11 de septiembre: ocho años después
13/09/2009
- Opinión
El 11 de septiembre es una fecha cabalística. Fue un 11 de septiembre -de 1973-, que se produjo el tristemente célebre golpe de Estado en Chile, en que se depuso al Presidente Salvador Allende. Fue un 11 de septiembre –de 2001- que Estados Unidos fue victimado en su propio territorio por ataques terroristas presumiblemente perpetrados por la organización Al-Qaeda. Fue también un 11 de septiembre –de 2003- que la Ministra de Asuntos Exteriores de Suecia, Anna Lindh, pereció luego de ser agredida a puñaladas en una tienda de ropa en pleno centro de Estocolmo. Pareciera entonces que cada 11 de septiembre ocurren hechos lamentables que modifican el curso de la historia.
En el caso de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 el saldo, más allá de las poco más de tres mil personas que perecieron en las torres gemelas del World Trade Center, fue que Estados Unidos apareció ante el mundo como un país vulnerable al que era posible agredir en su propio territorio. El vencedor de la guerra fría, la única nación indispensable –como presumía años antes el Presidente William Clinton- proyectaba debilidad. El mundo se preguntaba qué tanto se podía confiar en la llamada primera potencia mundial para garantizar la seguridad internacional ante acontecimientos que evidenciaban que ella misma no podía velar por su propia seguridad.
Estados Unidos, para revertir el daño, señaló al terrorismo internacional como el responsable de lo sucedido y a Al-Qaeda como artífice de los ataques perpetrados en su contra. Acto seguido, inició una cruzada en la que contó con la solidaridad internacional para atacar Afganistán, bastión de los talibán, presuntos protectores de Al-Qaeda. La comunidad de naciones cerró filas con Washington, proclamando al terrorismo como el mayor flagelo para la humanidad, adoptando medidas a nivel interno para tipificar delitos como el financiamiento al terrorismo, arrestar por simple sospecha a quien se considerara que estuviera involucrado y/o pudiera proporcionar información sobre presuntas actividades terroristas, etcétera. En aras de la seguridad se restringió la libertad. Las naciones, en principio, estuvieron de acuerdo en ello.
Pero dos años después, Estados Unidos erró el camino y decidió atacar Irak. A diferencia de los talibán en Afganistán, Saddam Hussein no protegía a miembros de Al-Qaeda. Tampoco había estado involucrado en los ataques terroristas del 11 de septiembre. Mucho menos poseía armas de destrucción en masa, ni planeaba iniciar las hostilidades contra Estados Unidos ni sus aliados –como Israel. Pese a la falta de argumentos para justificar una cruzada militar contra Irak, Estados Unidos decidió, el 20 de marzo, iniciar la invasión, la cual dilapidó buena parte del consenso internacional ganado desde finales de 2001. El disenso quedó de manifiesto en las primeras semanas de 2003, cuando Estados Unidos buscó, de manera infructuosa, el apoyo del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas a una resolución que lo facultara a usar la fuerza contra Irak. Agotada esa instancia, no tuvo más remedio que buscar el apoyo de un reducido número de sus aliados para justificar lo injustificable.
Y mientras su presupuesto para la defensa crecía a niveles sólo comparables a los de los tiempos de la segunda guerra mundial, Estados Unidos parecía dar tumbos, dirigiendo sus esfuerzos a una “guerra preventiva” sin sentido, echando por tierra el principio elemental de toda doctrina estratégica: discriminar, distinguir lo importante de lo que no lo es, en aras de maximizar los recursos materiales y humanos disponibles. En lugar de eso, Estados Unidos parecía buscar amenazas donde no existían, castigaba a quien no debía, y gracias a ello el terrorismo internacional adquirió protagonismo e interlocución de primer orden, estando en condiciones de operar donde antes no podía –en Irak encontró un lugar particularmente valioso, aprovechando la falta de legitimidad de Estados Unidos y echando mano del sentimiento anti-occidental imperante en la zona. Mientras tanto, en Afganistán, la situación empeoró al punto de que al día de hoy, la inestabilidad del país se extiende peligrosamente a un país vecino, Pakistán, éste sí, poseedor de armas nucleares.
Los países medianamente poderosos del mundo se sublevaron y comenzaron a articular alianzas estratégicas para poner un poco de orden en la escena mundial. Situaciones impensables tan sólo unos años antes, comenzaron a proliferar: la República Popular China y Rusia se hermanaron, denunciando el unilateralismo de Washington; India y la República Popular China pusieron fin a poco más de cuatro décadas de desencuentros, inaugurando una nueva era de “amistad”; los países de la Unión Europea, entendieron la importancia de estrechar los vínculos con Rusia, a quien incluso se invitó a invertir en empresas tan importantes como el consorcio EADS; Rusia y Japón, pese a los reclamos históricos del gobierno nipón para que le sean devueltas las islas Kuriles, han venido mejorando la cooperación bilateral.
El arribo de Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos, producto en buena medida de los desatinos de la administración de George W. Bush, prometía un replanteamiento o, al menos, una tregua, tomando en cuenta el deterioro de las relaciones de Washington con sus aliados, el desgaste económico ante el enorme esfuerzo bélico en marcha y, por supuesto, la terrible crisis económica. Sin embargo, Barack Obama ha dicho que a la par de la reducción de tropas estadounidenses en Irak, es necesario aumentar los despliegues de efectivos militares en Afganistán, toda vez que su prioridad es combatir el terrorismo. Por si existiera alguna duda, el pasado 11 de septiembre, en memoria de las víctimas de lo acontecido en 2001, Obama reiteró que la lucha contra el terrorismo es lo más importante para Estados Unidos.
Sin embargo, a diferencia de su antecesor, Obama ha reiterado una y otra vez que él desea “un mundo libre de armas nucleares”, pronunciamiento que marca una distancia de cara a múltiples administraciones previas. No se trata de un eslogan de campaña: el pasado 3 de abril, Obama señaló que muy pronto proporcionaría mayor información sobre el particular y el 6 de julio, al lado de su homólogo ruso Dmitry Medvedev, suscribió un acuerdo bilateral para reducir las armas nucleares “activas” en una proporción a negociar, dado que aun resta por saber qué estará incluido en la noción de artefactos “activos.” Adicionalmente, Obama ha dejado entrever que pondrá a consideración del Congreso de su país la ratificación del Tratado para la Prohibición Total de los Ensayos Nucleares (CTBT). Por lo menos esto es congruente con la preocupación de que las armas nucleares que hay en el mundo, pudieran caer en manos de “indeseables” que buscarían atacar o chantajear a Estados Unidos. Si se desea evitar ese escenario, la desnuclearización sería la solución.
Pero en el camino de la desnuclearización, no todos piensan como Obama y en el Congreso estadounidense hay verdaderos guerreros fríos que consideran que la erradicación y/o la disminución sustancial del arsenal nuclear estadounidense haría del vecino país del norte una zona vulnerable. Se afirma, inclusive, que si Estados Unidos no cuenta con un arsenal capaz de “proteger” a sus aliados, éstos “se verán obligados” a crear sus propios arsenales, lo que alentaría efectivamente la proliferación de armas nucleares.
Otro de los argumentos más socorridos por los guerreros fríos en Washington, es el de la vejez del arsenal nuclear estadounidense. Se argumenta que como las armas nucleares más jóvenes de Estados Unidos tienen 16 años de edad, y que el resto son de “edad mucho más avanzada”, es necesario sustituirlas por una nueva generación, más confiable, a fin de evitar fallas y/o accidentes en las, hasta ahora, existentes. George W. Bush, siendo Presidente, llegó a plantear la descabellada idea de reemplazar, una a una, cada arma del arsenal nuclear estadounidense, algo que el Congreso rechazó, fundamentalmente, por los astronómicos costos que una empresa de este tipo conllevaría.
Para probar la confiabilidad de las armas nucleares existentes, y dado que desde 1992 Estados Unidos adoptó una moratoria en ensayos nucleares, se desarrolló un sistema de simulación (stockpile stewardship) consistente en pruebas no-nucleares y empleo de supercomputadores, los que, con bastante precisión, verifican continuamente el estado del arsenal nuclear estadounidense. Se trata de un sistema muy costoso que implica la erogación de seis mil millones de dólares anuales, y que ha sido aplaudido por especialistas de diversos ámbitos, por considerarlo altamente efectivo. Asimismo, este sistema hace innecesaria la opción de crear un nuevo arsenal nuclear.
Con todo, los guerreros fríos consideran que si bien el programa de simulación es exitoso, también resulta insuficiente para salvaguardar la seguridad estadounidense y estarán insistiendo ante el Presidente Obama en torno a la importancia de renovar el arsenal nuclear, situación que hará obsoleto al sistema de simulación ya referido, erigido en torno a los arsenales existentes y que, presumiblemente, no será adecuado ante armas nucleares nuevas. Esto, en los hechos, significa que la mayor oposición a la desnuclearización de Estados Unidos no provendrá de Rusia, sino de los guerreros fríos y del complejo militar-industrial estadounidense, el cual, desde la llegada de Obama, teme perder influencia y márgenes de maniobra. Paradójicamente, si Obama no logra convencer a los guerreros fríos y otros grupos de interés de que la seguridad estadounidense se logrará, en buena medida, con una reducción de sus arsenales nucleares, la seguridad nacional de Estados Unidos y la seguridad internacional seguirán estando en alto riesgo.
- María Cristina Rosas es profesora e investigadora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México
https://www.alainet.org/de/node/136354?language=en
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