Notas al margen del camino (II)

21/01/2009
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Debo reconocer que no sé qué es la muerte; apenas se me ha permitido descubrir su máscara y no sin las emociones que perjudican el entendimiento. Pero si fuese inmortal no tendría ninguna autoridad para hablar de ella; y si bien no tengo ninguna experiencia en morirme, sí la tengo en convivir con la conciencia de ese futuro inexorable.
 
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Uno vive rodeado de personas y animales y en ellos va depositando sentimientos; se asocia emocionalmente con ellos para espantar la irremediable soledad cósmica a la que fuimos condenados. Pero luego esos seres van desapareciendo, uno a uno. Porque los que se mueren son siempre los otros. Entonces la sociedad se disuelve, los antiguos pilares que sostenían al mundo se derrumban y caemos al vacío donde los recuerdos son inútiles espejismos de agua para el que agoniza en el desierto. Luego traemos hijos al mundo con la esperanza de que los nuevos pilares nos sobrevivan. Porque el destino de la creatura metafísica no es del todo terrible.
 
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Es en la infancia el único momento en que la creatura es capaz de vivir plenamente el presente. Más tarde, en la madurez, ya no podrá hacerlo, porque el futuro irrumpirá siempre sin una forma definida. Hasta que sea hecho y, entonces, en la vejez, será el pasado el que reclame su derecho: completar la obra del tiempo; que la creatura nunca muera satisfecha. —Se podría decir que muchas creaturas sólo se preocuparon por el presente, como Omar Khayyam. Pero no fueron esta clase de creaturas las responsables de casi toda nuestra historia metafísica y material. Para bien o para mal, toda la acción de la creatura tiene su motivación en el futuro. En ese tiempo está depositado todo “porque”, todo sentido, material o metafísico. La muerte no solamente significa, en principio, la negación de todo futuro; también es la negación de todo pasado, porque con ella todo logro anterior se opaca y se derrumba. Un poema del siglo XII lo expresa así:
Dónde está tu gloria, Babilonia? dónde el terrible
Nabugodonosor, y el poderoso Darío, y el famoso Ciro?
Dónde está Régulo, dónde Rómulo, dónde Remo?
La antigua rosa es sólo un nombre, solo nombres nos quedan.
 
 
 
 
¿Cómo no entender, entonces, la respuesta religiosa? La exploración metafísica puede levantar a la creatura vencida por su propia conciencia, por el poderoso poder interrogativo de su memoria. Pero ¿todo eso significa que la creatura inventó a Dios para llenar sus carencias o que, simplemente, lo descubrió al transitar por la experiencia de su destino metafísico? De igual forma, ¿inventó las matemáticas para comprender el mundo o las descubrió después de una experiencia milenaria?
 
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Supongo que ente la muerte ni Demócrito ni Lucreciano debieron experimentar angustia alguna. Por lógica, cerebros como los suyos (casi digo “espíritus”) deberían registrar este suceso como uno más: con la muerte de un hermano un nuevo orden molecular se ha establecido en el Cosmos, semejante a una piedra que se parte o un árbol que se incendia. Y sin embargo…
 
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La muerte de una persona célebre o simplemente famosa, conocida como un familiar pero sin serlo, replantea en la creatura el misterio de la desaparición, de la partida, del abandono. Pero sin el dolor irreflexivo que acompaña la muerte de un amigo o de un familiar. Por ello es vivida por el pueblo como una tragedia griega.
 
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Pero, ¿acaso hay respuestas para la incomprensible muerte? Es decir, ¿acaso hay respuestas para el misterio de la vida? Bien, si alguna respuesta hay, demos por seguro de que las creaturas ya las han explorado después de enfrentarse durante milenios a la misma experiencia. Porque, vaya casualidad, estos seres se vienen muriendo desde hace mucho tiempo, y desde hace casi tanto que se angustian por ello. Esas instituciones contestatarias son, sin duda, las religiones. Respuestas imprecisas, instituciones para la liberación y para la opresión, para el altruismo y para la explotación y el martirio del prójimo, es cierto. Pero qué más se puede esperar de unos seres precarios e imperfectos que son deglutidos cada día por el insondable abismo? El cuerpo nunca puede negar la muerte; el espíritu, en cambio, aunque equivocado, es el único capaz de semejante osadía. Y es allí donde radica su grandeza. La creatura, ante la vida y la muerte, es un ser dubitativo. Por lo menos en comparación a un tigre o a un rinoceronte. Qué hacer, qué sentir? Cuando uno de esos pobres seres deciden ser guiados por un determinado credo religioso, delega la responsabilidad de equivocarse a un líder; o, mejor aún, a todo un pueblo y a toda una tradición milenaria. Aún advirtiendo que otros millones de creaturas se guían por credos diferentes y hasta opuestos, al individuo ya no le angustia la idea de equivocarse en soledad. Si Buda, Cristo o Mahoma lo dijeron, qué Juez los condenaría?
 
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Todas las religiones significan un rechazo a la muerte. Todas suponen el dualismo cuerpo-alma. El primero está destinado a la vejez y a la corrupción; eso lo sabemos. Por lo tanto, nada bueno puede esperarse de él a largo plazo. El alma, siempre perfeccionable, puede llegar a ser virtuosa, tanto en el cuerpo de un enano como en el cuerpo de un gigante. Desde los tiempos en que los hombres escrutaban el silencio y la oscuridad de las cavernas, el alma ha sido eso que está presente en un cuerpo vivo pero que no modifica su peso cuando lo abandona. Por lo tanto, es una cualidad sin peso; o pesaba lo que el aire, según el griego. Y como el aire o como todo lo que no tiene peso, su destino es el alto cielo. Pero claro, había algo que no estaba bien: el hecho de que las creaturas continuaran naciendo significaba que, por algún motivo, las almas volvían a caer. Porque esa es su naturaleza, según los indianos, o porque ese es su castigo divino, según los otros. De cualquier forma, el alma es “un extraño en la Tierra”, y solo puede liberarse o regresar a su estado original a través del conocimiento de su condición actual, no por la simple muerte. Según casi todas las filosofías y casi todas las religiones.
 
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¿Acaso es necesario ser ateo o blasfemo para reconocer el carácter neurótico de la renuncia religiosa, la eterna mentira política de sus sermones y sus inmaculadas prácticas apolíticas? ¿No será que al hacerlo estamos dando un paso hacia una espiritualidad más auténtica? ¿No es ese paso el paso más importante en la evolución humana? ¿No es la evolución espiritual la única con algún sentido? ¿No es ese, acaso, el mayor objetivo de un Dios que aún se preocupa por sus creaturas?
 
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Ya Darwin había observado que la lucha por la sobrevivencia es más intensa entre los individuos de una misma especie. La creatura humana no podía ser una excepción y vivió este problema como individuo, familia, clan, tribu, raza y, finalmente, como nación. En toda la historia civilizada, y desde mucho antes, la creatura se ha enfrentado, con obsesión, a una única amenaza exterior: las otras creaturas.
 
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Tomado del libro Crítica de la pasión pura (Jorge Majfud, 1998)
 
https://www.alainet.org/de/node/131953
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