Ciencia o fe
03/05/2007
- Opinión
La enseñanza de la religión a cargo del Estado ha sido y sigue siendo en muchos países asunto abierto a una amplia polémica. Más de dos millones y medio de jóvenes ciudadanos estadounidenses son educados en el seno de sus propias familias por el temor que tienen sus padres a que sean expuestos a la teoría de la evolución, que contradice el fundamentalismo bíblico sobre la creación del mundo y la aparición del ser humano. En sus libros de texto estudian que el mundo fue creado hacia el año 6000 A .C. y que el relato bíblico de la aparición de la vida sobre la Tierra es una descripción exacta de cómo transcurrió el pasado de la humanidad.
Hay otros países, como ocurre en el Reino Unido, donde más de sesenta colegios han decidido que en los programas escolares la teoría de la evolución no debe ser considerada como única e indiscutible, sino que debería ser contrastada con otras teorías, tales como la del “diseño inteligente”, que no es sino un nuevo creacionismo vestido con un precario ropaje científico, que no resiste el más elemental análisis racional a la luz de los avances de la ciencia.
De cualquier modo como se analice esta cuestión, hay un aspecto que salta a la vista: la enseñanza de la religión no puede dejar espacios abiertos a la duda; necesita ser dogmática e inflexible para evitar disidencias y herejías. Por el contrario, la esencia del conocimiento científico se basa en la duda sistemática, en la generación de hipótesis y en la adopción de la que mejor satisfaga el contraste con la realidad.
No es sólo la retórica religiosa la que produce rechazo en quienes no comparten la misma fe: es la ausencia de dudas, la seguridad en sus dogmas, en sus libros religiosos y en sus prácticas de vida. Ningún razonamiento, aunque se plantee de manera irreprochable, podrá hacer dudar a quien rige su vida por un libro santo, inalterable al paso de los siglos.
Por el contrario, ningún método científico rehuye la duda, sino que la suscita y la lleva al primer plano del debate. Cualquier razonamiento científico admite la duda; es más, la necesita y sobrevive gracias a ella. Hasta hoy se tiene por cierto que la velocidad de la luz es un límite máximo insuperable; pero ningún científico sincero negaría la posibilidad de que en ciertas circunstancias pudiera ser rebasada. Que de momento no se hayan estudiado hipótesis en las que esto suceda, no significa su imposibilidad absoluta.
Ciencia y fe difieren en un aspecto radical: la necesidad de la duda o su rechazo total. Lo que nos conduce a una primera conclusión: mientras la ciencia es capaz de evolucionar al paso del tiempo, la religión basada en la fe no puede hacerlo, so pena de correr el riesgo de desvirtuarse y perder capacidad de persuasión ante sus adeptos. Ante las inevitables incertidumbres que toda religión produce en quienes la abrazan, pero desean seguir ejerciendo libremente su propio juicio, la respuesta venía ya dictada con claridad en el viejo catecismo católico: “no me lo preguntéis a mí que soy ignorante. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. La ignorancia de los creyentes es la defensa de la fe frente a la ciencia.
Sucede que desde que se escribieron los textos que constituyeron el Génesis bíblico, la ciencia ha evolucionado a pasos de gigante mientras que los fundamentalistas evangélicos, que dan por cierta la descripción bíblica de la creación, permanecen anclados en un remotísimo pasado, apoyados en su fe y en abierta contradicción con la más evidente realidad.
Hay quienes teorizan sobre el choque entre las civilizaciones, sobre todo a causa de su base religiosa. Pero lo que de verdad aflora, dentro de esas mismas civilizaciones, es el choque entre la fe ciega que salta sobre la razón y la ignora, y las realidades objetivas que la ciencia va descubriendo en su incesante progreso.
Si el terrorista suicida islámico no tuviera la certeza de hallar el paraíso como recompensa a su acto criminal, o si el fundamentalista bíblico no creyera que Dios le habla y le aconseja invadir Iraq, la humanidad se habría ahorrado mucho dolor y mucha sangre.
- Alberto Piris, General de Artillería en la Reserva.
Fuente: Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS), España.
www.solidarios.org.es
Hay otros países, como ocurre en el Reino Unido, donde más de sesenta colegios han decidido que en los programas escolares la teoría de la evolución no debe ser considerada como única e indiscutible, sino que debería ser contrastada con otras teorías, tales como la del “diseño inteligente”, que no es sino un nuevo creacionismo vestido con un precario ropaje científico, que no resiste el más elemental análisis racional a la luz de los avances de la ciencia.
De cualquier modo como se analice esta cuestión, hay un aspecto que salta a la vista: la enseñanza de la religión no puede dejar espacios abiertos a la duda; necesita ser dogmática e inflexible para evitar disidencias y herejías. Por el contrario, la esencia del conocimiento científico se basa en la duda sistemática, en la generación de hipótesis y en la adopción de la que mejor satisfaga el contraste con la realidad.
No es sólo la retórica religiosa la que produce rechazo en quienes no comparten la misma fe: es la ausencia de dudas, la seguridad en sus dogmas, en sus libros religiosos y en sus prácticas de vida. Ningún razonamiento, aunque se plantee de manera irreprochable, podrá hacer dudar a quien rige su vida por un libro santo, inalterable al paso de los siglos.
Por el contrario, ningún método científico rehuye la duda, sino que la suscita y la lleva al primer plano del debate. Cualquier razonamiento científico admite la duda; es más, la necesita y sobrevive gracias a ella. Hasta hoy se tiene por cierto que la velocidad de la luz es un límite máximo insuperable; pero ningún científico sincero negaría la posibilidad de que en ciertas circunstancias pudiera ser rebasada. Que de momento no se hayan estudiado hipótesis en las que esto suceda, no significa su imposibilidad absoluta.
Ciencia y fe difieren en un aspecto radical: la necesidad de la duda o su rechazo total. Lo que nos conduce a una primera conclusión: mientras la ciencia es capaz de evolucionar al paso del tiempo, la religión basada en la fe no puede hacerlo, so pena de correr el riesgo de desvirtuarse y perder capacidad de persuasión ante sus adeptos. Ante las inevitables incertidumbres que toda religión produce en quienes la abrazan, pero desean seguir ejerciendo libremente su propio juicio, la respuesta venía ya dictada con claridad en el viejo catecismo católico: “no me lo preguntéis a mí que soy ignorante. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. La ignorancia de los creyentes es la defensa de la fe frente a la ciencia.
Sucede que desde que se escribieron los textos que constituyeron el Génesis bíblico, la ciencia ha evolucionado a pasos de gigante mientras que los fundamentalistas evangélicos, que dan por cierta la descripción bíblica de la creación, permanecen anclados en un remotísimo pasado, apoyados en su fe y en abierta contradicción con la más evidente realidad.
Hay quienes teorizan sobre el choque entre las civilizaciones, sobre todo a causa de su base religiosa. Pero lo que de verdad aflora, dentro de esas mismas civilizaciones, es el choque entre la fe ciega que salta sobre la razón y la ignora, y las realidades objetivas que la ciencia va descubriendo en su incesante progreso.
Si el terrorista suicida islámico no tuviera la certeza de hallar el paraíso como recompensa a su acto criminal, o si el fundamentalista bíblico no creyera que Dios le habla y le aconseja invadir Iraq, la humanidad se habría ahorrado mucho dolor y mucha sangre.
- Alberto Piris, General de Artillería en la Reserva.
Fuente: Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS), España.
www.solidarios.org.es
https://www.alainet.org/de/node/120910
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