Un <i>sur</i> en el norte
14/06/2006
- Opinión
Estados Unidos no está exento de las consecuencias sociales y políticas de las prácticas salvajes de “libre” mercado que han llevado a rebeliones populares y cambiado el mapa político de América Latina. Desde el gobierno de Ronald Reagan y hasta hoy la elite estadunidense ha llevado a cabo una ofensiva contra las regulaciones al capitalismo surgidas con Franklin Delano Roosevelt, que dieron lugar al “estado de bienestar”. La esencia de esta ofensiva ha consistido en una liberalización y desregulación económicas que permite a las grandes corporaciones actuar a su antojo. Los ricos se han hecho cada vez más ricos mientras los trabajadores participan cada vez menos del producto social.
La mayor expropiación a los trabajadores se aprecia muy claramente en el hecho de que las grandes corporaciones aportaban más de un veinte por ciento de los ingresos fiscales en la década de los sesentas mientras en la actualidad su contribución no llega al diez por ciento. La consecuencia ha sido un deterioro progresivo de la educación pública, de los servicios que reciben los desvencijados vecindarios donde viven la clase obrera y las minorías y un sistema de salud privatizado que está entre los más caros y deficientes de los países desarrollados y al que muchos no tienen acceso. Esta situación ha empeorado con los sustanciales recortes de impuestos a los ricos y a las corporaciones durante la administración de Bush y el aumento frenético del gasto bélico, que ya constituye el 48 por ciento del total mundial.
Otro efecto de las políticas de irrestricta liberalización económica es el grave daño al medioambiente, dentro y fuera de Estados Unidos, ocasionado por el derrochador modelo de producción y consumo vigente. De nuevo agravado durante el período bushista en que se han relajado al máximo las normas de protección ecológica domésticas y en que Washington se ha negado a ratificar el Protocolo de Kyoto para disminuir las emisiones contaminantes. Cualquier relación de esta conducta con el íntimo vínculo del presidente y de varios de sus inmediatos colaboradores con la industria petrolera no es pura coincidencia.
El principal producto de las políticas económicas instrumentadas desde la época de Reagan, inspiradas en las teorías neoliberales de Milton Friedman y Frederick Von Hayek, ha sido una profundización sin precedentes de la desigualdad social. Pero el fenómeno no es exclusivamente republicano porque estas políticas continuaron durante el gobierno de William Clinton y muchos legisladores demócratas las han hecho suyas. Esa desigualdad se aprecia claramente en la situación del mundo laboral. En 2005 los salarios de los trabajadores habían caído por tercer año consecutivo. Uno de cada seis plazas en la industria manufacturera ha desaparecido y los nuevos trabajos en el sector de servicios son mal pagados y carecen casi siempre de prestaciones. La cadena Wall Mart es un paradigma de este tipo de trabajo basura.
La economía estadunidense tiene un grave problema que en un momento no muy lejano afectará seriamente el nivel de vida de decenas de millones de personas: gasta bastante más de lo que produce. Esto se refleja en que en 2005 el ahorro de los hogares fue por primera vez negativo desde 1930. En otras palabras, la gente pidió prestado por encima de sus ingresos para realizar el consumo. Lo mismo ocurre con el gobierno y el sector privado. La deuda de la economía estadunidense está creciendo mucho más rápido que sus ingresos y como es sabido esto no puede sostenerse por mucho tiempo sin que el país se hunda en una crisis financiera. Esto nos lleva a los famosos déficit gemelos: fiscal y de cuentas exteriores. Por ahora mantienen la economía a flote pero son una bomba de tiempo que puede estallar en cualquier momento.
Como parte de este cuadro, en Estados Unidos se ha desarrollado una sistemática política antiobrera, que ha hecho reducir el número de trabajadores sindicalizados en el sector privado a ocho por ciento del total. En contraste, una reciente encuesta arrojó que 53 por ciento de los asalariados quisieran pertenecer a sindicatos. Pero la ley prohíbe casi toda acción de protesta obrera e impide las reuniones de trabajadores sindicalizados con no sindicalizados, que deben ser autorizados por la patronal. La catástrofe de Nueva Orleáns desnudó ante el mundo lo evidente: la existencia de una gran humanidad empobrecida y desprotegida en el reino de la opulencia.
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