Ghettos tecnológicos
23/07/2011
- Opinión
El mundo ha padecido de manera regular y continua procesos de colonización. Pero el fenómeno está lejos de ser parte del pasado. Convivimos con ellos en formas y proporciones diversas, según las sociedades, los momentos de la historia y las diversas esferas de la vida económica, política y social. No me propongo aquí revisar las invasiones bárbaras o germánicas, ni la caída del Imperio Romano de Occidente en la antigüedad tardía, o más precisamente el período que situamos como transición entre la Edad Antigua y la Edad Media. Tampoco las invasiones actuales como las que las alianzas imperiales lideradas por Estados Unidos despliegan en el oriente medio o las ocupaciones israelíes. En ningún caso porque carezcan de bestialidad, sino justamente porque la positividad de la violencia bélica es suficientemente elocuente al respecto, pero también porque con su magnificencia contribuye además a encubrir formas más sutiles -aunque no poco consistentes- de procesos colonizadores y apropiaciones privadas de espacios públicos, soberanías políticas y derechos colectivos. Haciendo una paráfrasis algo forzada de Foucault diría que el punto central de este artículo es la microfísica de la colonización del espacio público, particularmente en la esfera política y comunicacional.
Pero se imponen inevitablemente dos mediaciones indispensables. La primera es que el espacio público no es un ámbito natural, aunque contenga parte de la naturaleza en estado puro como el éter, sino un constructo político-social, que está fuertemente mediado por la tecnología desde los orígenes de la modernidad. La segunda es que los procesos de colonización tienen consecuencias culturales de atracción y repulsión social y en ocasiones de sincretismo con secuelas extensivas de largo plazo. El propio hecho de que estas líneas puedan ser leídas por cualquier lector de habla hispana, es una consecuencia lingüística de la brutal colonización del sur de América y de exterminio de los pueblos originarios. Las colonizaciones también producen una suerte de extensión o universalización parcial de la interacción comunicativa. Tampoco es ajeno a este proceso de colonización, no ya territorial sino hegemónico-cultural, que en el resto del mundo hoy nos comuniquemos en inglés, lengua que ha ocupado el sitial del fracasado proyecto del esperanto como idioma universal.
Hemos intentado en otra oportunidad aproximarnos a la noción de espacio público pero baste aquí volver a enfatizar que se trata de una infraestructura material desarrollada por instancias públicas o comunitarias, como los municipios, que se erigen como resquicios de libertades y derechos en los intersticios de los intereses y las instalaciones privadas. En el espacio público se desarrollan la circulación ciudadana, el transporte, la infraestructura de servicios urbanos, pero sobre todo la comunicación, la política y la interacción social, incluyendo hasta la propia práctica insurreccional.
El desarrollo del mundo urbano ha conocido a lo largo de la historia mutaciones tanto planificadas como sometidas a la anarquía mercantil del espacio público. Tal vez el más claro ejemplo sean las transformaciones de París durante el Segundo Imperio a partir de mediados del siglo XIX, llevadas a cabo por Napoleón III (precisamente aquel que Marx caricaturiza en su “18 Brumario”) y por el barón Haussmann, que comprendieron la casi totalidad de la ciudad desde el llamado “coeur” (corazón) hasta la periferia. Me propongo hipotetizar que una transformación proporcional es indispensable en el plano tecnológico-político, sobre todo en los países del giro progresista y del sinuoso y complejo abandono del paradigma neoliberal.
La reforma urbanística parisina modificó radicalmente la apropiación ciudadana de las calles al superar los estrechos callejones del centro del viejo París, cuya estructura conservaba las formas medievales, como maravillosamente describe Víctor Hugo en “Los miserables”. Y lo logró creando anchos bulevares, grandes plazas y espacios abiertos, pero aprovechando las obras para montar una inmensa red de alcantarillado y saneamiento, al modo londinense, que no se detuvo siquiera en la entonces nueva tecnología del gas. Que se le atribuyan intenciones represivas de los recurrentes levantamientos populares desde la revolución de 1789, no sólo es cierto sino que también se demostró eficaz para el desplazamiento de tropas y para el uso de cañones contra las barricadas y muchedumbres por el carácter rectilíneo de las calles, lo cual facilitó la masacre final de La Comuna en 1871. Pero este hecho no debe llevar a desvalorizar la construcción política y planificada del espacio público, ni aún con características tan autoritarias como las del ejemplo que traigo a colación. En las tecnologías informacionales actuales, encontramos la misma ambivalencia: por un lado, la expansión potencial del ejercicio expresivo y la distribución informativa, cultural y cognitiva, y por el otro, el desarrollo exponencial de la sociedad de control, en sentido deleuziano.
Aquellos monumentales trabajos de Haussmann fueron decididos por el Estado, aunque mayoritariamente fueron puestos en ejecución por empresas privadas y financiados por la banca privada, que comenzó necesariamente por expropiaciones “por causa de utilidad pública”. A la vez, los poderes públicos intervinieron sobre las normas urbanas, como las dimensiones de los edificios, produciendo una fuerte regulación urbanística. Pero lo más revelador es que una parte significativa de la iniciativa y propiedad originalmente privada, pudo ser reapropiada públicamente. Volviendo a París, desde el siglo XII, el espacio ocupado por fábricas de tejas (donde en el siglo XVI Catalina de Médicis hizo construir el Palacio de Tuileries, rodeado de grandes jardines) perteneció al ámbito privado, inclusive para la celebración de las grandes fiestas de la nobleza. Pero en tiempos de la Revolución, el palacio fue el centro del poder republicano, hasta que fue finalmente incendiado por la insurrección de La Comuna y hoy los jardines son un gran espacio público parisino.
Una doble analogía con las referencias históricas sucintamente expuestas, indudablemente forzada como extrapolación en la materia y el tiempo, me sugiere el desarrollo de las actuales tecnologías digitales y su relación con el espacio público. Por un lado, asistimos tanto a una masificación de su uso, cuanto a una pérdida de la universalización o enghettamiento y disputa de los estándares técnicos. Por otro, a una mercantilización parcial, no exclusivamente privada, del acceso y utilización de la infraestructura y del propio éter, que lejos de expandir derechos y facilitar protagonismo e información, tiende a clausurarlo.
Sobre el primer problema, si bien Internet (el protocolo TCP-IP) en sus diferentes protocolizaciones mantiene su carácter universal, la disputa por el hardware y el software fundamentalmente en materia de celulares, tablets y netbooks, la pervivencia de software propietario, de bloqueos de equipos y “fidelización” compulsiva de las clientelas, retrotrae la historia del pasaje de la informática de élite a la de masas, al momento previo de las home computers, con sus ghettos cerrados por la incompatibilidad, como si se tratara de play stations.
Sobre el segundo, la ausencia de reconocimiento de la naturaleza cardinal y decisiva de la conectividad en la consolidación y expansión de un espacio público ciudadano, sumado a la privatización inconsulta y segmentación mercantilizada del éter, exige una reforma social no exclusivamente urbana, material, política y cultural al estilo de Haussmann en el París del XIX, sino también basada en las tecnologías digitales contemporáneas. Cada país de Sudamérica parte de condiciones desiguales en materia de infraestrucutura y relaciones de propiedad y por tanto no habrá una receta única para lograr las transformaciones necesarias. Pero Uruguay se encuentra en las mejores condiciones posibles para ello, siempre que Antel deje de ser un furgón de cola del tren de las grandes corporaciones multinacionales en la competencia por vender aparatos con sistemas operativos con grilletes y de facturar abonos indiferenciados en cualquier barrio o propiedad, independientemente de su valor fiscal o real.
No sólo es indispensable promover y desarrollar software libre, sino libérrimo y lograr acompañar el desarrollo político de iniciativas políticas que permitan la mayor participación ciudadana. La tecnología no es sólo un manojo de artefactos. También se involucra en el mundo organizacional e institucional. El FA tiene una gran responsabilidad por delante que no sólo es reformarse sino también dirigir las transformaciones tecnológicas en función de sus valores y objetivos.
Salvo que estemos ante la tragedia de haberlos extraviado.
- Emilio Cafassi es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
https://www.alainet.org/de/node/151409
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