Planteemos la polémica. ¡Ya es hora!

06/05/2015
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Rafael Correa tiene el mérito de haber contribuido enormemente a sincerar los términos de la discusión política en el Ecuador. No es exagerado señalar un antes y un después de Correa, tanto para la derecha como para la izquierda. Correa desnudó a los cadáveres insepultos de la partidocracia dejándolos en sus patéticos huesos y, a la izquierda, también, apropiándose de su proyecto y convirtiéndola en su furgón de cola. Correa es, en la historia política del Ecuador, una especie de lámpara infrarroja que ha acelerado, en poco menos de una década, la maduración de todos los frutos involucrados.

 

La pulverización de la derecha dinosaúrica

 

Después de más de 175 años de vida republicana, a comienzos del siglo XXI, el proyecto oligárquico en el Ecuador hacía agua por los cuatro costados. No se trataba de una crisis coyuntural, era el fin de un modelo de dominación. La línea conductora que va de J.J. Flores a Jamil Mahuad  comenzaba a debilitarse peligrosamente, amenazando con ceder al empuje de los sectores populares. En poco más de un cuarto de siglo, entre 1980 y el 2005, la oligarquía ecuatoriana sacó a relucir todas las armas de su ambición e irresponsabilidad, habiendo llegado a hacer de la nación un coto cerrado en el cual todo lo controlaba, desde la economía hasta la justicia, pasando, como era lógico, por el Estado. La última Constitución promulgada por la oligarquía (1998), así lo demuestra. La oligarquía, en su conjunto, con esa Constitución, quedaba autorizada para saquear legalmente a la nación. Su aparente fuerza política reflejada en su espíritu privatizador, era, en el fondo, una muestra camuflada de su profunda debilidad. Nada, en lo fundamental, de ese texto, garantizaba los derechos de las grandes mayorías; todo, legalmente, normaba el espíritu saqueador de las clases dominantes.

 

Después del feriado bancario de 1999, la legalidad no era suficiente para respaldar el proyecto oligárquico. Los dueños del país decidieron jugarse el todo por el todo. En un balcón de Guayaquil Febres Cordero advirtió que la oligarquía no se “ahuevaba” en la defensa de sus intereses. Seguros de contar con el respaldo norteamericano se dispusieron a rescatar y consolidar su poder histórico; pero ya no tenían la seguridad de épocas anteriores. La nación se caía a pedazos, la corrupción institucional minaba el Estado, la empresa privada vivía un profundo desprestigio y los partidos políticos se habían convertido en instrumentos legales de la corrupción. El proyecto de dominación oligárquica hacía agua por los cuatro costados.

 

¿Qué era lo que amenazaba con romperse?, ¿qué era lo que estaba llegando a su fin?, ¿por qué la oligarquía sentía que el control político se le escapaba de las manos?

 

Entendemos a la oligarquía más como una definición política que como un objeto tangible, como la convergencia, a través del tiempo, de los intereses de control y dominación de los sectores político-económicos que han manejado las riendas del país desde su fundación, que actúa a corto y largo plazo, siempre con el objetivo de controlar el Estado, dueña de un proyecto de nación de perfil platónico en el que, fatalmente, los de abajo están predestinados, por la Divina Providencia, a sostener los privilegios de los de arriba.

 

La herencia colonial, representada en los intereses terratenientes, pronto encontró acomodo con el proyecto plutocrático nacido después del asesinato de Alfaro en 1912, de tal manera que, desde entonces, la modernización capitalista ha sido un proceso constante que se ha ido haciendo de jalón en jalón, por etapas, como respuesta a las necesidades del capitalismo mundial. Todos los gobiernos oligárquicos, desde comienzos del siglo XX, han actuado en función de consolidar la modernización capitalista, proceso que se ha ido dando en medio de las lógicas contradicciones de los sectores dominantes. Ese proyecto es el que comienza a naufragar en el primer lustro del siglo XXI.

 

La oligarquía recalcitrante y retrógrada ve con ojos de verdadero pavor cómo sus privilegios se ven amenazados por un movimiento popular que ha bregado, desde la muerte de Roldós, por participar en la construcción de una nueva nación, más equitativa, más plural, menos aristocrática. No da pie con bola, cree que la única solución es mantener fuera de las decisiones de la política al movimiento popular, no demuestra ninguna lucidez ni tampoco comprensión de los nuevos tiempos que está viviendo la sociedad en general. Intuye que de no encontrar una solución viable su proyecto de clase llegaría a su fin.

 

Para esa oligarquía el fin de su proyecto económico significaba el cuestionamiento del sistema empresarial y de propiedad terrateniente de la tierra, es decir, el cambio de la matriz productiva sostenida por los intereses del capital internacional a otra de gestión autónoma, de base agraria y propiedad comunitaria de los medios de producción.

 

En lo político le aterrorizaba perder el control del Estado. Desde su último caudillo, León Febres Cordero, no había tenido a nadie que representara con éxito y credibilidad sus intereses. El propio partido Socialcristiano había desaparecido y la oligarquía no encontraba otra forma de mantenerse a flote que amparándose en proyectos populistas como el de Abdalá Bucaram o Lucio Gutiérrez, proyectos que en la práctica sólo sirvieron como válvula de escape a la presión popular.

 

En lo social la oligarquía filo aristocrática no congeniaba con la idea de un cambio en el que indios, negros, cholos y mestizos tuvieran la oportunidad de codearse con su clase y compartir, gracias a los cambios posibles, la toma de decisiones en todos los niveles. En fin, su proyecto de dominación se encontraba debilitado y amenazado por las fuerzas populares.

 

Es en estas circunstancias históricas que apareció el proyecto de Alianza País y, dentro de él, la figura de Rafael Correa Delgado.

 

La propuesta de Alianza País y la sumisión de la izquierda “boba”

 

No tuvo la derecha fósil que esforzarse mucho para encontrar la solución. “Su” solución vino del lado contrario, esto es, de las fuerzas opositoras.

 

En efecto, los líderes de Alianza País, en el 2005, saltaron a la palestra política con una propuesta que, en lugar de debilitar el maltrecho proyecto oligárquico, se ocupaba de fortalecerlo. Las cinco líneas de acción programática propuestas por Alianza País nada tenían que ver con los cambios estructurales que necesitaba la sociedad ecuatoriana, razón por la cual la oligarquía los aceptó sin ninguna resistencia. Para llevarlos adelante Alianza País contaba con una figura joven y prometedora como la de Rafael Correa.

 

Esa propuesta fue, fatalmente, aceptada de forma acrítica por toda la izquierda ecuatoriana junto con los movimientos sociales. No era la primera vez. Salvando las circunstancias históricas específicas, en 1944, la izquierda procedió de idéntica manera.

 

En la década de los años cuarenta estaba entrando en crisis un modelo específico de acumulación capitalista que era el de la agro exportación o modelo primario de acumulación, implantado en el Ecuador a raíz de la Revolución Liberal. La producción industrial era casi nula y las exportaciones agrícolas de productos tradicionales como el cacao, arroz, café, condurango, palo de balsa etc., apenas cubrían el mercado interno y estaban sujetas a las necesidades del mercado internacional, principalmente norteamericano. La segunda guerra mundial y la invasión peruana a territorio nacional en 1941, aceleraron la crisis del modelo, que, como era lógico, se manifestó, también, en el nivel político.

 

La dictadura de Federico Páez pudo avanzar en las reformas que el Estado liberal necesitaba gracias al apoyo del Partido Socialista Ecuatoriano, después de lo cual el dictador se encargó de fortalecer la alianza de los sectores dominantes (fracción terrateniente y plutocracia liberal) y reprimir al pueblo; de inmediato, el general Enríquez Gallo dio apertura a “esa” izquierda en la Asamblea Constituyente de 1938, la misma que se materializó en un Frente Unido de la Izquierda, cuyos 22 diputados, que podían inclinar la balanza a favor de un proyecto popular, se entregaron, sin condiciones, al liberalismo de Aurelio Mosquera Narváez; lo mismo sucedió con Velasco Ibarra después de la Revolución Gloriosa de 1944.

 

“Esa” izquierda no era capaz de manejar la insurgencia popular y jugó el triste papel de ser un resorte de amortiguamiento entre los intereses de la oligarquía y los del pueblo.

 

Si esa conducta de la izquierda tiene, en los años cuarenta, algún viso de explicación, bajo ningún concepto se puede explicar su reiterada conducta en el primer lustro del siglo XXI. No hay derecho a creer que la experiencia histórica no puede enseñarnos algo.

 

A comienzos del siglo XXI no era un modelo de acumulación específico el que estaba en crisis, era el capitalismo mundial que sufría una crisis general en todos sus niveles, un capitalismo que desde el 2007 estaba sometido a una terapia intensiva por parte del capital financiero y sus aliados. Se trata (en presente, porque es una crisis en curso) de una crisis civilizatoria que está hundiendo a la humanidad en el abismo, llevándose de la mano a economías débiles como la ecuatoriana.

 

“Esa” izquierda no aprendió nada de la Historia y dio muestras de  no ver un elefante a un jeme  de sus narices. Creyó que en la propuesta de Alianza País estaba la solución y vio, en la figura de Rafael Correa, a su redentor. Su única salvaguarda fue imaginar que al interior del proyecto correista había un “gobierno en disputa” y que ellos, que eran los más claros ideológicamente y los que tenían los cuadros más capacitados, podrían, en un futuro inmediato, ser los timoneles del proyecto.

 

Correa les desencantó en poco tiempo. Resultó rojo por fuera y blanco por dentro. Les convenció de que una revolución no se hacía ayudándole a morir al capitalismo, sino suministrándole oxígeno para después rematarlo, con lo cual se sumó a la corriente del reformismo latinoamericano que, en el contexto mundial, no es sino otra pieza del cambio global de la hegemonía capitalista.

 

Esa izquierda “boba”, incapaz de aprender de la Historia y que viene actuando en la política nacional desde comienzos del siglo XX, jamás le dio espacio, ni tomó en cuenta, los planteamientos de una izquierda revolucionaria que, en silencio, luchaba por sacar a flote sus tesis. No lo pudo hacer sino hasta cuando Rafael Correa desnudó a “esa” izquierda, dejando en evidencia su profunda naturaleza reformista y oportunista.

 

Las tesis de la izquierda revolucionaria

 

En líneas anteriores decíamos que la oligarquía veía amenazado su proyecto de dominación por un movimiento popular cada vez más cohesionado y organizado, veía en peligro, en lo económico, el sistema empresarial y  la gran propiedad de la tierra; en lo político, el dominio del Estado y, en lo social, el ascenso de las clases subordinadas a la toma de decisiones. En cualquier parte del mundo, una revolución verdadera, afecta esos tres niveles o, por lo menos, uno o dos de ellos.

 

El triunfo de Alianza País y su caudillo no sacudió ninguno de estos aspectos. Desde el principio quedó claro que su estrategia de desarrollo iba por el lado del fortalecimiento del Estado y la imposición autoritaria del poder político, adornado en un discurso de izquierda que ha tomado por asalto todos los símbolos revolucionarios para impulsar un jalón más del desarrollo capitalista. Conceptualmente, Correa se dice un continuador del proyecto trunco de Alfaro que consistía en la construcción de un Estado-nación moderno con un capitalismo de amplia base popular. Esa ha sido siempre su aspiración y, a su vez, su límite histórico.

 

Nunca hubo proyecto revolucionario en Alianza País ni en su caudillo Rafael Correa. Eso lo comprendió, con suma claridad, la fracción modernizante de la oligarquía ecuatoriana, no así la izquierda “boba” ni tampoco los movimientos sociales que tardaron en reaccionar. Ahora se comprende que el autoritarismo de Correa se explica por la necesidad que tiene la nueva derecha de reprimir al pueblo organizado y no para limitar los privilegios de la oligarquía. En la derecha, la única  que no comprende este juego, es la oligarquía colonial, recalcitrante y fósil que se niega a ceder sus privilegios y sigue creyendo en una república de corte platónico, con cuya conducta le da a Correa pretexto para seguir utilizando un discurso filo revolucionario.

 

La política económica del régimen correista se enmarca en los parámetros del neokeynesianismo, mezclados con clásicas medidas liberales y neoliberales, lo que configura un coctel económico que sólo tiene de progresista el discurso revolucionario con el cual se lo vende al pueblo. Nada de lo “bueno” hecho por el régimen trasciende esa heterodoxia posible dentro de los límites del sistema del capital.

 

Ni la faraónica obra vial, ni los cambios espectaculares efectuados en la educación, ni los ajustes en el sistema tributario, ni el fortalecimiento del Estado, ni la inversión pública, ni el reordenamiento político territorial, ni la impactante compra inicial de la deuda externa, ni los logros alcanzados en la disminución del desempleo, en fin, todo aquello que el régimen califica como el “milagro ecuatoriano” se acerca siquiera a lo que es una revolución. Es, en el fondo, el pago parcial de la deuda social que la oligarquía tenía con el pueblo ecuatoriano desde la fundación de la república, son las medidas conducentes a la construcción del Estado-nación, proyecto burgués por cualquier costado que se lo mire.

 

La izquierda revolucionaria tiene una deuda de gratitud con Rafael Correa, puesto que fue necesaria su presencia para romper el férreo cerco que la izquierda reformista había construido, a través del tiempo, a su alrededor. Lograron enterrarla, prácticamente, bajo el peso de lo que ellos llamaban una política “sensata y realista”. Cuando Correa llegó, esa izquierda apoyó, sin tapujos,  su proyecto. En él se concentraron todos los matices del “progresismo” nacional, desde los tonos rosados hasta los rayanos con el rojo, por eso resulta una hipocresía que ahora “esa” izquierda quiera oponerse al proyecto correista, cuando ese proyecto es el que siempre ha defendido.

 

La izquierda revolucionaria en el Ecuador nada tiene que ver con el estalinismo, ni con el castrismo, ni el maoísmo, ni ningún otro ismo revolucionario. Tiene sus raíces en el pensamiento ancestral, en la tradición de lucha del pueblo ecuatoriano, en lo mejor del pensamiento revolucionario de occidente que es el marxismo y toma en cuenta los errores cometidos por el socialismo real del siglo XX. Con esos instrumentos vive un acelerado proceso de elaboración de la nueva teoría revolucionaria, necesaria para plantearnos la construcción de una nueva sociedad.

 

Los diez principios de la nueva teoría revolucionaria

 

1.     El equilibrio.- La piedra angular del pensamiento ancestral es el equilibrio. Debe existir equilibrio en la producción, en la distribución,  en el consumo, en la relación del ser humano con la naturaleza. La falta de equilibrio altera el flujo normal de energías entre los múltiples sistemas que conforman el sistema general de la vida. Un sistema económico-social pierde el equilibrio cuando se ha permitido la acumulación de la riqueza en pocas manos. Desde el régimen colonial se perdió el equilibrio en la sociedad americana. Quinientos años después se hace necesario restaurar ese equilibrio.

 

2.     Sistema de propiedad comunitaria de los medios de producción.- La sociedad del Sumak Kawsay Revolucionario no elimina el derecho a la propiedad individual, pero principaliza la propiedad comunitaria sobre los medios de producción, la misma que, apuntalada en la noción angular del equilibrio, hace posible la diferenciación de la propiedad entre propietarios individuales y el Estado y, entre ellos mismo, impidiendo, por medio de un proceso permanente de control a cargo del Estado, que se rompa el equilibrio estructural.

 

3.     La “fuerza necesaria”.- Pero el equilibrio cíclico no es solamente el resultado del accionar de los “factores” de la historia, sino su conjunción con la voluntad del ser humano. La restauración es el acto consciente de los individuos en medio de sus circunstancias históricas. Luego de esta ruptura con el orden heredado, entonces se inicia –pero sólo entonces-, la transición hacia el pleno equilibrio de las fuerzas productivas y sociales en el cual nada, ni nadie, estarán excluidos.

 

4.     El sujeto revolucionario.- La crisis actual no es sólo la crisis del sistema capitalista sino la de su civilización. El desajuste entre el ser humano y la naturaleza es de tal magnitud que la humanidad está amenazada de muerte. De entre todos los que viajamos en esta nave sideral que se llama Tierra se junta una vanguardia político-espiritual dispuesta a asimilar la esencia del Sumak Kawsay Revolucionario. Esa vanguardia se prepara acercándose al poder de las hierbas sagradas, interpretando las fuentes, vestigios materiales y espirituales de las sociedades ancestrales y estudiando las ideas auténticas del pensamiento revolucionario de occidente.

 

5.     La ideología.- No hay fórmulas ideológicas para construir el equilibrio, sólo el método dialéctico legado por Marx fusionado, ahora, con la herencia del pensamiento ancestral americano. Si en algo nos pueden servir las experiencias históricas del llamado “socialismo real” y la propia historia del capitalismo, será para evitar los errores cometidos. La construcción de la nueva sociedad del Sumak Kawsay es una experiencia inédita que cuenta sólo con la sabiduría humana acumulada durante milenios y el desarrollo espiritual alcanzado hasta nuestros días. Una sociedad de exclusivo desarrollo material sólo puede terminar en la destrucción; así como es imposible una de exclusivo desarrollo espiritual. La conjunción de ambos es la nueva Utopía.

 

6.     Un Estado en manos de la vanguardia político-espiritual es necesario.- Si una vanguardia político-espiritual llega a controlar el Estado se produce un cambio cualitativo en su naturaleza: deja de representar los intereses de una clase y pasa a representar los de toda la sociedad. Las reglas del juego político del viejo régimen se vuelven obsoletas, se construyen, sobre la marcha, otras, que representan las nuevas relaciones de producción y de poder. Otra economía, otro sistema jurídico, otro sistema educativo, otro tipo de democracia. No existen fórmulas, todo depende de la dialéctica sustentada en el equilibrio estructural. La sociedad en su conjunto inicia un proceso heroico de creación de lo nuevo.

 

7.     Las formas de lucha.- Toda forma de lucha contra el régimen establecido es válida, sólo que en las actuales circunstancias históricas se debe priorizar la contienda electoral. El accionar político del correismo ha permitido que los actores políticos pongan sobre la mesa todas sus cartas, motivo por el cual, la izquierda revolucionaria, Ñucanchi Socialismo -que es la nueva izquierda en el Ecuador-, tiene la oportunidad “democrática” de ser radical sin que eso signifique levantarse en armas, sino llevar, sin tregua ni descanso, una lucha ideológica frontal dentro de las normas de la “democracia real” que ahora existe. Tenemos derecho a demostrar que estamos a la izquierda del proyecto correista y a competir, electoralmente, con él y con el resto de fuerzas. La democracia burguesa, para ser tal, tiene que aceptar la existencia de una fuerza política anti sistema. De no hacerlo se evidenciaría su naturaleza excluyente y autoritaria, es decir, antidemocrática y quedarían abiertas las puertas para otras formas de lucha.

 

8.     La tierra como sustento de la vida.- La tierra será el sustento de la nueva vida. Podemos prescindir de los bienes industriales; de los que nos da la tierra, no. Un sistema de producción agrícola en el que la industria sea complementaria a las necesidades básicas del ser humano, es posible. Ñucanchi Socialismo luchará por eso, hasta ver al Ecuador convertido en un hermoso emporio agrícola.

 

9.     Otra educación para refrendar el cambio.- A la par de la transformación de la matriz productiva se debe iniciar el cambio del sistema educativo, sin lo cual, será imposible consolidar el triunfo político. Nueva educación significa nueva ciencia necesaria para hacer realidad la armonía de las necesidades del ser humano con la naturaleza. Hay que enseñar a las nuevas generaciones a respetar su entorno, fin que nunca se logrará si se las sigue educando en la ciencia burguesa. Depurar la tecnología para ponerla a nuestro servicio y no, como es ahora, el ser humano al servicio de la tecnología.

 

10.  Crear el instrumento para la transformación.- Para ir a la luna necesitamos un vehículo, para hacer la revolución, igual; para la luna una nave espacial, para la revolución, un partido político. Ñucanchi Socialismo es ahora un movimiento, no dice ser dueño de la verdad ni que es el partido de la revolución, dice que quiere serlo. Amparado en sus derechos propone el debate, convencido de que la polémica leal y honesta es el mejor camino para llegar al corazón del pueblo. Rechaza el silencio cómplice, la tesis criminal de “avanzar sin discutir”, la falta de interés en la autocrítica como instrumento de depuración de nuestras filas; condena la indiferencia política y rechaza la injerencia de la nueva derecha en el debate que la izquierda revolucionaria libra contra el correismo[1]. Considera que las líneas generales del debate están planteadas entre el reformismo, con todas sus variantes, y la nueva teoría revolucionaria, aquella que se ubica a la izquierda del proyecto político de Alianza País y de su caudillo Rafael Correa Delgado.

 

1 de mayo de 2015, Quito.

 

[1] Véanse todas las cartas que el periodista José Hernández ha dirigido a personalidades de nuestro ámbito político como Rafael Correa y Alberto Acosta. Su crítica “democrática” con los argumentos de la izquierda revolucionaria suena falsa, porque detrás de ello no existe propuesta política, sólo la puja por aclarar quién está mejor capacitado para llevar adelante el mismo proyecto reformista. Para los voceros de la neoderecha sólo se trata de una cuestión de “estilo”.

 

https://www.alainet.org/de/node/169428
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