Un atentado a la soberanía y la estabilidad regionales

El cuento viejo de las nuevas bases militares estadounidenses en Colombia

19/07/2009
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Las nuevas instalaciones, según lo reveló la revista colombiana Cambio, son las cinco principales bases de la Fuerza Aérea y la Armada en el país: Apiay, Malambo, Palanquero, Cartagena y Bahía de Málaga. Las bases harían parte de la nueva “arquitectura del teatro”, como ha llamado el Comando Sur a la extensa red de facilidades y funciones militares en América Latina y el Caribe.

Dice la Wikipedia, enciclopedia libre de la red, que le dio en la cabeza a un Artrópodo como Microsoft y le sacó de circulación su Encarta, que “una base militar es una instalación que es propiedad directa y operada por y/o para el ejército o una de sus ramas. En su mayoría acogen material y personal militar, así como instalaciones para entrenamiento y operaciones”.

Dice el gobierno colombiano, que ni es libre ni mucho menos tiene apuntes enciclopédicos, sobre las bases militares gringas, que de labios para afuera se instalarán pronto en el país y que corazón adentro ya están operando hace años y a sus anchas, dice que estas serán más bien centros de intercambio, formación, cooperación, en fin, cosas amables y beneficiosas que lo extraño es que no hayan sido reconocidas antes y que un gobierno abiertamente sagaz haya tardado dos mandatos para acogerlas en su seno.

Pero la realidad, ay, es otra y bien distinta. Si a la enciclopedia no se le puede creer todo, ni siquiera mucho, a la verborrea subrepticia y culebrera del gobierno hay que creerle menos, o, mejor aún, nada. Por supuesto, la Wikipedia está en lo cierto. Y, también por supuesto, el gobierno no está errado ni es engañado: sólo nos mete los dedos a la boca.

Palabras, palabras

William Brownfield, el embajador de los Estados Unidos, un tejano de pura cepa, que exuda por cada poro la misma patética moral de su anterior jefe, George, a la que se afilia a pasos agigantados el actual, Barak, porque nunca ha tenido otra, dijo hace pocos meses que "Colombia y Estados Unidos estamos colaborando en los esfuerzos contra la droga ilícita, en los esfuerzos contra la delincuencia internacional”. Y, claro, “parte de esa colaboración, sin duda ninguna, requiere acceso a instalaciones entre los dos países y requiere un ajuste".

Ya quisiera yo ver, en medio de tanta reciprocidad, a algún militar colombiano en territorio estadounidense, abriendo la boca para algo más que bostezar. Así fuera en cualquier cenáculo de cortapalos y así fuera para pedir que lo manden de sapo al frente afgano o al iraquí, o a los altos del Golám, “a morir por mis amigos”.

Ahora Brownfield, el pequeño guerrero, egresado del National War College (NWC), una especie de lobanillo en la National Defense University, quien de paso también fue asesor político, entre 1989 y 1990, del Comandante en Jefe del U.S. Southern Command, Comando Sur, en Panamá, insiste en que las bases en Colombia no serán bases, y en todo caso y si por algún azar lo fueran tampoco serán como la Eloy Alfaro de Manta. Así que parece que el desmantelamiento de la base aérea ecuatoriana en los mismos días en los que se anuncia que lo que sea que se monte “para entrenamiento y operaciones” en el país, es mera coincidencia.

Y sostiene el embajador, con un acento de western y un tartamudeo calculados, que lo hacen parecer cándido cuando en verdad es insolente a más no poder, que se trata de una colaboración en la que a los Estados Unidos no sólo van a servirles las bases aéreas, sino también las navales. Que todas les son necesarias a su país para tanquear aviones y barcos, helicópteros y lanchas, en fin.

La misma pavada que ya canturreaba hace meses nuestro actual ministro de Defensa encargado, Freddy Padilla, cuando afirmaba que “una de las funciones que podría asumir Colombia, tras la salida de Estados Unidos de Manta, podría consistir en prestar instalaciones militares para que los aviones americanos se puedan reabastecer y recibir mantenimiento técnico, para evitar que tengan que viajar hasta su país y recibir la misma ayuda que se le puede brindar en Colombia”.

La única diferencia es que nuestro general hablaba de los hechos como dudosos, posibles, quizás deseables, es decir, con los verbos en un modo subjuntivo y en un tiempo digamos que imperfecto, en tanto que el embajador, dando la cara con la impunidad que le otorga ser quien es, en emisión de noticias de televisión del 18 de julio de 2009, lo refería como un hecho no sólo cotidiano, ya en ejercicio, sino como una práctica vieja, sin importancia de lo acostumbrada, o sea, soltando revelaciones en un pretérito perfecto simple del indicativo.

Un tris de memoria

Es una vieja historia la de las bases militares. Los romanos dejaban legiones enteras en las distintas rutas de sus avanzadas coloniales. Esas bases eran la manera obvia de garantizar la sujeción de los territorios conquistados y ocupados. Muy al oriente, unos siglos atrás, Gengis Khan había hecho lo mismo, para hacer posible la cohesión de las miles de tribus que conformaban la colcha de retazos de su imperio. Y España, en su momento, cuando la conquista, atiborró de bases la geografía del Nuevo Mundo. Los hijos de Cristóbal Colón, Diego y Fernando, fueron expertos en el tema. Asesores perfectos aún sin Pentágono. Y España las mantuvo y reforzó durante la colonia, no solo para cuidar las entrañas, sino para defenderse de las bases móviles inglesas y francesas, pioneros como se sabe en las ardides usurpadoras de nuestros tiempos.

Las bases militares son algo consustancial a los afanes imperiales. Ellas permiten mantener bajo control a los pueblos sometidos, sofocar voces y fuegos contrariados,  mantener a buen recaudo las riquezas conquistadas, y actuar pronto y a discreción contra cualquier ruido en el sistema.

Estados Unidos, el imperio que en desventura nos tocó, ha echado mano de la estratagema desde que es imperio. No le han bastado las incesantes invasiones. En realidad, esas son sólo la fase inicial del cuento. La invasión, el acuerdo, la concesión, por la guerra o por la paz, por presiones, chantaje o voluntad interesada y entreguista de las élites ungidas con el poder local, abren la puerta. Las bases garantizan al gringo adentro.

El Canal de Panamá, desde su inauguración, hasta la entrada en vigencia de los tratados Torrijos – Carter, fue una base militar con canal.  Después de eso, no se sabe a ciencia cierta lo que es, pero sí claramente que Panamá érase que se es un pequeño país a un canal pegado. Y la plataforma ahí, más trancada, menos visible, por la que vuelan y revuelan los mismos de antes, aunque ahora el cuartel central del Comando atienda en Miami.

Los Estados Unidos convalidaron internacionalmente el régimen franquista, que tantos devaneos tuvo con la Alemania nazi y la Italia fascista, a punta de bases militares, por la gracia de un tratado oscuro y oculto que todavía no se devela por entero y que facultaba a los Estados Unidos para operarlas con total impunidad. Una aquiescencia costosa, que el país ibérico, ya sin Paco y más de cincuenta años después, sigue pagando por cuotas y a punta de bases estadounidenses autónomas, en un país al que tanto le seducen las autonomías.

Pero no se trata sólo de España. Toda Europa fue minada de bases militares por los Estados Unidos y la OTAN, desde la guerra fría, con el pretexto de hacerle frente a una supuesta e inminente agresión de la Unión Soviética, la cual, claro está, nunca llegó, pero que dejó un cinturón de bases de norte a sur y de este a oeste, la mayor parte de las cuales continúa operativa.

Ratones cuidando el queso

América Latina, desde el punto de vista geopolítico, significa para los Estados Unidos exactamente el papel que sus gobiernos le han endilgado con desprecio, desde Harry Truman para acá: el de patio trasero, en el que están los recursos, las reservas, la despensa.

Las bases estadounidense, también por esas casualidades que ya notamos, rodean la Amazonía, pacen junto al Acuífero Guaraní, florecen en las rutas comerciales más importantes, engordan en los lugares estratégicos y acechan como águilas a los gobiernos que no son amigos, que les producen malestar o que causan inestabilidad para sus propósitos, que son todos los de la región, con excepción de Felipe Calderón, en México, Alan García, en Perú, y, quién lo duda, Álvaro Uribe, en Colombia, y no más de 2 o 3 lacayos vergonzantes, en un mapa que suma 36 países.

Algunas de estas bases no tienen límites al número del personal de los Estados Unidos en ellas; le ofrecen acceso a puertos, espacio aéreo e instalaciones de los gobiernos no especificadas consideradas pertinentes; siempre buscan enraizarse, apropiarse, perpetuarse y expandirse en los lugares en los que se instalan; no son transparentes ni están sujetas a fiscalización, y muchas no son cobijadas por las leyes del país en el que están, ni siquiera por las de los propios Estados Unidos o por las leyes internacionales. Todas son un atentado flagrante a la soberanía del país anfitrión, burlando constituciones y llevando a cabo toda clase de funciones soterradas, a parte de las netamente militares, en los terrenos ideológicos, políticos y económicos.

Las gracias de una desgracia

En Colombia, las bases militares estadounidenses siempre han cumplido una función clara, que muy poco tiene que ver con la tergiversación oficial de su cometido, relacionada con pretextos que desmontan las propias cifras de una ojeada.

El combate al narcotráfico es una falacia de la que da cuenta cada informe de Naciones Unidas. El antiguo Plan Colombia, luego Plan Patriota, ahora modelo de la Iniciativa Mérida que se implementa en México, es digno de capítulo aparte. Los mentados logros al respecto devienen de unas magnitudes que se volvieron directamente proporcionales: a mayor inversión, aumento de las fumigaciones con glifosato e incremento de la guerra,  el desplazamiento y la persecución, pues más tierras cultivadas con coca y amapola, más “mulas” portando droga en los vientres y más narices enyesadas en las calles de los propios Estados Unidos y Europa.

La militarización constituye el armazón primario sobre el que se monta el proceso de colonización de los Estados Unidos en la región, que se complementa con el andamiaje el económico.

Las bases de Tres Esquinas y Larandia, en el departamento de Caquetá, y de Villavicencio, en el departamento del Meta, que operan con la presencia de aviones y la inteligencia técnica del Pentágono, llevan tiempo apoyando el combate a los grupos subversivos, vigilando las fronteras y soltando en las calles gringos mestizados de afán, consumidores de whiskey, coca y putas silvestres.

Las nuevas instalaciones, según lo reveló la revista colombiana Cambio, son las cinco principales bases de la Fuerza Aérea y la Armada en el país: Apiay, Malambo, Palanquero, Cartagena y Bahía de Málaga. Estas bases harían parte, abiertamente, de la nueva “arquitectura del teatro”, como llama el Comando Sur a la extensa red de facilidades y funciones militares en América Latina y el Caribe, y, de seguro, estos engendros se parecerán más al ambiguo nombre inventado hace unos años por el mismo Comando, las llamadas “localidades de seguridad cooperativa”, CSL (por sus siglas en inglés). Un mecanismo más acorde con los tiempos y los designios actuales, más ágiles, expansivos y peligrosos, de fiera espantada a punta de palos y de los procesos liberadores del vecindario.

Colombia, pues, es el lugar perfecto, geopolíticamente estratégico, con dos mares, cinco fronteras y un presidente vil y servil, un simple mozalbete de espuelas, que los propios gringos ni siquiera tienen que arriar, sino atajarlo. Como cuando pidió a los Estados Unidos, durante la reunión de Davos de enero de 2003, la invasión de la zona del Amazonas, para rematar la lucha contra la guerrilla, y que llegó a impulsar la idea de una "fuerza de paz americana", para que interviniera militarmente en Colombia. Un aliado al que se tiene por el mango.

Un gobierno que se salta las talanqueras legales internas, a espaldas de una Comisión Asesora ornamental, un Congreso propicio, aunque con voces lúcidas e incómodas, unos medios de comunicación que hacen de parlantes de sus frases y comunicados, aunque también con algunas voces claras y chocantes, y un país entero, según sus propias encuestas, inconsecuente y obsecuente.

Un presidente, eso sí, definido y decisivo, que reclamará como un acto más de soberanía la presencia en el país de los estadounidense, sus radares, sus buques, sus aviones y portaviones, por cuanto nos facilitará pelarle los dientes al vecino que sea. Y que reivindicará el acto a través de algún raciocinio para enmarcar: “En las bases de los Estados Unidos instaladas en nuestro territorio, obligamos a los estadounidenses a hacer lo que les venga en gana, dentro o todo el país alrededor de ellas, y nos damos el lujo de ignorar lo que hacen, y, de saberlo, nos permitimos la gracia de que no nos importe.” Queridos compatriotas, ¿qué más queréis?

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