De suicidas y asesinos
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Los titulares de prensa del ya superado verano austral no pudieron eludir el espanto de la opinión pública ante variados crímenes y masacres de inocentes, a pesar de la tendencia hacia la naturalización e indiferencia con la que se relegan estas aberraciones. Particularmente cuando los sacrificados pertenecen a sectores sociales o regiones subalternas, o bien cuando se asientan en la recurrencia. Una opinión pública anestesiada por prescriptas dosis de frívolo intimismo, de viejas o repentinas celebrities, del glamour de alfombrados y marcas distinguidas, difícilmente se conmueva ante la regular ocupación y saqueo de países enteros, la inexistencia de derechos y libertades en ellos o la práctica reglada de la tortura y el crimen.
En contraste con las utopías elementales de la modernidad, como la libertad, la igualdad (al menos de oportunidades) o el derecho a la vida, el devenir moderno nos ha acostumbrado a catástrofes políticas, sociales y económicas de toda laya que ideólogos, ejecutores y aparatos de comunicación se han sentido obligados a encubrir o velar. Ya sean nazis, terroristas imperiales o de estado, estalinistas o regímenes políticos más acotados local e históricamente -aunque no menos siniestros- una vez emergida la punta de su iceberg al debilitarse el poder, responden que no fueron, ni vieron, ni que el iceberg es tal, no sólo por las consecuencias penales de sus acciones, sino por la negación práctica de los ideales que dicen encarnar. Las promesas modernas de expansión de la riqueza, del conocimiento y de los derechos humanos conviven confrontativamente en vastas regiones del mundo con la más cruda miseria y la negación de todo derecho, incluyendo el de vida y la privatización del conocimiento. Si se apelara al psicoanálisis salvaje, tanto por simplificación cuanto por extrapolación de sus categorías hacia las acciones políticas y sociales, concluiríamos que son expresiones “egodistónicas”, aquellas en las que las conductas están en conflicto con los ideales y la construcción de la autoimagen o, en otros términos, con las necesidades y objetivos del yo.
No sucede lo mismo cuando los proyectos políticos y las acciones para su consecución resultan ajenos a la modernidad. El caso más palmario es del ISIS, que exhibe sin pudor sus degüellos, crucifixiones, ejecuciones sumarias y su sistema penal al interior del califato, que además de estas penas añade azotes, lapidaciones y amputaciones para “ofensas menores”. No obstante, este movimiento político-religioso parece mucho más aggiornado a la era de la web 2.0 y las redes sociales con su culto a la “extimidad” (por oposición a intimidad para usar la aguda expresión de la socióloga Paula Sibilia) o, si volvemos a recurrir al acervo psicoanalítico mencionado líneas arriba, adquiere un carácter “egosintónico”, es decir que resultan acciones coherentes con la construcción de su autoimagen. No hacen síntoma ni angustian a sus autores, no se problematizan sino que, por el contrario, se ostentan con orgullo. De este modo los protagonistas pueden alardear de sus monstruosidades como un anónimo usuario de facebook o twitter desnuda su narcisismo con futilidades cotidianas, añadiendo en este primer caso el irresistible potenciador del morbo.
Pero no se trata de una oposición entre una búsqueda moderna de la racionalidad, los derechos y el respeto por las libertades, confrontando con su negación aterrorizante y constrictora, sino de una imbricación que excede el mero hecho de que los fundamentalismos político-religiosos y los regímenes terroristas fueron alentados, entrenados y financiados por potencias “modernas”. Unos y otros victimizan a ajenos al supuesto conflicto: los inveterados inocentes. Conjuntamente contribuyen a sustentar la industria armamentista y la espectacularización de las tragedias -tan caras a las industrias mediáticas- y a la banalización de la barbarie o si se quiere de la “banalidad del mal” para usar el término que Hanna Arendt acuñó para Eichmann. Si fuera tal la oposición entre el occidente moderno y los fundamentalismos político-religiosos, el primero combatiría por igual al reino de Arabia Saudita donde rigen y se aplican las mismas leyes que en el califato, en vez de aliarse con él y protegerlo. Hipoteizo que la distancia entre una masacre con supuesta o aparente “causa” y repercusión mediática y aquella sustentada en el mero placer sádico, tiende a reducirse crecientemente.
En los Estados Unidos por ejemplo es particularmente frecuente la matanza de inocentes por anónimos e imprevistos asesinos en ámbitos públicos con especial recurrencia en los centros educativos. Tomó particular notoriedad a partir del luctuoso caso de la escuela secundaria Columbine del año ´99 en el que dos estudiantes de la casa acribillaron a decenas de sus compañeros antes de suicidarse. Son en verdad suicidios con tracción criminal. La prensa y los ideólogos del statu quo los tratarán de locos sueltos, del mismo modo que a los inmolados en acciones terroristas los tildan de fanáticos desquiciados. Pero son sólo excusas ideológicas para soslayar fenómenos de carácter social ampliamente tratados por la sociología ya en el siglo XIX.
Quién sistematizó la pertinencia de los estudios del suicidio fue el ya clásico Émile Durkheim en 1897. Independientemente de la aplicabilidad actual de sus estudios acotados a unas pocas décadas de la Europa decimonónica, el sociólogo francés inicia un tratamiento metodológico fundante al comparar la tasa anual de suicidios de varios países para concluir que existen importantes constantes a lo largo de períodos extensos, aunque diferentes de un país a otro y que los desvíos estadísticos presentan correlatos con acontecimientos tales como guerras o depresiones económicas, de los que deduce tipologías suicidas y vinculaciones entre ellas y la estructura social y cultural. Más atrás aún en el tiempo, el joven Marx dedicó un texto (casi desconocido y muy recientemente editado y cuidado por el sociólogo argentino Nicolás González Varela) que si bien reconoce la transversalidad de clase del fenómeno del suicidio, lo asocia a la dominación tanto de clase como de género, acrecentado específicamente en los trabajadores con la enajenación de su actividad laboral y sus miserias.
Excede las posibilidades de estas líneas adentrarnos en estos primeros mojones del pensamiento sociológico, tanto como exponer la compleja multiplicidad de causas sociales que producen emergentes suicidas asesinos. Tan sólo llamar la atención sobre el hecho de que su aparición, se esgrima alguna razón política o ninguna, lejos de ser un acontecimiento aislado y excepcional, tiende a incrementarse particularmente en el llamado mundo desarrollado.
Aún repica en los medios la reciente masacre aérea de los Alpes franceses provocada por el joven copiloto Andreas Lubitz, formado por la compañía alemana Lufthansa quién aprovechó la paranoia posterior al 11-S, técnicamente traducida en un pestillo electrónico en la puerta de la cabina de mando. Tuvo el mérito de desnudar que tal paranoia puede generar tanto riesgo como la posibilidad misma de un atentado terrorista, que las masacres no sólo cuentan con algún ideal que las motive y que no sólo en el mundo musulmán, ni entre los trabajadores descalificados y los postergados puede encubarse el sadismo y la crueldad, sino entre calificadísimos pilotos, profesionales universitarios o explotadores varios.
Por curiosa coincidencia, este suicidio cruelmente acompañado de un cortejo de 149 inocentes se produjo casi contemporáneamente a la exhibición internacional del film argentino “Relatos salvajes”, que aborda distintos episodios de violencia cotidiana, que comienza con una escena en la que precisamente un piloto aéreo suicida se lleva consigo a quienes lo habrían humillado o agredido a lo largo de su vida. Volviendo a Marx, la humanidad no se compone de sujetos libres que construyen racional y libidinalmente el curso y desarrollo de sus vidas y entorno, sino que a lo sumo escogen entre las estrechas opciones que el momento histórico y la vida social nos permiten. Las demandas de atención o el déficit de esta última, el deseo de fama, la inflamación narcisística, atribuidas hipotéticamente al caso mencionado, o el propio procesamiento del éxito o de las frustraciones, no son sino construcciones sociales que varían con la historia y dependen fuertemente del entramado social.
Una reciente publicidad oficial del subte londinense evita formularse estas preocupaciones, concentrándose en una recomendación para evitar que los potenciales suicidas no se arrojen a las vías del subte, con las consecuentes molestias a terceros. “Kill yourself at home” (mátese en su casa) titula el afiche ilustrado con sugerentes métodos tales como la tostadora en el agua, la silla bajo la ahorca, o en envenenamiento con pastillas. La violencia permanecerá intacta.
Mientras tanto, se preservará alguna demora. Y la higiene de las vías.
- Emilio Cafassi, Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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