces, el trabajo se encontró asociado con el empleo, mientras que las actividades propias a la supervivencia, a la reproducción social, al desarrollo de los individuos y sus comunidades, y esenciales desde tiempos inmemoriales al funcionamiento de no importa qué tipo de economía, fueron retiradas de la esfera económica y por lo tanto de toda evaluación monetaria. El ‘saber hacer’ asumió así la primacía sobre el ‘saber ser’. El trabajo-empleo se impuso a la vez como la única fuente de ingresos para poder vivir y de estatuto social, así como la única base posible de la formación de la sociedad y de su cohesión.
Hoy día, a pesar de la creciente rarificación del empleo, el discurso dominante hace como si esta rareza no se debe a causas sistémicas, y continua remachando que sin empleo nada es posible, que no se puede vivir en la dignidad y que todo ingreso acordado fuera de un empleo es una forma de caridad. Todo es hecho para impedir una salida de la noción trabajo-empleo, y en consecuencia de una revalorización del tiempo fuera del trabajo asalariado, y del trabajo en su sentido más amplio. Es muy paradójico que la lucha contra el desempleo y la reivindicación del pleno empleo contribuyan a complicar esta salida, al reforzar el estatus o lugar del trabajo-empleo en la sociedad. Todo tiende así a obstaculizar un cambio radical de las mentalidades en lo referente al trabajo-empleo y el tiempo fuera del trabajo asalariado.
Simultáneamente, la aspiración de alcanzar otras formas de ser y de actuar, otras prioridades que aquellas impuestas por un empleo, está creciendo en potencia. Esta aspiración está en fase con la evolución y los cambios de valores que se caracterizan por la convergencia entre la búsqueda de nuevos equilibrios (desarrollo personal/desarrollo profesional, calidad de vida, cantidad de bienes, etcétera), la aparición de nuevas expresiones de compromisos colectivos en los jóvenes (código fuente abierto, economía social, consumo cooperativo, por ejemplo) para reemplazar el consumo individual, por ejemplo, y la emergencia de una visión del mundo más consciente, más ecológica, y sobre todo más respetuosa de la coherencia entre los valores y el comportamiento (34). Esta no es una aspiración que data de ayer, ya que podemos encontrar su origen en las críticas del trabajo-empleo a comienzos del capitalismo, cuando no se lo consideró como siendo la salvación de la sociedad, ni tampoco como la fuente de riquezas en el siglo 20, sino más bien como una experiencia vectorial de afirmación y de realización de sí mismo. Las empresas del sector de nuevas tecnologías, entre otras, privilegian mucho este punto de vista (35).
El cambio y la evolución de los valores, la rarificación del empleo, la importancia adquirida por el desempleo crónico o de largo plazo, lo extendido y la persistencia del precariado, la liberación de la imaginación y la autonomía exigida por la economía del conocimiento, el nacimiento y la multiplicación de viables iniciativas económicas no-capitalistas, figuran entre otros muchos factores que pueden contribuir a borrar los obstáculos culturales que hacen que las gentes sean “incapaces de imaginar que podrían apropiarse del tiempo liberado del trabajo, de las intermitencias de más en más frecuentes y extendidas del empleo para desplegar auto-actividades que no necesitan de capital y que no lo valorizan” (36).
Sin embargo, ese bloqueo psicológico sigue presente y el debate sobre el futuro del trabajo se cristaliza más que nunca antes en torno a la noción de “ingreso de existencia’. La potente idea de instaurar un ingreso de base distribuido por igual a todos para asegurar la supervivencia de cada uno no es nueva, Thomas Paine la mencionaba en 1797. Desde entonces ha sido objeto de diferentes interpretaciones, marcadas por las concepciones ideológicas de quienes las presentaron en un momento u otro. Más recientemente hubo quienes percibieron esta idea como un mal menor para enfrentar los peligros de un estancamiento percibido como secular, o más aún, como una herramienta apropiada para llevar más lejos la fórmula del “workfare” (retribuir la ayuda monetaria con trabajo, capacitación o estudios, por ejemplo). Por otra parte hay quienes la ven como una panacea frente a la pobreza o una manera de asegurar una verdadera igualdad de género, y hay otros, más cercanos al pensamiento de Gorz, que se interesaron sobre todo a las posibilidades que ofrece esta noción de ingreso de existencia para cambiar radicalmente la sociedad, notablemente mediante la reapropiación del trabajo.
La idea de un ingreso de existencia sigue haciendo su camino, en particular por el contexto aparentemente favorable creado por la incorporación de un ingreso de base garantizado en la agenda política de ciertos Estados europeos. Son muchos quienes la ven como una ocasión de franquear una etapa decisiva hacia una sociedad diferente. Empero, la instauración eventual de tal ingreso ha sido abordada por esos Estados como parte del espíritu del neoliberalismo dominante y sin una verdadera investigación paralela de una solución innovadora y durable a la cuestión del trabajo y su papel en la sociedad y en la vida de los individuos. La necesidad asimismo de aportar una respuesta a las urgentes y no adecuadamente satisfechas necesidades sociales por el mercado, no parece formar parte de las políticas consideradas. A juzgar por la documentación disponible, la ambición es poder manejar el ocio forzado y mantener la demanda, y no la de construir una sociedad sin desempleo a partir de una redefinición del trabajo, como presuponía la noción de ingreso de existencia planteada en la década de 1980.
En otro orden de ideas, parece muy incierto que los Estados que encaran la implantación de esa política dispondrán de los medios financieros adecuados para proveer un ingreso de existencia suficiente, en el sentido en que lo entendía Gorz, especialmente a la luz de las políticas de austeridad y de la política monetaria impuesta por el orden económico vigente. Esto plantea inmediatamente el problema de la credibilidad económica de esos proyectos de ingresos de base garantizados, tanto en su fase de implantación como en su continuidad, especialmente si anticipamos los arbitrajes presupuestarios inevitables por la situación económica actual, tomando en cuenta la lógica del capitalismo realmente existente.
Convertida en una importante cuestión política, la definición de un ingreso de existencia se ubica en el centro de una lucha de influencias en la cual “los ganadores” en la fase actual de la evolución del sistema socioeconómico no podrán dejar de participar. Y se corre el riesgo de que la noción de ingreso de base garantizado sea despojada de todo el alcance transformacional que posee y simplemente convertida en una banal ocasión de consolidar los “mínimos sociales” ya reconocidos en los países de la Triada. Este parece ser el caso en la iniciativa finlandesa. Vaciada de esta manera, la noción de ingreso de base garantizado jalonará simplemente la vía hacia una forma moderna de servidumbre, en lugar de abrir la vía a una mejor repartición del volumen creciente de riquezas producidas por un volumen decreciente de capital y de trabajo. Una mayoría de la población reducida a la precariedad permanente se vería así incitada a resignarse a su condición, a cambio de un mínimo vital definido arbitrariamente por un proceso político sobre el cual ésta mayoría tendrá menos poder aún. El ingreso de base garantizado se convertirá de esa manera en una vía rápida hacia un sistema social que, en el curso de la destrucción de empleos asalariados, estructurará y perpetuará la pobreza y marginación política de una proporción cada vez más importante de la población, que sobrevivirá así fuera de un mundo nuevo creado por una economía que hará de un “nivel general de conocimientos la fuerza productiva principal”.
Es difícil asimismo pasar por alto la ruptura que tal ingreso de base garantizado provocaría entre el trabajo y la protección social, particularmente en una fase en que el capitalismo vuelve a ser salvaje. En efecto, esta articulación se ha considerablemente debilitado desde la salida de la civilización del capitalismo industrial, pero ahora la cuestión primordial es más la repartición del trabajo-empleo que la distribución de un ingreso de existencia. A condición, por supuesto, de considerar que el objetivo a proseguir es bien el de asegurar que en el período de transición hacia una sociedad poscapitalista el nuevo modo de producción en emergencia estará basado sobre una mejor correlación de fuerzas entre el Trabajo y el Capital, y sobre un mejor equilibrio entre el trabajo-empleo, las actividades sociales y las actividades personales.
Asimismo, es un hecho que los seres humanos son también tan sensibles a la iniquidad en la repartición de ingresos como sobre la iniquidad en la repartición del trabajo. Las situaciones en las cuales algunos se ven forzados a trabajar, y otros no, son muy mal aceptadas socialmente y no podrían constituir soluciones a largo plazo. La facilidad con la cual los desempleados y las personas bajo asistencia social pueden ser estigmatizados nos dice mucho sobre ese sujeto. Como lo señala Seith Ackerman en un artículo publicado en la revista Jacobin (37), “mientras la reproducción social necesitará de un trabajo alienado, seguirá existiendo esta demanda social de una igual responsabilidad para todos de trabajar, y un malestar de conciencia sobre ese sujeto entre quienes podrían trabajar, pero que por una u otra razón no lo hacen”. Esta actitud social impone un reexamen profundo de la cuestión de la repartición equitativa del trabajo-empleo y de las posibilidades que tal repartición ofrece en materia de reducción y de una diferente planificación del tiempo de trabajo, y de la transformación de la distribución actual, profundamente desigual, de los frutos del crecimiento económico.
La disociación entre crecimiento económico y la creación de empleos puede ser gestionada tanto por la disminución de las horas trabajadas como por la disminución del número de trabajadores. Desde el punto de vista social, la primera solución es mucho más preferible que la segunda, puesto que permite tratar a todos los trabajadores de la misma manera, y al mismo tiempo asegurar al mayor número posible las ventajas de un empleo. Una vía atrayente sería la de vincular la disminución del número de horas trabajadas al aumento de la productividad, lo que igualmente permitiría proteger el ingreso per cápita.
Pero escoger esta solución no crearía empleos suplementarios. Para poder crear más empleos es necesario que la disminución de la duración del tiempo de trabajo supere el umbral de las compensaciones por horas suplementarias o por nuevos aumentos de la productividad, o dicho de otra manera, que sea superior a los progresos de la productividad del trabajo y a la capacidad de absorción de la mano de obra por nuevas empresas u organismos. Se trata de un marco de acción sin mucho margen de maniobra.
Más precisamente, tal marco no podría ser aplicado sin que haya repercusiones importantes sobre los niveles de remuneración de los trabajadores y los gastos de explotación de las empresas u organismos. En la lógica económica actual, la realidad brutal es que la reducción del tiempo de trabajo no podrá ser efectuada sin cuestionar la remuneración. Por otra parte, su adopción y su puesta en aplicación solo será posible a partir de procesos largos y complejos, tanto a nivel de las instancias políticas como de las empresas. Finalmente, no menos problemático es el escollo de la capacidad real de intercambios perfectos o aceptables de personas en relación a las exigencias de un empleo. Tal posibilidad de intercambios está lejos de poder ser asegurada en las condiciones existentes. En un contexto mundial en el cual el costo del trabajo amenaza su existencia, una reivindicación de disminución del tiempo de trabajo que gravitaría exclusivamente en torno al principio de quitarle una parte del trabajo a quienes trabajan mucho para redistribuirlo a todos aquellos que no tienen un trabajo, no tiene muchas posibilidades de triunfar desde el punto de vista de la movilización de los trabajadores concernidos, y tampoco para llegar a ser incluida en la actual agenda política.
Hacia reformas no reformistas
Pero la terca realidad persiste. El trabajo sigue siendo la llave de la producción, y por lo tanto de la actividad económica, y la forma privilegiada de la repartición de la riqueza producida. Su validación social continúa pasando por la colectividad y el mercado. El gran reto en la actual fase de la evolución del sistema socioeconómico será el de lograr dar un mayor peso a la colectividad en la validación social del trabajo. Eso facilitará su reapropiación, aunque más no sea que sacando el sector de la economía social y solidaria de su actual papel de amortiguador social en el marco de la actual política de descompromiso del Estado, para que juegue plenamente su papel de desarrollo hacia una nueva sociedad en la cual lo económico esté encastrado en lo social. Tal proceso deberá inscribirse, sin embargo, en una perspectiva más amplia de reflexión sobre el lugar del trabajo en la cambiante situación actual. A partir de que constatamos la imposibilidad de repetir los esquemas anteriores en la lucha contra el desempleo, esta reflexión debería tomar en cuenta la existencia de necesidades sociales no satisfechas por el mercado y las nuevas posibilidades de revisar las proporciones de tiempo consagradas al trabajo-empleo, a las actividades sociales y a las actividades personales. También debería incluir la creación de oportunidades para refundar la ciudadanía sobre nuevas bases y de avanzar así en la vía de la democracia productiva.
La traducción de las conclusiones de tal reflexión en proyecto político en primer lugar, y seguidamente en una estrategia de su puesta en marcha, es un reto de talla. Este desafío se revelará con particular agudeza en el reposicionamiento y el desarrollo del sector de la economía social y solidaria, que constituye un asunto estratégico. En la fase actual de la evolución del sistema socioeconómico, los monopolios y oligopolios dominan el mercado y tienen fuerte influencia en las políticas, las leyes y reglamentos. Los poderes públicos, que controlan las colectividades, están profundamente impregnados por esta influencia. Los monopolios y oligopolios de sectores industriales, agrícolas, comerciales y de los servicios usan y abusan de su poder para preservar sus rentas de situación, impiden la emergencia de toda iniciativa surgida de los medios económicos y sociales que podrían poner fin a tales ventajas. Este comportamiento se propaga a los poderes públicos. Las limitaciones reglamentarias y las exigencias de funcionamiento, compatibles solamente con una producción o una organización de gran escala, asfixian la producción en pequeña o mediana escala, que sea con objetivos de lucro o no. De esta manera se dificulta la innovación económica, social y cultural. Más fundamentalmente, esas limitaciones y exigencias de funcionamiento perjudican igualmente la preservación de las diversas formas de habilidades para la vida y del “saber-hacer”, esos conocimientos y prácticas que son el fruto de los avances logrados por la humanidad y sin los cuales cualquier sociedad tendría dificultad en progresar y desarrollarse. Todo esto constituye el terreno de lucha política que apunta en el horizonte, porque en síntesis se trata de trabajar para volver a poner la economía en el seno de la sociedad.
Para retornar a la necesidad de disponer de una perspectiva más vasta, un ejemplo interesante es la propuesta avanzada por Guy Aznar (38), un investigador francés independiente, a finales de la década de 1980. Aznar lanzó la idea de una sociedad sin desempleo y en la cual se podría “vivir a tres tiempos”, equilibrando producción, actividades sociales y tiempo individual. Cada uno organizaría libremente su proyecto de vida en torno de esos tres polos: el trabajo en la esfera productiva, la actividad en la esfera social, la actividad o no-actividad en el espacio individual. Una persona podría así ocupar un empleo en el sector productivo (pequeña empresa, gran empresa, etc.), pero trabajando menos horas para permitir al mayor número posible de tener un empleo. Ese individuo podría también consagrar un cierto número de horas semanales a las actividades sociales, por ejemplo en un organismo de dimensión comunitaria. En fin, podría ocupar su tiempo libre en actividades individuales con objetivos recreativos o lucrativos, o más prosaicamente al placer y el reposo. Aznar partía de la constatación que la proporción relativa de esos tres tiempos podía ser cambiada en caso de una marcada disminución del empleo.
El tiempo de trabajo productivo sería compartido entre todos. El tiempo social existe –o sería creado- bajo la forma de la vida asociativa, pero numerosas otras funciones sociales deberán ser desarrolladas para responder, entre otras cosas, a las necesidades no satisfechas por el mercado. El tiempo libre quedaría sujeto a las opciones personales de cada uno y podría eventualmente servir para inventar un nuevo trabajo al lado del primero. Lo esencial en ese modo de organización es que cada uno pueda “vivir a tres tiempos’.
Y a cada tiempo correspondería un ingreso: para el tiempo de trabajo productivo un salario ligado al tiempo consagrado a las tareas asignadas; para el tiempo social un “segundo cheque” relacionado a la productividad de la sociedad, a su crecimiento económico, y del cual podrán beneficiar solamente las personas que habrán aceptado reducir su tiempo de trabajo, y jamás las personas profesionalmente inactivas o que ocupan un empleo a tiempo completo; para el tiempo libre, un ingreso facultativo y fruto de la autoproducción bajo el signo del valor de uso.
En el contexto específico de la Francia de finales de los años 80, Guy Aznar retenía tres estrategias para poner en ejecución este sistema: la reducción general del tiempo de trabajo para llegar al tope de cuatro días por semana; la opción personal de reducción del tiempo de trabajo productivo, recurriendo a diferentes disposiciones existentes (pre-jubilación, año sabático, tiempo parcial voluntario, etc.), la estrategia -a partir de la duración de la vida activa-, de reducir por libre decisión el tiempo de trabajo productivo mediante períodos de interrupción en alternancia con períodos de trabajo. Y la creación masiva y voluntarista de un vasto sector de empleos sociales, el sector de actividades de utilidad colectiva para responder a las necesidades sociales no satisfechas o a las necesidades relacionadas con los servicios a las personas.
Una de las orientaciones de fondo defendidas por Guy Aznar era que había que cesar de considerar el salario como la única fuente de ingresos y que, en consecuencia, una reorganización de las fuentes de ingreso se imponía. De ahí viene la proposición de un “segundo cheque”, por el cual el autor había por otra parte propuesto tres modos de funcionamiento y no exclusivos entre ellos. El objetivo común seguía siendo, empero, el de favorecer la reducción del tiempo de trabajo productivo, facilitar el ejercicio de actividades sociales y de permitir en el futuro que el hombre disponga más libremente de esos “tres tiempos” para devenir verdaderamente “el hijo de sus obras”.
Recordemos que este ejemplo fue escogido para ilustrar la importancia de abordar desde una visión de conjunto el reto del trabajo para todos, y no caer en la trampa de formulas milagrosas o de reivindicaciones “a la pieza” dictadas por la urgencia de actuar. Es importante también la forma cómo se aborda el sujeto en el ejemplo presentado, porque puede resumirse a la voluntad de partir de la realidad, abriendo bien los ojos sobre las transformaciones que están teniendo lugar, y luego de imaginar una sociedad sin desempleo retornar a la realidad con vista a determinar cuáles son los principales elementos estructurantes de tal sociedad en el contexto existente. La idea es la de no luchar simplemente contra el desempleo, sino de comenzar a construir poco a poco una sociedad sin desempleo, avanzando reivindicaciones cuidadosamente orientadas hacia la creación de esos elementos estructurantes. Esos elementos deberían, por otra parte, poder traducirse en objetivos intermediarios y con la preocupación de agrupar gradualmente a todas las fuerzas posibles del cambio, aquellas bien enraizadas en sus medios respectivos y forjadas en las luchas contra las políticas neoliberales, así como las potencialmente susceptibles de emerger de este embrión de clase social que es el precariado.
La incertitud creciente en torno al trabajo-empleo, la inseguridad estresante que esto provoca en crecientes masas de individuos, que en consecuencia se sienten incapaces de poder planificar sus vidas y de alcanzar el sentimiento de que disponen de cierto control sobre sus destinos, constituyen los factores que deberían jugar a favor de la exigencia, y del enraizamiento en la sociedad, de que hay que crear una sociedad sin desempleo. Esta exigencia no podrá, empero, imponerse en la agenda política sin una importante movilización, un movimiento suficientemente poderoso como para quebrar la intolerancia absoluta del sistema hacia cualquier desviación del orden neoliberal.
Montreal, diciembre del 2015.
- Alberto Rabilotta es un periodista argentino-canadiense independiente, antiguo corresponsal en Canadá de las agencias Prensa Latina (PL), Agencia Latinoamericana de Servicios Especiales de Información (Alasei-UNESCO) y de Notimex (NTX), y actual colaborador de ALAI y El Correo UE.
- Michel Agnaïeff es un antiguo dirigente sindical quebequense y ex-presidente de la Comisión Canadiense para la UNESCO.
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23.- Robert Skidelsky, « Return to capitalism ‘red in tooth and claw’ spells economic madness”, The Guardian, London, June 21 2012
24.- John Maynard Keynes, « Economic Possibilities for our Grandchildren », in Essays of Persuasion, New York, W.W. Norton & Co. 1963
25.-Karl Polanyi, « La Grande Transformation », 1944, edición Gallimard, 1983
26.- Zaki Laïdi, « Qu’est-ce que la société de marché ? », http://www.laidi.com/comment/marche.pdf
27.- Eric Hobsbawm, « Marx et l’Histoire », Paris, Éditions Demopolis, 2008, p 74
28.- Las estadísticas oficiales no dan, por otra parte, que una imagen muy parcial de la amplitud real del desempleo. Dependiendo del número de variables utilizadas, la tasa de desempleo puede pasar así, en el caso de Estados Unidos y en el mes de octubre 2014, de 5.4% (la tasa oficial utilizada generalmente por los medios de prensa) , a 11.5% (considerando aquí a los trabajadores “desalentados” a corto plazo y por el trabajo a tiempo parcial), y a 23.0% (si se incluyen las ‘salidas forzadas de la vida activa’, una categoría que dejó de ser tomada en cuenta a partir de 1994). Fuente: http://www.shadowstats.com[1]
29.-Guy Standing, « Work after Globalization – Building Occupational Citizenship », Edward Elgar Publishing Limited, Cheltenham, UK, 2009
30.- Sobre esto ver Travail et citoyenneté : quel avenir ?, publicado bajo la dirección de Michel Coutu y Gregor Murray, Québec, Presses de l’Université Laval, 2010
31.- Guy Standing, « A Precariat Charter – From Denizens to Citizens », Bloomsbury, London, UK, 2014
32.- Diagonal, « Nace la Coordinadora de Desempleados y Precarios de Madrid », https://www.diagonalperiodico.net/global/28942-nace-la-coordinadora-desempleados-y-precarios-madrid.html
33.- Immanuel Wallerstein, “Nuevas revueltas contra el sistema”, newleftreview.es, página 102
34.- Varias fuentes analizan esta perspectiva, entre ellas Carine Dartiguepeyrou. Ver: http://www.democratie-spiritualite.org/sites/democratie-spiritualite.org...
35.- Peter Frose, « The Politics of Getting Life », The Jacobin, abril 2012
36.- Palabras de André Gorz, citado por YOVAN GILLES, « Oser l’exode de la société de travail vers la production de soi », entrevista retomada por el portal Perspectives gorziennes, 30 agosto del 2015
37.- Seith Ackerman, « The Work of Anti-Work : A response to Peter Frase », Jacobin, May 2012,
38.- Guy Aznar, « Le travail c’est fini (à plein temps, toute la vie, pour tout le monde) et c’est une bonne nouvelle », Paris, Édition Belfond, 1990
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