La Democracia asesinada

16/02/2009
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Hace unos días me topé con la Democracia.  Vestía harapos y la vi extremadamente delgada, pálida y ojerosa.  Miraba con cierto desespero en el interior de un container de la basura, probablemente en busca de algo que llevarse a la boca.  Pero la búsqueda resultó infructuosa: ni los desechos alimenticios de los “demócratas de toda la vida”, siempre tan abundantes, estaban al alcance de su mano.

Se fue del apestoso lugar.  La seguí preocupado y procurando no ser visto, y, tras caminar durante un kilómetro aproximadamente, se detuvo casi de repente ante un flamante edificio.  Era el “Palacio de Justicia” lo que teníamos enfrente.  Al menos así informaba el rótulo situado junto a la puerta principal, aunque una mano anónima y ocurrente se había encargado de contradecir a dicha información, añadiendo delante de la jota de Justicia una i y una n, de modo que a partir de entonces realmente se leía: “Palacio de inJusticia”.

La Democracia sonrió ante el hallazgo.  Aunque muy débilmente, fue la primera y única vez que le vi mover positivamente sus músculos faciales.  Y siguió caminando..., y yo detrás, como si de su alargada y delgada sombra se tratara.

Cruzamos la ciudad entera bajo un silencio casi absoluto.  De pronto la Democracia volvió a interrumpir su marcha.  En esta ocasión lo hizo frente al Hospital Provincial.  Se quedó inmóvil durante un buen rato, cabizbaja, pensativa...  Hasta que finalmente comenzó a andar, para rodear todo el edificio y entrar a sus entrañas por la puerta de urgencias.

Un largo pasillo le llevó al pie de un mostrador, donde fue atendida por una trabajadora administrativa.  De allí fue enviada a la sala de espera y, finalmente, llegado su turno, entró a la consulta del galeno.

-Siéntate –le pidió amablemente el médico de guardia-.  Vamos a rellenar primero esta planilla –añadió señalando a un papel que reposaba sobre la mesa.
-Mi caso es grave, doctor, ¿no podemos prescindir o dejar para el final el protocolo?
-No te preocupes, que lo resolvemos enseguida.  Dime, ¿cómo te llamas?
-Me llaman Democracia.
-Democracia ¿qué?
-Democracia Representativa.
-Anjá.  ¿Cuántos años tienes?
-No sé, dicen que treinta.
-¿Dicen? ¿Quiénes dicen?
-Mis supuestos padres.
-¿Supuestos? –el médico comenzó a extrañarse y frunció el ceño.
-Es que me atribuyen tantos que una no sabe.
-¡Qué cosa más rara!
-Y tanto.
-Vamos a ver, Democracia, ¿laboras en alguna empresa expuesta a productos tóxicos?
-Expuesta a productos tóxicos me he pasado toda la vida: fascistas sin careta, con careta, defensores míos que son todo lo contrario..., en fin, la lista es larga, pero la cruda realidad es que no trabajo.  ¡Y mira que tengo ganas, muchísimas ganas, compañero!
-¿Estás desempleada?
-No he trabajado nunca.
-¿Y eso?
-En los países capitalistas la democracia nunca tiene trabajo, no puede tener trabajo y, aunque siempre está en boca de todos, todos los que tienen posibilidad y obligación de procurarle empleo se olvidan de ella, nunca le facilitan el acceso a su legítima y necesaria actividad laboral.  Más bien todo lo contrario.  Como no les interesa mi real existencia, porque de mi misma estoy hablando, se empeñan en matarme de hambre, en reducirme a la más mínima expresión pues, ya se sabe, en tan deshumanizado sistema es el interés personal de una exigua minoría lo que impera.  Mira qué flaca estoy.
-A la verdad, casi ni se te ve –dijo impresionado el de la bata blanca-.  No eres más que un amasijo de huesos y piel.
-Lógico, si a duras penas existo. 
-En fin, vamos a dejar el formulario a un lado.  Dime, Democracia, ¿qué es lo que te pasa, te duele algo?
-Todo, doctor, ya se lo he dicho, el cuerpo entero.  Y mi cura sólo pasa por recuperar el apellido que realmente me corresponde...
-¿Cuál? –interrumpió intrigado el médico.
-Participativa.  Mi verdadera identidad es Democracia Participativa, y no Representativa, ya que el apellido impuesto suena muy bonito, pero no es más que un sucedáneo que, como ya he dicho, sólo representa y sirve a una opulenta minoría.  Quiero que todo el mundo participe en la construcción del sistema que elija -obviamente el socialismo, porque otro sistema nunca le permitiría su estrecha participación-.  Quiero que los que dirijan sean realmente los representantes que el pueblo haya propuesto, primero, y luego elegido; que, además, éste controle a aquellos en todos sus actos mediante periódicas rendiciones de cuentas; que, durante las legislaturas, los electores puedan revocar los mandatos de quienes consideren que no cumplen correctamente con el trabajo encomendado, y, por supuesto, puedan participar en la elaboración y aprobación de todas los movimientos o cambios más importantes que se acometan.  Quiero y debo ser útil, en definitiva, a todos los habitantes del mundo, y no sólo a unos pocos cínicos y egoístas privilegiados.  Ese debe ser mi trabajo, esa es la esencia de mi existencia y no otra.  Han tratado de matarme de hambre, insisto, y de muchas cosas más, pero de momento no lo han logrado del todo.  Y es que, aunque enclenque, todavía camino.  El caso es que yo estorbo, y mucho, para que las parásitas ambiciones de los grandes capitalistas puedan llevarse a cabo.  Y si la población en general, máxima perjudicada de mi posible desaparición, no lo remedia, van a conseguir que, más pronto que tarde, deje de respirar definitivamente.
-¡Ufff...! El objetivo que te propones es interesante y justo, pero también harto complicado de alcanzar.  No sé, hallo a la población que tú acabas de nombrar tan sumisa a los dictados del poderoso enemigo que...  Es como si estuviese domesticada, anestesiada tal vez para poder soportar tan humillante castigo sin apenas protestar, sin apenas quejarse.  Y sin su imprescindible concurso es casi imposible que recuperes tu verdadera identidad, tu, por otra parte, hermoso apellido. 
-Lo sé, por eso estoy tan deprimida y desesperada.
-Lo que no sé es por qué has acudido al hospital, cómo puedo ayudarte.  Yo no soy más que un humilde médico, y, además, el sistema de sanidad que existe en éste país no es precisamente para estar locos de alegría. 
-Yo tampoco sé por qué he venido aquí.  Quizá porque he visto un rótulo en la puerta que dice: Urgencias; o, probablemente, por hacer un último intento en retardar mi más que segura muerte.  La siento tan inminente...
-Bueno, tampoco exageres.
-No exagero, doctor.  De un tiempo a esta parte no soy ni una cuarta parte de lo que debía haber sido y nunca he llegado a ser.
-De todos modos, Democracia, déjame que insista en que creo que te has equivocado de sitio.  No me lo tomes a mal, pero tengo la impresión de que adonde tenías que haber ido es al Palacio de Justicia.  Allí es donde se deben resolver estos problemas.
-Se deben, pero ¿se resuelven? Acabo de pasar por allí..., pero no he entrado.
-Vete, al menos haz un intento.
-Baldío, pero lo haré.  Muchas gracias por dedicarme un poco de tu tiempo, doctor.
-Por nada, muchacha.  Yo soy el primero en querer y necesitar que resuelvas tus problemas; tu suerte es la mía, y la de la inmensa mayoría de la población que habita en este maltratado planeta.

Retrocediendo sobre sus pasos, la Democracia volvió a sentir el aire fresco de la calle.  Cabizbaja y meditabunda llegó a la puerta del Palacio de Justicia, y allí estuvo un buen rato deshojando la margarita, dudando si entrar o no entrar a la sede local de un ministerio de justicia en la que nunca había creído. 

Sabía que introducirse en su interior con intenciones curativas era batalla perdida, pero, aun así, por fin se decidió a hacer un último esfuerzo en un desesperado intento de preservar su precaria existencia.

Yo no entré, expectante me quedé fuera.  Pero no transcurrieron muchos minutos sin que la Democracia, con una expresión nada favorable en su rostro, fuese vomitada con ira por el siniestro edificio. 

Quise acercarme a ella para preguntar por lo sucedido, pero no tuve tiempo; según comenzaba a alejarse de la puerta, unos sicarios a sueldo del gran capital abrieron fuego contra la escuálida Democracia.  Descargados todos los peines de sus armas, los agresores abandonaron el lugar con la insultante calma que otorga la impunidad manifiesta.

Con la Democracia agonizando en el suelo, alguien llamó a una ambulancia, y, llegada ésta, fue trasladada al hospital.  Pero su suerte ya estaba echada; el médico que recién le había atendido, nada pudo hacer por salvarla.

* El presente relato quiere denunciar la bajísima calidad democrática existente hoy en el Estado español, donde el poder judicial –estrechamente ligado al poder político- ilegaliza partidos y listas electorales según las necesidades de sus dueños y de cada momento, encarcelando a no pocos individuos de aquellas formaciones por supuestos delitos que nunca acaban siendo probados.  Y lo hacen amparados por una Ley de Partidos –creada única y exclusivamente para esos fines- que hasta la propia ONU, por boca de su relator especial por la Promoción de los Derechos Humanos, Martin Scheinin, ha descalificado.

Sirva como denuncia, también, de los graves y numerosos ataques recibidos por la democracia en cualquier parte del mundo. 

- Paco Azanza Telletxiki, http://baragua.wordpress.com

https://www.alainet.org/de/node/132372?language=es
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